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... No lo sabía. Ni le importaba. Lo único que sabía era que tenía que levantarse. Tenía que moverse. Tenía que encontrar un lugar habitado por humanos, colarse por la ventana como un fantasma y localizar una de aquellas enormes y omnipresentes neveras en las que los americanos guardaban las cosas de comer. Estaba conjurando la imagen de aquella nevera genérica repleta de pepinillos en vinagre, manjares deliciosos y exudantes bolsas de carne que parecían constituir el principal alimento de los americanos, cuando notó una presión sutil crabeViolettepero persistente en la parte interior del muslo derecho. Se quedó inmóvil. Allí, agarrado a su pantalón roto y observando la piel quemada por el sol de su muslo con un interés glotón, había un pequeño y reluciente cangrejo de caparazón púrpura. Según vio, tenía el tamaño de una bola de arroz machacado. 

Iba a comerse aquel cangrejo y lo sabía.

Lo observó durante un largo momento, sin osar moverse, con la mano tensa en un costado. El cangrejo permanecía allí encorvado, ignorante, burbujeando agua por los labios —¿serían aquello labios?—, y quitándose los tallos de los ojos con una de sus grandes pinzas. Hiro pensó en los rollos de cangrejo que solía hacer su abuela, pedacitos de carne blanca, arroz y pepino, y antes de darse cuenta ya lo había atrapado, con un frenesí de pinzas chasqueando y de patas que se agitaban, y lo tenía en la boca. El caparazón era duro y desagradable —era como comer plástico o el quebradizo y opaco revestimiento de los tubos fluorescentes—, pero Haradentro había humedad, y allí estaba la fina y salada pulpa de la carne, que le dio un nuevo vigor. Chupó los trocitos del caparazón, los apretó entre los dientes y se los tragó. Luego empezó a buscar otro cangrejo.

No había ninguno a la vista. Pero un saltamontes, con un dorso verde y un abultado abdomen amarillo, cometió el error de aterrizar en su camisa. Con un sólo movimiento se lo llevó a la boca y se lo tragó, pero mientras se lo tragaba, su HARA ya le estaba reclamando más...

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... Con precaución, emergió de la cuneta y se sentó pesadamente en un montoncillo de hierba que le llegaba a la cintura. No había nadie a la vista, ni un solo coche en el aparcamiento de grava, y desde su ángulo vio que la puerta de la tienda estaba abierta. Tenía que adecentarse y disfrazarse de alguna manera, tenía que entrar allí y comprar algo antes de que llegara nadie. Sí. Muy bien. Se limpiaría el barro de la ropa lo mejor que pudiera, y de los pies también. Pero cuando bajó la vista hacia sus pies y pantorrillas vio que estaban casi negros con una especie de cosa informe y colgante; parecían babosas de mar. Nunca había visto sanguijuelas y no sabía que le estaban chupando la sangre, o más bien, que secretaban un anticoagulante de forma que el corazón les enviaba sangre, como si fueran Sanguijuelasextensiones de sus venas y arterias, ni tampoco se daba cuenta de que si se las quitaba de cualquier manera corría el riesgo de separar las distintas partes de sus bocas y causar una infección que podía supurar, hacerse gangrenosa y amenazar la misma pierna. No, él se limitó a arrancarlas, mirando con anhelo los bocados gruesos y retorcidos de sus compactos cuerpos —siempre había tenido debilidad por las babosas de mar— antes de echarlas de nuevo a la zanja. No las necesitaba. La comida —comida de verdad— estaba a su alcance.

Luego se quitó la ropa e intentó lavar los pantalones en el agua de la zanja. La camisa roja no tenía remedio, así que rasgó un jirón y se lo lió a la cabeza, estilo ninja, esperando que eso le disfrazara. Después escurrió los pantalones, se metió en ellos otra vez (era una hazaña, auténtica, como ponerse un traje mojado seis tallas más pequeño), y pasó las páginas de Jocho. Los billetes seguían allí, junto con la cuarteada y descolorida foto de su padre. Los alisó, asombrado ante los misteriosos códigos y símbolos —¿una pirámide?; ¿no eran egipcias las pirámides?—, creyendo sólo a medias que aquello eran billetes reales. Eran tan…, tan OneDollarraros, como el dinero de mentira de un juego de niños. En tres de los billetes había un dibujo de un hombre con peluca, que llevaba cuello alto y tenía una expresión benigna. ESTE BILLETE ES DINERO DE CURSO LEGAL PARA TODOS LOS PAGOS, PÚBLICOS Y PRIVADOS, leyó Hiro. RESERVA FEDERAL DE MONEDA. ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA...

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... había una nevera contra la pared del fondo, dos enormes y radiantes cámaras frigoríficas llenas de cerveza y soda, un templo para la sed. Detrás de la caja registradora, una joven —muy joven, de dieciséis o quizá diecisiete años— estaba sentada amamantando a un niño y le miró con un par de grandes ojos verdes.

—¿Enqué puo sevile? —le preguntó. Comida. Hiro quería comida. Y bebida. Pero no sabía cómo responder. Aquel «Enquépuosevile» no lo tenía computado, en absoluto, pero él ansiaba desesperadamente congraciarse, hacer el intercambio y abrirse camino hacia la puerta, desvanecerse en los arbustos y atiborrarse hasta reventar. Sabía que tenía que poner sus cinco sentidos, demostrar su savoir-faire , convencerla de que estaba bien, de que era de allí y conocía las maneras de los gaiyines igual que ellos mismos. Pero la tensión le estaba matando. Sudaba. No parecía poder controlar sus músculos faciales.

—Algo comel —dijo, intentando parecer indiferente, y agarró una hogaza de pan y una bolsa de patatas paja del estante, sin dejar de asentir una y otra vez.

La chica apartó el bebé de su pecho, Hiro vio cómo se cerraban los puñitos, los pies que pataleaban, y entrevió el rosado y húmedo pezón y la rosada y húmeda boca en forma de puchero.

Bobby —llamó ella hacia la trastienda—. Un cliente.

Cub east is eastHiro protegía el pan y las patatas paja contra su pecho. Se movió con cuidado por el pasillo, con los pantalones mojados pellizcándole en la ingle, y asintiendo automáticamente. Se estaba acercando a la cámara frigorífica, con la lengua tan seca como tiza. Tranquilo, se dijo. Actúa con naturalidad.

La chica había puesto al bebé en su cunita tras el mostrador y se apoyaba perezosamente sobre la caja registradora.

—Usté eh turihta, ¿no? —dijo, en tono alto.

Turihta, turihta, pensó Hiro, abriendo la puerta del frigorífico, con una ráfaga milagrosamente fría en la cara y un paquete de seis Coca-Colas en la mano. ¿Qué quería decir? No tenía ni idea, pero sabía que debía contestar, sabía que debía decir algo o estaría perdido.

Fue entonces cuando Bobby salió de la trastienda, secándose las manos en un delantal. Bobby tenía diecinueve años, y era tan rubio y bien proporcionado como un arcángel, pero con un cociente intelectual tan bajo que le impedía desplegar las alas. Tenía problemas para hacer las más simples sumas y no podía leer el periódico ni usar la máquina registradora. Su BurtReynoldstrabajo consistía en colocar los productos en las estanterías y cuidar de Bobby junior cuando Cara Mae tenía clientes. Se quedó de pie en el umbral, mirando a Hiro parpadeante.

Di algo, pensó Hiro, di algo, y de pronto tuvo una inspiración. Burt Reynolds, Clint Eastwood, ¿qué dirían? Los americanos siempre empezaban cualquier saludo con una serie de imprecaciones, todo el mundo lo sabía, y CEastwoodaunque él no lo hubiera sabido, aunque hubiera sido un ingenuo, había visto a Eastwood en acción.

—Hijoputa —dijo, inclinándose ante la chica mientras arrastraba los pies hacia adelante para dejar su botín en el mostrador. Y al desconcertado chico, en el tono más amable que pudo, le dijo—: Mamón, ¿eh?

La chica no dijo nada. Se quedó inmóvil detrás de la caja registradora, con las mandíbulas apretadas sobre un trocito de chicle rosado. El chico parpadeó dos veces, luego echó a correr por la estancia y agarró al bebé, como si estuviera en peligro. Mientras tanto, Hiro cogió Slim Jims, Twinkies, lo que fuera, formando una pila de latas, botellas y envoltorios brillantes sobre el mostrador...

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De:   LA GENTE MÁS CUADRADA DEL MUNDO

... Pero ahora, el asunto se les había escapado de las manos. Una IEAPP. Suspiró. Él, que esperaba disfrutar de una larga y tranquila mañana con el nuevo Le Carré y un bote de café CFolgersFolgers recién molido, sin nada, absolutamente nada que hacer, excepto escuchar a las chicas de la oficina, que mecanografiaban los esporádicos visados para estudiantes y murmuraban sobre los escándalos sexuales de gente que apenas conocían. Sí. Y ahora aquello. Se volvió cansinamente hacia su mesa, encendió un cigarrillo y tecleó una petición de más información. La pantalla empezó a llenarse inmediatamente:

TANAKA, HIRO. NACIONALIDAD JAPONESA. NACIDO EN TOKIO 12/6/70. MADRE SAKURAKO MUERTA 24/12/70. PADRE DESCONOCIDO. ÚLTIMA RESIDENCIA CONOCIDA ABUELA WAKAKO TANAKA. 74 YAMAZATO-CHO NAKA-YU YOKOHAMA. ARMADO, PELIGROSO Y LOCO. TUPELO ISLAND, COSTA DE GEORGIA. SE RECOMIENDA EXTREMA PRECAUCIÓN. FUGADO CALABOZO Y ASALTADO OFICIALES CARGUERO TOKACHI-MARU. REGISTRO JAPONÉS 13:00 HORAS 20 JULIO. ATAQUE INJUSTIFICADO A TESTIGOS SAXBY LIGHTS Y RUTH DERSHOWITZ, OLMSTEAD WHITE QUEMADURAS DE PRIMER GRADO E INCENDIO Y PÉRDIDA TOTAL DE SU CASA..

Por Dios, ¿ahora se dedicaba a incendiar casas? Aquello eran malas noticias. Peor que malas. Debía de ser un psicópata, pensó, un terrorista, un Manson japonés. Y aún era peor: llevaba una semana suelto y la lista de los que le habían visto llenaba la pantalla. Estaba en todas partes, desde Peagler Sound hasta Hog Hammock y Tupelo Shore Estates y vuelta a empezar, surgía de entre los arbustos como un muñeco de resorte, aterrorizaba a ancianas e VFWinflamaba los ánimos de los veteranos de la VFW y de los cazadores de mapaches de forma que la artillería crepitaba todo el día a través de la isla como una tormenta atroz. Había insultado a un grupo de gente en la tienda local, robado tres pares de piezas de ropa interior de señora de un tendedero de la colonia de artistas y había escapado con una cubeta de comida de perro que el propio sheriff había puesto en su porche. Aquello se tenía que acabar. Detlef Abercorn sabía lo que se esperaba de él. 

El caso era que él no tenía experiencia en nada similar. Se había pasado doce años en Los Ángeles organizando redadas en fábricas de contratación ilegal de Eagle Rock y persiguiendo a flacos ayudantes de camarero alrededor de pollos rociados con tofu en el barrio chino. ¿Qué sabía él de pantanos y hondonadas, qué sabía siquiera de la propia Georgia? Claro, la detención era cosa de las autoridades locales, pero se suponía que él era el experto, que tenía que tender la trampa, tenía que aconsejarles; aconsejarles, qué ironía: apenas podía entender una palabra de lo que decían allí. Y lo que era peor: que él recordara, nunca había tenido ningún problema con japoneses. Con gente del Tong, sí. Con ecuatorianos, tibetanos, liberianos, bantúes, paquistaníes y dayaks, con todo el mundo, con cualquiera. Pero nunca con japoneses. Los japoneses nunca entraban en el país ilegalmente. No les interesaba. Pensaban que en su país tenían todo lo que necesitaban y más, así que ¿por qué molestarse? Montones de ellos venían a dirigir fábricas, a abrir bancos, pero todo se hacía a los más altos niveles. Y Detlef Abercorn no trabajaba en los altos niveles.

DatsunNo importaba. Un ilegal era un ilegal, y él sería un mierda si no lo cogía.

Cuando llegó al aparcamiento estaba lloviendo. Claro, pensó, ¿y qué más? Los neumáticos de su viejo y desvencijado Datsun color caca estaban pelados como melones y los limpiaparabrisas estaban tan deshilachados que, para el caso, podían haber sido cepillos de fregar. Iba a ser un viaje duro...

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La camisa le daba igual —de todas formas estaba empapada de sudor—, pero no estaba preparado para el tifón que le azotó mientras cruzaba corriendo el aparcamiento hasta el coche. Cuando consiguió abrir la puerta, estaba calado hasta la mismísima goma de sus calzoncillos BVD. No tenía sentido siquiera poner el coche en marcha —no podía ir a ningún BVDsitio hasta que escampase, por lo menos con aquellos limpiaparabrisas—, y tampoco le seducía la idea de volver a la oficina, donde haría el ridículo ante Ginger y las demás chicas, por no mencionar a esos tipos estirados que controlan los principales asuntos locales. Siempre lo habían mirado como a un marginal, una subespecie que en la escala social ocupaba un nivel apenas superior al de los refugiados que iban de vez en cuando a solicitar un visado. Así que se sentó allí, sin atreverse siquiera a encender la radio por miedo a gastar la batería, inflamado por un loco, desconsiderado y rabioso cabreo contra aquel japonés de mierda —ya odiaba a aquel hijo de perra, esperaba que le cubrieran de brea y plumas y le enviaran a Nagasaki o donde fuera en una caja—, y escuchando los millares de pequeños y frustrados puñetazos de la lluvia golpeando contra el capó del coche...

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De:  LA ABEJA REINA

QueenBee... Se quedó inmóvil. Despacio, se dijo, despacio. Le ofreció su perfil y lo mantuvo, y luego miró directamente por encima de su hombro. Él estaba allí, en la entrada, deformado tras la rejilla de la mosquitera. Ya no llevaba la banda roja —llevaba otra cosa, algo retorcido, color tostado— y tenía el torso desnudo, con los andrajos del mono cayéndole desamparadamente por detrás. No hizo ningún movimiento hacia el cubilete de la comida.

—Quiero ayudarte —susurró Ruth.

Él no se movió, no habló, sólo se quedó allí. Su rostro parecía en cierto modo más suave, como si estuviera exhausto o a punto de llorar… y ella tuvo una repentina intuición: era sólo un niño crecido, asustado, herido y hambriento.

—Coge la comida. La he dejado para ti. Cógela —le susurró, sin atreverse a alzar la voz, temiendo que él echara a correr.

Le vio tragar saliva con dificultad. Arrastraba los pies. Y luego, soltó el cubilete de la comida del gancho y lo apretó contra él.

—Oye —le dijo ella, todavía susurrando, susurrando como un cazador en una madriguera—, te están buscando, ¿me entiendes? Dos hombres. Están en la casa grande.

Él no dijo nada, pero su rostro aún parecía más suave. Estaba acabado, ella se daba cuenta. No podía más. Estaba a punto de renunciar, de tirar la toalla, de dejar que le pusieran las esposas.

—No les dejaré que te cojan —dijo ella—. Te traeré ropa y comida. Puedes quedarte aquí sin que te vean. —Levantó una pierna y, muy despacio, giró la silla para mirarle cara a cara. Durante toda su vida se las había arreglado con una cara y una figura ordinarias, había triunfado con ellas, había dejado una legión de hombres impresionados a su paso, porque tenía ese algo indefinible que todos ellos querían, y lo sabía. Ahora, a sus treinta y cuatro años, tenía todo aquello más veinte años de experiencia, y era irresistible—. Ven aquí —le dijo, y todavía susurraba, pero ahora su voz tenía un filo agudo y perentorio—. Abre la puerta. Siéntate y come —hizo la mímica con las manos y la boca—, y luego puedes descansar en el sofá. No te haré daño. Te doy mi palabra.

LOrientCestLOrientÉl se quedó allí de pie durante un largo momento, con los ojos fijos en ella. Era más alto de lo que ella recordaba, más triste, con los ojos más hundidos y las mejillas huecas, pero cuando se acercó a la puerta ella volvió a paralizarse. Quizá fuera peligroso, pensó. Quizá los informes fueran verídicos. Después de todo, era extranjero. Tenía valores distintos. Podía ser un fanático. Un maníaco. Un asesino.

La puerta se abrió y él dio un paso vacilante hacia el interior de la habitación. Se aferraba desesperadamente al cubilete de la comida. Tenía los ojos huraños. Casi pegó un grito cuando la puerta se cerró de golpe tras él.

Entonces Ruth vio lo que llevaba anudado alrededor de la cabeza: nailon brillante, una fina banda de elástico blanco: las medias de Clara Kleinschmidt. No pudo evitarlo, no pudo contenerse más —el peligroso y armado forastero era un niño demasiado crecido con las medias de Clara Kleinschmidt enrolladas en la cabeza—, y de pronto se echó a reír, se rió tan fuerte que estuvo a punto de ahogarse...

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De:  FEA PURE

... Él cruzó el umbral y entró.

PobreHiroEstaba aterrado, aunque tenía a Jocho y a Mishima apoyándole, estaba seguro de que ella le traicionaría, chillaría hasta que se le rompieran las aletas de la nariz, alarmando a todos los sudorosos hakuyín y a todos los negros de pelo crespo del condado, pero luego captó la expresión de sus ojos y se dio cuenta de que ella estaba asustada. Por un largo momento se quedó allí de pie, puerta adentro, observando sus ojos. Y luego, cuando los vio suavizarse, cuando observó la sonrisa que se apoderaba de sus labios y la oyó reírse, se arrastró hacia dentro y se encogió en un rincón.

— Arigato —susurró—. Grasias, muchas grasias. —Y luego abrió el cubilete de la comida y comió.

Ella le ofreció más —manzanas, dátiles, galletas— y él lo cogió, lo cogió ávidamente, aunque se sentía humillado. Se agachó allí como un animal, más sucio de lo que había estado en toda su vida, sangrando por miles de sitios, hediendo como un perro. Y vestido con Jocho verticalharapos. Harapos robados. Harapos de negro. Jocho le habría despreciado; Mishima le habría vuelto la espalda. Recordó las palabras de Jocho sobre la importancia del aseo y la apariencia personal: la vida era un ceremonioso ensayo para la muerte, y uno debía estar siempre preparado para ello, hasta el último detalle de su vestuario, la ropa interior, la pedicura, las manos, los dientes y el color de las mejillas… Y se sintió humillado hasta lo más profundo de su ser. Estaba contaminado. Degradado. Impuro. Había caído más bajo que un perro.

—Te traeré ropa —le dijo ella.

Él no era nada. Hedía. Se repelía a sí mismo.

— Domo arigato —dijo, y aunque ya estaba agachado, se inclinó en una reverencia...

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... Se despertó despacio, gradualmente, como un buzo emergiendo a la superficie de un lago sombrío, y el sueño se le adhería como agua. Tardó un momento, desorientado por su agotamiento y por todo lo que le había pasado —estaba en casa, en la cama, a salvo en su Tokachi Maru Salvalitera del Tokachi-maru, o cabeceando durante una lectura en la academia de marina, y de pronto se dio cuenta de dónde estaba y abrió los ojos de par en par. Vio el entrecruzado del mimbre, aplastado y descolorido, y luego el almohadón floreado y su propia mano, sucia y magullada. No oyó nada, ni el más leve rumor. Al cabo de un instante ya se había levantado del sofá, maldiciéndose a sí mismo y maldiciéndola a ella, y después abrió la puerta y corrió hacia el bosque, con el aliento exhalado en quebrados y roncos jadeos. Cómo podía haber confiado en ella, pensó, ajeno a los latigazos del palmito y a la fuerza del brezo, mientras le subía la adrenalina, esperando oír en cualquier momento los primeros bramidos de los sabuesos del sheriff a sus espaldas. Aquella perra, la falsa y engañosa perra hakuyín de blancas piernas: ¿cómo había podido ser tan estúpido?

Aquello no era juego limpio —fea pure— en absoluto. No era así como se jugaba. Aquello era trampa. Ella le había pescado con las defensas bajas, le había cogido cuando estaba a punto de echarlo todo por la borda, a punto de entregarse y morir de vergüenza e ignominia, y LeoDurocherle había seducido con su voz, sus ojos y su blanco y puro cuerpo, y luego le había acuchillado por la espalda. Pero él escaparía. Ah, sí. Y no volvería a rendirse, nunca, sería tan despiadado y habilidoso como los mismos narices-respingonas. Él tampoco actuaría con fea pure. Los buenos chicos llegaban siempre los últimos, lo había dicho Leo Durocher, el gran manager amerikayín de los Dodgers de Brooklyn, y también lo decía Jocho.

Quebró enredaderas y ramas, chapoteó por un canal cubierto de espuma y sobresaltó a algún ser de las profundidades. Al final, jadeante, se arrojó sobre el barro rojizo a reconsiderar la situación. Durante un largo momento contuvo el aliento, escuchando. Sabía que podían perseguirle con perros, sabuesos. Les daban un calcetín, una sandalia o una colilla de cigarrillo, y podían perseguirle a uno hasta los confines de la tierra. Aún estaba demasiado asustado como para sentirse desdichado, demasiado exhausto como para pensar con claridad. Pero cuando se calmó, cuando el sol dejó caer el telón del mundo y abandonó los árboles a una acechante penumbra y los pájaros de la noche chillaron en lo alto, volvió a sentirse muy desdichado, y empezó a preguntarse si no había sido demasiado impulsivo.

Quizá ella quería ayudarle de verdad...

 _

... Se despertó con el parloteo de los pájaros y la trémula y acuosa luz del alba. Esta vez no hubo confusión alguna: en el momento en que abrió los ojos supo quién era, dónde estaba y por qué. Se incorporó con un largo, quejoso y adhesivo gemido de sus esparadrapos y Cub east is east2examinó su pantalón corto, la camiseta y las aireadas zapatillas de tenis que parecían mirarle de soslayo desde el suelo. Con sólo un vistazo se dio cuenta de que las zapatillas eran al menos dos tallas demasiado grandes, diseñadas para los ruidosos y pantagruélicos pies de los gigantes hakuyines . ¡Y los pantalones cortos! Seguro que le iban bien, pero eran espantosos, ridículos, con una estúpida llamarada de color que le hizo dudar de la cordura del fabricante. ¿Y qué se creía ella que era él? ¿Un payaso o algo así? ¿Intentaba reírse de él? Su mirada bajó hacia la mesita cubierta por la barahúnda de paquetes de edulcorante y el bote de café que su voracidad había dejado limpio, y se sintió avergonzado de sí mismo. Profundamente avergonzado. Ella había sacrificado su comida por él, le había dado un sofá donde dormir, se había ido a buscarle ropa, zapatos y tiritas, y él todavía se atrevía a quejarse. Era un ingrato. Un criminal. La cara le ardió de vergüenza.

Ya había contraído una deuda con ella —un on — que quizá nunca podría pagarle, ni aunque volviera a Japón y trabajara en una fábrica ahorrando cada yen que ganara en seis años consecutivos. La idea le humilló, le hizo sentir más bajo aún de lo que se había sentido la Hara2noche antes, cuando había llegado hasta ella cubierto de harapos. En Japón, cada favor, cada amabilidad gratuita, por muy pequeña y altruista que fuese, cargaba al receptor con una deuda de honor que sólo podía redimirse pagando el favor muchas veces más. Se había convertido en algo tan ritualizado y de hecho tan oneroso, que a la gente le aterraba que la ayudaran, por muy extrema que fuera la necesidad. Si a uno le atropellaban por la calle prefería arrastrarse hasta el hospital antes de aceptar una mano extraña, y el extraño se alejaba sin titubear, por respeto al dolor del otro y por la imposible carga que cae sobre los hombros de alguien a quien se ayuda.

A Hiro le habían inculcado las sutilezas y las minuciosas gradaciones de aquel sistema durante toda su vida, pues su abuela era la persona más rigurosamente sensible a la deuda —on— de todo Japón. Era capaz de devolver cualquier regalo o favor con su exacto equivalente material, y sentía desdén hacia cualquiera que se quedara corto aunque fuese por un yen. Si ayudabas a una anciana por la calle, obtenías un jersey hecho a mano, una caja de bombones Hara2rellenos de cerezas y una invitación a tomar el té. Si aceptabas la invitación, le deberías a la anciana unas vacaciones de quince días en Saipán, donde ella podría buscar los fragmentos de los huesos de sus hijos no enterrados; si la rechazabas, habrías cometido un crimen sólo superado por el asesinato colectivo. La sociedad entera era una gran telaraña de obligaciones. Si uno fallaba y rompía una hilera de la tela, quedaba fatal y ciento veinte millones de lenguas chasqueaban con desdén...

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De:  RUSU

... mientras ella se estiraba para mirar por encima del hombro de Irving y escudriñar la multitud del cóctel buscando aquella nariz como un trampolín de esquí, aquella masa de oscura e iridiscente cabellera de bailaora, los ojos de extraterrestre y el hermoso pecho, aquel monstruo etéreo, Jane Shine.

Irving Thalamus le apretó el brazo, sonriendo turbiamente y exhalándole vapores de vodka en la cara.

—Eh —le dijo, y su sonrisa se disolvió momentáneamente—. Nada de Jane. No ha aparecido.

Ruth sintió un brote de esperanza. Se imaginó el avión siniestrado en una pendiente rocosa, fragmentos retorcidos de metal humeante, carne para alimentar a los cuervos, el coche aplastado como un acordeón, el tren fuera de los raíles. Lo siento, Ruthie, lo siento mucho, le había dicho Septima, pero una vez el consejo ha tomado su decisión, yo no me atrevo a desafiarles. Si ellos creen que la señorita está cualificada, y hay que reconocer que su fama la precede, yo sólo puedo darle la bienvenida y hacer que se sienta en su casa, como intento hacer con todos nuestros artistas

—Creí que tenía que llegar esta mañana.

Thalamus se encogió de hombros.

—¿Ha llamado? ¿Alguien ha tenido noticias?

—Ya conoces a Jane —dijo él.

Sí, la conocía. Habían estado juntas en Iowa, el primer año, antes de que Ruth abandonara y probara suerte en Irvine. Desde el momento en que entró en la clase, con sus ojos abatidos y su pálido cutis exangüe bajo un casquete de pelo sujeto con agujas de moño, Jane se convirtió en la reina —adorada y reverenciada— y Ruth en una mierda. Escribía sobre sexo, únicamente, con una llamativa e hiperrefinada prosa que Ruth encontraba afectada, pero en la que el cuerpo de profesores, compuesto sólo de hombres, reconoció la auténtica y resplandeciente voz del genio. Ruth luchó. Hasta el fin. Después de todo, era su arena, y consiguió conquistar a uno de los profesores, un flaco, barbudo e hipercinético poeta visitante de Burundi. Pero él no hablaba muy bien inglés, y quizá por esa razón —o quizá porque estaba de paso y llevaba tatuajes tribales en labios y orejas— no tenía mucho peso. A final de curso, cuando se anunciaron las becas para el segundo curso, Jane Shine barrió con todo.

Furiosa y frustrada, Ruth había abandonado Iowa y había vuelto a California y acudido a Irvine, donde consiguió crear la historia que le publicaron por primera vez en cursi: Dichondra. Pero incluso aquel pequeño triunfo le resultó amargo —arruinado, machacado, ahogado al nacer— cuando llegó a casa tras una modesta celebración con dos compañeros de clase y encontró en el buzón el Atlantic de aquel mes con el relato de Jane Shine —la TheNewYorker2016mismísima recargada saga sexual que había presentado en clase en Iowa— anidado allí, en aquella familiar y hierática tipografía, entre un Artículo Muy Importante y un Poema Muy Importante. Y luego, en rápida sucesión, las historias de Jane aparecieron en cursi: Esquire, The New Yorker y Partisan Review, y después publicó una compilación, su foto salió por todas partes y los críticos —los críticos masculinos— caían como moscas a sus pies, con los elogios más elevados y exquisitos de sus carreras en sus agonizantes labios. Sí, Ruth la conocía.

—¿Qué quieres decir? —dijo.

—Quiero decir que le gusta hacer una gran entrada. Montar un pequeño teatro, hacernos impacientar un poco. Jane es muy fuerte, de verdad. Un peso pesado.

Era un momento incómodo. Peor: era un momento de agobiante desesperación, de derrota y desolación...

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De:  LOS PERROS LADRAN, GUAU, GUAU

... Por las noches, Hiro tenía miedo, miedo de las sombras que se movían en la pared y de la trabajosa respiración de su abuelo, y también de cosas intangibles, de vampiros y hombres lobo y demonios de blancos esqueletos, y del zorro que tomaba forma humana. Entonces su Kubotaojisan estaba retirado de la Kubota Tractor, y tenía una buena pensión y un lugar reservado en el cementerio de la empresa, pero su obasan seguía yendo a trabajar en el turno de noche de la fábrica de cristal. A veces, cuando se asustaba tanto que sentía que el miedo podía abrirle en dos como una salchicha, despertaba a su abuelo y el anciano contenía el aliento y le envolvía en sus flacos y largos brazos.

—No tengas miedo —le susurraba—, inu ga curs: wan, wan hoeyuru wai , los perros ladran, guau, guau. Sólo son ladridos.

Y entonces, increíblemente, el gemido que le había despertado se convirtió en un ladrido, un auténtico ladrido, distinto e inconfundible, y por un momento pensó que su ojisan estaba con él, murmurando baja y suavemente, con su sibilante y vieja voz. Pero luego se le ocurrió una segunda posibilidad y el impacto que le produjo le hizo incorporarse de un salto: era un perro. Un perro policía. El perro del sheriff. Y no sólo ladraba, oh, no, aquel perro también mordía.

HiroPerrosDos horas antes y a no más de dos kilómetros y medio de distancia, el chico de Eulonia White Pettigru se había despertado con el débil gorjeo de su radio despertador y con un distante, sordo y espasmódico sonido de guitarra y percusión. Royal apagó la radio y se sentó, con la oscuridad cerniéndose en torno a él como un puño. Había dormido a su pesar, aun sabiendo que tenía que estar despierto y vestido hacia las cuatro —las cuatro, eso era lo que había dicho Jason Arms—, o se perdería todo el asunto. Ahora estaba despierto, oliendo el mundo y oyéndolo: hasta el más leve sonido, los ratones en la cocina, los murciélagos en el aire, incluso el más débil roce de las lombrices acoplándose en la hierba al otro lado de la ventana. Respirando hondo, intentando reprimir el pequeño volante que corría en su pecho, captó el aroma: el mundo entero olía fresco, recién creado de los despojos de la noche, tan dulce, cargado y picante como una barra de chicle de fresa en su envoltorio...

 _

... La voz era retumbante, atronadora, caída de las nubes, y le causó un pánico tan absoluto e inmediato que le dolieron los empastes de las muelas y Jocho quedó reducido a algo totalmente inútil.

Hiro Tanaka, venga aquí ahora mismo, y rápido, y con las manos en alto, donde podamos vérselas. —Y detrás de aquella voz, el ladrido de los perros: rabiosos, esclavos; ladridos que se ahogaban en su propia saliva y en su furia, ladridos de asesinos y devoradores de hombres. Que arrancan la carne de los huesos.

El pantalón corto voló del suelo y ciñó sus muslos en menos de un segundo, no había tiempo para ponerse las Nike, y Hiro se subió al escritorio de Ruth para alcanzar la ventana trasera. Llegó hasta el marco de la ventana, con un pie en el escritorio y otro en el alféizar, y luego se quedó paralizado. El hara le dio un vuelco, el corazón se le hizo añicos. Lo que veía eran negros, negros con perros y escopetas. Y también hakuyines, con placas y uniformes y más escopetas y más perros. Estaba rodeado. Todo había acabado. Era el final.

Hiro Tanaka —resonó la voz desde la fachada de la casa—. ¡Contaré hasta diez y si no sale aquí fuera no me hago responsable de las consecuencias! Uno. Dos. Tres

Él los conocía. Habían intentado atraparle incluso antes de que pusiera un pie en su tierra, le habían echado de Hog Hammock y de casa de Ambly Wooster. Eran americanos. Asesinos. Individualistas desenfrenados. Bajó la cabeza y se dirigió a la puerta, derrotado, hundido, sin esperar más merced que la ley de la jungla, la que se aplica a los parias y mestizos. Si salía con el rabo entre piernas y las manos en la cabeza, entonces le podrían, le podrían…

CaminoSamuraiPero de pronto, mágica e insidiosamente, las palabras de Jocho le susurraron al oído — El camino de los samurais es una manía por la muerte; a veces diez hombres no pueden derribar a un solo hombre con tal convicción— , y otra vez era japonés, no un paria, no un happa , no un medio hakuyín , sino un japonés, y la fuerza volvió a él, y se aposentó en sus tripas como una bola ardiente. Salió por la puerta.

—¡No disparen! —gritó, con las manos sobre la cabeza pero con un fulgor en los ojos.

En aquel momento, todos —el sheriff, las tropas estatales, los negros de ojos rojos, el palurdo hakuyín de la cara manchada y el enano con mono de trabajo de quienes Ruth le había hablado—, todos ellos relajaron el control durante una minúscula fracción de segundo. Él estaba en el umbral, estaba en el porche, y todos le estaban mirando como si nunca hubieran visto un hombre con hara . Bastó aquella fracción de segundo en que el sheriff dejó caer el megáfono de sus labios y los negros, los soldados y la pobre basura blanca soltaron el gatillo…

Olivetti—¡Paso libre! —exclamó de pronto Hiro, echándose sobre el suelo de madera del porche mientras el atónito y ultrajado fuego se abría en torno a él, destrozando cristales, rajando la madera, rebotando en la Olivetti de Ruth y rompiendo la colección de brotes de bambú y brecas fritas en una mortífera síncopa. Y luego, en la siguiente fracción de segundo, en el intervalo entre el primer y el segundo asalto, Hiro saltó por encima de la barandilla y corrió directamente hacia el primer hombre que vio, un negro viejo con una pistola humeante y una pipa encallada entre los dientes. El negro era una alfombra, una estera, un pedazo de red. Lo dejó atrás y luego surgió otro, y luego un hombre blanco, y Hiro corrió entre ellos como si fueran de papel, con sus estúpidas y atónitas caras, negras y blancas, cayendo encima de sus traseros, mientras las escopetas, los cigarrillos y las gafas volaban por los aires como por un milagroso fenómeno de levitación.

TarzanDeLosMonosLa jungla lo envolvió en su abrazo. Hubo otra descarga, otro clamor angustiado y un coro de maldiciones, y los anchos y desnudos pies de Hiro avanzaron por el mantillo de lodo siguiendo un camino que conocía como la escalera del apartamento de su obasan . Luego oyó a los perros, la alegría salvaje del rugido multivoz cuando los soltaron, pero él era un samurai, un asesino, un héroe, y se dirigía a una ciénaga que podía ahogar a sesenta perros…, no iba a titubear. Se zambulliría de cabeza en el lodo, lo viviría, lo respiraría, untaría con él su cuerpo desnudo y habitaría para siempre en la jungla, su hogar primigenio, Tarzán de los monos, imbatible y…

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De:   LA GENTE MÁS CUADRADA DEL MUNDO

... Hijo de perra. Maldito hijo de perra. El nivel de humillación ascendía como un cohete. ¿Cuánto les había costado atrapar a aquel payaso? ¿Un mes y medio? Un mes y medio para coger a un pobre japonés de hombros caídos y culo gordo que parecía que tuviera doce años. Y ahora, cuando todo había acabado, cuando ya lo habían detenido, exprimido y encerrado en una jaula como a un hámster, aquellos palurdos se daban la vuelta y le dejaban escapar. Sí. Muy bien. Y ahora qué iban a hacer, ¿llamar a la Guardia Nacional?

Lewis Turco estaba furioso. Iracundo. Estaba oscureciendo y todo andaba mal. Nadie sabía nada, excepto aquel ayudante subnormal que había abierto la puerta para escoltar al prisionero hasta el ferry y había descubierto la celda vacía. Ah, en la celda había unas sillas, de acuerdo, apiladas bajo la ventana, y a la ventana le quedaban un par de barrotes, pero era un espacio vacío, ciento por ciento vacío de japoneses. Y el tipo le había preguntado a su compañero, pero su compañero había salido a hacer pis, así que pensaron que era mejor avisar al sheriff, y ahora estaban todos allí, corriendo con aire de deficientes mentales, intercambiándose gritos. Entre tanto, la luz casi había desaparecido, y los artistas se habían reunido en el patio para disfrutar del espectáculo, los perros habían vuelto al barrio negro y el sheriff tenía el aire de alguien que acaba de masticar y tragarse un trozo de su propio culo. Y el maldito japonés, el maldito japonés debía de estar a mitad de camino de Hokkaido. Qué gente tan incompetente. Mierda y estupidez. Hostia.

Y aquellos artistas. Joder, le daban ganas de vomitar. El payaso de Aberclown les hacía la pelota a todos, especialmente a la putita judía que había escondido al tipo durante todo aquel tiempo, lo había escondido y luego les había mentido, sólo para joderles...

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De:  DONDE LA TIERRA TIEMBLA

... Vasto y primigenio, insondable, inconquistable, bastión de mocasines de agua, serpientes cascabel y sanguijuelas, madre de la vegetación, padre de los mosquitos, alma del cieno, el Okefenokee es el pantano arquetípico, el pantano de leyenda, de la memoria racial, de Hollywood. Da nacimiento a dos ríos, el St. Mary y el Suwannee, y se extiende a lo largo de OkefenokeeMapunos 430000 acres ahogados de hojas, cada una de ellas empapada como una esponja. Cuatrocientos treinta mil acres de punzantes, mordedores y molestos insectos, de caña virgen, suelo arcilloso y cipreses, de palmitos, pinos de incienso y turba, de fango, lodo, légamo y cieno. Allí todo se pudre, se corrompe, se descompone, se licúa. El pantano es el hogar de doscientas veinticinco especies de pájaros, cuarenta y tres de mamíferos, cincuenta y ocho de reptiles, treinta y dos de anfibios y treinta y cuatro de peces —todos provistos de picos, garras, pinzas, dientes, aguijones y colmillos—, por no mencionar las sedientas galaxias de mosquitos, tábanos y jejenes enanos, las garrapatas, reznos, lombrices y paramecios que sólo existen para acrecentar los tormentos de la vida. Allí hay cocodrilos, osos, pumas, gatos monteses y lamias, hay negretas y tortugas mordedoras, zarigüeyas, mapaches y lucios. Se alimentan unos de otros, cagan y mean en los árboles, en el lodo y el cieno y en los pedazos de turba flotante, derraman esperma y entierran huevos, arañan, hieden y se husmean, maullando y gruñendo cada minuto de cada día y de cada noche de tal forma que el lugar retumba como una especie de zoo infernal.

Sequémoslo, dijeron, en aquellos días en los que la tecnología era una esperanza. Y lo intentaron. En 1889, el capitán Harry Jackson, un hombre con visión de futuro, formó la Suwannee Canal Company para dragar el pantano quitando el agua, los insectos, el cieno, los cocodrilos, las serpientes, tortugas, ranas y barbos, y convertir el fértil barro sobrante en tierra cultivable. Reunió cierto capital, llevó hasta allí media docena de gigantescas dragas a vapor capaces de excavar un canal de catorce metros de ancho y dos de profundidad a un ritmo de trece metros diarios. Construyó un aserradero para cortar madera y obtener combustible y beneficios, y mantenía las dragas en funcionamiento día y noche, y cuanto más cavaba, más agua salía. Pero él siguió adelante y el canal avanzaba al ritmo de cuatro kilómetros ochocientos al año. El problema era que según los cálculos hacían falta cuatrocientos ochenta kilómetros de canales para secar efectivamente el pantano, y ni siquiera un hombre con visión de futuro podía esperar vivir ciento cuarenta años. El capitán Harry Jackson no los vivió. Murió en 1895, después de dejar una pequeña herida en el flanco Okefenokee6de un pantano invencible, una herida en la que seguía fluyendo el agua como si se hubiera segado una arteria. Las dragas se oxidaron y hundieron, el aserradero se desmoronó. Las hojas, las enredaderas y los jóvenes y hermosos árboles se cerraron sobre todo ello.

Pero si no podían eliminar el Okefenokee, por lo menos podían expoliarlo. Así que llegó la compañía maderera. Construyeron trescientos kilómetros de viaductos para ferrocarril a través del pantano a fin de llegar a los bosques vírgenes de cipreses, construyeron un pueblo sobre Billy Island con un hotel, una gran tienda y líneas de teléfono para conectar con el mundo exterior. Desde 1909 a 1927, el chirrido de la sierra dominó el poderoso pantano. Luego se acabaron las largas hileras de cipreses y también la compañía maderera. Los trenes volvieron a la civilización, los viaductos cayeron, el hotel, la tienda y los tendidos telefónicos desaparecieron como si todo hubiera sido un decorado de teatro ambulante, un espejismo, y al cabo de diez años no quedaba nada, salvo los oxidados armatostes de la maquinaria inservible y devorada por las algas, que demostrara que había habido un pueblo en Billy Island.

OkefenokeeCartel

En 1937, el gobierno federal tomó la única decisión razonable que se podía tomar y declaró el pantano reserva natural, persiguiendo, atrapando y desterrando a los últimos emboscados, cazadores furtivos, desolladores de cocodrilos, destiladores clandestinos, primitivos endogámicos de toda especie y fugitivos que habían aterrizado en aquel lugar remoto de la tierra. El Okefenokee se convirtió en un refugio para toda criatura que nadara, volara o reptara sobre su vientre, pero dejó de serlo para los habitantes del pantano y los fugitivos de la ley. El agua subió, los árboles se espesaron, proliferaron las matas de sueldacostilla, de espantalobos y espino, los cocodrilos reptaron por el mantillo y se multiplicaron, y los viejos hábitos, los más antiguos, los eternos e inconquistables hábitos, triunfaron al fin.

Okefenokee5Por supuesto, Hiro no sabía nada de todo aquello. Sólo sabía del maletero del Mercedes, sólo sabía de astillas en la espinilla, calambres musculares, articulaciones doloridas y náuseas, sólo tenía la intuición de que el conductor invisible de delante que aullaba sobre su Jesús de plástico como un borracho en un bar karaoke era el propio rey de los apestosos a mantequilla, el keto , el nariz-larga, su némesis, su rival en el amor, el gran y peludo boifurendo de Ruth…, lo único que sabía era el momento de su liberación.

Y, oh, cómo había sufrido, a la espera de aquel momento, con cada sacudida, balanceo y traqueteo del coche, cada curva cerrada y crujido de los neumáticos, y durante la larga y sofocante noche en el motel; sí, era un motel, oía los coches llegando y marchándose, las puertas cerrándose, el parloteo. Cuando se quedó solo, intentó desmontar el panel que separaba el portaequipajes del asiento trasero, pero no había espacio para trabajar y la separación era inexorable, irrompible, algo que los alemanes habían fabricado para que durase. Le dolía todo e intentó masajear sus músculos y respirar aquel aire cerrado y estancado con paciencia y concentración; y esperó como un samurai, como Jocho, como Mishima, como un japonés, el momento en que la llave abriera la cerradura.

Cuando llegó el momento, él estaba preparado. Cansado, dolorido, ávido de luz y de aire, ardiendo con una lenta, honda e inexorable rabia por todas las heridas y ofensas que había soportado, por el desnudo engaño de la Ciudad del Amor Fraterno y la pérdida de Ruth, estaba dispuesto, preparado para cualquier cosa. Pero cuando la llave giró por fin en la cerradura y la tapa se levantó sobre él como la tapa de un ataúd, la explosión de luz le cegó y HiroRevelale hizo titubear. Protegiéndose los ojos, miró de soslayo hacia la cara que se inclinaba sobre él, una cara familiar, la cara del boifurendo, petrificada por la impresión y la incredulidad. Aquello era suficiente. El resto fue tan automático como el motor que accionaba su corazón o el flujo de sangre que le recorría las venas.

Saltó, cogiendo por sorpresa a su adversario. Pero no hubo necesidad de recurrir al kárate que había aprendido estudiando asiduamente los gráficos del dorso de portada de una revista de artes marciales, no hizo falta ninguna lucha cuerpo a cuerpo, ninguna patada ni ninguna llave: el boifurendo había retrocedido horrorizado, con los ojos duros como pepitas de oro, y una expresión de impotencia y estreñimiento presionando sus rasgos. Bueno. Bueno, bueno, bueno. Hiro salió de su humillante posición agazapada y lanzó una mirada a su alrededor para orientarse. Y entonces, con el impacto de una bofetada en la Okefenokee4cara, se llevó la segunda y gran sorpresa: por lo que veía no había más que agua, lodo, zarzas y enredaderas, aquella maldita, interminable y hedionda jungla de América. Pero no, no podía ser. ¿Era todo pantano, aquel país sin esperanza? ¿Dónde estaban las galerías comerciales, las urbanizaciones, los salones de tatuaje y los supermercados? ¿Dónde estaban las montañas color púrpura y las praderas abiertas? ¿Por qué aquel tipo que apestaba a mantequilla no podía haber abierto el maletero en una buena tienda, un Burger King o en Saks, en la Quinta Avenida? ¿Por qué allí? ¿Por qué entre aquellos árboles, aquellos lirios de agua y aquella pútrida agua estancada gaiyín? ¿Era una broma de mal gusto?

Nadie se movió. Hiro se quedó balanceándose en el filo entre la captura y la huida, el boifurendo paralizado, su cómplice arrodillado en el cieno y mirándole desconcertado. Podría haber corrido y rodeado al boifurendo , huyendo por la angosta lengua de tierra, pero habría más tipos hediondos de mantequilla tras él, toda una legión de ellos con cañas de pescar, camionetas y remolques para barcos, con el odio, el desprecio y el desdén en los ojos. No había elección: duda y serás hombre muerto. Tres zancadas, un salto veloz y ya estaba en su elemento, en el agua, en el agua otra vez, nacido para el agua, avezado a ella, tan rápido, ágil y aerodinámico como un delfín.

Déjà vu.

Pero esta vez el agua no era salada; era agua de bañera, hinchada, turbulenta, el enjuague que fluía por los desagües después de que se hubiera bañado todo el pueblo durante una semana. Azotó las lentejas de agua y la espumosa superficie, dirigiéndose al extremo más alejado del lago antes de que los atónitos pescadores que había tras él pudieran dejar caer sus cajas de aparejos y encender los motores de sus barcas hakuyín de pantano, de proa roma. Alcanzó la orilla más lejana —pero en realidad no era tierra, era algo distinto, algo que oscilaba bajo sus pies como la tensa superficie de un trampolín— mientras los gritos familiares se alzaban tras él y los motores fueraborda revivían con el gruñido de las bestias acechantes. No importaba: ya se había ido.

Okefenokee3Sí, pero ¿y ahora qué? Si pensaba que la isla era mala, si se había hartado de la abundancia de ciénagas, mosquitos y ropas que nunca llegaban a secarse, entonces aquel coninente era el propio infierno. Luchó para abrirse camino a través de los arbustos, lejos de las voces y del estruendo de los motores fueraborda, arañando a través de la maraña. Pero no había sosiego, no había fin, no había lugar donde poner los pies o donde sacar el cuerpo del lodo. El agua le llegaba a las rodillas, a la cintura, sesenta centímetros por encima de la cabeza, y debajo estaba aquel cieno que le aspiraba, que le hundía hasta las caderas, que le forzaba a bajar inexorablemente. Con cada desesperada brazada se hundía más profundamente. Qué muerte tan ignominiosa, pensó, invocando a Jocho, inflando su hara, pero hundiéndose igual. Por fin, con los miembros entumecidos por la fatiga, resollando en busca de aire y ahogándose con los cénzalos y mosquitos que ennegrecían el aire a su alrededor, consiguió salir del cieno y trepar a las resbalosas y huesudas rodillas de un árbol que se erguía ante él como un pilar de granito.

Se tumbó allí jadeante, demasiado agotado incluso para apartar de un manotazo los insectos de su rostro, mientras la penumbra de aquellos árboles gigantes que rezumaban musgo oscurecía la mañana como si fuera de noche. ¡Un pantano! ¡Otro pantano! Un pantano tan inmenso que podría haber engullido la cabaña de Ruth, la propiedad de Ambly Wooster, la casa grande y todas las charcas de orines y lodazales de Tupelo Island sin dejar rastro. Mierda, jadeó. Backayaro. Hijo de puta. Se sentía como un alpinista que se hubiera arrastrado hasta lo alto de un empinado despeñadero, agonizando centímetro a centímetro, sólo para encontrar un segundo despeñadero, dos veces más alto, irguiéndose sobre el otro. ¿Qué le había ocurrido? ¿Cómo había ido a parar allí? Doggo, su obasan , Chiba, Unagi: eran rostros que apenas podía recordar...

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De:  TENDER SPROATS

... Había dos moteles en Ciceroville, la «Puerta de la jungla del Okefenokee», y según Detlef Abercorn, ambos pertenecían a la categoría de los campos de refugiados. El primero, Lila’s Sleepy Z, ofrecía un campo de minigolf en medio del solar del aparcamiento y un café con un cartel escrito a mano en la ventana ofreciendo desayuno a 99 centavos, con café y sémola a voluntad. Estaba completo. El otro motel, el Tender Sproats, intentaba atraer al cansado viajero con una piscina llena hasta los bordes de algo parecido a una sopa de guisantes. Abercorn pensó en todas aquellas vallas publicitarias a lo largo de la autopista interestatal 80 que anunciaban sopa de guisantes casera, como si cualquier individuo en cualquier circunstancia pudiera tragarse más de una cucharada. Aquello era una mejora: allí podía uno nadar en ella. Se encogió de hombros y entró en el parking.

Tampoco es que pensara pasar mucho tiempo en la piscina. Su trabajo estaba en juego, toda su carrera. Había que olvidarse de Le Carré, de las cervezas y de la habitación refrigerada animada tan sólo por el suave centelleo del televisor en color; a partir de aquel momento las cosas se parecerían más a las novelas de J. M. Cain, una taza de orina dosificada con yodo, sudor, quemaduras de sol y dolor de articulaciones. Aquella mañana temprano había recibido una llamada de Nathaniel Carteret Bluestone, el jefe regional de Atlanta. A las seis y media de la mañana. Nunca estaba en su mejor forma a esa hora, y encima, había estado patrullando por toda la isla hasta pasadas las dos de la madrugada con Turco y el sheriff y unos seiscientos perros aulladores siguiendo la helada pista de Hiro Tanaka, y cuando cogió el teléfono estaba tan agotado que apenas podía pensar...

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StephenCFosterStatePark... Hacía varios kilómetros que habían pasado el cartel que daba la bienvenida al Stephen C. Foster State Park y, sin embargo, no había trazas de que nadie, excepto un equipo de construcción, hubiera pasado por allí antes que ellos. La carretera hendía, con una línea recta y sin desviaciones, la tierra verde y húmeda, de un verde tan absoluto que Abercorn tenía que levantar la vista al cielo periódicamente para asegurarse de que seguía en el mismo planeta. Suponía que alguna gente debía de encontrar aquello hermoso o inspirador o lo que fuera, pero para él era como una patada en el culo. Si fuera por él, bien podían convertir aquel maldito sitio en un aparcamiento. No lograba dejar de pensar en Saxby y en lo violento que sería tener que ponerle las esposas, si llegaba el caso. Y además de Saxby, pensaba en aquel chino —sí, pensaba llamarle chino y le daba igual la terminología del INS—, preguntándose si se pasaría el resto de su vida quemándose con el sol en tres colores distintos y con las orejas mordisqueadas por unos mosquitos del tamaño de colibríes. (Aquello también le obsesionaba: ¿por qué precisamente en las orejas? Las suyas, que nunca habían sido muy pequeñas, estaban hinchadas hasta el doble de su tamaño normal y parecían rodajas de salami pegadas a los lados de la cabeza). Siguió conduciendo e intentó no verse en el espejo retrovisor...

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De:  HAHA

—Abuelo —le pidió Hiro—. Hablame de mi madre.

Las piernas del abuelo eran como postes bajo los pliegues de su yukata . Estaban sentados uno junto al otro en el suelo de tatami. Cajones repletos de ropa, jabón, hilo, espejos, peines y todos los demás cachivaches domésticos estaban apilados junto a las paredes, uno sobre otro.

—No hay nada que decir. —El abuelo se encogió de hombros.

—Se murió —dijo Hiro.

Su abuelo lo observó. En la televisión, una larga línea serpenteante de hombres arios de pie en una playa, con el pecho desnudo, levantaban jarras de Kirin para llevárselas a los labios en perfecta sincronización.

—Se murió —concedió él. Y entonces, porque Hiro ya era un hombre, por las cambiantes sombras que la televisión describía en la pared, y porque él era viejo y lo necesitaba, el abuelo le contó la historia sin olvidar ningún detalle.

Sakurako era un fracaso. Algún demonio había arraigado en ella y le hizo abandonar sus estudios, la posibilidad de un matrimonio decente y de una familia, el amor y el respeto de sus padres, por la música extranjera, y al final, por un marido extranjero. Un hippy. Un americano. Cuando él la dejó, como el abuelo había vaticinado, ella se hundió en una vergüenza peor que la del mestizaje, peor que la de la matanza de su familia. Se hizo camarera, mama-san para cientos de hombres. Cuando avanzaba con su bicicleta por las viejas calles de Kioto, con su niño mestizo atado a la espalda, la gente se paraba a mirar. Ella BoctokEctbBoctok188estaba condenada y lo sabía. Peor aún: su hijo también estaba condenado. Era un happa, un gaiyín , y toda su vida sería un paria. Su único recurso era irse a América, encontrar a Doggo y vivir allí, entre los hippies americanos, en una degradación que no conocía fondo ni esperanza. No tenía dinero, ni pasaporte, ni esperanza, ni sabía nada de su marido hippie. Intentó volver a casa. El abuelo le cerró la puerta.

Con sus once años, el pelo rapado y los ojos como dos cuentas de carey, Hiro seguía sentado, con los ojos fijos. La televisión le hablaba, pero él no la oía. Él era el happa. Estaba condenado.

—Y entonces —dijo su ojisan— , una noche ella hizo lo que tenía que hacer. —Hiro adivinó lo que sería y la conciencia de ello se hundió en su sangre como una piedra en un estanque, engullendo de pronto y para siempre la frágil construcción de las mentiras de su abuela. Su madre no había sucumbido a ninguna remota enfermedad (siempre vaga, siempre sin nombre). No. Había muerto por su propia mano. Pero el impacto de aquel súbito conocimiento era poca cosa comparada con el resto: su madre había intentado llevarse a Hiro con ella, había intentado cometer oyako-shinju, suicidio y parricidio, y había fracasado incluso en eso. Conocía los jardines del templo de Heian, ¿verdad?, le preguntó el abuelo.

PezKoiHirolos conocía muy bien. Su obasan le había llevado a dar de comer a los koi de los estanques y luego se sentaban a contemplar la escultural perfección de la naturaleza. Las bocas, dijo su abuelo, y él vio las bocas de los koi abriéndose y cerrándose en la superficie.

¿Y el puente?

Hiroasintió. Una noche, tarde —sufría de insomnio, alimentado por su vergüenza—, volvió borracha de su bar y se ató al niño a la espalda. Las puertas del templo estaban cerradas y los monjes de cabeza rapada dormían desde hacía horas. Ella apoyó la bicicleta contra el muro y trepó. A oscuras, se abrió camino hasta el puente cubierto y levantó al niño de su espalda. Frenética, amonestándose a sí misma en un irritado y sincopado susurro, con la respiración entrecortada, volvió al camino y agarró una roca, una gran piedra ornamental, arrancándola con las uñas hasta que las piedras de al lado se tiñeron con su sangre. Movió la roca, la empujó y la hizo rodar. Al fin, logró llevarla al entarimado del puente donde su bebé, Hiro, yacía durmiente. En un sobrehumano esfuerzo final, levantó la piedra hasta la barandilla, la metió a presión en la pechera de su quimono de camarera, se ató el niño a ella y se rindió a la inexorable fuerza de la gravedad y a la negra transfiguración del agua.

Agua. Hirose despertó, con la lluvia en la cara. Su madre estaba muerta, pero él estaba vivo, colgando de su brazo mientras ella chocaba contra el agua y caía en el mantillo de lodo, el lodo en el que él se hallaba ahora encenagado, desvalido, chillando, y los monjes de afeitada Восток есть Востокcabeza llegaron corriendo. Luchó por sentarse. Los relámpagos desgarraban el cielo. La lluvia bullía sobre el agua, descargando en ella sus balas, batiendo la superficie hasta convertirla en espuma, martilleando el cojín de lodo de Hiro. Monjes, pensó, ¿dónde estaban cuando uno los necesitaba? Y empezó a reír, gimiendo, delirante, enfermo, hambriento y acorralado, y se rió como un niño en una función de sábado.

Pero un momento: ¿qué era aquello? Allí, más allá de los árboles y del crepitar de la tormenta, ¿qué era? Una voz. El trueno retumbaba en el cielo, áspero y furioso. El relámpago chisporroteaba. Pero allí estaba otra vez. Él conocía aquella voz. Era, era…

— ¡Hiro, Hiro Tanaka! ¿Puedes oírme? Soy Ruth. ¡Quiero… ayudarte!
Ayudarme.

— ¡Hiro! ¡Escucha! ¡Quiero… ayudarte!

¡Era, era… su madre, su haha , su mamá!

Se puso en pie, con la lluvia en la cara, la absurda camiseta sonriente arremolinándose en torno a él, hecha andrajos.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá!

Hubo un silencio, hondo y expectante, un silencio que reverberó por el pantano y a través de la tormenta.

— ¡Hiro! —llamó la voz tentativa y llegó desde todas partes, de ninguna parte, ubicua como la voz de un ángel.

Okefenokee2— ¡Haha, haha! —gritó él, una y otra vez, hasta que se quedó sin aliento, hasta que se heló, hasta que su cerebro se cerró y no le quedó otra palabra en su vocabulario. Y entonces la vio, la barca rompiendo la niebla como en un sueño, acercándose a él, con la ansiosa cara blanca en la proa. Su madre, era su madre, venía por él al fin, y tras ella, agazapado a su lado, con el pelo hippy y la barba hippy… Él conocía aquella cara, sí, era Doggo, sí, Doggo, su propio padre amerikayín .

Y se quedó allí de pie, en la lluvia, y los llamó, los llamó hasta quedarse ronco, llamó a la madre, llamó al padre...

 _  

De:  TERCERA PARTE.  Puerto de Savannah. PERIODISMO

... Debían de ser cerca de las cuatro cuando el cielo se encapotó y la tormenta se cernió sobre ellos. Abercorn y el hombre de la gorra —se llamaba Watt-algo y era uno de los ayudantes del sheriff— querían volver a tierra, pero Turco no quiso ni oír hablar de ello. Estaba encogido como un puño, con la cara sombría y furiosa. Su mismo tono era patológico.

—Lo huelo —siseó—. Está ahí, lo sé. —Y luego a Ruth—. Siga, maldita sea, siga.

Ella se acercó el megáfono a los labios y llamó a Hiro, una y otra vez, aunque sabía que era absurdo, inútil, tan necio como dar a los insectos una serenata de Donna Summer.

—¡Hiro! —vociferó a las ranas arbóreas y a las tortugas, a los pájaros y osos y a los mudos árboles idénticos—. ¡Hiro! —Y los mosquitos le entraban en enjambre por la garganta y la nariz. Aún estaba gritando cuando estalló la tormenta y la lluvia la fustigó como un látigo, ventosa y áspera. Y luego, de pronto, Turco le apretó el brazo y le chistó para que se callara, y allí estaba, débil y quejoso, el distante balido bañado por la lluvia, el gemido de sometimiento y derrota:

— ¡Haha! ¡Haha! ¡Haha!

Hiro corría a sus brazos, bañado en suciedad, sangrando por todos los poros, con la ropa colgándole hecha jirones, chapoteando a través del fango como un niño saliendo al recreo.

Okefenokee1— ¡Haha! ¡Haha! —gritaba—. ¡Okasan! ¡Okasan! —Estaba loco, deliraba, ella se dio cuenta enseguida, lo veía en su cara y en la loca mirada fija de sus ojos. Turco se agazapó como un insecto tras ella y Hiro abrió los brazos, corriendo, salpicando, tambaleándose, y en aquel instante ella sintió que nada importaba en el mundo excepto aquel pobre hombre torturado, aquel hombre dulce, aquel hombre al que ella había refugiado, alimentado y amado, y pronunció su nombre una vez más:

—¡Hiro! —Y esta vez, por primera vez, lo hizo de verdad.

La lluvia seguía cayendo. El pantano supuraba y zumbaba. Luego, Turco se colocó sobre él como una especie de parásito, asfixiándolo, forzándolo a meter la cabeza en el agua, torciéndole los brazos hacia atrás, tirándole de los hombros. Lo arrastraron por la borda como si fuera un pescado y lo tendieron boca arriba en el suelo de la barca. Toda su vitalidad se había desvanecido; parecía medio muerto allí tirado, con la cabeza hacia atrás y sus enfermos y oscuros ojos andando en sus cuencas. No le permitieron tocarlo. Sólo quería acunarlo, ponerle la cabeza en su regazo, pero ellos no la dejaron. Por un momento perdió el control y empujó a Turco, maldiciéndolo, y él se volvió con una ferocidad que le paró el corazón. No la tocó, esta vez no, pero la expresión de su cara era algo que nunca olvidaría; sólo lo contenía el más fino y leve hilo de alambre. Durante todo el camino de vuelta al muelle siguió allí sentada, mirando a la nada, con la lluvia golpeándola, sintiéndose desvalida, sintiéndose como un apóstata, sintiéndose violada.

Aquél fue el punto más bajo...

...

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