CucharaSaturada

Lo último en Fragmentosdelibros.com

NUEVAS INCORPORACIONES

Enlaces directos en las imágenes

Fragmentos de La campana de cristal.
Sylvia Plath
Acceso directo a los fragmentos de La campana de cristal. Sylvia Plath

Fragmentos de Oriente, oriente.
T. Coraghessan Boyle
Oriente, oriente de T. Coraghessan Boyle. Fragmentos.

Fragmentos de Cerca del corazón salvaje.
Clarice Lispector
Fragmentos de Cerca del corazón salvaje. Clarice Lispector

Fragmentos de Tres pisadas de hombre.
Antonio Prieto
Acceso directo a los fragmentos de Tres pisadas de hombre. Antonio Prieto

 

 

NUEVAS PORTADAS
Fragmentos de La balada del café triste
Carson McCullers
Fragmentos de La balada del café triste de Carson McCullers

Final de Tiempo de silencio
Luis Martín Santos
Final de Tiempo de silencio de Luis Martín Santos

Comienzo de El árbol de la ciencia
Pío Baroja
Fragmentos de El árbol de la ciencia de Pío Baroja

Fragmentos de El Jardín de la pólvora
Andrés Trapiello
Fragmentos de El Jardín de la pólvora de Andrés Trapiello

DedoIndice

 

Fragmentos de libros. ORIENTE, ORIENTE de T. Coraghessan Boyle  Comienzo II

Acceso/Volver al COMIENZO I de este libro: Arriba FraLib
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

... Cuando el sol se puso, llevándose todo el color y dejando tras de sí una superficie tan dura como peltre batido, tenía la lengua hinchada en la garganta y los más hondos anhelos de sus tripas le corroían como animalillos imperiosos. Tenía las manos hinchadas y entumecidas, el flotador le raspaba los brazos, y las gaviotas se acercaban descendiendo en picado para escudriñarle con ojos profesionales. Podría haberse rendido. Podría haberse dejado llevar por el sueño de la cama, la cena y el hogar, deslizándose en el caldo del mar centímetro a YukioMishimacentímetro hasta que el aro de corcho flotase a la deriva y las olas anónimas se cerrasen sobre él. Pero resistió. Pensó en Mishima y Jocho y el libro que había apretado contra su pecho, debajo del ahora fláccido y empapado jersey de cuello de cisne. Envuelto en una armadura de bolsas deportivas, atado a él con cinta aislante negra y depositario de cuatro billetitos americanos de un extraño color verde, le oprimía el lugar donde le latía el corazón.

Uno debería tomar las cosas importantes a la ligera, decía Jocho. Las cosas pequeñas deberían tomarse más en serio. Sí. Desde luego. ¿Qué importaba si él vivía o moría, si se arrastraba hasta llegar a tierra y descubría una olla hirviente de cerdo con fideos y cebolleta, o si los tiburones le mordisqueaban los dedos de los pies, los pies, las espinillas y los muslos? Lo que importaba era, era… la luna. Sí: la franja de una luna perfecta cortada como un paréntesis en el oscurecido horizonte. Estaba subiendo, blanca y prístina, delicada como un recorte de uña. Olvidó el hambre, la sed, olvidó los prolíficos dientes del mar, e hizo suya la luna.

Cabeza JochoDesde luego, al mismo tiempo, sabía que saldría airoso, y eso hacía el consejo de Jocho mucho más fácil de soportar. No eran sólo los pájaros —los pelícanos, cormoranes y gaviotas batiendo alas rumbo al oeste, hacia sus refugios—, sino el olor de la costa lo que se lo sugería. Los marinos hablan de la dulce emanación olorosa de la recalada que les despierta a treinta millas de distancia, pero en aquel su primer viaje no lo había notado. Al menos, mientras iba a bordo del Tokachi-maru . Fue allí, pegado a la superficie, con los breves veinte años de su vida deshilachándose como los extremos de una cuerda raída, cuando le alcanzó. De pronto, su nariz se convirtió en un instrumento de una sensibilidad vigorosa y minuciosamente calibrado, certera y digna de un sabueso: pudo discernir cada hoja de hierba sobre la negra ribera que se extendía en alguna parte frente a él, y supo que había gente allí, americanos, con su olor a mantequilla y sus botes de ketchup, mayonesa y todo lo demás, y que debajo de ellos había arena totalmente seca y lodo desbordante de cangrejos, nematodos y todas las partículas AmericaByNinvisibles de la descomposición. Y más, mucho más: el almizcle de animales salvajes, el saludable y doméstico hedor de perros, gatos y loros, el olor metálico de aerosoles de pintura y de petróleo, el aroma débilmente dulce de los tubos de escape de los motores fueraborda, el perfume —tan intenso y potente que le dio ganas de sollozar— de flores nocturnas, de jazmín y madreselva y de un millar de cosas que nunca había olido.

Había estado dispuesto a morir, y ahora sabía que resistiría. Estaba cerca. Lo sabía. Agitó las piernas bajo las oscurecidas aguas.

  _  

—¿No necesitaríamos una luz o algo así?

—¿Eh? —La voz de él era un cálido murmullo junto a su garganta. Estaba medio dormido.

—Luces de posición —dijo Ruth, bajando a su vez el tono hasta casi un susurro—. ¿No se llaman así?

El barco se balanceaba suavemente sobre el oleaje, sereno y estable, se balanceaba como una cuna, como la cama grande y llena de grumos que vibraba con el masaje de los Dedos DavidButlerMágicos en el motel donde aterrizaron en su primera noche en Georgia. También soplaba brisa, dulce y salada al mismo tiempo, suave, pero lo bastante fuerte como para mantener a los mosquitos en la bahía. El único sonido era el del agua que lamía el casco, sedante, rítmica, un fluir y un chorrear que sonaba en su cabeza con los acordes de una canción folk que había olvidado hacía diez años. Las estrellas estaban vivas y conscientes. El champagne estaba frío. Él no contestó.

Ruth Dershowitz yacía desnuda en la proa de la lancha de cinco metros, propiedad de Saxby Lights (en realidad, el barco era de su madre, como todo lo que había dentro y fuera del gran caserón de Tupelo Island). Saxby estaba tumbado junto a ella, con la somnolienta y lisa mejilla apretada contra la curva de su pecho. Cada vez que el barco se hundía bajo ella, la fricción de su elegante barba incipiente le enviaba pequeñas lenguas de fuego que le quemaban hasta las puntas de los pies. Cinco minutos antes, Saxby se había arrodillado ante ella, le había encajado las caderas sobre la amplia y lisa plancha de madera del asiento, le había abierto los muslos y se había hundido en ella. Diez minutos antes de que lo viera endurecerse bajo la velada luz, mientras, sentado frente a ella, intentaba en vano inflar una colchoneta de plástico para que les sirviera de lecho. Le había observado, absorta y excitada, hasta que por fin le había susurrado:

—Déjalo, Sax. Ven aquí.

Ahora él estaba dormido.

Durante un rato, escuchó el agua sin pensar en nada. Y luego, la imagen de Jane Shine, su enemiga, surgió ante ella y la apartó con una visión de su inevitable triunfo, dejando que sus propias y rudimentarias fantasías se cristalizaran en la idea del arte, y en conquistar las revistas y sorprender al mundo, y luego empezó a pensar en el gran caserón, a pensar en sus compañeros escritores, en los escultores y pintores y en la única compositora, con su mirada estrábica y cuya música sonaba como una muerte lenta en una fábrica de metrónomos. Estaba con ellos desde hacía una semana, una semana de una estancia indefinida, una sucesión de meses que cobraban vida en su mente, meses con caras de duendecillos y hombros parade magazineencorvados, saltando hacia el glorioso, ilimitado y soleado futuro gratuito. Se había acabado el hacer de camarera y de escritora mercenaria, hacer críticas de restaurantes, banalidades para Parade o basura para Cosmopolitan sobre sexo saludable, sexo en la ducha o despertarse en casa de él. Podía quedarse todo el tiempo que quisiera. Podía quedarse para siempre.

Tenía buenas relaciones.

La idea la acunó y antes de darse cuenta ya se iba a la deriva, arrastrada a la oscuridad del inconsciente por el champagne, el manto de la noche y la sensual ondulación del barco, y muy pronto, las formas blancas y rayadas de las criaturas marinas se movían a través de su sueño. Estaba en el agua, flotando, y doce pálidas formas se abalanzaban hacia ella como torpedos. Gritó… pero todo iba bien, estaba en el barco de Saxby, las estrellas estaban vivas y ella estaba despierta, por un instante, antes de caer de nuevo en el sueño. Delfines, sólo eran delfines, ahora los veía, y jugueteaban con ella, husmeaban con sus hocicos de botella entre sus piernas y la izaban sobre sus bruñidos y bien perfilados lomos…, pero luego algo iba mal y estaba otra vez sola en el agua y había algo más allí, una sombra que surgía de las profundidades, rápida y siniestra, y la golpeaba, muy fuerte, con un impacto que la hizo despertar.

EastIsEast Cub111—¡Sax! —dijo, y al principio pensó que un barco había chocado contra ellos por las luces, por la falta de luces… No podía pensar con claridad—. ¡Sax! ¿Has oído eso?

Saxby dormía muy profundamente. Una vez, cuando estaban juntos en California, había seguido durmiendo a pesar de tres timbrazos del radio-despertador, un terremoto tan fuerte como para hacer caer los cuadros de las paredes y todo un ensayo de la orquesta de la universidad en el campo de detrás de su apartamento.

—¿Mmm? —dijo él—. ¿Eh? —y levantó ligeramente la cabeza del pecho de ella—. ¿El qué?

Y luego, de pronto, Saxby se quedó paralizado. Ella estaba echada boca arriba, observándole, cuando sintió que los músculos de él se tensaban y oyó su gruñido de sorpresa.

—¿Qué coño…?

LOrientCestLOrient2Ella levantó la vista y sus ojos toparon con una aparición. Un rostro, fantasmal y sorprendente bajo la plateada luz de la luna, estaba suspendido sobre la popa. Debajo del rostro, un par de manos imposibles se agarraban al soporte del motor. Tardó un momento y luego comprendió: allí había un hombre. Agarrado a su barco, en medio de Peagler Sound. Lo estaba viendo, sí, con el pelo sobre los ojos y de rasgos algo extraños. Veía la expresión de confusión y agotamiento en su rostro, y observó cómo iba convirtiéndose, a cámara lenta, en una expresión de horror. Emitió un aullido, un aullido que trascendió las insignificantes limitaciones de la lengua y la cultura, y luego, antes de que ella tuviera tiempo de percatarse de su propia desnudez, él desapareció.

Al cabo de un instante, Saxby y ella estaban de pie, hurgando en busca de sus ropas en un laberinto de piernas y brazos mientras el barco se tambaleaba y levantaba por debajo de ellos.

—¡Mierda! —maldijo Saxby, agarrando su pantalón corto con una mano y tirando de la cuerda del ancla con la otra—. ¡Tú, desgraciado, hijo de perra! ¡Vuelve aquí!

Fuera quien fuese —fantasma, voyeur, bromista, surfista errante o náufrago—, no tenía ninguna intención de hacerle caso. Al contrario, estaba en plena huida. Ruth le oía agitar los brazos en el agua, y después, cuando se sentó pesadamente y buscó a tientas su camiseta, apenas pudo distinguirle: la sombra oscura de su cabeza moviéndose contra el agua negra, un destello blanco de algo —¿un chaleco salvavidas?, ¿una tabla de surf?— y la espuma, fosforescente de plancton, siguiéndole como una quimérica cola. Maldiciendo, Saxby recogió el ancla por un lado y la echó al fondo de la lancha. El olor a cieno, fecal y corrupto, llegó a la nariz de Ruth.

EastIsEast Cub111—¿Qué le pasa a ese tipo? —murmuró Saxby, y las manos le temblaban al tirar de la cuerda del mecanismo de arranque—. ¿Qué es, un pervertido o qué?

Ruth estaba sentada delante, observando todavía la sombra del lejano nadador.

—Parecía… —aún no sabía lo que quería decir, no se daba cuenta de qué era lo que le había impresionado de él—, parecía distinto.

—Sí —gruñó Saxby mientras el motor gemía al arrancar—. Era chino o algo así. —Le dio al acelerador, la lancha giró sobre su eje y se lanzaron hacia la estela del nadador.

La brisa agitó el pelo de Ruth mientras se contorsionaba para ponerse los pantalones cortos. El corazón le martilleaba. Estaba confusa. ¿Qué había pasado? ¿Qué estaban haciendo? No había tiempo para pensar. Las olas golpeaban por debajo de ella, se agarró al asiento y sintió la rociada en la cara. Se estaban acercando rápidamente al pataleante nadador cuando se volvió y llamó a Saxby a gritos.

CampariSodaDe pronto tenía miedo, por primera vez en todos aquellos meses desde que le conocía, tenía miedo de Saxby. Sabía que Saxby era decente, amable, calmado, un chico que tomaba Campari con soda y que se sentía cohibido por el tamaño de sus pies, y sin embargo, no sabía lo que podía hacer en una situación como aquélla.

—Hijo de puta —espetó él, y ella vio que los dientes le rechinaban bajo la fría luz. Por un instante, se imaginó al desventurado nadador golpeado y tendido bajo el liso centelleo del puño del casco.

—¡No! —gritó, pero justo cuando alcanzaron la oscura forma que se retorcía en el agua, él paró el acelerador.

—Déjame echarle un vistazo a esa mierda de tipo —dijo Saxby, y el haz de su linterna se encendió.

Por primera vez, Ruth vio al intruso con claridad. Allí estaba, luchando en la corriente del barco, a menos de un metro y medio de ella. Vio un mechón de pelo rojizo flotando, vio sus extraños y distorsionados rasgos, los insondables ojos que se entrecerraron alarmados. Luego, intentó alejarse del barco, braceando y pataleando frenéticamente, mientras Saxby giraba el timón para mantenerse a su lado. Aquel hombre del agua estaba aterrado, agitaba los brazos y resollaba, luchando con la boya de salvamento bajo el brazo, y de pronto ella se dio cuenta de que estaba a punto de ahogarse.

—Se está ahogando, Sax —gritó—. ¡Se habrá caído de un barco o algo así! —El motor canturreó, el acelerador subió y bajó. Las olas azotaron el casco—. Tenemos que salvarle.

Se volvió hacia Saxby. Su enfado se había desvanecido y tenía el rostro sereno, incluso contrito.

—Sí —dijo—, tienes razón. Claro que sí. —Y se puso en pie, balanceándose hacia adelante y hacia atrás con el movimiento del bote, sujetando la linterna como si la fuerza de su rayo pudiera izar a bordo al hombre que se ahogaba.

—Échale una cuerda —le sugirió ella—. Deprisa.

EastIsEast Cub111El hombre del agua, agitándose y deslumbrado, le recordaba al pequeño cocodrilo de medio metro que Saxby había pescado una noche a la luz de una linterna en el lago que había detrás del gran caserón. El bicho flotaba inerte, tan inanimado como un palo o un montón de arbustos excepto por el fuego que sus ojos lanzaban contra la luz, y entonces Saxby lo golpeó y el bicho se replegó como una navaja, desapareció, absorbido por las enmarañadas profundidades, sólo para volver a ellos como accionado por un muelle, furioso, herido, dentado y agonizante.

—Agárrale, cógele el brazo —dijo Saxby, esforzándose para que el barco se mantuviera erguido.

Pero el ahogado no quería que le agarrasen del brazo. Se detuvo en seco, soltó la boya y le gritó, le gritó en la cara, gritó hasta que ella pudo distinguir el brillo del oro entre sus dientes.

—¡Fuera! —gritó—. ¡Fuera! —Y luego desapareció bajo la lancha.

No hubo nada. Ningún movimiento, ningún sonido. El motor escupió, el barco iba a la deriva. El gas del tubo de escape flotaba sobre ellos, punzante y metálico.

—Es un chiflado —dijo Saxby—. Debe de haberse escapado de Milledgeville o algo así.

DerSamuraiElla no contestó. Tenía sangre en los nudillos y los dedos se le secaban en la pálida y astillada madera de la borda. Nunca había visto morir a nadie, nunca había visto a nadie muerto, ni siquiera a su abuela, que había tenido el buen sentido de irse cuando ella estaba en Europa. Algo le subía por la garganta, una honda oleada de pena y remordimiento. El mundo estaba loco. Un momento antes, ella estaba rodeada por los brazos de su amante, quieta y serena, con la noche cubriéndoles como una manta…, y ahora alguien se estaba muriendo.

Sax —se volvió a él, suplicante—, ¿no puedes hacer nada? ¿No puedes tirarte al agua y salvarle?

El rostro de Saxby era inescrutable. Ella conocía cada fibra de él, sabía cómo hacerle daño y cómo hacerle sentir bien, sabía cómo arrancarle el alma, retorcerla en sus manos y tenderla como un pañuelo a secar. Pero aquello era nuevo. Nunca le había visto así.

—Mierda —dijo él por fin, y ahora parecía asustado. Aquello era mejor, era un estado de ánimo que ella podía reconocer—. No veo ni hostia. ¿Cómo voy a tirarme si ni siquiera le veo?

Ella observó el rayo de luz de la linterna moviéndose torpemente por la superficie, y luego oyó algo, un débil chapoteo, el suave rumor del agua quebrándose.

—¡Por allí! —gritó, y Saxby desvió la luz hacia allí. Por un momento no vieron nada, luego vieron la costa, con su cerrada barba oscura de hierba de espartina, apareciendo en escena como una diapositiva al introducirla en el proyector—. ¡Allí! —gritó, y era él, el nadador, ahora de pie, con el mar chapaleteando contra las presillas de su cinturón y una empapada camisa blanca colgándole como un harapo.

—¡Eh! —vociferó Saxby, otra vez enfadado, rabioso—. ¡Eh, tú! ¡Te estoy hablando a ti, borrico! ¿Qué estás intentando…?

—Cállate —le avisó Ruth, pero era demasiado tarde: el intruso se había ido otra vez, ya envuelto en la vegetación, agitándose a través de los cañaverales como un ciervo herido, ya anónimo. El mar se extendía liso bajo el rayo de la linterna. El cuadro estaba vacío. Fue entonces cuando apareció la boya, justo un poco más allá de su alcance, en una maraña de cañas y deshechos de plástico.

—Déjame a mí —gruñó ella, estirándose para alcanzarla, pero Saxby se le anticipó, adelantando el barco a motor. Entonces ella lo cogió, como un premio pescado del agua y goteándole sobre el regazo.

Le dio la vuelta y allí estaban, los ideogramas en negrita con el nombre del Tokachi-maru. Ella no podía descifrarlos, desde luego, pero aún así eran una revelación. Saxby se inclinó sobre ella, mirando el objeto como si fuera un tesoro. La luz le iluminaba el regazo a Ruth y la brisa le traía un olor a costa.

—Sí —dijo ella al fin—. Chino.

  _  

EL TOKACHI-MARU

Tokachi Maru SalvaHiro Tartaka era tan chino como ella. Era japonés, de la raza Yamato —o al menos, por parte de madre, y nadie lo hubiera cuestionado—, y había dejado el Tokachi-maru en medio de tensas circunstancias. El hecho era que había saltado por la borda. Literalmente. No era el típico caso de un tipo que intenta conquistar a una camarera ni tampoco se había caído borracho como una cuba en un pasadizo trasero mientras el barco levaba anclas; aquello había sido deliberado, un desafío a la muerte, un salto al infinito. Como su ídolo, Yukio Mishima, y el ídolo de Mishima antes que él, Jocho Yamamoto, Hiro Tanaka era un hombre decidido. Cuando saltó del barco, no se perdió en delicadezas verbales: no, simplemente saltó.

GeorgiaCoastAquel día en cuestión, el Tokachi-maru navegaba hacia el norte a lo largo de la costa de Georgia, dirigiéndose a Savannah con una carga de piezas de tractores, magnetófonos DAT y hornos microondas. Era un día como otro cualquiera, soplaba el viento, el sol calcinaba en el cielo, y el carguero de 12 000 toneladas planchaba las olas como si fueran las arrugas de una camisa. Todos los miembros de la tripulación excepto seis se sentaban muy erguidos frente a sus almuerzos al estilo occidental (picadillo de cecina, sardinas en aceite, huevos revueltos, y pescaditos fritos, todo mezclado en un solo recipiente y aliñado con salsa para carne A.I. y mostaza Gulden). El capitán Nishizawa estaba en su camarote, descansando con su aperitivo de sake; el segundo de a bordo Wakabayashi y el práctico Kuma estaban en la sala de mapas y en el timón, respectivamente; los marineros Uetto y Dorai estaban de guardia; y Hiro estaba en el calabozo.

En realidad, Hiro estaba en un armario de almacén de la cubierta tres. Tenía unos sesenta metros cuadrados, más o menos el tamaño del apartamento que había ocupado junto con su abuela antes de entrar a trabajar en el Tokachi-maru, y estaba iluminado por una sola y agitada bombilla de 40 vatios. A Hiro le habían dado un cuenco de madera y un par de palillos chinos para sus necesidades alimenticias, un cubo en el cual evacuar y un futón para tenderse sobre el frío suelo de acero. No había ventilación y el pequeño cuarto hedía a fumigador y al combustible Bunker C que las enormes turbinas de CervSapporovapor quemaban día y noche. Veinte fregonas, veinte cubos y dieciséis escobas planas colgaban de unos ganchos clavados en las paredes. Un montón de cachivaches de pintura, cajas Sapporo vacías y una sola zapatilla Nike manchada de brea yacían desparramados donde los había arrojado la última tormenta.

La puerta se cerraba desde fuera.

Aunque era escrupuloso, bien educado e inofensivo, y tan silencioso y circunspecto como para hacerse casi invisible entre sus compañeros del barco, Hiro se había encontrado confinado en aquella odiosa habitación de acero, con su dieta limitada a dos bolas de arroz blanco y una taza de agua diarias, por un característico acto de desafío: había desobedecido la orden directa de un oficial. El oficial era el piloto Wakabayashi, un superviviente de la batalla de Rarotonga que tenía metralla en la región lumbar, piernas, brazos, pies y en la base del cráneo, y cuyo temperamento tendía consecuentemente a la brusquedad. Le había ordenado a Hiro que desistiera y dejara de apretarle el gaznate al primer cocinero, Hideo Chiba, que en Rarotonga Islandaquel momento yacía agitándose en el suelo de la cocina bajo todo el peso del ultrajado Hiro. Y era un buen peso: con su uno setenta y siete de estatura, Hiro, que tenía una gran inclinación a comer, pesaba cerca de noventa y dos kilos. Chiba, que tenía una gran inclinación a beber, pesaba menos que una fregona mojada.

El momento era caótico. El segundo cocinero, Moronobu Unagi, que una vez le había escaldado la cara a un marinero en una disputa por una botella de Suntory, chillaba como un loro: «¡Lo está matando! ¡Asesinato, asesinato, asesinato!». El ingeniero jefe, un hombre profundamente silencioso de setenta años, con malos pies y dientes mal colocados, tiraba en vano de los hombros de Hiro; media docena de marineros de cubierta merodeaban por allí, burlándose. El piloto Wakabayasi, con su níveo uniforme, corriendo hacia donde yacían enzarzados sobre el suelo de la cocina, profirió sus estentóreas órdenes, y fue lanzado inmediatamente contra una olla de acuoso caldo, ya que el barco eligió aquel preciso momento para hundirse entre dos olas. La sopa —una olla de setenta y cinco litros— cayó en cascada al suelo, quemándole la espalda a Hiro y empapando a Chiba, que ya hedía como tres hombres juntos, de esencia de pescado diluido. Pero Hiro no soltaba a su presa.

¿Y qué había llevado a un hombre tan moderado a dar un paso tan desesperado?

Tokachi Maru SalvaLa causa inmediata era una cazuela de huevos a medio cocer. Hiro, que había sido contratado en el Tokachi-maru como tercer cocinero, por debajo del borracho y hediondo Chiba y del borracho, lascivo y untoso Unagi, estaba preparando un plato de nishiki tamago como aperitivo para la cena. Su tarea consistía en pelar cien huevos duros, separando cuidadosamente las yemas de las claras, picándolos muy fino y sazonando cada uno para acabar reuniéndolos todos, tiernamente, en capas de un centímetro y en una sucesión de platillos de acero inoxidable. Hiro había aprendido la receta de su abuela —y se sabía otras treinta de memoria—, pero aquélla era la primera vez en seis semanas, desde que el barco había dejado Yokohama, que le habían permitido preparar el plato por su cuenta. En general, solía actuar como sous chef, chico de recados y esclavo de los fogones, fregando sartenes, frotando los hornillos, limpiando montañas de calamares descongelados, sepia y bonito, picando algas y pelando uvas hasta que obon 4se le entumecían los dedos. Pero aquella tarde en particular, Chiba y Unagi estaban indispuestos. Habían estado bebiendo sake desde el desayuno para celebrar el O-bon, la festividad budista de los espíritus ancestrales, y Hiro había sido abandonado a su suerte mientras ellos luchaban por comunicarse con las sombras de los ausentes. Hiro trabajó arduamente. Trabajó con orgullo y concentración. Ante él se extendían ocho bandejas, exquisitamente preparadas. Como toque final, roció los platos con semillas de sésamo negro, tal como le había enseñado su abuela.

Fue un error. Porque en aquel momento, mientras sostenía el molinillo invertido sobre la última bandeja, Chiba y Unagi irrumpieron en la cocina.

NishikiTamago—¡Idiota! —chilló Chiba, arrancándole el molinillo de la mano con un bofetón. Cayó con estrépito sobre los fogones. Hiro desvió la mirada y bajó la cabeza. Bajo las sandalias, muy hondo en la planta de los pies, sentía el ta-dum, ta-dum, ta-dum de las hélices agitándose entre las olas verde ácido—. ¡Eso nunca! —gritó Chiba bullendo de indignación, con su hundido pecho y sus huesudos brazos temblándole—. ¡Nunca le pongas sésamo negro al nishiki tamago! —Se volvió a Unagi—. ¿Habías visto alguna vez una cosa así?

Los ojos de Unagi eran hendiduras. Se frotó las manos, como anticipándose a algún extraño placer, y asintió con rápido vigor.

—Nunca —jadeó, esperando, esperando—, excepto quizá con extranjeros. Con gaiyines.

Hiro levantó la vista. La causa subyacente de su estallido, la causa de todo el tormento de su vida, estaba a punto de emerger.

Chiba se inclinó hacia él, con el rostro contraído por el odio y el labio inferior salpicado de saliva. 

—Gaiyín —espetó—. Nariz larga. Keto. Bata-kusai . —Luego abrió el puño, estudió por un momento la palma de su mano y, sin avisar, dirigió un puñetazo salvaje contra el puente de la nariz de Hiro. Después se volvió a las bandejas de nishiki tamago. Rabioso, en una loca ráfaga de flacas muñecas y vigorosos codos, las volcó en el suelo, una tras otra—. ¡Carroña! —exclamó—. ¡Mierda de perro! ¡Comida de cerdos! —Y mientras, Unagi miraba a Hiro con sus ojos entrecerrados sonriendo.

Fue en aquel punto cuando Hiro perdió el control. O más bien, no perdió exactamente el control, pero atacó a su atormentador con lo que Mishima hubiera llamado «una explosión de pura acción». El nishiki tamago fue a parar al suelo, la tapa de la olla de setenta y cinco litros se agitaba con estrépito. Unagi sonreía y Chiba escupía invectivas, y aquel momento quedó suspendido mientras el tintineo de la última bandeja flotaba en el aire. Luego, el primer cocinero nadaba en huevos picados mientras los dedos de Hiro se cerraban en su garganta. Chiba jadeó, la carne de gallina de su cuello se volvió roja bajo los dedos blancos, blancos de Hiro. Unagi chilló:

—¡Asesinato! ¡Asesinato! ¡Asesinato! —Y durante todo el tiempo Hiro siguió cerrándose sobre su presa, ignorando las burlas, la sopa hirviente, el aliento caliente de Chiba y la cara que se hinchaba bajo él como una burbuja sanguinolenta, ignorando a Wakabayashi y al ingeniero jefe, luchando como un perro rabioso contra el empuje de los ocho hombres que intentaban separarle de su atormentador. Él estaba más allá de la preocupación, más allá del dolor, y las palabras de Jocho latían en su cabeza: Uno no puede cumplir hazañas de grandeza en un estado normal de la mente. Debe volverse fanático y desarrollar una manía de morir.

Pero él no murió. En vez de eso, acabó en aquel calabozo improvisado, mirando las paredes y respirando humos del Bunker C, esperando el puerto de Savannah y el avión de Japan Air que le devolverían a casa en desgracia.

GaiyínGaiyín. Nariz larga. Mantecoso. Aquéllos eran los epítetos que había soportado toda su vida, llorando y llamando a su abuela en el patio de recreo, acosado en la escuela elemental y convertido en un saco de arena para boxeo en la secundaria inferior, marginado e intimidado hasta ser expulsado de la escuela de la Marina Mercante que su abuela había elegido para él. Extranjero, así era como le llamaban. Pues aunque su madre era japonesa —una belleza de piernas firmes, ojos redondeados y una encantadora sonrisa de dientes salientes—, su padre no lo era.

No. Su padre era un americano. Un hippy. Un joven en una foto ajada y resquebrajada, con el pelo hasta los hombros, la barba de monje, los ojos de gato. Hiro ni siquiera sabía su nombre.

Obasan, importunaba a su abuela. Pero ¿cómo era él?, ¿cómo era de alto?

Doggu —decía ella, pero aquél no era su verdadero nombre, era un apodo, Doggo, copiado de un personaje de cómic americano—. Alto —decía ella a veces—, con gafitas de sol y la nariz larga. Peludo y sucio.

Otras veces decía que era corto, flaco, gordo, de hombros anchos, o que tenía el pelo blanco y andaba con bastón, o que llevaba pantalones de peto y un pendiente y que era tan sucio y peludo (siempre era sucio y peludo, en cualquiera de las versiones) que podían haberle crecido calabazas detrás de las orejas. Hiro no sabía qué pensar. Para él, su padre era una quimera surgida de un cuento infantil, más alto que un gigante por las mañanas, y al anochecer más pequeño que un dedal. Podría habérselo preguntado a su madre, pero su madre estaba muerta.

Koto2Lo único que sabía era: el americano había llegado a Kioto vestido con sus harapos hippies, con sus gafas de abuelita y sus anillos, para entregarse al zen y encontrar a alguien que le enseñara a tocar el koto. Como todos los americanos, era perezoso e indisciplinado, y estaba siempre pasado. Muy pronto perdió interés en el régimen de oración y contemplación del zen, pero seguía merodeando por las calles de Kioto, esperando vagamente aprender los rudimentos del koto para llevárselo a América, como los Beatles se habían llevado el sitar de la India. Formaba parte de un grupo, por supuesto —por lo menos, hasta entonces—, y se sentía atraído por la rareza del instrumento. Un metro cincuenta de largo, con treinta cuerdas y puentes móviles y un sonido que no se parecía a nada de lo que había oído, zumbante y extraño, como una cítara del tamaño de un GuitarraHawaianacocodrilo. Él lo convertiría en eléctrico, naturalmente, y lo pondría plano sobre una mesa como una guitarra hawaiana, y luego giraría los hombros y agitaría su cabeza melenuda, tocando frenéticamente las cuerdas y dejando atónito al público de su país. Pero era endemoniadamente difícil de tocar y necesitaba un maestro. Y un trabajo. No tenía trabajo, ni dinero, y su visado de estudiante estaba a punto de caducar.

Entonces apareció en escena Sakurako Tanaka.

La madre de Hiro era brillante, muy brillante, una graduada de secundaria cuyas notas estaban entre las mejores de su clase —una chica que podía entrar incluso en la augusta Universidad de Tokio—, encantadora, guapa, entusiasta y, a los diecinueve años, un fracaso. No quería ir a la Universidad de Todai, a la de Tokio ni a ninguna otra. No quería emprender una carrera en la Suzuki, la Kubota o la Mitsubishi y, sobre todo, no quería enterrarse en una cocina o entre niños. Lo que quería, desesperadamente, con un dolor que la devoraba como los retortijones del hambre, como el insomnio que ahondaba sus noches y consumía sus mañanas, era tocar rock and roll americano. Sobre un escenario. Con su propio grupo.

BuffaloSpringfield—Quiero tocar música de Buffalo Springfield, Doors, Grateful Dead y Iron Butterfly —le dijo a su madre—. Quiero tocar canciones de Janis Joplin y Grace Slick.

Su madre, un ama de casa en una nación de amas de casa, se opuso firmemente. Aquella música era de forasteros, música demoníaca, áspera, sensual e impura, y el lugar adecuado para una joven era el hogar, con su marido y sus hijos. El padre de Sakurako, un asalariado que había trabajado toda su vida para Kubota Tractor, que cenaba, jugaba al golf y pasaba sus vacaciones con sus colegas y tenía un lugar reservado en el cementerio de la compañía, estallaba ante la mera mención del rock and roll.

El resultado fue que Sakurako se fue de casa. Cogió sus vaqueros descoloridos y su guitarra y se fue a Tokio, donde hizo la ronda de los clubs de los distritos de Shibuya, Roppongi y Shinjuku. Era 1969. Las guitarristas femeninas en Japón eran tan raras como los nísperos en Siberia. Al cabo de un mes estaba de vuelta en Kioto, trabajando de camarera en un bar. Cuando Doggo apareció por la puerta, sin un yen, con su melena, sus collares y sus vaqueros, con sus botas y su camiseta teñida, con las yemas de los dedos encallecidas de frotar las frías cuerdas metálicas de su guitarra, ella se perdió.

PinSunsetStripÉl dejó que ella le alimentara y le comprara bebidas, y le habló de Los Ángeles y San Francisco, del Sunset Strip, del Haight y de Jim Morrison. Ella le encontró un sensei que enseñaba shamisen y koto a la geisha de Pontocho, el antiguo distrito de Kioto, y, en su gratitud, él se trasladó a vivir con ella. El apartamento era pequeño. Dormían en la esterilla, fumaban drogas hippies. Hiro no se hacía ilusiones al respecto. Su madre era camarera —conocía a cientos de hombres, y la coquetería formaba parte de su oficio—, y la visión de su vida se desplegaba en su mente como un sombrío documental. Ella se quedó embarazada, la habitación se encogió, el arroz empezó a tener un sabor raro y el olor a comida impregnó las paredes, y luego, un día, Doggo se fue, dejando tras él la arrugada foto y un sonido de cuerdas tañidas que repicaban a través de los intersticios de su soledad. Seis meses después nació Hiro. Seis meses después, su madre murió.

Y así, Hiro era un mestizo, un happa, de nariz respingona y olor a mantequilla —y, para colmo, huérfano—, extranjero para siempre en su propio país. Pero si los japoneses eran una raza pura, intolerante con el mestizaje hasta llegar al fanatismo, él sabía que los americanos eran una tribu políglota, llena de gente sin raza, de mulatos y cosas peores, o mejores, dependía del punto de vista. En América uno podía tener una parte de negro, dos partes de serbo-croata y tres partes de esquimal y andar por la calle con la cabeza bien alta. Si su propia sociedad era cerrada, la americana estaba completamente abierta —él lo sabía, lo había visto BurakuminBanderaen las películas, había leído libros, había escuchado discos—, y allí cualquiera podía hacer lo que le apeteciera. América era peligrosa, sí. Agitada por el crimen, la degeneración y el individualismo. Pero en Japón le habían echado de la facultad, le consideraban por debajo de los Burakumin, que recogían la basura, por debajo de los coreanos, que habían sido llevados allí durante la guerra como esclavos.

FWest1Y así, Hiro se hizo a la mar en el Tokachi-maru, el más decrépito y herrumbroso cascarón en el que ondeaba la bandera japonesa, porque el barco iba hacia Estados Unidos, y él podría bajar a tierra y ver el lugar por sí mismo, ver a los cowboys, las prostitutas y los indios salvajes, quizá incluso descubrir a su padre en algún resplandeciente y espacioso rancho y sentarse a comer hamburguesas con él en los bares. Y Hiro se convirtió en tercer cocinero en lugar del oficial que podría haber sido si le hubieran dejado acabar de estudiar en la Marina Mercante, sufriendo los abusos de Chiba, Unagi y el resto —ni siquiera allí, ni siquiera en el mar se libraba de ello—, consultó a Mishima y Jocho, golpeó a sus enemigos y acabó en el calabozo, humillado, despierto por las quejas y súplicas de sus debilitadas tripas y con dos bolas de arroz diarias.

En su adversidad, pensaba en comida día y noche, se regodeaba, soñaba, glorificaba la comida. El día de su fuga soñaba con un desayuno: sopa de miso con berenjenas y queso de soja, guisado con rábanos blancos, cebollas crudas, arroz con mostaza. Y la comida, no las sobras estilo occidental que cocinaba Chiba para demostrar que una vez había navegado en un carguero de Tacoma, Washington, sino el plato de huevos y arroz —tamago meishi— que su abuela le hacía al volver del colegio, o los dulces pastelillos de semillas y cebada que ella le compraba en la pastelería, o los fideosSomendelicados fideos somen que ella agitaba en grandes y arremolinados montoncillos en su cazuela de hierro. Estaba soñando con aquellos fideos, mirando perezosamente aquellas fregonas alineadas en las paredes cuando oyó los pesados pasos de su carcelero acercándose por la escalera de cámara.

Se estaban acercando al puerto de Savannah y Hiro sabía que pronto tendría que dar el paso. Había leído en profundidad El camino del samurai durante días, aprendiéndose de memoria las palabras de Mishima y Jocho, y ahora ya estaba listo. El libro —en su cubierta de plástico y con los extraños billetes verdes y la foto de su padre sana y salva entre sus hojas—, se agarraba a él con tentáculos de cinta negra, la cinta adhesiva que su amigo Ajioka-san le había dado por la noche. En sus manos sostenía una sólida fregona de roble, con el fleco empapado en el agua que le habían dado para lavarse.

Los pasos, los cansinos y arrastrados pasos de los pies doloridos de Noboru Kuroda, el mozo que fregaba los camarotes de los oficiales y les servía la mesa, se detuvieron al otro lado de la puerta. Hiro se quedó allí de pie, imaginándose los hombros hundidos y el cóncavo pecho, las manos desesperanzadas y la perenne expresión de desconcierto del viejo Kuroda Tokachi Maru Salva—«Un momento», como le llamaban a sus espaldas—, y esperó sin aliento mientras el otro hacía girar la llave en la cerradura. En una especie de fiebre, observó cómo rotaba la manija y cómo retrocedía la puerta, y luego atacó, blandiendo la fregona frente a él como si fuese una lanza. Se acabó en un instante. Las cansadas y viejas mandíbulas de Kuroda reflejaron sorpresa y la fregona mojada le golpeó en el plexo solar, arrojándole contra el gastado linóleo, jadeando y forcejeando como una perca plateada arrancada de las somnolientas profundidades. Hiro lamentó por un momento la pérdida de las bolas de arroz, que ahora estaban chafadas contra la camisa de Kuroda, pero no era el momento de arrepentirse. Saltó ágilmente por encima del jadeante viejo y subió a toda prisa la escalera de la cabina, con los pies veloces y la libertad latiéndole en las venas.

Tokachi Maru SalvaPor debajo de él, en la segunda cubierta, los miembros de la tripulación estaban comiendo, confundidos por encima de sus platos y luchando por sacar los escasos trozos de sardina de la mezcla de picadillo, huevos y patatas que Chiba les había impuesto. Por encima de él estaba la estructura superior y sus cubiertas ascendientes: las oficinas del barco y las principales salas de máquinas y del giroscopio de la cuarta cubierta; la sala de radio de la quinta; en la sexta el camarote del capitán, donde incluso a aquella hora yacía el capitán Nishizawa en un letargo inducido por el sake; y finalmente el puente. Desde el puente sobresalían, elevadas y etéreas, dos plataformas de observación, colgando sobre el agua a cada lado del barco como alas extendidas. En realidad eran pasadizos, sostenidos desde debajo por puntales de acero, y desde ellos, en los días claros, se podía ver hasta una distancia de diez millas. Y hacia allí se dirigía Hiro.

Pasó deprisa junto a las oficinas y junto a la sala de radio y el camarote del capitán, moviéndose rápido pero con resolución. No se había fugado a ciegas, en absoluto: tenía un LaMujerDelAbanicoplan, como Mishima aconsejaba en su comentario sobre Jocho. Uno puede elegir un curso de acción, decía Mishima, pero no siempre puede elegir el momento. El momento de la decisión se vislumbra en la distancia y te coge por sorpresa. Por tanto, ¿acaso vivir no consiste en prepararse para ese momento? Así era. Y él estaba preparado.

Una vez arriba, corrió, pasó la sala de mapas donde el piloto Wakabayashi le lanzó una mirada iracunda y se asomó hacia fuera, acechante, pasó el lugar donde el práctico Kuma se erguía agarrado al timón, y luego salió por la portilla del ala, donde el abrió la boca ante aquella figura andante como si nunca hubiera visto a un hombre moviéndose sobre sus dos piernas. Y luego, con Wakabayashi rugiendo tras él, y Dorai inmóvil ante él, Hiro se detuvo un momento para sacar su cortaplumas. Imágenes de todas aquellas películas americanas con sus bandas de tatuados y los ataques y puñaladas de sus peleas con navajas debieron de cruzar la cabeza de Dorai, que retrocedió uno o dos pasos. Pero el cuchillo no era un arma, era una herramienta. En dos rápidos golpes, Hiro soltó la cuerda que ataba el salvavidas blanco a la barandilla, y mientras Wakabayashi tronaba por la cubierta y Dorai reculaba, Hiro se lanzó al aire.

SaltoAguaHabía una caída de veinte metros desde el puente al agua, y desde aquella altura parecían cincuenta. Hiro no dudó ni un momento. Cayó en el empíreo como un paracaidista corriendo antes de la caída, como un águila zambulléndose desde su nido, pero no había nada que le sostuviera en aquel elemento indiferente, y el mar se precipitó hacia arriba y contra él como un lecho de cemento. Hiro golpeó el agua primero con los pies, dejando caer el salvavidas, y otra vez la fuerza de la sacudida estuvo a punto de arrancarle a Jocho de su cuerpo. Cuando subió a la superficie, con los pulmones jadeando por el dulce, dulce aire, el Tokachi-maru había pasado de largo junto a él, deslizándose por el horizonte como una montaña líquida.

A todo motor, el barco hubiera necesitado dos millas y tres minutos y medio para parar del todo. Volverían a por él, Hiro lo sabía, como sabía que en aquel momento todos los marineros estarían bregando por las cubiertas gritando «¡Hombre al agua!», pero también sabía que el giro más ceñido que podía dar era de casi una milla. Nadó con fuerza, con los pies chapoteando en el agua salada, y los brazos martilleando contra la espuma. No pensó en dirigirse al oeste, hacia la distante costa —eso era lo que esperaban de él—, sino que miró el sol y se dirigió hacia el sur, el camino por donde habían venido.

El agua era cálida, tropical, reluciente como mil diamantes. Contempló los pájaros por encima de su cabeza, contempló las nubes. Se agarró al salvavidas y pataleó con las piernas. Y el mar le sostuvo, le abrazó, envolviéndole como los brazos de un padre al que hubiera perdido durante largo tiempo...

...

También, de "Oriente, oriente":

OrienteOriente   Los fragmentos.

Comparta, si lo considera de interés, gracias:

Fragmentos de libros. ORIENTE, ORIENTE de T. Coraghessan Boyle   Comienzo I

Nuestra portada:
Amanecer28S Rec
TEXTO DE PORTADA:  La tradución que nos parece más adecuada de East is east, el título original de esta novela, sería "El este es el este" porque singularizaría la diferencia brutal entre la cultura norteamericana y la japonesa -y partícularmente la de sus códigos de honor- y que queda evidenciada a lo largo de toda la trama culminando en su final. Hasta Hiro Tanaka, un happa, tercer cocinero del barco Tokachi-maru, se conduce en el torbellino de incomprensión, hambre, desencuentros, pantanos, malentendidos, enfermedad, peligros, vanalidad e ignorancia... solo armado con su Jocho y su Mishima, un espíritu de samurai que finalmente le es insuficiente. Para nuestra portada, hemos apuntado el objetivo hacia el Japón porque el este es el este, pero necesitábamos una panorámica mucho más estable después de lo que hemos sufrido por Hiro.
  Amanecer en Madrid sobre el Cerro Almodóvar.    © LCJ 28-09-2021
Edit:  Anagrama   anagrama.com
Comienzos de libros 

PRIMERA PARTE.

Tupelo Island

COSAS PEQUEÑAS

Nadaba, ora boca arriba, ora boca abajo, azotando el agua con brazos y piernas, jadeando, y le parecía como si llevase nadando toda una vida. Nadaba crol, braza y estilo Yokohama. Agotado, se agarró al flotador de corcho como a una criatura informe de las profundidades, una pálida apariencia de carne. En algún momento, durante la quinta hora, empezó a pensar en sopa. Miso-shiru , arroz a la marinera, el caldo con olor a mar que su madre hacía con cabezas de pescado y anguilas. Y luego pensó en cerveza —botellas como piedras de ámbar en un lecho de hielo—, y por fin pensó en agua, sólo en agua...

...

Continuar  COMIENZO  de "Oriente, oriente"

Comparta, si lo considera de interés, gracias: 

Fragmentos de libros. MATAR UN RUISEÑOR de Harper Lee Comienzo II:

Acceso/Volver al COMIENZO I de este libro: HaciaArriba
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

... Cuando hubieron transcurrido años suficientes para examinarlos con mirada retrospectiva, a veces discutíamos los acontecimientos que condujeron a aquel accidente. Yo sostengo que Ewells fue la causa primera de todo ello, pero Jem, que tenía cuatro años más que yo, decía que aquello empezó mucho antes. Afirmaba que empezó el verano que Dill vino a vernos, cuando nos hizo concebir por primera vez la idea de hacer salir a Boo Radley

Andrew Jackson20Yo replicaba que, puestos a mirar las cosas con tanta perspectiva, todo empezó en realidad con Andrew Jackson. Si el general Jackson no hubiera perseguido a los indios creek valle arriba, Simon Finch nunca hubiera llegado a Alabama. ¿Dónde estaríamos nosotros entonces?

Como no teníamos ya edad para terminarla discusión a puñetazos, decidimos consultar a Atticus. Nuestro padre dijo que ambos teníamos razón.

Siendo del sur, constituía un motivo de vergüenza para algunos miembros de la familia el hecho de que no constara que habíamos tenido antepasados en uno de los dos bandos de la Batalla de Hastings. No teníamos más que a Simon Finch, un boticario y StStephenspeletero de Cornwall, cuya piedad sólo cedía el puesto a su tacañería. En Inglaterra, a Simon le irritaba la persecución de los sedicentes metodistas a manos de sus hermanos más liberales, y como Simon se daba el nombre de metodista, surcó el Atlántico hasta Filadelfia, de ahí pasó a Jamaica, de ahí a Mobile y de ahí subió a Saint Stephens. Teniendo bien presentes las estrictas normas de John Wesley sobre el uso de muchas palabras al vender y al comprar, Simon amasó una buena suma ejerciendo la Medicina, pero en este empeño fue desdichado por haber cedido a la tensión de hacer algo que no fuera para la mayor gloria de Dios, como por ejemplo, acumular oro y otras riquezas. Así, habiendo olvidado lo dicho por su maestro acerca de la posesión de instrumentos humanos, compró tres esclavos y con su ayuda fundó una heredad a orillas del río Alabama, a unas cuarenta millas más arriba de Saint Stephens. Volvió a Saint Stephens una sola vez, a buscar esposa, y con ésta estableció una dinastía que empezó con un buen número de hijas. Simon vivió hasta una edad impresionante y murió rico.

Era costumbre que los hombres de la familia se quedaran en la hacienda de Simon, Desembarcadero de Finch, y se ganasen la vida con el algodón. La propiedad se bastaba a sí misma.

FinchLandingAunque modesto si se comparaba con los imperios que lo rodeaban, el Desembarcadero producía todo lo que se requiere para vivir, excepto el hielo, la harina de trigo y las prendas de vestir, que le proporcionaban las embarcaciones fluviales de Mobile.

Simon habría mirado con rabia imponente los disturbios entre el Norte y el Sur, pues éstos dejaron a sus descendientes despojados de todo menos de sus tierras; a pesar de lo cual la tradición de vivir en ellas continuó inalterable hasta bien entrado el siglo XX, cuando mi padre, Atticus Finch, se fue a Montgomery a aprender leyes, y su hermano menor a Boston a estudiar Medicina.

Su hermana Alexandra fue la Finch que se quedó en el Desembarcadero. Se casó con un hombre taciturno que se pasaba la mayor parte del tiempo tendido en una hamaca, junto al río, preguntándose si las redes de pescar tendrían ya su presa.

Cuando mi padre fue admitido en el Colegio de Abogados, regresó a Maycomb y se puso a ejercer su carrera. Maycomb, a unas veinte millas al este del Desembarcadero de Finch, era la capital del condado de su mismo nombre. La oficina de Atticus en el edificio del juzgado contenía poco más que una percha para sombreros, un tablero de Maycomb1damas, una escupidera y un impoluto Código de Alabama. Sus dos primeros clientes fueron las dos últimas personas del condado de Maycomb que murieron en la horca. Atticus les había pedido con insistencia que aceptasen la generosidad del Estado al concederles la gracia de la vida si se declaraban culpables, confesándose autores de un homicidio en segundo grado, pero eran dos Haverford, un nombre que en el condado de Maycomb es sinónimo de borrico. Los Haverford habían despachado al herrero más importante de Maycomb por un malentendido suscitado por la supuesta retención de una yegua. Fueron lo suficiente prudentes para realizar la faena delante de tres testigos y se empeñaron en que «el hijo de mala madre se lo había buscado» y que ello era defensa sobrada para cualquiera. Se obstinaron en declararse no culpables de asesinato en primer grado, de modo que Atticus pudo hacer poca cosa por sus clientes, excepto estar presente cuando los ejecutaron, ocasión que señaló, probablemente, el comienzo de la profunda antipatía que sentía mi padre por el cultivo del Derecho Criminal.

   

Durante los primeros cinco años en Maycomb, Atticus practicó más que nada la economía; luego, por espacio de otros varios años empleó sus ingresos en la educación de su hermano. John Hale Finch tenía diez años menos que mi padre, y decidió estudiar Medicina en una época en queno valía la pena cultivar algodón. Pero en seguida que tuvo a tío Jack bien encauzado, Atticus cosechó unos ingresos razonables del ejercicio de la abogacía. Le gustaba Maycomb, había nacido y se había criado en aquel condado; conocía a sus conciudadanos, y gracias a la laboriosidad de Simon Finch, Atticus estaba emparentado por sangre o por casamiento con casi todas las familias de la ciudad.

Maycomb era una población antigua, pero cuando yo la conocí por primera vez era, además, una población antigua y fatigada. En los días lluviosos las calles se convertían en un barrizal rojo; la hierba crecía en las aceras, y, en la plaza, el edificio del juzgado parecía desplomarse. De todas maneras, entonces hacía más calor; un perro negro sufría HooverCarten un día de verano; unas mulas que estaban en los huesos, enganchadas a los carros Hoover, espantaban moscas a la sofocante sombra de las encinas de la plaza. A las nueve de la mañana, los cuellos duros de los hombres perdían su tersura. Las damas se bañaban antes del mediodía, después de la siesta de las tres... y al atardecer estaban ya como pastelillos blandos con incrustaciones de sudor y talco fino.

Entonces la gente se movía despacio. Cruzaba cachazudamente la plaza, entraba y salía de las tiendas con paso calmoso, se tomaba su tiempo para todo. El día tenía veinticuatro horas, pero parecía más largo. Nadie tenía prisa, porque no había adonde ir, nada que comprar, ni dinero con qué comprarlo, ni nada que ver fuera de los limites del condado de Maycomb. Sin embargo, era una época de vago optimismo para algunas personas: al condado de Maycomb se le dijo que no había de temer a nada, más que a si mismo.

Vivíamos en la mayor calle residencial de la población, Aticcus, Jem y yo, además de Calpurnia, nuestra cocinera. Jem y yo hallábamos a nuestro padre plenamente satisfactorio: jugaba con nosotros, nos leía y nos trataba con un despego cortés.

 Calpurnia, en cambio, era otra cosa distinta. Era toda ángulos y huesos, miope y bizca; tenía la mano ancha como un madero de cama, y dos veces más dura. Siempre me ordenaba que saliera de la cocina, y me preguntaba por qué no podía portarme tan bien como Jem, aun sabiendo que él era mayor, y me llamaba cuando yo no estaba dispuesta a volver a casa. Nuestras batallas resultaban épicas y con un solo final. Calpurnia vencía siempre, principalmente porque Atticus siempre se ponía de su parte. Estaba con nosotros desde que nació Jem, y yo sentía su tiránica presencia desde que me alcanzaba la memoria.

 Nuestra madre murió cuando yo tenía dos años, de modo que no notaba su ausencia. Era una Graham, de Montgomery. Atticus la conoció la primera vez que le eligieron para la legislatura del Estado. Era entonces un hombre maduro; ella tenía quince años menos. Jem fue el fruto de su primer año de matrimonio; cuatro años después nací yo, y dos años más tarde mamá murió de un ataque cardíaco repentino. Decían que era cosa corriente en su familia. Yo no la eché de menos, pero creo, que Jem, sí. La recordaba claramente; a veces, a mitad de un juego daba un prolongado suspiro, y luego se marchaba a jugar solo detrás de la cochera. Cuando estaba así, yo tenía el buen criterio de no molestarle.

Cuando yo estaba a punto de cumplir seis años y Jem se acercaba a los diez, nuestros límites de verano (dentro del alcance de la voz de Calpurnia) eran la casa de mistress Henry Lafayette Dubose, dos puertas al norte de la nuestra, y la Mansión Radley, tres puertas hacia el sur. Jamás sentimos la tentación de traspasarlos. La Mansión Radley la habitaba un ente desconocido, la mera descripción del cual nos hacía portar bien durante días sin fin. Mistress Dubose era el mismísimo infierno.

DillAquel verano vino Dill.          

Una mañana temprano, cuando empezábamos nuestra jornada de juegos en el patio trasero, Jem y yo oímos algo allí al lado, en el tramo de coles forrajeras de miss Rachel Haverford. Fuimos hasta la valla de alambre para ver si era un perrito –la caza-ratones de miss Rachel había de tenerlos– y en lugar de ello encontramos a un sujeto que nos miraba. Sentado en el suelo no alzaba mucho más que las coles. Le miramos fijamente hasta que habló.

- ¡Eh!

–Eh, tú –contestó Jem , amablemente.

–Soy Charles Baker Harry –dijo el otro–. Sé leer.

–¿Y qué? –dije yo.

–He pensado nada más que os gustaría saber que sé leer. Si tenéis algo que sea preciso leer, yo puedo encargarme...

Jem–¿Cuántos años tienes? –le preguntó Jem–. ¿Cuatro y medio?

–Voy por los siete.

–Entonces, no te ufanes –replicó Jem, señalándome con el pulgar–. Ahí Scout lee desde que nació, y ni siquiera ha empezado a ir a la escuela. Estás muy canijo para andar hacia los siete años.

– Soy pequeño, pero soy mayor –dijo el forastero.

Jem se echó el cabello atrás para mirarle mejor.

– Por qué no pasas a este lado, Charles Baker Harry? –dijo–. ¡Señor, qué nombre!

– No es más curioso que el tuyo. Tía Rachel dice que te llamas Jeremy Atticus Finch.

Jeremy puso mal talante.

– Yo soy bastante alto para estar a tono con mi nombre –replicó–: El tuyo es más largo que tú.

Apuesto a que tiene un pie más que tú.

– La gente me llama Dill –dijo Dill, haciendo esfuerzos por pasar por debajo de la valía.

– Te irá mejor si pasas por encima, y no por debajo –le dije–. ¿De dónde has venido?

Dill era de Meridian, Mississippi, pasaba el verano con su tía, miss Rachel, y en adelante pasaría todos los veranos en Maycomb. Su familia era originaria de nuestro condado, su madre trabajaba para un fotógrafo en Meridian, y había presentado el retrato de Dill en un concurso de niños guapos, ganando cinco dólares. Este dinero se lo dio a él, y a Dill le sirvió para ir veinte veces al cine.

–Aquí no hay exposiciones de retratos, excepto los de Jesús, en el juzgado, a veces –explicó Jem–. ¿Viste alguna vez algo bueno?

Dill había visto Drácula, declaración que impulsó a Jem a mirarle con un principio de respeto.

– Cuéntanosla –le dijo.

Dill era una curiosidad. Llevaba pantalones cortos azules de hilo abrochados a la camisa, tenía el cabello blanco como nieve y pegado a la cabeza lo mismo que si fuera plumón de pato. Me aventajaba en un año, en edad, pero yo era un gigante a su lado. Mientras nos relataba la vieja historia, sus ojos azules se iluminaban y se oscurecían; tenía una risa repentina y feliz, y solía tirarse de un mechón de cabello que le caía sobre el centro de la frente.

Cuando Dill hubo dejado a Drácula hecho polvo y Jem dijo que la película parecía mejor que el libro, yo le pregunté al vecino dónde estaba su padre.

– No nos dices nada de él.

– No tengo.

– ¿Ha muerto? 

– No...

– Entonces, si no ha muerto, lo tienes, ¿verdad?

Dill se sonrojó, y Jem me dijo que me callase, signo seguro de que, después de estudiarle, le había hallado aceptable. Desde aquel momento el verano transcurrió en una The Rover Boysdiversión que llenaba todos nuestros días. Tal diversión cotidiana consistía en mejorar nuestra caseta, sostenida por dos cinamomos gemelos gigantes del patio trasero, en promover alborotos y en repasar nuestra lista de dramas basados en las obras de Oliver Optic, Víctor Appleton y Edgar Rice Burroughs. Para este asunto fue una suerte contar con Dill, el cual representaba los papeles que antes me asignaban a mí: el mono de Tarzán, mister Crabtree en The Rover TomSwiftBoys, míster Damon en Tom Swift. De este modo llegamos a considerar a Dill como a un Merlín de bolsillo, cuya cabeza estaba llena de planes excéntricos, extrañas ambiciones y fantasías raras.

Pero a finales de agosto nuestro repertorio se habla vuelto soso a causa de innumerables representaciones, y entonces fue cuando Dill nos dio la idea de hacer salir a Boo Radley.

La Mansión Radley le fascinaba. A despecho de todas nuestras advertencias y explicaciones, le atraía como la luna atrae el agua, pero no le atraía más allá del poste de la farola de la esquina, a una distancia prudencial de la puerta de los Radley. Allí se quedaba, rodeando el grueso poste con el brazo, mirando y haciendo conjeturas.

La Mansión Radley se combaba en una cerrada curva al otro lado de nuestra casa. Andando hacia el sur, uno se hallaba de cara al porche donde la acera hacía un recodo y corría junto a la finca. La casa era baja, con un espacioso porche y persianas verdes; en otro tiempo había sido blanca, pero hacia mucho que habla tomado el tono oscuro, gris-pizarroso, del patio que la rodeaba. Unas tablas consumidas por la lluvia descendían sobre los aleros de la galería; unos robles cerraban el paso a los rayos del sol. Los restos de una talanquera formaban como una guardia de borrachos en el patio de la fachada –un patio «barrido» que no se barría jamás-, en el que crecían en abundancia la «hierba johnson» y el «tabaco de conejo».

   

Dentro de la casa vivía un fantasma maligno. La gente decía que existía, pero Jem y yo no lo habíamos visto nunca. Decían que salía de noche, después de ponerse la luna, y espiaba por las ventanas. Cuando las azaleas de la gente se helaban, en una noche fría, era porque el fantasma les había echado el aliento. Todos los pequeños delitos furtivos cometidos en Maycomb eran obra suya. En una ocasión, la ciudad vivió aterrorizada por una serie de mórbidos acontecimientos: encontraban pollos y animales caseros mutilados, y aunque el culpable era Addie, «el loco», quien con el tiempo se suicidó ahogándose en el Remanso de Barker, la gente seguía fijando la mirada en la Mansión Radley, resistiéndose a desechar sus primeras sospechas. Un negro no habría pasado pordelante de la Mansión Radley de noche, pues es seguro que cruzaría hasta la acera opuesta y no cesaría de silbar mientras caminaba. Los patios de la escuela de Maycomb lindaban con la parte trasera de la finca Radley; desde el gallinero de los Radley, altos nogales de la variedad llamada allí «pecani» dejaban caer sus frutos dentro del patio, pero los niños no tocaban ni una sola de aquellas nueces: las nueces de Radley le habrían matado a uno. Una pelota que fuese a parar al patio de los Radley era una pelota perdida, y no se hablaba más del asunto.

   

La desgracia de aquella casa empezó muchos años antes de que naciésemos Jem y yo. Los Radley, bien recibidos en todas partes de la ciudad, se encerraban en su casa, gusto imperdonable en Maycomb. No iban a la iglesia, la diversión principal de Maycomb, sino que celebraban el culto en casa. Mistress Radley pocas veces o nunca cruzaba la calle para gozar del descanso del café de media mañana con las vecinas, y ciertamente jamás intervino en ningún círculo misional. Mister Radley iba a la ciudad todas las mañanas a las once treinta y volvía prestamente a las doce, trayendo a veces una bolsa de papel pardo que los vecinos suponían que contenía las provisiones de la familia. Jamás supe cómo se ganaba la vida el viejo RadleyJem decía que «compraba algodón» una manera fina de decir que no hacía nada–, aunque míster Radley y su esposa vivían allí con sus dos hijos desde mucho antes de lo que la gente podía recordar.

Los domingos, las persianas y las puertas de la casa de los Radley permanecían cerradas, otro detalle ajeno a los usos de Maycomb, donde las puertas cerradas significaban enfermedad o tiempo frío, únicamente. De todos los días, los domingos eran los preferidos para ir de visita, por la tarde. Las señoras llevaban corsés; los hombres, chaquetas, y los niños zapatos. Pero subir los peldaños de la fachada de los Radley y gritar: «¡Eh!» una tarde de domingo, era cosa que los vecinos no hacían nunca. La casa de los Radley no tenía puertas vidrieras. Una vez pregunté a Atticus si las había tenido alguna vez; Atticus me dijo que sí, pero antes de nacer yo.

AlabamaSegún la leyenda de la vecindad, cuando el joven Radley estaba en la adolescencia trabó relación con algunos Cuninghams, de Oíd Sarum, un enorme y confuso clan que vivía en la parte norte del condado, y formaron la cosa más aproximada a una banda que se haya visto jamás en Maycomb. Sus actividades no eran muchas, pero sí las suficientes para que la ciudad hablase de ellos y les advirtieran públicamente desde tres púlpitos: se les veía por los alrededores de la barbería; los domingos marchaban con el autobús a Abbottsville y se iban al cine; frecuentaban los bailes y el infierno de juego del condado, a la orilla del río: la Posada y Campamento Pesquero Gota de Rocío; hacían experimentos con whisky de contrabando. En Maycomb nadie tuvo el coraje suficiente para informar a míster Radley de que su hijo iba en mala compañía.

Una noche, llevados por un consumo excesivo de licor fuerte, los muchachos corrieron por la plaza en un automóvil pequeño que les habían prestado, se resistieron a dejarse detener por el anciano alguacil de Maycomb, mister Conner, y le encerraron en el pabellón exterior del edificio del juzgado. La ciudad decidió que había que hacer algo. Míster Conner dijo que los había reconocido a todos, sin faltar uno, y estaba resuelto y determinado a que no escaparan de aquélla. De modo que los muchachos tuvieron que presentarse ante el juez, acusados de conducta desordenada, alteración de la tranquilidad pública, asalto y violencia, y de usar un lenguaje insultante e inmoral en presencia de una hembra. El juez le preguntó a míster Conner por qué incluía la última acusación, y éste contestó que blasfemaban con voz tan fuerte que estaba seguro de que todas las damas de Maycomb les habían oído. El juez decidió enviarlos a la escuela industrial de Maycomb, adonde enviaban a veces a otros muchachos con el solo objeto de procurarles alimento y un albergue decente: la escuela industrial no era una cárcel, ni una deshonra. Pero míster Radley creyó que si lo era. Si el juez ponía en libertad a Arthur, míster Radley se encargaría de que no diese nunca motivos de queja. Sabiendo que la palabra de míster Radley era una escritura, el juez aceptó con placer.

Los otros muchachos estuvieron en la escuela industrial y recibieron la mejor enseñanza secundaria que se podía recibir en el Estado; con el tiempo, uno de ellos se abrió paso hasta la escuela de ingenieros de Autburn. Las puertas de la casa de los Radley se cerraron los días de entre semana lo mismo que los domingos, y al hijo de míster Radley no se le vio durante quince años.

   

Pero vino un día, que Jem apenas recordaba, en que varias personas –pero Jem no– vieron y oyeron a Boo Radley. Mi hermano decía que Atticus nunca hablaba mucho de los Radley. Si él le preguntaba algo, Atticus se limitaba a contestarle que se ocupase de sus propios asuntos y dejase que los Radley cuidasen de los de ellos, que estaban en su derecho; pero cuando llegó el día aquel, decía Jem, Atticus meneó la cabeza y dijo:

–Hummm, hummm, hummm.

Así pues, Jem recibió la mayor parte de los informes que poseía de miss Stephanie Crawford, una arpía de la vecindad que decía conocer todo el caso. Según miss Stephanie, Boo estaba sentado en la sala recortando unas ilustraciones de The Maycomb Tribune para pegarlas en su álbum. Su padre entró en el cuarto. Cuando míster Radley pasó por delante, Boo le hundió las tijeras en la pierna, las sacó, se las limpió en los pantalones y se entregó de nuevo a su ocupación.

Mistress Radley salió corriendo a la calle y se puso a gritar que Arthur les estaba matando a todos, pero cuando llegó el sheriff encontró a Boo sentado todavía en la sala recortando la Tríbune. Tenía entonces treinta y tres años.

Miss Stephanie contaba que cuando le indicaron que una temporada en Tuscabosa quizá remediaría a Boo, míster Radley dijo que ningún Radley iría jamás a un asilo. Boo no estaba loco, lo que ocurría era que en ocasiones tenía el genio vivo. Estaba bien que se le encerrase, concedió míster Radley, pero insistió en que no se le acusara de nada; no era un criminal. El sheriff no tuvo el valor de meterlo en un calabozo en compañía de negros, con lo cual Boo fue encerrado en los sótanos del edificio del juzgado.

El nuevo paso de Boo desde los sótanos a su casa quedaba muy nebuloso en el recuerdo de Jem. Miss Stephanie dijo que alguno del concejo de la ciudad había advertido a míster Radley que si no se llevaba a Boo, éste moriría del reúma que le produciría la humedad. Por otra parte, Boo no podía seguir viviendo siempre de la munificencia del condado.

   

Nadie sabía qué forma de intimidación empleó míster Radley para mantener a Boo fuera de la vista, pero Jem se figuraba que le tenía encadenado a la cama la mayor parte del tiempo. Atticus dijo que no, que no era eso, que había otras maneras de convertir a las personas en fantasmas.

Mi memoria recogía ávidamente la imagen de mistress Radley abriendo de tarde en tarde la puerta de la fachada para salir hasta la orilla del porche a regar sus cannas. En cambio Jem y yo velamos a míster Radley yendo y viniendo de la ciudad. Era un hombre delgado y correoso con unos ojos incoloros, tan incoloros que no reflejaban la luz. Tenía unos pómulos agudos y la boca grande, con el labio superior delgado y el inferior carnoso. Miss Stephanie Crawford decía que era tan recto que tomaba la palabra de Dios como su única ley, y nosotros la creíamos, porque míster Radley andaba tieso como una baqueta.

Jamás nos hablaba. Cuando pasaba, bajábamos los ojos al suelo y decíamos:

–Buenos días, señor.

Y él, en respuesta, tosía.

El hijo mayor de míster Radley vivía en Pensacola; tenía a su casa por Navidad, y era una de las pocas personas a las que veíamos entrar y salir de la vivienda. Desde el día en que míster Radley se llevó a Arthur a casa, la gente dijo que aquella mansión había muerto.

Pero vino el día en que Atticus nos dijo que nos castigaría seriamente si hacíamos el menor ruido en el patio, y comisionó a Calpurnia para que le sustituyese en su ausencia, si desobedecíamos la orden. Míster Radley estaba agonizando.

Se tomó su tiempo para morir. A cada extremo de la finca de los Radley colocaron caballetes de madera, cubrieron la acera de paja y desviaron el tráfico hacia la calle trasera. Cada vez que visitaba al enfermo, el doctor Reynolds aparcaba el coche delante de nuestra casa, y luego seguía a pie. Jem y yo nos arrastramos por el patio días y días. Al final quitaron los caballetes, y nosotros nos plantamos a mirar desde el porche de la fachada cuando mister Radley hizo su último viaje por delante de nuestra casa.

– Allá va el hombre más ruin a quien Dios puso aliento en el cuerpo –murmuró Calpurnia, escupiendo meditativamente al patio.

CalpurniaNosotros la miramos sorprendidos, porque Calpurnia raras veces hacía comentarios sobre la manera de ser de las personas blancas.

Los vecinos pensaban que cuando míster Radley bajara al sepulcro, Boo saldría, pero lo que vieron fue otra cosa. El hermano mayor de Boo regresó de Pensacola y ocupó el puesto de míster Radley. La única diferencia que había entre él y su padre era la edad. Jem decía que míster Nathan también “compraba algodón”. Sin embargo, míster Nathan nos dirigía la palabra, al darnos los buenos días, y a veces lo veíamos regresar de la población con una revista en la mano.

Cuanto más hablábamos a Dill de los Radley, más quería saber; cuantos más ratos pasaba de pie abrazando el poste de la farola, más intrigado se sentía.

– Me gustaría saber qué hace allí dentro– solía murmurar–. Parece que, al menos, habría de asomar la cabeza a la puerta.

–Sale, no cabe duda, cuando es negra noche –decía Jem–. Miss Stephanie dijo que una vez se despertó a medianoche y le vio mirándola fijamente a través de la ventana... Dijo que era como si la estuviese mirando una calavera. ¿No te has despertado nunca de noche y le has oído, Dill? Anda así... –Y Jem arrastró los pies por la gravilla–. ¿Por qué te figuras que miss Rachel cierra con tantaprecaución por las noches? Muchas mañanas he visto sus huellas en nuestro patio, y una noche le oí arañar la puerta vidriera de la parte de atrás, pero cuando Atticus llegó allí ya se había marchado.

   

–¿Qué figura debe de tener? –dijo Dill.

Jem le hizo una descripción aceptable de Boo. A juzgar por sus pisadas, Boo medía unos seis pies y medio de estatura; comía ardillas crudas y todos los gatos que podía coger, por esto tenía las manos manchadas de sangre... (Si uno se come un animal crudo, no puede limpiarse jamás la sangre). Por su cara corría una cicatriz formando una línea quebrada; los dientes que le quedaban estaban amarillos y podridos; tenía los ojos salientes, y la mayor parte del tiempo babeada.

–Probemos de hacerle salir –dijo Dill–. Me gustaría ver qué figura tiene.

Jem contestó que si Dill quería que le matasen, le bastaba con ir allá y llamar a la puerta.

Nuestra primera incursión se produjo únicamente porque Dill apostó El Fantasma Gris contra dos Tom Swift de Jem a que éste no llegaría hasta más allá de la puerta del patio de los Radley. Jem no había rechazado un desafío en toda su vida.

Jem lo pensó tres días enteros. Supongo que amaba el honor más que su propia cabeza, porque Dill le hizo ceder fácilmente.

–Tienes miedo –le dijo el primer día.

–No tengo miedo, sino respeto –replicó él.

Al día siguiente Dill dijo:

–Tienes demasiado miedo para poner ni siquiera el dedo gordo del pie en el patio de la fachada.

ScoutJem dijo que se figuraba que no, que había pasado por delante de la Mansión Radley todos los días de clase de su vida.

– Siempre corriendo –dije yo.

Pero Dill le cazó el tercer día, al decirle que la gente de Meridian no era, en verdad, tan miedosa como la de Maycomb, y que jamás había visto personas tan medrosas como las de nuestra ciudad.

Esto bastó para que Jem fuese hasta la esquina, donde se paró, arrimado contra el poste de la luz, contemplando la puerta del patio suspendida estúpidamente de su gozne de manufactura casera.

–Como es que te has grabado bien en la memoria que nos matará a todos sin dejar a uno, Dill

Harry –dijo Jem cuando nos reunimos con él–. No me eches las culpas cuando Boo te saque los ojos. Recuerda que tú lo has empezado.

– Sigues teniendo miedo –murmuró Dill con mucha paciencia. Jem quiso que Dill supiese de una vez para siempre que no tenía miedo a nada.

– Lo que sucede es que no se me ocurre una manera de hacerle salir sin que nos coja.

Además, Jem había de pensar en su hermanita.

Cuando pronunció estas palabras, supe que sí tenía miedo. Jem también había de pensar en su hermanita aquella vez que yo le reté a que saltara desde el tejado de casa.

–Si me matase, ¿qué sería de ti? –me preguntó.

Luego saltó, aterrizó sin el menor daño, y su sentido de la responsabilidad le abandonó... hasta encontrarse con el reto de la Mansión Radley.

– ¿Huirás corriendo de un desafio? –le preguntó Dill–. Si es así, entonces...

– Uno ha de pensar bien estas cosas, Dill –contestó Jem–. Déjame pensar un minuto... Es una cosa así como hacer salir una tortuga...

– ¿Cómo se hace eso? –inquirió Dill.

– Poniéndole una cerilla encendida debajo.

Yo le dije a Jem que si prendía fuego a la casa de los Radley se lo contaría a papá. Dill dijo que el encender una cerilla debajo de una tortuga era una cosa odiosa.

– No es odiosa; sirve simplemente para convencerla... No es lo mismo que si la asaras en el fuego –refunfuñó Jem.

– ¿Y cómo sabes que la cerilla no la hace sufrir?

– Las tortugas no sienten nada, estúpido –replicó Jem.

– Has sido tortuga alguna vez, ¿eh?

– ¡Cielo santo, Dill! Ea, déjame pensar... Me figuro que podríamos amansarle...

Jem se quedó pensando tan largo rato que Dill hizo una pequeña concesión:

MansiónRadley– Si subes allá y tocas la casa no diré que has huido ante un reto y te daré igualmente El fantasma Gris.

A Jem se le iluminó el semblante.

– ¿Tocar la casa? ¿Nada más?

Dill asintió con la cabeza.

– ¿Seguro que eso es todo, di? No quiero que te pongas a chillar una cosa diferente al minuto mismo que regrese.

– Sí, esto es todo –contestó Dill–. Cuando te vea en el patio, saldrá probablemente a perseguirte; entonces Scout y yo saltaremos sobre él y le sujetaremos hasta que podamos decirle que no vamos a hacerle ningún daño.

Abandonamos la esquina, cruzamos la calle lateral que desembocaba delante de la casa de los Radley y nos paramos en la puerta del patio.

– Bien, adelante –dijo Dill–. Scout y yo te seguiremos pisándote los talones.

– Ya voy, no me des prisa –respondió Jem.

 Fue hasta la esquina de la finca, regresó luego, estudiando el terreno, como si decidiera la mejor manera de entrar. Arrugaba la frente y se rascaba la cabeza.

Yo me reí de él en son de mofa.

Jem abrió la puerta de un empujón, corrió hacia un costado de la casa, dio un golpe a la pared con la palma de la mano y regresó velozmente, dejándonos atrás, sin esperar para ver si su correría había tenido éxito. Dill y yo le seguimos inmediatamente. A salvo en nuestro porche, jadeando sin aliento, miramos atrás.

La vieja casa continuaba igual, caída y enferma, pero mientras mirábamos calle abajo nos pareció ver que una persiana interior se movía. ¡Zas! Un movimiento leve, casi invisible, y la casa continuó silenciosa.

...

También, de "Matar un ruiseñor", acceso a:
MatarUnRuiseñor         MatarUnRuiseñor
     El Final                    Fragmentos

Comparta, si lo considera de interés, gracias:    

Fragmentos de libros. NOSOTROS LOS MALDITOS de Pau Malvido Comienzo II:

Acceso/Volver al COMIENZO I de este libro: HaciaArriba
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

    ... Es importante repetir que durante el surgimiento en Barcelona de los rockeros y después de los hippies, nadie, ninguno de ellos, escribió nada sobre lo que estaban viviendo. Nunca salió nada publicado, nada que fuese escrito por rockeros y hippies sobre ellos mismos. Llegaron libros yanquis y aparecieron articulistas y pensadores. Nada directamente surgido de los «protagonistas» del asunto. y luego salen artículos, como los de Ajoblanco, en los que se “entierra” al hippismo calificándolo de invento de esnobs americanos ricos.

    Es natural que los Racioneros y Ribas y Cia de Ajoblanco piensen esto, porque ellos mismos, gente procedente de ambientes intelectuales ricos y con vocación elitista, si fueron hippies lo fueron al estilo esnob…

     Ajoblanco76  Ajoblanco1978  Ajoblanco1980 

    La “masa” hippie y freak de Barcelona y comarca poco tuvo que ver con esta gente. Eran más bien, en sus orígenes izquierdistas desengañados o agotados, Pequeño burgueses más bien pobretones, mezclados con grifotas de la línea tradicional (gente del barrio chino) y extranjeros peregrinantes. Y los rockeros de antes, los de los años 60-65, estaban muy lejos de los intelectuales snobs. Eran «chavas», «charnas» y hasta «pijis», pero no mentes destinadas al comercio de la letra.

    El baile Tokio fue cerrado por cuestión de drogas allá por el año 1964. No eran drogas destinadas a hippies ni a freaks. Era grifa de la de siempre, la que, según se decía, fumaban los “Lejías” (legionarios) y gente afín. Barcelona, por tener puerto de mar, XaviCot CucSonatcolonias gitanas, barrio chino y legionarios en el norte de África, tiene una larga historia de grifa, de “caramelitos” de “gloria” a cinco duros (tiempo ha), de gente que se juntaba para “ir a escupir el muerto”. La gente que iba al Tokio como la que iba al Trolebús (por la zona de Arco del Triunfo), era una mezcla de catalanes hijos de pequeño burgueses, de barrios como el Ensanche más pobre, el casco antiguo, Horta o Pueblo Seco y “chavas”, hijos de andaluces inmigrados. También iba gente más rica con ganas de desmadre, gente golfa, de los que están entre los últimos de la clase. y allí estaban el macarra, el tipo con “nomeolvides” en la muñeca, el grifota de siempre. Allí actuaban los Salvajes, los más ye-yé, los más “joteros” como entonces se llamaba a los rockeros charnas. (Charna de charnego, hijo de inmigrante más o menos catalanizado.)

  _  

    Durante esos años (1962-64) el régimen de Franco pretendía modernizarse un poco. Ya habla acabado la política de puertas cerradas y de miseria de post-guerra. Los yanquis ya estaban aquí con sus productos, con sus marines y con sus modas. Los falangistas iban de baja. Se tenía que disimular. El Plan de Desarrollo estaba de moda. EulixeCOM2Los turistas venían cada vez más. La Universidad empezaba a moverse un poco y en Asturias los mineros hacían las huelgas más importantes desde el 39. Las salas de baile que habían estado controladas por Falange (al acabar sonaba el himno nacional) empezaban a convertirse en “dancings” primero y en “Boites” y “Discotheques” después. En este momento de cierta presión modernizada cuando la gente ye-ye puede reunirse en masa por primera vez. Los permisos se daban algo más fácilmente. Las sesiones musicales de los domingos por la mañana en el Novedades fueron todo un acontecimiento. Unas 1.000 personas acudían fielmente a los “matinales”. Aquello lo montaba la “cadena Red Star”.

    A base de música francesa, italiana y americana nostálgica (Elvis). Toda esta oleada rockera recogió a los supervivientes de las grandes ‘bandas’ de los barrios. Bandas de jóvenes con un espíritu territorial muy fuerte, rozando a veces la delincuencia, Imponiendo su “ley” en la zona que les correspondía, enfrentados o mezclados con elementos falangistas según la zona, sin ningún lugar al que ir aparte de alguna sala de futbolines. La Banda era la forma espontánea de organizar el tiempo libre y de escapar de una sociedad super-controlada, rígida, miedosa, mísera. Bandas como la del Titi eran conocidas en toda Barcelona. La Banda del Titi operaba” entre Via Layetana y Arco del Triunfo. El robo sistemático y tenaz era su norma. Desde camiones de Coca-Cola vaciados en 10 minutos hasta partidas de tela al por mayor. Todo lo que pasaba por la zona.Los Correas todavía aguantan, mantenidos por elementos de extrema-derecha según se decía ya entonces. Las bandas no se formaban solamente en barrios obreros nuevos y marginados, en los que la Falange intentaba aprovechar el anticatalanismo CarnetFalange(que como forma de defensa ante una sociedad extraña y más rica aparecía en algunos sectores de recién inmigrados), sino que también se formaban en barrios típicamente catalanes. En general todas las bandas, con alguna excepción, eran demasiado localistas y orgullosas de sí mismas como para dejarse manipular por mucho tiempo por la Falange o por cualquiera otra forma de autoridad institucionalizada. Con el período de desarrollo, turismo y capital yanqui que empieza de verdad en 1960, las bandas se hacen más fuertes primero, estimuladas por las mayores posibilidades de acción que da la mayor circulación de dinero, productos importados y modas. A la larga, sin embargo, tienden a diluirse en un movimiento más amplio y más homogéneo sin dejar de existir. Cuando hay más dinero, más sitios a donde ir, bares, películas extranjeras, festivales, cuando en la radio y en los grandes almacenes se comercia ya con productos ye-ye, las posibilidades de pasar el rato y de identificarse al margen del taller, la oficina o la academia son mayores para todos. La banda del barrio como único reducto diferente del taller, de la escuela y de la familia va PauMavidodejando paso a los grupitos que pasean por toda Barcelona buscando rollo porque saben lo que hay.

    Debo confesar que escribiendo toda esta historia me doy cuenta de las pocas referencias que poseo. Las personales, las de algunos amigos y poca cosa más. Anécdotas y datos sueltos unidos por las cuatro hipótesis de siempre y por un cierto vicio de coherencia. Y es que resulta que en la prensa no salía nada. Los estudiosos tampoco se han entretenido en ver la vida cotidiana de la juventud en este país durante todos estos años. Hay historias de luchas sociales importantes, de la literatura durante el franquismo, del desarrollo económico, de los movimientos políticos, de poesía y pintura. Pero, aparte de alguna película y alguna novela nadie cuenta nada de lo que hacía la gente durante su tiempo libre, los “usos y costumbres” sus manías privadas. No sé si esto resulta necesario. En todo caso es una parte importante de la vida de la gente.

    LosGrisesEn un país en el que no se podía hacer casi nada, en el que la mentira oficial era tan gorda que, en el fondo, nadie la creía, la gente se debió ver obligada a pasar, en cierta manera, de todo. A pasar de todo calladamente, en cualquier rincón. Dándose a diversiones y manías casi íntimas, escapando de todo a base de aprovechar lo que fuese. Ahí está el típico joven catalán, pequeño-burgués, escéptico, agarrado a ocupaciones o manías increíbles. Arreglar radios viejas, cuidar canarios. Sin salir a la luz pública, porque luz pública ni habla. Sexualmente reprimido, lleno de utopías modestas pero igualmente irrealizables. Y al mismo tiempo extraordinariamente hábil para aprovechar cualquier posibilidad.

LesSetzeJutges

Grupo de cantantes españoles fundado en 1961.. Pertenecieron a él en algún momento, Joan Manuel Serrat, Maria del Mar Bonet, Joan Ramon Bonet, Rafael Subirachs, Lluis Llach, Guillermina Motta, Francesc Pi de la Serra, Raimon, entre otros.

 

   Los universitarios descontentos apenas habían logrado organizar movimientos fuertes en la época de la que hablamos, en los primeros años 60. Las huelgas de estudio les animaron bastante y se lanzaron con más fuerza a cargarse el sindicato falangista que ya estaba medio muerto. Eran minorías clandestinas que empezaban a conseguir asambleas multitudinarias. Gente muy entregada a aquello. No creo que tuvieran muchos contactos con los chavas, con las bandas, o con los rockeros. Su cultura era más VIvraciones76bien europea, poco yanqui. Su música era la canción francesa y el jazz. Iban a divertirse a las Ramblas y al barrio viejo, pero desconocían los trucos del lugar… Salió Bob Dylan, salió el movimiento de protesta de la juventud americana, empezaron a haber hippis. Los “setze jutges”, la agrupación de cantantes protestones al viejo estilo francés, tuvieron un hermano menor devoto a Bob Dylan, el “grup de folk”, Pau Riba, Sisa. Empiezan a haber contactos entre gente procedente de la Universidad y del izquierdismo con gente procedente de las bandas de barrio, de los ambientes grifotas y del mundo rockero. Los Beatles hablan llegado a ser lo suficientemente refinados como para gustar a más gente que a los rockeros puros. Los diferentes submundos, más desarrollados, encontraban canales de comunicación cosas comunes de las que poder hablar, un mercado musical más amplio y uniforme, locales especializados, discotecas. Todo esto, sin embargo, quedó como endurecido porque el famoso desarrollo empezó a quebrar. A medio lanzamiento la cosa volvía a congelarse.

        ajoblanco3  ajoblanco4  ajoblanco2

   Todo esto, señores, ya forma parte del próximo capítulo de este cuento. Tenemos cantidad de datos ya preparados. Esta época preliminar explicada aquí nebulosamente (yo y la gente amiga consultada éramos muy jóvenes) puede servir al menos para entender que en todas partes cuecen habas, pero en cada parte a su manera. El hippismo americano es una cosa y el de Barcelona otra. los grifotas son una cosa y los intelectuales snobs son otra. Todo el mundo ha vivido su historia Esta es una de ellas, Y la que explica Ajoblanco es otra...

También, de este libro, acceder a:

 NosotrosLosMalditos Los fragmentos

Comparta, si lo considera de interés, gracias:

Fragmentos de libros.  POR LA PARTE DE SWANN de Marcel Proust   Comienzo II:

Acceso/Volver al COMIENZO I de este libro: Arriba FraLib
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

... Empezaba luego a volvérseme ininteligible, como los pensamientos de una existencia anterior después de la metempsícosis; el asunto del libro se desprendía de mí, y yo era libre de aplicarme o no a él; enseguida recuperaba la visión y quedaba atónito al encontrar en torno mío una oscuridad dulce y sosegada para mis ojos, aunque más todavía quizá para mi mente, a la que se presentaba como algo sin causa, incomprensible, como algo verdaderamente oscuro. Me ALaRecherche2preguntaba qué hora podía ser; oía el pitido de los trenes que, más o menos lejano, como el canto de un pájaro en un bosque, determinando las distancias, me describía la extensión del campo desierto donde el viajero se apresura hacia la estación cercana; y el sendero que sigue ha de quedar grabado en su recuerdo por la excitación que debe a unos lugares nuevos, a unos hechos insólitos, a la reciente charla y la despedida bajo la lámpara extraña que todavía le siguen en el silencio de la noche, a la dulzura próxima del regreso.

            Apoyaba delicadamente mis mejillas contra las hermosas mejillas de la almohada que, llenas y frescas, son como las mejillas de nuestra infancia. Rascaba una cerilla para mirar el reloj. Pronto sería medianoche. Ése es el instante en que enfermo que se ha visto obligado a salir de viaje y ha debido acostarse en un hotel desconocido, despertado por una crisis, se alegra al vislumbrar bajo la puerta una raya de luz. ¡Qué gozo, ya es de día! Dentro de un momento los criados se habrán levantado, podrá llamar, vendrán a traerle ayuda. La esperanza de ser socorrido le da valor para sufrir. Precisamente ha creído oír pasos; los pasos se acercan, luego se alejan. Y la raya de luz que había debajo de su puerta ha desaparecido. Es medianoche: acaban de apagar el gas; el último criado se ha ido y habrá que permanecer toda la noche sufriendo sin remedio.´

   caleidoscopioVolvía a dormirme, y a veces solo me despertaba un breve instante, el tiempo de oír los crujidos orgánicos de las tablas, de abrir los ojos para mirar el caleidoscopio de la oscuridad, de saborear gracias a un vislumbre momentáneo de conciencia el sueño en que estaban sumidos los muebles, el cuarto, el todo aquel del que yo solo era una pequeña parte y a cuya insensibilidad volvía a unirme de inmediato. O bien mientras dormía había alcanzado sin esfuerzo una época por siempre pasada de mi vida primitiva, habían encontrado alguno de mis terrores infantiles, como el que mi tío abuelo me tirase de los rizos, y que me los cortaron. Durante el sueño había olvidado ese acontecimiento, cuyo recuerdo recobraba nada más despertarme para escapar de las manos de mi tío abuelo, pero, como medida de precaución, envolvía por entero la cabeza con la almohada antes de regresar al mundo de los sueños.

  _  

       Algunas veces, lo mismo que Eva nació de una costilla de Adán, una mujer nacía durante mi sueño de una falsa postura de mi muslo. Nacida del placer que yo estaba a punto de gozar, imaginaba que era ella quien me lo ofrecía. Mi cuerpo, que sentía en el suyo mi propio calor, quería unirse a él, y me despertaba. El resto de humanos me DuCoteparecía muy lejano comparado con aquella mujer a la que hacía apenas unos instantes había abandonado: todavía guardaba mi mejilla el calor de su beso, mi cuerpo seguía derrengado por el peso de su talle. Sí, como a veces ocurría, tenía los rasgos de una mujer que yo había conocido en la vida, iba a entregarme por completo a un único fin: encontrarla, como esos que parten de viaje para ver en sus propios ojos una ciudad deseada y se figuran que pueden disfrutar en una realidad el hechizo de lo soñado. Poco a poco iba desvaneciéndose su recuero, y yo olvidaba a la muchacha de mi sueño.

     Un hombre que duerme tiene en círculo a su alrededor el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundo. Al despertar los consulta por instinto y en un segundo lee en ellos el punto de la tierra que ocupa, el tiempo que ha transcurrido hasta su despertar; pero sus rangos pueden confundirse, romperse. Si hacia el ProustEnlacamaamanecer, tras un insomnio, el sueño lo coge mientras lee en una postura demasiado distinta de aquella en que duerme habitualmente, basta su brazo levantado para detener y hacer retroceder el sol, y en el primer minuto de su despertar no sabrá siquiera la hora, pensará que acaba de acostarse apenas. Y si se adormila en una postura todavía mas irregular y divergente, sentado, por ejemplo, después de la cena en un sillón, será completa entonces la conmoción en los mundos salidos de sus órbitas, el sillón mágico le hará viajar a toda velocidad en el tiempo y el espacio, y en el instante de abrir los párpados creerña haberse acostado varios meses antes en otra región. Pero bastaba que, en mi cama misma, mi sueño fuese profundo y sosegase por completo mi espíritu; entonces éste abandonaba el plano del lugar en el que me había dormido, y cuando despertaba en mitad de la noche, por ignorar dónde me encontraba, en un primer momento no sabía siquiera ni quién era; solo tenía, en su simplicidad primaria, la sensación de la existencia como puede temblar en el fondo de un animal; DuCote3ame encontraba más desnudo que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo –aún no del lugar en que me hallaba, sino de algunos sitios donde había vivido y donde habría podido estar –venía como una ayuda a mí desde lo alto para sacarme de la nada de la que nunca hubiera podido salir solo; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y las imágenes confusamente vislumbradas de lámparas de petróleo, luego de camisas de cuello vuelto, iban recomponiendo poco a poco los rasgos originales de mi yo.

     Acaso la inmovilidad de las cosas que nos rodean venga impuesta por nuestra certeza de que son ellas y no otras, por la inmovilidad de nuestro pensamiento frente a ellas. Lo cierto es que, cuando despertaba así, con mi espíritu agitándose para intentar saber, sin conseguirlo, dónde estaba, todo daba vueltas a mi alrededor en la oscuridad, las cosas, los países y los años. Demasiado embotado para moverme, mi cuerpo trataba de determinar, con arreglo a la forma de su fatiga, la posición de sus miembros para deducir de ella la dirección de la pared y la ubicación de los muebles, para reconstruir y dar nombre a la morada en que se encontraba. Su memoria, la memoria de sus costillas, de sus rodillas, de sus hombros, le ofrecía una tras otra varias alcobas donde había dormido, mientras a su alrededor las invisibles paredes, cambiando de sitio según la forma de la habitación imaginada, se arremolinaban en las tinieblas. Y antes incluso de que mi pensamiento, que vacilaba en el umbral de los tiempos y las formas, hubiese identificado la casa cotejando sus circunstancias, él –mi cuerpo- iba recordando para cada una el tipo de LaMaisonDeTanteLéoniecama, el sitio de las puertas, la orientación de las ventanas, la existencia de un pasillo, junto con la idea que de ellos me hacía al dormirme y que encontraba de nuevo al despertar. Intentando adivinar su orientación, mi costado anquilosado se imaginaba, por ejemplo, tumbado de cara a la pared en un gran lecho con baldaquino, y al punto me decía: «Vaya, he terminado durmiéndome aunque no haya venido mamá a darme las buenas noches», y es que estaba en el campo, en casa de mi abuelo, muerto hacía años; y mi cuerpo y el costado sobre el que descansaba, fieles guardianes de un pasado que mi espíritu nunca habría debido olvidar, me recordaban la llama de la lamparilla de cristal de Bohemia en forma de urna, suspendida del techo por unas cadenetas, la chimenea de mármol de Siena en mi dormitorio de Combray de casa de mis abuelos, en días lejanos que en ese momento se me antojaban actuales sin imaginármelos exactamente y que habría de ver mucho mejor luego, cuando despertara del todo...

     ...

Comparta, si lo considera de interés, gracias:     

          Contáct@ con

 fragmentosdelibros.com 

     FormContacto

         

             El Buda lógico

ElBudaLogico Servi

         

                      Usted

UstedModulo

         

© 2020 fragmentosdelibros.com. Todos los derechos reservados. Director Luis Caamaño Jiménez

Please publish modules in offcanvas position.