CucharaSaturada

Lo último en Fragmentosdelibros.com

NUEVAS INCORPORACIONES

Enlaces directos en las imágenes

Fragmentos de La campana de cristal.
Sylvia Plath
Acceso directo a los fragmentos de La campana de cristal. Sylvia Plath

Fragmentos de Oriente, oriente.
T. Coraghessan Boyle
Oriente, oriente de T. Coraghessan Boyle. Fragmentos.

Fragmentos de Cerca del corazón salvaje.
Clarice Lispector
Fragmentos de Cerca del corazón salvaje. Clarice Lispector

Fragmentos de Tres pisadas de hombre.
Antonio Prieto
Acceso directo a los fragmentos de Tres pisadas de hombre. Antonio Prieto

 

 

NUEVAS PORTADAS
Fragmentos de La balada del café triste
Carson McCullers
Fragmentos de La balada del café triste de Carson McCullers

Final de Tiempo de silencio
Luis Martín Santos
Final de Tiempo de silencio de Luis Martín Santos

Comienzo de El árbol de la ciencia
Pío Baroja
Fragmentos de El árbol de la ciencia de Pío Baroja

Fragmentos de El Jardín de la pólvora
Andrés Trapiello
Fragmentos de El Jardín de la pólvora de Andrés Trapiello

DedoIndice

 

Fragmentos de libros. ORIENTE, ORIENTE de T. Coraghessan Boyle  Comienzo II

Acceso/Volver al COMIENZO I de este libro: Arriba FraLib
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

... Cuando el sol se puso, llevándose todo el color y dejando tras de sí una superficie tan dura como peltre batido, tenía la lengua hinchada en la garganta y los más hondos anhelos de sus tripas le corroían como animalillos imperiosos. Tenía las manos hinchadas y entumecidas, el flotador le raspaba los brazos, y las gaviotas se acercaban descendiendo en picado para escudriñarle con ojos profesionales. Podría haberse rendido. Podría haberse dejado llevar por el sueño de la cama, la cena y el hogar, deslizándose en el caldo del mar centímetro a YukioMishimacentímetro hasta que el aro de corcho flotase a la deriva y las olas anónimas se cerrasen sobre él. Pero resistió. Pensó en Mishima y Jocho y el libro que había apretado contra su pecho, debajo del ahora fláccido y empapado jersey de cuello de cisne. Envuelto en una armadura de bolsas deportivas, atado a él con cinta aislante negra y depositario de cuatro billetitos americanos de un extraño color verde, le oprimía el lugar donde le latía el corazón.

Uno debería tomar las cosas importantes a la ligera, decía Jocho. Las cosas pequeñas deberían tomarse más en serio. Sí. Desde luego. ¿Qué importaba si él vivía o moría, si se arrastraba hasta llegar a tierra y descubría una olla hirviente de cerdo con fideos y cebolleta, o si los tiburones le mordisqueaban los dedos de los pies, los pies, las espinillas y los muslos? Lo que importaba era, era… la luna. Sí: la franja de una luna perfecta cortada como un paréntesis en el oscurecido horizonte. Estaba subiendo, blanca y prístina, delicada como un recorte de uña. Olvidó el hambre, la sed, olvidó los prolíficos dientes del mar, e hizo suya la luna.

Cabeza JochoDesde luego, al mismo tiempo, sabía que saldría airoso, y eso hacía el consejo de Jocho mucho más fácil de soportar. No eran sólo los pájaros —los pelícanos, cormoranes y gaviotas batiendo alas rumbo al oeste, hacia sus refugios—, sino el olor de la costa lo que se lo sugería. Los marinos hablan de la dulce emanación olorosa de la recalada que les despierta a treinta millas de distancia, pero en aquel su primer viaje no lo había notado. Al menos, mientras iba a bordo del Tokachi-maru . Fue allí, pegado a la superficie, con los breves veinte años de su vida deshilachándose como los extremos de una cuerda raída, cuando le alcanzó. De pronto, su nariz se convirtió en un instrumento de una sensibilidad vigorosa y minuciosamente calibrado, certera y digna de un sabueso: pudo discernir cada hoja de hierba sobre la negra ribera que se extendía en alguna parte frente a él, y supo que había gente allí, americanos, con su olor a mantequilla y sus botes de ketchup, mayonesa y todo lo demás, y que debajo de ellos había arena totalmente seca y lodo desbordante de cangrejos, nematodos y todas las partículas AmericaByNinvisibles de la descomposición. Y más, mucho más: el almizcle de animales salvajes, el saludable y doméstico hedor de perros, gatos y loros, el olor metálico de aerosoles de pintura y de petróleo, el aroma débilmente dulce de los tubos de escape de los motores fueraborda, el perfume —tan intenso y potente que le dio ganas de sollozar— de flores nocturnas, de jazmín y madreselva y de un millar de cosas que nunca había olido.

Había estado dispuesto a morir, y ahora sabía que resistiría. Estaba cerca. Lo sabía. Agitó las piernas bajo las oscurecidas aguas.

  _  

—¿No necesitaríamos una luz o algo así?

—¿Eh? —La voz de él era un cálido murmullo junto a su garganta. Estaba medio dormido.

—Luces de posición —dijo Ruth, bajando a su vez el tono hasta casi un susurro—. ¿No se llaman así?

El barco se balanceaba suavemente sobre el oleaje, sereno y estable, se balanceaba como una cuna, como la cama grande y llena de grumos que vibraba con el masaje de los Dedos DavidButlerMágicos en el motel donde aterrizaron en su primera noche en Georgia. También soplaba brisa, dulce y salada al mismo tiempo, suave, pero lo bastante fuerte como para mantener a los mosquitos en la bahía. El único sonido era el del agua que lamía el casco, sedante, rítmica, un fluir y un chorrear que sonaba en su cabeza con los acordes de una canción folk que había olvidado hacía diez años. Las estrellas estaban vivas y conscientes. El champagne estaba frío. Él no contestó.

Ruth Dershowitz yacía desnuda en la proa de la lancha de cinco metros, propiedad de Saxby Lights (en realidad, el barco era de su madre, como todo lo que había dentro y fuera del gran caserón de Tupelo Island). Saxby estaba tumbado junto a ella, con la somnolienta y lisa mejilla apretada contra la curva de su pecho. Cada vez que el barco se hundía bajo ella, la fricción de su elegante barba incipiente le enviaba pequeñas lenguas de fuego que le quemaban hasta las puntas de los pies. Cinco minutos antes, Saxby se había arrodillado ante ella, le había encajado las caderas sobre la amplia y lisa plancha de madera del asiento, le había abierto los muslos y se había hundido en ella. Diez minutos antes de que lo viera endurecerse bajo la velada luz, mientras, sentado frente a ella, intentaba en vano inflar una colchoneta de plástico para que les sirviera de lecho. Le había observado, absorta y excitada, hasta que por fin le había susurrado:

—Déjalo, Sax. Ven aquí.

Ahora él estaba dormido.

Durante un rato, escuchó el agua sin pensar en nada. Y luego, la imagen de Jane Shine, su enemiga, surgió ante ella y la apartó con una visión de su inevitable triunfo, dejando que sus propias y rudimentarias fantasías se cristalizaran en la idea del arte, y en conquistar las revistas y sorprender al mundo, y luego empezó a pensar en el gran caserón, a pensar en sus compañeros escritores, en los escultores y pintores y en la única compositora, con su mirada estrábica y cuya música sonaba como una muerte lenta en una fábrica de metrónomos. Estaba con ellos desde hacía una semana, una semana de una estancia indefinida, una sucesión de meses que cobraban vida en su mente, meses con caras de duendecillos y hombros parade magazineencorvados, saltando hacia el glorioso, ilimitado y soleado futuro gratuito. Se había acabado el hacer de camarera y de escritora mercenaria, hacer críticas de restaurantes, banalidades para Parade o basura para Cosmopolitan sobre sexo saludable, sexo en la ducha o despertarse en casa de él. Podía quedarse todo el tiempo que quisiera. Podía quedarse para siempre.

Tenía buenas relaciones.

La idea la acunó y antes de darse cuenta ya se iba a la deriva, arrastrada a la oscuridad del inconsciente por el champagne, el manto de la noche y la sensual ondulación del barco, y muy pronto, las formas blancas y rayadas de las criaturas marinas se movían a través de su sueño. Estaba en el agua, flotando, y doce pálidas formas se abalanzaban hacia ella como torpedos. Gritó… pero todo iba bien, estaba en el barco de Saxby, las estrellas estaban vivas y ella estaba despierta, por un instante, antes de caer de nuevo en el sueño. Delfines, sólo eran delfines, ahora los veía, y jugueteaban con ella, husmeaban con sus hocicos de botella entre sus piernas y la izaban sobre sus bruñidos y bien perfilados lomos…, pero luego algo iba mal y estaba otra vez sola en el agua y había algo más allí, una sombra que surgía de las profundidades, rápida y siniestra, y la golpeaba, muy fuerte, con un impacto que la hizo despertar.

EastIsEast Cub111—¡Sax! —dijo, y al principio pensó que un barco había chocado contra ellos por las luces, por la falta de luces… No podía pensar con claridad—. ¡Sax! ¿Has oído eso?

Saxby dormía muy profundamente. Una vez, cuando estaban juntos en California, había seguido durmiendo a pesar de tres timbrazos del radio-despertador, un terremoto tan fuerte como para hacer caer los cuadros de las paredes y todo un ensayo de la orquesta de la universidad en el campo de detrás de su apartamento.

—¿Mmm? —dijo él—. ¿Eh? —y levantó ligeramente la cabeza del pecho de ella—. ¿El qué?

Y luego, de pronto, Saxby se quedó paralizado. Ella estaba echada boca arriba, observándole, cuando sintió que los músculos de él se tensaban y oyó su gruñido de sorpresa.

—¿Qué coño…?

LOrientCestLOrient2Ella levantó la vista y sus ojos toparon con una aparición. Un rostro, fantasmal y sorprendente bajo la plateada luz de la luna, estaba suspendido sobre la popa. Debajo del rostro, un par de manos imposibles se agarraban al soporte del motor. Tardó un momento y luego comprendió: allí había un hombre. Agarrado a su barco, en medio de Peagler Sound. Lo estaba viendo, sí, con el pelo sobre los ojos y de rasgos algo extraños. Veía la expresión de confusión y agotamiento en su rostro, y observó cómo iba convirtiéndose, a cámara lenta, en una expresión de horror. Emitió un aullido, un aullido que trascendió las insignificantes limitaciones de la lengua y la cultura, y luego, antes de que ella tuviera tiempo de percatarse de su propia desnudez, él desapareció.

Al cabo de un instante, Saxby y ella estaban de pie, hurgando en busca de sus ropas en un laberinto de piernas y brazos mientras el barco se tambaleaba y levantaba por debajo de ellos.

—¡Mierda! —maldijo Saxby, agarrando su pantalón corto con una mano y tirando de la cuerda del ancla con la otra—. ¡Tú, desgraciado, hijo de perra! ¡Vuelve aquí!

Fuera quien fuese —fantasma, voyeur, bromista, surfista errante o náufrago—, no tenía ninguna intención de hacerle caso. Al contrario, estaba en plena huida. Ruth le oía agitar los brazos en el agua, y después, cuando se sentó pesadamente y buscó a tientas su camiseta, apenas pudo distinguirle: la sombra oscura de su cabeza moviéndose contra el agua negra, un destello blanco de algo —¿un chaleco salvavidas?, ¿una tabla de surf?— y la espuma, fosforescente de plancton, siguiéndole como una quimérica cola. Maldiciendo, Saxby recogió el ancla por un lado y la echó al fondo de la lancha. El olor a cieno, fecal y corrupto, llegó a la nariz de Ruth.

EastIsEast Cub111—¿Qué le pasa a ese tipo? —murmuró Saxby, y las manos le temblaban al tirar de la cuerda del mecanismo de arranque—. ¿Qué es, un pervertido o qué?

Ruth estaba sentada delante, observando todavía la sombra del lejano nadador.

—Parecía… —aún no sabía lo que quería decir, no se daba cuenta de qué era lo que le había impresionado de él—, parecía distinto.

—Sí —gruñó Saxby mientras el motor gemía al arrancar—. Era chino o algo así. —Le dio al acelerador, la lancha giró sobre su eje y se lanzaron hacia la estela del nadador.

La brisa agitó el pelo de Ruth mientras se contorsionaba para ponerse los pantalones cortos. El corazón le martilleaba. Estaba confusa. ¿Qué había pasado? ¿Qué estaban haciendo? No había tiempo para pensar. Las olas golpeaban por debajo de ella, se agarró al asiento y sintió la rociada en la cara. Se estaban acercando rápidamente al pataleante nadador cuando se volvió y llamó a Saxby a gritos.

CampariSodaDe pronto tenía miedo, por primera vez en todos aquellos meses desde que le conocía, tenía miedo de Saxby. Sabía que Saxby era decente, amable, calmado, un chico que tomaba Campari con soda y que se sentía cohibido por el tamaño de sus pies, y sin embargo, no sabía lo que podía hacer en una situación como aquélla.

—Hijo de puta —espetó él, y ella vio que los dientes le rechinaban bajo la fría luz. Por un instante, se imaginó al desventurado nadador golpeado y tendido bajo el liso centelleo del puño del casco.

—¡No! —gritó, pero justo cuando alcanzaron la oscura forma que se retorcía en el agua, él paró el acelerador.

—Déjame echarle un vistazo a esa mierda de tipo —dijo Saxby, y el haz de su linterna se encendió.

Por primera vez, Ruth vio al intruso con claridad. Allí estaba, luchando en la corriente del barco, a menos de un metro y medio de ella. Vio un mechón de pelo rojizo flotando, vio sus extraños y distorsionados rasgos, los insondables ojos que se entrecerraron alarmados. Luego, intentó alejarse del barco, braceando y pataleando frenéticamente, mientras Saxby giraba el timón para mantenerse a su lado. Aquel hombre del agua estaba aterrado, agitaba los brazos y resollaba, luchando con la boya de salvamento bajo el brazo, y de pronto ella se dio cuenta de que estaba a punto de ahogarse.

—Se está ahogando, Sax —gritó—. ¡Se habrá caído de un barco o algo así! —El motor canturreó, el acelerador subió y bajó. Las olas azotaron el casco—. Tenemos que salvarle.

Se volvió hacia Saxby. Su enfado se había desvanecido y tenía el rostro sereno, incluso contrito.

—Sí —dijo—, tienes razón. Claro que sí. —Y se puso en pie, balanceándose hacia adelante y hacia atrás con el movimiento del bote, sujetando la linterna como si la fuerza de su rayo pudiera izar a bordo al hombre que se ahogaba.

—Échale una cuerda —le sugirió ella—. Deprisa.

EastIsEast Cub111El hombre del agua, agitándose y deslumbrado, le recordaba al pequeño cocodrilo de medio metro que Saxby había pescado una noche a la luz de una linterna en el lago que había detrás del gran caserón. El bicho flotaba inerte, tan inanimado como un palo o un montón de arbustos excepto por el fuego que sus ojos lanzaban contra la luz, y entonces Saxby lo golpeó y el bicho se replegó como una navaja, desapareció, absorbido por las enmarañadas profundidades, sólo para volver a ellos como accionado por un muelle, furioso, herido, dentado y agonizante.

—Agárrale, cógele el brazo —dijo Saxby, esforzándose para que el barco se mantuviera erguido.

Pero el ahogado no quería que le agarrasen del brazo. Se detuvo en seco, soltó la boya y le gritó, le gritó en la cara, gritó hasta que ella pudo distinguir el brillo del oro entre sus dientes.

—¡Fuera! —gritó—. ¡Fuera! —Y luego desapareció bajo la lancha.

No hubo nada. Ningún movimiento, ningún sonido. El motor escupió, el barco iba a la deriva. El gas del tubo de escape flotaba sobre ellos, punzante y metálico.

—Es un chiflado —dijo Saxby—. Debe de haberse escapado de Milledgeville o algo así.

DerSamuraiElla no contestó. Tenía sangre en los nudillos y los dedos se le secaban en la pálida y astillada madera de la borda. Nunca había visto morir a nadie, nunca había visto a nadie muerto, ni siquiera a su abuela, que había tenido el buen sentido de irse cuando ella estaba en Europa. Algo le subía por la garganta, una honda oleada de pena y remordimiento. El mundo estaba loco. Un momento antes, ella estaba rodeada por los brazos de su amante, quieta y serena, con la noche cubriéndoles como una manta…, y ahora alguien se estaba muriendo.

Sax —se volvió a él, suplicante—, ¿no puedes hacer nada? ¿No puedes tirarte al agua y salvarle?

El rostro de Saxby era inescrutable. Ella conocía cada fibra de él, sabía cómo hacerle daño y cómo hacerle sentir bien, sabía cómo arrancarle el alma, retorcerla en sus manos y tenderla como un pañuelo a secar. Pero aquello era nuevo. Nunca le había visto así.

—Mierda —dijo él por fin, y ahora parecía asustado. Aquello era mejor, era un estado de ánimo que ella podía reconocer—. No veo ni hostia. ¿Cómo voy a tirarme si ni siquiera le veo?

Ella observó el rayo de luz de la linterna moviéndose torpemente por la superficie, y luego oyó algo, un débil chapoteo, el suave rumor del agua quebrándose.

—¡Por allí! —gritó, y Saxby desvió la luz hacia allí. Por un momento no vieron nada, luego vieron la costa, con su cerrada barba oscura de hierba de espartina, apareciendo en escena como una diapositiva al introducirla en el proyector—. ¡Allí! —gritó, y era él, el nadador, ahora de pie, con el mar chapaleteando contra las presillas de su cinturón y una empapada camisa blanca colgándole como un harapo.

—¡Eh! —vociferó Saxby, otra vez enfadado, rabioso—. ¡Eh, tú! ¡Te estoy hablando a ti, borrico! ¿Qué estás intentando…?

—Cállate —le avisó Ruth, pero era demasiado tarde: el intruso se había ido otra vez, ya envuelto en la vegetación, agitándose a través de los cañaverales como un ciervo herido, ya anónimo. El mar se extendía liso bajo el rayo de la linterna. El cuadro estaba vacío. Fue entonces cuando apareció la boya, justo un poco más allá de su alcance, en una maraña de cañas y deshechos de plástico.

—Déjame a mí —gruñó ella, estirándose para alcanzarla, pero Saxby se le anticipó, adelantando el barco a motor. Entonces ella lo cogió, como un premio pescado del agua y goteándole sobre el regazo.

Le dio la vuelta y allí estaban, los ideogramas en negrita con el nombre del Tokachi-maru. Ella no podía descifrarlos, desde luego, pero aún así eran una revelación. Saxby se inclinó sobre ella, mirando el objeto como si fuera un tesoro. La luz le iluminaba el regazo a Ruth y la brisa le traía un olor a costa.

—Sí —dijo ella al fin—. Chino.

  _  

EL TOKACHI-MARU

Tokachi Maru SalvaHiro Tartaka era tan chino como ella. Era japonés, de la raza Yamato —o al menos, por parte de madre, y nadie lo hubiera cuestionado—, y había dejado el Tokachi-maru en medio de tensas circunstancias. El hecho era que había saltado por la borda. Literalmente. No era el típico caso de un tipo que intenta conquistar a una camarera ni tampoco se había caído borracho como una cuba en un pasadizo trasero mientras el barco levaba anclas; aquello había sido deliberado, un desafío a la muerte, un salto al infinito. Como su ídolo, Yukio Mishima, y el ídolo de Mishima antes que él, Jocho Yamamoto, Hiro Tanaka era un hombre decidido. Cuando saltó del barco, no se perdió en delicadezas verbales: no, simplemente saltó.

GeorgiaCoastAquel día en cuestión, el Tokachi-maru navegaba hacia el norte a lo largo de la costa de Georgia, dirigiéndose a Savannah con una carga de piezas de tractores, magnetófonos DAT y hornos microondas. Era un día como otro cualquiera, soplaba el viento, el sol calcinaba en el cielo, y el carguero de 12 000 toneladas planchaba las olas como si fueran las arrugas de una camisa. Todos los miembros de la tripulación excepto seis se sentaban muy erguidos frente a sus almuerzos al estilo occidental (picadillo de cecina, sardinas en aceite, huevos revueltos, y pescaditos fritos, todo mezclado en un solo recipiente y aliñado con salsa para carne A.I. y mostaza Gulden). El capitán Nishizawa estaba en su camarote, descansando con su aperitivo de sake; el segundo de a bordo Wakabayashi y el práctico Kuma estaban en la sala de mapas y en el timón, respectivamente; los marineros Uetto y Dorai estaban de guardia; y Hiro estaba en el calabozo.

En realidad, Hiro estaba en un armario de almacén de la cubierta tres. Tenía unos sesenta metros cuadrados, más o menos el tamaño del apartamento que había ocupado junto con su abuela antes de entrar a trabajar en el Tokachi-maru, y estaba iluminado por una sola y agitada bombilla de 40 vatios. A Hiro le habían dado un cuenco de madera y un par de palillos chinos para sus necesidades alimenticias, un cubo en el cual evacuar y un futón para tenderse sobre el frío suelo de acero. No había ventilación y el pequeño cuarto hedía a fumigador y al combustible Bunker C que las enormes turbinas de CervSapporovapor quemaban día y noche. Veinte fregonas, veinte cubos y dieciséis escobas planas colgaban de unos ganchos clavados en las paredes. Un montón de cachivaches de pintura, cajas Sapporo vacías y una sola zapatilla Nike manchada de brea yacían desparramados donde los había arrojado la última tormenta.

La puerta se cerraba desde fuera.

Aunque era escrupuloso, bien educado e inofensivo, y tan silencioso y circunspecto como para hacerse casi invisible entre sus compañeros del barco, Hiro se había encontrado confinado en aquella odiosa habitación de acero, con su dieta limitada a dos bolas de arroz blanco y una taza de agua diarias, por un característico acto de desafío: había desobedecido la orden directa de un oficial. El oficial era el piloto Wakabayashi, un superviviente de la batalla de Rarotonga que tenía metralla en la región lumbar, piernas, brazos, pies y en la base del cráneo, y cuyo temperamento tendía consecuentemente a la brusquedad. Le había ordenado a Hiro que desistiera y dejara de apretarle el gaznate al primer cocinero, Hideo Chiba, que en Rarotonga Islandaquel momento yacía agitándose en el suelo de la cocina bajo todo el peso del ultrajado Hiro. Y era un buen peso: con su uno setenta y siete de estatura, Hiro, que tenía una gran inclinación a comer, pesaba cerca de noventa y dos kilos. Chiba, que tenía una gran inclinación a beber, pesaba menos que una fregona mojada.

El momento era caótico. El segundo cocinero, Moronobu Unagi, que una vez le había escaldado la cara a un marinero en una disputa por una botella de Suntory, chillaba como un loro: «¡Lo está matando! ¡Asesinato, asesinato, asesinato!». El ingeniero jefe, un hombre profundamente silencioso de setenta años, con malos pies y dientes mal colocados, tiraba en vano de los hombros de Hiro; media docena de marineros de cubierta merodeaban por allí, burlándose. El piloto Wakabayasi, con su níveo uniforme, corriendo hacia donde yacían enzarzados sobre el suelo de la cocina, profirió sus estentóreas órdenes, y fue lanzado inmediatamente contra una olla de acuoso caldo, ya que el barco eligió aquel preciso momento para hundirse entre dos olas. La sopa —una olla de setenta y cinco litros— cayó en cascada al suelo, quemándole la espalda a Hiro y empapando a Chiba, que ya hedía como tres hombres juntos, de esencia de pescado diluido. Pero Hiro no soltaba a su presa.

¿Y qué había llevado a un hombre tan moderado a dar un paso tan desesperado?

Tokachi Maru SalvaLa causa inmediata era una cazuela de huevos a medio cocer. Hiro, que había sido contratado en el Tokachi-maru como tercer cocinero, por debajo del borracho y hediondo Chiba y del borracho, lascivo y untoso Unagi, estaba preparando un plato de nishiki tamago como aperitivo para la cena. Su tarea consistía en pelar cien huevos duros, separando cuidadosamente las yemas de las claras, picándolos muy fino y sazonando cada uno para acabar reuniéndolos todos, tiernamente, en capas de un centímetro y en una sucesión de platillos de acero inoxidable. Hiro había aprendido la receta de su abuela —y se sabía otras treinta de memoria—, pero aquélla era la primera vez en seis semanas, desde que el barco había dejado Yokohama, que le habían permitido preparar el plato por su cuenta. En general, solía actuar como sous chef, chico de recados y esclavo de los fogones, fregando sartenes, frotando los hornillos, limpiando montañas de calamares descongelados, sepia y bonito, picando algas y pelando uvas hasta que obon 4se le entumecían los dedos. Pero aquella tarde en particular, Chiba y Unagi estaban indispuestos. Habían estado bebiendo sake desde el desayuno para celebrar el O-bon, la festividad budista de los espíritus ancestrales, y Hiro había sido abandonado a su suerte mientras ellos luchaban por comunicarse con las sombras de los ausentes. Hiro trabajó arduamente. Trabajó con orgullo y concentración. Ante él se extendían ocho bandejas, exquisitamente preparadas. Como toque final, roció los platos con semillas de sésamo negro, tal como le había enseñado su abuela.

Fue un error. Porque en aquel momento, mientras sostenía el molinillo invertido sobre la última bandeja, Chiba y Unagi irrumpieron en la cocina.

NishikiTamago—¡Idiota! —chilló Chiba, arrancándole el molinillo de la mano con un bofetón. Cayó con estrépito sobre los fogones. Hiro desvió la mirada y bajó la cabeza. Bajo las sandalias, muy hondo en la planta de los pies, sentía el ta-dum, ta-dum, ta-dum de las hélices agitándose entre las olas verde ácido—. ¡Eso nunca! —gritó Chiba bullendo de indignación, con su hundido pecho y sus huesudos brazos temblándole—. ¡Nunca le pongas sésamo negro al nishiki tamago! —Se volvió a Unagi—. ¿Habías visto alguna vez una cosa así?

Los ojos de Unagi eran hendiduras. Se frotó las manos, como anticipándose a algún extraño placer, y asintió con rápido vigor.

—Nunca —jadeó, esperando, esperando—, excepto quizá con extranjeros. Con gaiyines.

Hiro levantó la vista. La causa subyacente de su estallido, la causa de todo el tormento de su vida, estaba a punto de emerger.

Chiba se inclinó hacia él, con el rostro contraído por el odio y el labio inferior salpicado de saliva. 

—Gaiyín —espetó—. Nariz larga. Keto. Bata-kusai . —Luego abrió el puño, estudió por un momento la palma de su mano y, sin avisar, dirigió un puñetazo salvaje contra el puente de la nariz de Hiro. Después se volvió a las bandejas de nishiki tamago. Rabioso, en una loca ráfaga de flacas muñecas y vigorosos codos, las volcó en el suelo, una tras otra—. ¡Carroña! —exclamó—. ¡Mierda de perro! ¡Comida de cerdos! —Y mientras, Unagi miraba a Hiro con sus ojos entrecerrados sonriendo.

Fue en aquel punto cuando Hiro perdió el control. O más bien, no perdió exactamente el control, pero atacó a su atormentador con lo que Mishima hubiera llamado «una explosión de pura acción». El nishiki tamago fue a parar al suelo, la tapa de la olla de setenta y cinco litros se agitaba con estrépito. Unagi sonreía y Chiba escupía invectivas, y aquel momento quedó suspendido mientras el tintineo de la última bandeja flotaba en el aire. Luego, el primer cocinero nadaba en huevos picados mientras los dedos de Hiro se cerraban en su garganta. Chiba jadeó, la carne de gallina de su cuello se volvió roja bajo los dedos blancos, blancos de Hiro. Unagi chilló:

—¡Asesinato! ¡Asesinato! ¡Asesinato! —Y durante todo el tiempo Hiro siguió cerrándose sobre su presa, ignorando las burlas, la sopa hirviente, el aliento caliente de Chiba y la cara que se hinchaba bajo él como una burbuja sanguinolenta, ignorando a Wakabayashi y al ingeniero jefe, luchando como un perro rabioso contra el empuje de los ocho hombres que intentaban separarle de su atormentador. Él estaba más allá de la preocupación, más allá del dolor, y las palabras de Jocho latían en su cabeza: Uno no puede cumplir hazañas de grandeza en un estado normal de la mente. Debe volverse fanático y desarrollar una manía de morir.

Pero él no murió. En vez de eso, acabó en aquel calabozo improvisado, mirando las paredes y respirando humos del Bunker C, esperando el puerto de Savannah y el avión de Japan Air que le devolverían a casa en desgracia.

GaiyínGaiyín. Nariz larga. Mantecoso. Aquéllos eran los epítetos que había soportado toda su vida, llorando y llamando a su abuela en el patio de recreo, acosado en la escuela elemental y convertido en un saco de arena para boxeo en la secundaria inferior, marginado e intimidado hasta ser expulsado de la escuela de la Marina Mercante que su abuela había elegido para él. Extranjero, así era como le llamaban. Pues aunque su madre era japonesa —una belleza de piernas firmes, ojos redondeados y una encantadora sonrisa de dientes salientes—, su padre no lo era.

No. Su padre era un americano. Un hippy. Un joven en una foto ajada y resquebrajada, con el pelo hasta los hombros, la barba de monje, los ojos de gato. Hiro ni siquiera sabía su nombre.

Obasan, importunaba a su abuela. Pero ¿cómo era él?, ¿cómo era de alto?

Doggu —decía ella, pero aquél no era su verdadero nombre, era un apodo, Doggo, copiado de un personaje de cómic americano—. Alto —decía ella a veces—, con gafitas de sol y la nariz larga. Peludo y sucio.

Otras veces decía que era corto, flaco, gordo, de hombros anchos, o que tenía el pelo blanco y andaba con bastón, o que llevaba pantalones de peto y un pendiente y que era tan sucio y peludo (siempre era sucio y peludo, en cualquiera de las versiones) que podían haberle crecido calabazas detrás de las orejas. Hiro no sabía qué pensar. Para él, su padre era una quimera surgida de un cuento infantil, más alto que un gigante por las mañanas, y al anochecer más pequeño que un dedal. Podría habérselo preguntado a su madre, pero su madre estaba muerta.

Koto2Lo único que sabía era: el americano había llegado a Kioto vestido con sus harapos hippies, con sus gafas de abuelita y sus anillos, para entregarse al zen y encontrar a alguien que le enseñara a tocar el koto. Como todos los americanos, era perezoso e indisciplinado, y estaba siempre pasado. Muy pronto perdió interés en el régimen de oración y contemplación del zen, pero seguía merodeando por las calles de Kioto, esperando vagamente aprender los rudimentos del koto para llevárselo a América, como los Beatles se habían llevado el sitar de la India. Formaba parte de un grupo, por supuesto —por lo menos, hasta entonces—, y se sentía atraído por la rareza del instrumento. Un metro cincuenta de largo, con treinta cuerdas y puentes móviles y un sonido que no se parecía a nada de lo que había oído, zumbante y extraño, como una cítara del tamaño de un GuitarraHawaianacocodrilo. Él lo convertiría en eléctrico, naturalmente, y lo pondría plano sobre una mesa como una guitarra hawaiana, y luego giraría los hombros y agitaría su cabeza melenuda, tocando frenéticamente las cuerdas y dejando atónito al público de su país. Pero era endemoniadamente difícil de tocar y necesitaba un maestro. Y un trabajo. No tenía trabajo, ni dinero, y su visado de estudiante estaba a punto de caducar.

Entonces apareció en escena Sakurako Tanaka.

La madre de Hiro era brillante, muy brillante, una graduada de secundaria cuyas notas estaban entre las mejores de su clase —una chica que podía entrar incluso en la augusta Universidad de Tokio—, encantadora, guapa, entusiasta y, a los diecinueve años, un fracaso. No quería ir a la Universidad de Todai, a la de Tokio ni a ninguna otra. No quería emprender una carrera en la Suzuki, la Kubota o la Mitsubishi y, sobre todo, no quería enterrarse en una cocina o entre niños. Lo que quería, desesperadamente, con un dolor que la devoraba como los retortijones del hambre, como el insomnio que ahondaba sus noches y consumía sus mañanas, era tocar rock and roll americano. Sobre un escenario. Con su propio grupo.

BuffaloSpringfield—Quiero tocar música de Buffalo Springfield, Doors, Grateful Dead y Iron Butterfly —le dijo a su madre—. Quiero tocar canciones de Janis Joplin y Grace Slick.

Su madre, un ama de casa en una nación de amas de casa, se opuso firmemente. Aquella música era de forasteros, música demoníaca, áspera, sensual e impura, y el lugar adecuado para una joven era el hogar, con su marido y sus hijos. El padre de Sakurako, un asalariado que había trabajado toda su vida para Kubota Tractor, que cenaba, jugaba al golf y pasaba sus vacaciones con sus colegas y tenía un lugar reservado en el cementerio de la compañía, estallaba ante la mera mención del rock and roll.

El resultado fue que Sakurako se fue de casa. Cogió sus vaqueros descoloridos y su guitarra y se fue a Tokio, donde hizo la ronda de los clubs de los distritos de Shibuya, Roppongi y Shinjuku. Era 1969. Las guitarristas femeninas en Japón eran tan raras como los nísperos en Siberia. Al cabo de un mes estaba de vuelta en Kioto, trabajando de camarera en un bar. Cuando Doggo apareció por la puerta, sin un yen, con su melena, sus collares y sus vaqueros, con sus botas y su camiseta teñida, con las yemas de los dedos encallecidas de frotar las frías cuerdas metálicas de su guitarra, ella se perdió.

PinSunsetStripÉl dejó que ella le alimentara y le comprara bebidas, y le habló de Los Ángeles y San Francisco, del Sunset Strip, del Haight y de Jim Morrison. Ella le encontró un sensei que enseñaba shamisen y koto a la geisha de Pontocho, el antiguo distrito de Kioto, y, en su gratitud, él se trasladó a vivir con ella. El apartamento era pequeño. Dormían en la esterilla, fumaban drogas hippies. Hiro no se hacía ilusiones al respecto. Su madre era camarera —conocía a cientos de hombres, y la coquetería formaba parte de su oficio—, y la visión de su vida se desplegaba en su mente como un sombrío documental. Ella se quedó embarazada, la habitación se encogió, el arroz empezó a tener un sabor raro y el olor a comida impregnó las paredes, y luego, un día, Doggo se fue, dejando tras él la arrugada foto y un sonido de cuerdas tañidas que repicaban a través de los intersticios de su soledad. Seis meses después nació Hiro. Seis meses después, su madre murió.

Y así, Hiro era un mestizo, un happa, de nariz respingona y olor a mantequilla —y, para colmo, huérfano—, extranjero para siempre en su propio país. Pero si los japoneses eran una raza pura, intolerante con el mestizaje hasta llegar al fanatismo, él sabía que los americanos eran una tribu políglota, llena de gente sin raza, de mulatos y cosas peores, o mejores, dependía del punto de vista. En América uno podía tener una parte de negro, dos partes de serbo-croata y tres partes de esquimal y andar por la calle con la cabeza bien alta. Si su propia sociedad era cerrada, la americana estaba completamente abierta —él lo sabía, lo había visto BurakuminBanderaen las películas, había leído libros, había escuchado discos—, y allí cualquiera podía hacer lo que le apeteciera. América era peligrosa, sí. Agitada por el crimen, la degeneración y el individualismo. Pero en Japón le habían echado de la facultad, le consideraban por debajo de los Burakumin, que recogían la basura, por debajo de los coreanos, que habían sido llevados allí durante la guerra como esclavos.

FWest1Y así, Hiro se hizo a la mar en el Tokachi-maru, el más decrépito y herrumbroso cascarón en el que ondeaba la bandera japonesa, porque el barco iba hacia Estados Unidos, y él podría bajar a tierra y ver el lugar por sí mismo, ver a los cowboys, las prostitutas y los indios salvajes, quizá incluso descubrir a su padre en algún resplandeciente y espacioso rancho y sentarse a comer hamburguesas con él en los bares. Y Hiro se convirtió en tercer cocinero en lugar del oficial que podría haber sido si le hubieran dejado acabar de estudiar en la Marina Mercante, sufriendo los abusos de Chiba, Unagi y el resto —ni siquiera allí, ni siquiera en el mar se libraba de ello—, consultó a Mishima y Jocho, golpeó a sus enemigos y acabó en el calabozo, humillado, despierto por las quejas y súplicas de sus debilitadas tripas y con dos bolas de arroz diarias.

En su adversidad, pensaba en comida día y noche, se regodeaba, soñaba, glorificaba la comida. El día de su fuga soñaba con un desayuno: sopa de miso con berenjenas y queso de soja, guisado con rábanos blancos, cebollas crudas, arroz con mostaza. Y la comida, no las sobras estilo occidental que cocinaba Chiba para demostrar que una vez había navegado en un carguero de Tacoma, Washington, sino el plato de huevos y arroz —tamago meishi— que su abuela le hacía al volver del colegio, o los dulces pastelillos de semillas y cebada que ella le compraba en la pastelería, o los fideosSomendelicados fideos somen que ella agitaba en grandes y arremolinados montoncillos en su cazuela de hierro. Estaba soñando con aquellos fideos, mirando perezosamente aquellas fregonas alineadas en las paredes cuando oyó los pesados pasos de su carcelero acercándose por la escalera de cámara.

Se estaban acercando al puerto de Savannah y Hiro sabía que pronto tendría que dar el paso. Había leído en profundidad El camino del samurai durante días, aprendiéndose de memoria las palabras de Mishima y Jocho, y ahora ya estaba listo. El libro —en su cubierta de plástico y con los extraños billetes verdes y la foto de su padre sana y salva entre sus hojas—, se agarraba a él con tentáculos de cinta negra, la cinta adhesiva que su amigo Ajioka-san le había dado por la noche. En sus manos sostenía una sólida fregona de roble, con el fleco empapado en el agua que le habían dado para lavarse.

Los pasos, los cansinos y arrastrados pasos de los pies doloridos de Noboru Kuroda, el mozo que fregaba los camarotes de los oficiales y les servía la mesa, se detuvieron al otro lado de la puerta. Hiro se quedó allí de pie, imaginándose los hombros hundidos y el cóncavo pecho, las manos desesperanzadas y la perenne expresión de desconcierto del viejo Kuroda Tokachi Maru Salva—«Un momento», como le llamaban a sus espaldas—, y esperó sin aliento mientras el otro hacía girar la llave en la cerradura. En una especie de fiebre, observó cómo rotaba la manija y cómo retrocedía la puerta, y luego atacó, blandiendo la fregona frente a él como si fuese una lanza. Se acabó en un instante. Las cansadas y viejas mandíbulas de Kuroda reflejaron sorpresa y la fregona mojada le golpeó en el plexo solar, arrojándole contra el gastado linóleo, jadeando y forcejeando como una perca plateada arrancada de las somnolientas profundidades. Hiro lamentó por un momento la pérdida de las bolas de arroz, que ahora estaban chafadas contra la camisa de Kuroda, pero no era el momento de arrepentirse. Saltó ágilmente por encima del jadeante viejo y subió a toda prisa la escalera de la cabina, con los pies veloces y la libertad latiéndole en las venas.

Tokachi Maru SalvaPor debajo de él, en la segunda cubierta, los miembros de la tripulación estaban comiendo, confundidos por encima de sus platos y luchando por sacar los escasos trozos de sardina de la mezcla de picadillo, huevos y patatas que Chiba les había impuesto. Por encima de él estaba la estructura superior y sus cubiertas ascendientes: las oficinas del barco y las principales salas de máquinas y del giroscopio de la cuarta cubierta; la sala de radio de la quinta; en la sexta el camarote del capitán, donde incluso a aquella hora yacía el capitán Nishizawa en un letargo inducido por el sake; y finalmente el puente. Desde el puente sobresalían, elevadas y etéreas, dos plataformas de observación, colgando sobre el agua a cada lado del barco como alas extendidas. En realidad eran pasadizos, sostenidos desde debajo por puntales de acero, y desde ellos, en los días claros, se podía ver hasta una distancia de diez millas. Y hacia allí se dirigía Hiro.

Pasó deprisa junto a las oficinas y junto a la sala de radio y el camarote del capitán, moviéndose rápido pero con resolución. No se había fugado a ciegas, en absoluto: tenía un LaMujerDelAbanicoplan, como Mishima aconsejaba en su comentario sobre Jocho. Uno puede elegir un curso de acción, decía Mishima, pero no siempre puede elegir el momento. El momento de la decisión se vislumbra en la distancia y te coge por sorpresa. Por tanto, ¿acaso vivir no consiste en prepararse para ese momento? Así era. Y él estaba preparado.

Una vez arriba, corrió, pasó la sala de mapas donde el piloto Wakabayashi le lanzó una mirada iracunda y se asomó hacia fuera, acechante, pasó el lugar donde el práctico Kuma se erguía agarrado al timón, y luego salió por la portilla del ala, donde el abrió la boca ante aquella figura andante como si nunca hubiera visto a un hombre moviéndose sobre sus dos piernas. Y luego, con Wakabayashi rugiendo tras él, y Dorai inmóvil ante él, Hiro se detuvo un momento para sacar su cortaplumas. Imágenes de todas aquellas películas americanas con sus bandas de tatuados y los ataques y puñaladas de sus peleas con navajas debieron de cruzar la cabeza de Dorai, que retrocedió uno o dos pasos. Pero el cuchillo no era un arma, era una herramienta. En dos rápidos golpes, Hiro soltó la cuerda que ataba el salvavidas blanco a la barandilla, y mientras Wakabayashi tronaba por la cubierta y Dorai reculaba, Hiro se lanzó al aire.

SaltoAguaHabía una caída de veinte metros desde el puente al agua, y desde aquella altura parecían cincuenta. Hiro no dudó ni un momento. Cayó en el empíreo como un paracaidista corriendo antes de la caída, como un águila zambulléndose desde su nido, pero no había nada que le sostuviera en aquel elemento indiferente, y el mar se precipitó hacia arriba y contra él como un lecho de cemento. Hiro golpeó el agua primero con los pies, dejando caer el salvavidas, y otra vez la fuerza de la sacudida estuvo a punto de arrancarle a Jocho de su cuerpo. Cuando subió a la superficie, con los pulmones jadeando por el dulce, dulce aire, el Tokachi-maru había pasado de largo junto a él, deslizándose por el horizonte como una montaña líquida.

A todo motor, el barco hubiera necesitado dos millas y tres minutos y medio para parar del todo. Volverían a por él, Hiro lo sabía, como sabía que en aquel momento todos los marineros estarían bregando por las cubiertas gritando «¡Hombre al agua!», pero también sabía que el giro más ceñido que podía dar era de casi una milla. Nadó con fuerza, con los pies chapoteando en el agua salada, y los brazos martilleando contra la espuma. No pensó en dirigirse al oeste, hacia la distante costa —eso era lo que esperaban de él—, sino que miró el sol y se dirigió hacia el sur, el camino por donde habían venido.

El agua era cálida, tropical, reluciente como mil diamantes. Contempló los pájaros por encima de su cabeza, contempló las nubes. Se agarró al salvavidas y pataleó con las piernas. Y el mar le sostuvo, le abrazó, envolviéndole como los brazos de un padre al que hubiera perdido durante largo tiempo...

...

También, de "Oriente, oriente":

OrienteOriente   Los fragmentos.

Comparta, si lo considera de interés, gracias:

          Contáct@ con

 fragmentosdelibros.com 

     FormContacto

         

             El Buda lógico

ElBudaLogico Servi

         

                      Usted

UstedModulo

         

© 2020 fragmentosdelibros.com. Todos los derechos reservados. Director Luis Caamaño Jiménez

Please publish modules in offcanvas position.