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Fragmentos de libros. LA CAMPANA DE CRISTAL de Sylvia Plath   Comienzo II

Acceso/Volver al COMIENZO I de este libro: Arriba FraLib
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

... Nueva York era bastante desagradable. A las nueve de la mañana la falsa frescura campestre que de algún modo rezumaba durante la noche, se evaporaba como la parte final de un dulce sueño. Color gris espejismo en el fondo de sus desfiladeros de granito, las calles calientes reverberaban al sol, mientras las capotas de los coches se chamuscaban y brillaban y el polvo seco y ceniciento se me metía en los ojos y en la garganta.

RosenbergsDieSeguí oyendo hablar de los Rosenberg por la radio y en la oficina hasta que ya no pude apartarlos de mi mente. Era como la primera vez que vi un cadáver.

Durante semanas, la cabeza del cadáver —o lo que quedaba de ella— flotó entre los huevos con tocino de mi desayuno y detrás del rostro de Buddy Willard, principal responsable en principio de que lo hubiera visto, y no tardé en tener la sensación de llevar conmigo la cabeza del cadáver atada con una cuerda, como una especie de globo negro sin nariz que hediera a vinagre..

Sabía que algo raro me pasaba ese verano porque lo único en que podía pensar era en los Rosenberg y en lo estúpida que había sido al comprar toda esa ropa cara e incómoda que colgaba floja como pescado en mi armario, y en cómo todos los pequeños éxitos tan alegremente acumulados en el colegio se apagaban hasta quedar reducidos a nada ante las fachadas de mármol pulido y grandes ventanales de Madison Avenue.

Se suponía que lo estaba pasando como nunca.

BloomingdalesSe suponía que yo era la envidia de millares de otras universitarias quienes no deseaban otra cosa que andar tropezando en esos mismos zapatos de charol negro, número siete, que yo había comprado en Bloomingdale, en la hora del almuerzo, junto con un cinturón de charol negro y un bolso de charol negro que hacían juego. Y cuando mi fotografía apareció en la revista para la cual trabajábamos las doce —tomando martinis, con un cuerpo de vestido más bien corto confeccionado en imitación de lamé plateado, sobre una grande, enorme nube de tul blanco, en cualquiera de los Starlight Roofs, en compañía de unos cuantos jóvenes anónimos con estructura ósea de atletas norteamericanos, contratados o prestados para la ocasión—, todo el mundo debió de pensar que yo estaba en el centro de un verdadero torbellino.

Miren lo que puede ocurrir en este país, dirían. Una chica vive durante diecinueve años en un pueblo ignorado, tan pobre que no puede siquiera comprar una revista, y entonces gana una beca para la universidad, un premio aquí, otro allá, y termina conduciendo Nueva York como si fuera su propio coche.

CubInglesDetSólo que yo no conducía nada, ni siquiera a mí misma. No hacía más que saltar de mi hotel al trabajo y a fiestas y de las fiestas al hotel y de nuevo al trabajo, como si fuera un tranvía entumecido. Creo que tenía que estar tan emocionada como la mayoría de las demás chicas, pero no lograba reaccionar. Me sentía muy tranquila y muy vacía, como debe de sentirse el ojo de un tornado que se mueve con ruido sordo en medio del estrépito circundante.

   

Éramos doce en el hotel.

Todas habíamos ganado un concurso de una revista de modas escribiendo ensayos, cuentos, poemas y reportajes sobre modas, y como premio nos dieron empleos en Nueva York durante un mes, con los gastos pagados y montones y montones de extras gratis, tales como entradas para el ballet, pases para desfiles de modas, peinados en un salón de belleza famoso y caro, y oportunidades de conocer a gente que había triunfado en el campo de nuestra elección, y consejos sobre qué hacer con nuestro tipo de cutis.

TheBellJarCUBTodavía conservo el estuche de maquillaje que me dieron, especial para personas de ojos y cabellos castaños: un cuenquillo oblongo lleno de rímel marrón con un cepillito, uno redondo con sombra azul para los ojos, lo bastante grande para untarte la punta del dedo, y tres lápices labiales que iban desde el rojo al rosado, todo dentro de la misma cajita dorada con un espejo adosado. También guardo una funda de plástico para lentes de sol, con conchas de colores y cequíes, y una estrella de mar de plástico verde cosida.

Comprendí que recibíamos continuamente esos regalos porque les servía de propaganda a las firmas patrocinantes, pero yo no podía ser cínica. Me divertía muchísimo con todos esos regalos que nos llovían. Durante mucho tiempo los escondí, pero luego, cuando volví a estar bien, los saqué y todavía los tengo por casa. Uso los lápices labiales de vez en cuando, y la semana pasada separé la estrella de mar de plástico de la funda de los lentes para que el bebé jugara con ella.

Así pues, éramos doce en el hotel, en el mismo piso y en la misma ala, en habitaciones individuales una junto a la otra, lo que me recordaba mi dormitorio del colegio. No era un hotel exactamente; quiero decir un hotel donde hay tanto hombres como mujeres mezclados en el mismo piso.

Este hotel —el «Amazonas»— era sólo para mujeres, y en su mayoría eran chicas de mi edad con padres ricos que deseaban estar seguros de que sus hijas vivían en un lugar donde ningún hombre podía llegar hasta ellas y deshonrarlas; y todas iban a escuelas de secretaría como la de Katy Gibbs, donde había que ir a clase con sombrero, medias y guantes, o acababan de graduarse en escuelas como la de Katy Gibbs y eran secretarias de ejecutivos de primera y segunda clase y vagaban por Nueva York esperando casarse con algún profesional.

BoringGirlsYo tenía la impresión de que esas chicas se aburrían terriblemente. Las veía en el solarium , bostezando, pintándose las uñas y tratando de conservar sus bronceados de Bermudas, y parecían endiabladamente aburridas. Hablé con una de ellas y estaba aburrida de los yates, y aburrida de volar en avión, y aburrida de esquiar en Suiza durante la Navidad y aburrida de los brasileños.

Chicas así me ponen mala. Siento tal envidia que me quedo sin poder hablar. Diecinueve años y no había salido jamás de Nueva Inglaterra, excepto para este viaje a Nueva York. Era mi primera gran oportunidad, pero aquí estaba yo, sentada y dejándola correr entre mis dedos como si fuera agua.

Creo que uno de mis problemas era Doreen.

CubInglesa1Nunca había conocido a una chica como ella. Doreen venía de un colegio para chicas de la buena sociedad del Sur y tenía un brillante y llamativo cabello blanco que parecía azúcar hilado alrededor de su cabeza, ojos azules como transparentes bolitas de ágata duras, pulidas y casi indestructibles, y una boca que traslucía una especie de perpetua burla. No una burla desagradable, sino divertida y misteriosa, como si toda la gente que la rodeaba fuera bastante tonta y ella pudiera gastarles unas cuantas bromas si quisiera.

Doreen se fijó en mí enseguida. Me hacía sentir mucho más lista que las otras y ella era, en realidad, maravillosamente divertida. Solía sentarse a mi lado en la mesa de conferencias, y cuando las celebridades que nos visitaban comenzaban a hablar me murmuraba quedamente agudos sarcasmos.

Sus compañeras de colegio estaban tan pendientes de la moda que todas tenían fundas para sus bolsos del mismo material que sus vestidos, de manera que al cambiarse de ropa tenían siempre un bolso que hacía juego. Los detalles de este tipo me impresionaban mucho. Sugerían toda una vida de maravillosa y elaborada decadencia que me atraía como un imán.

La única cosa por la que Doreen me reñía era mi preocupación por entregar siempre mis trabajos dentro del plazo fijado.

SylviaPlathTatoo—¿Por qué te esfuerzas para eso? —Doreen se tendía en mi cama con una bata de seda de color albaricoque, puliéndose las largas uñas amarillas por la nicotina con lima de esmeril, mientras yo mecanografiaba el borrador de una entrevista con un novelista de éxito.

También estaba eso: las demás teníamos camisones de verano de algodón almidonado y batas acolchadas, o quizá batas de paño que a la vez servían de albornoces, pero Doreen usaba unas largas hasta el suelo, de nailon y encaje, casi transparentes, y saltos de cama del color de la piel, que se adherían a ella por una especie de electricidad. Tenía un interesante y ligero olor a sudor que me recordaba esas hojas festoneadas de helecho dulce que uno desprende y tritura con los dedos en busca del aroma almizclado.

—Sabes que a la vieja Jota Ce le da exactamente igual el que esa historia esté escrita mañana o el lunes. —Doreen encendió un cigarrillo y dejó que el humo saliera lentamente por su nariz, con lo que se le velaron los ojos—. Jota Ce es fea como un pecado —continuó Doreen fríamente—. Apuesto que ese anciano marido suyo apaga todas las luces antes de acercársele, porque si no, vomitaría.

EstherGreenwood1Jota Ceera mi jefa y yo le tenía mucho cariño, a pesar de lo que decía Doreen. No era una de esas farsantes de revista de modas con pestañas postizas y joyas de fantasía. Jota Ce tenía sesos, razón por la cual su aspecto de tarugo feo no parecía importante. Leía en un par de idiomas y conocía a todos los escritores de calidad que había en ese ambiente.

Traté de imaginarme a Jota Cesin su severo atuendo de oficina y sin el sombrero que rutinariamente se ponía para ir a almorzar, en la cama con su obeso marido, pero no pude. Siempre me costaba un terrible esfuerzo tratar de imaginar a la gente junta en la cama.

Jota Ce quería enseñarme algo, todas las señoras de edad que conocí querían enseñarme algo, pero de pronto pensé que no tenían nada que enseñarme. Ajusté la tapa de la máquina de escribir y la cerré de golpe.

Doreen sonrió:

—Muchacha lista.

Alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —No me molesté en levantarme.

—Soy yo, Betsy. ¿Vienes a la fiesta?

—Supongo que sí. —Aun así, no fui hasta la puerta.

 MaizMachoHembraVertImportaron a Betsy de Kansas, con su alborotada cola de caballo rubia y su sonrisa de Madrina de la Cofradía Sigma Chi. Recuerdo que una vez fuimos llamadas las dos al despacho de un productor de televisión, de mandíbula azulada y traje a rayas, que quería ver si teníamos algún ángulo que él pudiera usar en un programa, y Betsy empezó a hablar del maíz macho y el maíz hembra de Kansas. Se emocionó tanto con el maldito maíz que hasta al productor se le llenaron los ojos de lágrimas; sólo que lamentablemente, dijo que a él no le servía de nada.

Más tarde, el jefe de la sección de Belleza persuadió a Betsy de que se cortara el cabello y la convirtió en modelo de portada; todavía veo su cara de vez en cuando, sonriendo desde uno de esos anuncios que dicen: «La esposa de P. Q. usa B. H. Wragge».

Betsy siempre me pedía que hiciera cosas con ella y las demás chicas como si de alguna manera estuviera tratando de salvarme. Nunca invitaba a Doreen. En privado, Doreen la llamaba Poliana la Vaquera.

—¿Quieres venir en nuestro taxi? —dijo Betsy a través de la puerta.
Doreen meneó la cabeza.

—No, gracias, Betsy —dije—. Voy con Doreen.

—Okey —le oí decir a Betsy mientras se alejaba por el pasillo.

—Estaremos allí hasta que empecemos a aburrirnos —me dijo Doreen, apagando su cigarrillo contra la base de mi lámpara de noche— y luego nos iremos a pasear por la ciudad. Esas fiestas que montan aquí me recuerdan los bailes que se hacían en el gimnasio de la escuela. ¿Por qué tienen que invitar siempre a los chicos de Yale? ¡Son tan estúuupidos!

Buddy Willard fue a Yale, pero, bien pensado, su problema era el ser estúpido. ¡Oh, sí, se las había arreglado para obtener buenas calificaciones, y para tener un asunto amoroso con cierta horrible camarera del Cabo, llamada Gladys, pero no tenía ni un átomo de intuición! Doreen tenía intuición. Todo lo que ella decía era como una voz secreta que saliera de mis propios huesos.

   

Quedamos atascadas en el tránsito que se apiña a la hora de la salida de los teatros. Nuestro taxi estaba apretujado entre el taxi de Betsy, que estaba delante, y el de cuatro de las otras chicas, detrás. Nada se movía.

Doreen tenía un aspecto extraordinario. Llevaba un vestido blanco de encaje, sin tirantes, que se ajustaba con una cremallera sobre un estrecho corsé que la ceñía en el medio y destacaba espectacularmente su cuerpo arriba y abajo. Su piel tenía un reflejo de bronce bajo el pálido polvo de tocador. Olía fuertemente, como una tienda entera de perfumes.

YChantungBlacko llevaba una túnica de chantung negro que me había costado cuarenta dólares. Era resultado de una excursión de compras que me había permitido con parte del dinero de mi beca, cuando supe que era una de las afortunadas que iban a ir a Nueva York. El vestido estaba cortado de manera tan rara que no podía usar ningún tipo de sostén debajo, pero eso no importaba mucho, puesto que yo era tan flaca como un muchacho y apenas ondulada, y me gustaba sentirme casi desnuda en las calurosas noches de verano.

Sin embargo, la ciudad había desvanecido mi bronceado. Estaba amarilla como un chino. En circunstancias corrientes hubiera estado nerviosa por mi vestido y mi extraño color, pero estar con Doreen me hacía olvidar mis preocupaciones. Me sentía sabia y cínica como el infierno.

Cuando el hombre de camisa azul de leñador, pantalones negros y botas repujadas de vaquero echó a andar hacia nosotras desde donde había estado mirando nuestro taxi, bajo el toldo rayado del bar, no me hice ilusiones. Sabía perfectamente bien que venía por Doreen. Pasó por entre los coches parados y se recostó confiadamente en el borde de nuestra ventanilla abierta.

—¿Y qué hacen, si es que se me permite preguntarlo, dos chicas tan hermosas como vosotras, solas en un taxi y en una noche tan encantadora como ésta?

CrazyWorldAinTIntTenía una sonrisa grande y ancha como de anuncio de pasta para los dientes.

—Vamos a una fiesta —me apresuré a decir, en vista de que Doreen se había quedado de pronto muda como un poste y jugueteaba, como hastiada, con la funda de encaje de su bolso.

—Eso suena aburrido —dijo el hombre—. ¿Por qué no me acompañan a tomar un par de copas en aquel bar? Tengo varios amigos esperando.

Señaló con la cabeza en dirección a unos cuantos hombres vestidos informalmente que ganduleaban bajo el toldo. Lo habían estado siguiendo con los ojos, y cuando él los miró hubo un estallido de risas.

the bell jar CUB4La risa debió haberme advertido. Era una especie de risita en tono bajo, de sabelotodo, pero el tránsito mostraba signos de reanudar su movimiento y yo sabía que si me quedaba callada, en dos segundos estaría arrepentida de no haber aprovechado esta oportunidad para conocer algo de Nueva York, aparte de lo que la gente de la revista había planeado tan cuidadosamente para nosotras.

—¿Qué te parece, Doreen? —dije.

—¿Qué te parece, Doreen? —dijo el hombre con su gran sonrisa. Hasta el día de hoy no puedo recordar cómo era cuando no sonreía. Creo que debió de haber estado sonriendo todo el tiempo. Seguramente, era natural para él sonreír así.

—Bueno, está bien —me dijo Doreen. Abrí la puerta y nos bajamos del taxi, en el preciso momento en que volvía a ponerse en marcha, y comenzamos a caminar hacia el bar.

Hubo un chirrido de frenos seguido por un pesado tomp-tomp.

—¡Eh, ustedes! —nuestro taxista se asomaba por su ventanilla, morado de rabia—. ¿Qué creen que están haciendo?

LaClocheDeDetresseHabía detenido el taxi tan bruscamente que el que lo seguía chocó contra él y vimos a las cuatro chicas que estaban dentro agitarse, esforzarse y arrastrarse para levantarse del suelo.

El hombre rió y nos dejó en la acera y se volvió y le alargó un billete al conductor en medio de un gran escándalo de bocinas y de algunos chillidos; entonces vimos a las muchachas de la revista que avanzaban en fila, un taxi tras otro, como en una boda en la que sólo hubiera madrinas.

—Ven, Frankie —le dijo el hombre a uno de sus amigos, y un individuo bajo y repulsivo se separó del grupo y entró al bar con nosotros.

Era del tipo de individuo que no puedo soportar. Con los pies descalzos, mido uno setenta y cinco, y cuando estoy con hombres pequeños me inclino ligeramente y hundo las caderas, una hacia arriba y la otra hacia abajo, para parecer menos alta, y me siento desgarbada y melancólica como si estuviese en una caseta de feria.

Por un minuto abrigué la descabellada esperanza de que formáramos las parejas de acuerdo con el tamaño, lo cual me hubiera colocado junto al hombre que nos había hablado al principio y que medía su buen metro ochenta, pero él siguió adelante con Doreen y no me volvió a mirar. Traté de aparentar que no veía a Frankie, que me seguía los pasos a la altura de mi codo, y me senté al lado de Doreen en la mesa.

Estaba tan oscuro en el bar que me resultaba casi imposible distinguir otra cosa que no fuera a Doreen. Con su pelo blanco y su vestido blanco, era tan blanca que parecía de plata. Creo que hasta reflejaba los tubos de neón que había sobre la barra, y yo sentí que me fundía en las sombras como el negativo de una persona a quien nunca en mi vida hubiese visto.

—Bueno, ¿qué vamos a tomar? —preguntó el hombre con una amplia sonrisa.

 Old Fashioned—Creo que tomaré un Old-Fashioned —me dijo Doreen.

Pedir bebidas siempre me deprimía. No diferenciaba el whisky de la ginebra y nunca logré que me sirvieran algo cuyo sabor realmente me gustara. Buddy Willard y los demás estudiantes que yo conocía solían ser demasiado pobres para comprar licor fuerte o despreciaban por completo la bebida. Es asombrosa la cantidad de estudiantes que no beben ni fuman. Al parecer yo los conocía a todos. Lo más que se permitió Buddy Willard una vez fue comprarnos una botella de Dubonnet, y lo hizo únicamente porque estaba tratando de demostrar que podía ser delicado, a pesar de ser estudiante de Medicina.

—Tomaré un vodka —dije.El hombre me miró con más atención:

—¿Con qué?

—Solo —dije—. Siempre lo tomo solo.

VodkaAzulPensé que iba a hacer el ridículo si decía que lo tomaba con hielo o soda o ginebra o cualquier otra cosa. Había visto un anuncio de vodka una vez en el que sólo aparecía un vaso lleno en medio de un montón de nieve iluminada con una luz azul, y el vodka era claro y puro como agua, así que pensé que tomar vodka sola debía de estar bien. Soñaba con pedir algún día una bebida y encontrarla deliciosa.

El camarero se acercó entonces y el hombre pidió bebidas para los cuatro. Se le veía tan a sus anchas en ese bar de ciudad con su traje de ranchero, que pensé que muy bien podía ser alguien famoso.

Doreen no decía una palabra; no hacía otra cosa que jugar con el posavasos de corcho y de tanto en tanto encendía un cigarrillo, pero al hombre no parecía importarle. Continuaba mirándola, tal como la gente mira en el zoológico al gran guacamayo blanco, esperando que diga algo humano.

Llegaron las copas y la mía se veía clara y pura, igual que en el anuncio del vodka.

—¿De qué se ocupa usted? —le pregunté al hombre, para romper el silencio que se amontonaba a mi alrededor por todos lados, espeso como los matorrales selváticos—. Quiero decir, ¿qué hace aquí, en Nueva York?

Lentamente y con lo que parecía un gran esfuerzo, el hombre apartó sus ojos del hombro de Doreen.

—Soy disc-jockey —dijo—. Seguramente habréis oído hablar de mí. Mi nombre es Lenny Shepherd.

—Lo conozco —dijo Doreen de pronto.

—Me alegro, encanto —dijo el hombre, y estalló en risas—. Eso será una ventaja. Soy endiabladamente famoso.

Entonces Lenny Shepherd le lanzó a Frankie una larga mirada.

—Decidme, ¿de dónde venís? —preguntó Frankie, enderezándose de un salto—. ¿Cómo os llamáis?

—Ésta es DoreenLenny deslizó su mano alrededor del brazo desnudo de Doreen y le dio un apretón.

Lo que más me sorprendió fue que nada en Doreen dejó traslucir que notara lo que él estaba haciendo. Permaneció allí sentada, morena como una negra teñida de rubio enfundada en su vestido blanco, y sorbiendo delicadamente su bebida.

—Me llamo Elly Higginbottom —dije—. Vengo de Chicago. —Después de decir eso me sentí más segura. No quería que nada que yo dijera o hiciese esa noche se asociara conmigo y mi verdadero nombre ni con el hecho de proceder de Boston.

—Bueno, Elly, ¿y qué te parece si bailamos un poco?

BellJarMarilynHassettLa idea de bailar con ese enano que llevaba zapatos anaranjados de piel de ante, con alzaplantillas, camiseta deportiva y una chaqueta azul me hizo reír. Si hay algo que desprecio es un hombre vestido de azul. De negro, o gris, o marrón, todavía. Pero el azul sólo consigue hacerme reír.

—No estoy de humor —dije fríamente, dándole la espalda y acercando bruscamente mi silla a Doreen y Lenny.

Esos dos daban la impresión de conocerse desde hacía años.

Doreenrecogía los trozos de fruta que había en el fondo del vaso con una delgada cuchara de plata, y Lenny gruñía cada vez que ella se llevaba la cuchara a la boca, y daba mordiscos y fingía ser un perro o algo por el estilo, y trataba de atrapar la fruta de la cuchara. Doreenreía y continuaba recogiendo la fruta.

IconSylviaEmpecé a pensar que el vodka era, por fin, mi bebida. No sabía a nada, pero bajaba directamente hasta mi estómago como la espada de un tragasables y me hacía sentir poderosa y semejante a un dios.

—Mejor me voy —dijo Frankie, poniéndose de pie.

Yo no lo distinguía con claridad, tan oscuro estaba el lugar, pero por primera vez oí su voz chillona y tonta. Nadie le hizo el menor caso.

—Oye, Lenny, me debes algo. ¿Te acuerdas, Lenny? Me debes algo, ¿verdad, Lenny?

Me pareció extraño que Frankietuviera que recordarle a Lenny delante de nosotras que le debía algo, siendo dos perfectas desconocidas, pero Frankie siguió allí, diciendo lo mismo una y otra vez, hasta que Lenny hurgó en su bolsillo y sacó un gran fajo de billetes verdes, separó uno y se lo tendió a Frankie. Creo que eran diez dólares.

TheBellJar Cub2—Calla y lárgate.

Por un momento pensé que Lenny se dirigía también a mí, pero entonces oí que Doreen decía:

—No iré, a menos que venga Elly.

Tuve que admirar la habilidad con que había recogido mi nombre falso.

—Oh, Elly vendrá, ¿no es verdad, Elly? —dijo Lenny, haciéndome un guiño.

—Claro que iré —dije. Frankie se había desvanecido en la noche, así que no pensaba separarme de Doreen. Quería ver todo lo que pudiera.

Me gustaba observar a otras personas en situaciones cruciales. Si había un accidente en la carretera o una pelea callejera o un bebé conservado en una probeta de laboratorio que yo pudiera ver, me detenía y miraba tan fijamente que nunca más lo olvidaba.

Por cierto, aprendí muchas cosas que nunca hubiera aprendido de otra manera, y aun cuando me sorprendieran o me dieran náuseas no lo dejaba traslucir; en cambio, fingía saber que ésa era la forma en que las cosas sucedían siempre...

...

También, de "La campana de cristal":

LaCampanaDeCristal   Los fragmentos.

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