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Fragmentos de libros. PLACER DE CLÉRIGO (Parson's Pleasure) de  Roald Dahl Relato Final:

   

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  Continúa relato: Placer de clérigo

 (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

Los fotogramas que incluímos entre las imágenes que complementan el texto, están extraídos del vídeo de youtube Parson's Pleasure, dramatizado por Ronald Harwod y con introdución del propio Roald Dahl.

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...

... El paso un tanto inseguro, comenzó a recorrer la habitación examinando uno por uno sus muebles y haciendo breves comentarios al respecto. En seguida se dio cuenta de que, aparte de la cómoda, constituían un lote muy pobre.

-Bonita mesa de roble. Aunque, me temo, no lo bastante antigua para resultar de interés. Las sillas son cómodas y de calidad; pero muy modernas, sí: muy modernas. En cuanto a este aparador…, bueno, pues tiene su gracia; pero lo de antes carece de valor. Y esta cómoda… -cruzó indiferente ante la Cómoda Chippendale, a la cual largó un desdeñoso papirotazo-, pues yo diría que puede valer unas cuantas libras, pero no gran cosa. Es, me temo, una reproducción bastante tosca. Probablemente realizada en la época victoriana. ¿Ustedes la pintaron de blanco?

-Sí -respondió Rummins-. Lo hizo Bert.

tumblr nicolahardingham-Un paso muy atinado. Blanca resulta mucho menos ofensiva.

-Un mueble sólido -observó Rummins-. Y el tallado tampoco está mal.

-Es talla mecánica -replicó el señor Boggis despreciativo mientras se inclinaba para examinar la exquisita artesanía-. Se ve a un kilómetro de distancia. Pero, aun así, creo que no deja de ser bonita. Tiene un no sé qué.

Comenzó a alejarse con lentitud; pero luego, dominándose, retrocedió despacio con la punta de un dedo en el hoyuelo de la barbilla y la cabeza ladeada, frunció el ceño, como sumido en profunda reflexión.

-¿Sabe qué? -dijo sin apartar la mirada del mueble y hablando con tanta indolencia, que la voz se le iba-. Acabo de recordar que… llevo tiempo buscando un juego de patas como ése. Tengo en mi modesta casa una mesa bastante curiosa, uno de esos muebles alargados que la gente pone delante del sofá, una especie de mesita baja, y el año pasado, para la sanmiguelada, cuando me mudé, los zoquetes de los transportistas me desgraciaron las patas totalmente. Le tengo mucho apego a esa mesa. Es donde siempre pongo mi Biblia y los apuntes para mis sermones.

Después de una pausa, y dándose golpecitos con el dedo eri la barbilla, agregó:

-Y, mira por dónde, se me ha ocurrido que esas patas de su cómoda podrían venirme muy bien. Sí, no hay duda de ello: sería fácil cortarlas y aplicarlas a mi mesa.

CirculoLectoresVolvió la cara y vio a los tres hombres que, absolutamente inmóviles, le miraban con desconfianza; tres pares de ojos, distintos todos ellos, pero igualados por el recelo: pequeños y porcinos los de Rummins, grandes y sin movilidad los de Claud, y los de Bert, singulares, uno de ellos muy raro, descolorido y como nublado, con un pequeño punto negro en su centro, como el de un pescado en una bandeja.

El señor Boggis sonrióse y sacudió la cabeza.

-Pero vamos, vamos, ¿qué digo yo? Estoy hablando como si el mueble me perteneciera. Les presento mis excusas.

-Lo que quiere decir -intervino Rummins- es que le gustaría comprarlo.

-Bueno… -el señor Boggis miró de nuevo la cómoda, ceñudo-, no estoy seguro. Quizá… aunque, por otra parte, si bien se mira, no… me parece que sería demasiado jaleo. No vale la pena. Mejor dejarlo.

-¿Cuánto tenía pensado ofrecer? -preguntó Rummins.

-La verdad, no mucho. No se trata de una verdadera antigüedad, ¿sabe? Es una simple reproducción.

-Yo no estoy tan seguro de eso -dijo Rummins-. Aquí lleva más de veinte años, y antes estuvo allí, en la casa solariega, donde yo mismo la compré en subasta, cuando murió el viejo hacendado. No irá usted a decirme que esa cosa es moderna…

-Moderna, precisamente, no; pero desde luego no tiene más de sesenta años.

-Sí que los tiene -dijo Rummins-. Bert, ¿dónde está ese papelito que encontraste en el fondo de uno de los cajones? Aquella vieja factura…

El joven miró sin expresión a su padre.

El señor Boggis abrió la boca, pero volvió a cerrarla en seguida sin proferir el menor sonido. Estaba empezando a temblar, literalmente, de excitación, y, para calmarse, se acercó a la ventana y fijó la mirada en una espléndida gallina color castaño que picoteaba granos de maíz en el patio.

-Estaba en el fondo de aquel cajón, debajo de todas las trampas para conejos -insistía Rummins-. Ve a buscarla y enséñasela al señor cura.

Al acercarse Bert a la cómoda, el señor Boggis se volvió. Incapaz de apartar de él la mirada, le vio abrir uno de los grandes cajones centrales y no le pasó por alto la maravillosa suavidad con que se deslizaba. Bert hundió en él la mano y se puso a revolver entre un montón de alambres y cordeles.

CertificadoVenta-¿De esto hablas? -dijo al tiempo que extraía un papel doblado y amarillento, que llevó a su padre, el cual, habiéndolo desplegado, se lo acercó mucho a la cara.

-No me irá usted a decir que esta escritura no es condenadamente antigua -exclamó Rummins conforme tendía el documento al señor Boggis, al cual le temblaba todo el brazo cuando lo tomó. Quebradizo, crujió levemente entre sus dedos. La caligrafía era estirada y oblicua, del estilo que habían popularizado los grabados en cobre.

Edward Montagu Esq
Adeuda a
Thomas Chippendale,
Por una gran Mesa Cómoda de la más fina caoba, ricamente tallada, sobre patas acanaladas, con dos cajones largos y de pulcra factura en su parte media, y dos ídem ídem a uno y otro lado de aquéllos, con Herrajes y Ornamentos de rico repujado, todo ello enteramente acabado al gusto más exquisito…………………………………………… £ 87


     El señor Boggis se aferraba a sí mismo con todas sus fuerzas al tiempo que pugnaba por suprimir la excitación que, a fuerza de voltear en sus adentros, estaba mareándole. ¡Santo Dios, era portentoso! Con aquella factura en mano, el valor aumentaba de golpe. ¿En cuánto, bondad divina, lo pondría aquello? ¿En doce, en catorce, en quince mil libras; en veinte mil, tal vez? ¿Quién podía decirlo?

Con ademán de menosprecio, arrojó el papel sobre la mesa y dijo tranquilamente:

-Ni más ni menos lo que le anticipé: una reproducción victoriana. Esto no es más que la factura que el vendedor, el hombre que fabricó la cómoda y la hizo pasar por antigua, libró a su cliente. Las he visto así por docenas. Advertirá que no había de haberla hecho con sus manos. Eso habría sido levantar la liebre.

-Usted dirá lo que quiera -replicó Rummins-, pero ese papel es antiguo.

NoEsTanAntiguo2-Claro está que lo es, mi buen amigo. Se remonta a la época victoriana, a sus últimos años. Alrededor de 1890. Tendrá sesenta o setenta años. He visto centenares. Fue esa una época en la que incontables ebanistas no sabían hacer otra cosa que consagrarse a falsificar los espléndidos muebles del siglo anterior.

-Mire, señor cura -respondió Rummins señalándole con un dedo grueso y sucio-, no voy a discutirle que sepa usted lo suyo sobre esa cosa de los muebles, pero sí le diré esto: ¿cómo puede estar tan seguro de que es una falsificación, sin tan siquiera haber visto qué es lo que hay bajo toda esa pintura?

-Venga aquí -dijo el señor Boggis-. Venga usted aquí y se lo mostraré. -Y, plantado junto a la cómoda, aguardó a que los tres se acercasen-. Veamos, ¿tiene alguien una navaja?

Claudsacó una, con mango de asta, y el señor Boggis la tomó y desdobló la menor de sus hojas. A continuación, y con aparente descuido que en realidad era extrema cautela, comenzó a rascar la pintura en una pequeña zona de la parte superior. El embadurnado se desprendió limpiamente del viejo y duro barniz que escondía, y, cuando tuvo descubierto un cuadrado de unos ocho centímetros de lado, se hizo atrás y dijo:

-¡Ahí tiene: mire eso!

Era una belleza: una cálida parcelita de caoba, fulgente como un topacio, con el rico y auténtico color oscuro de sus doscientos años.

-¿Pues qué le pasa? -quiso saber Rummins.

-¡Que es industrial! ¡Cualquiera lo vería!

-¿Y usted en qué lo nota? A ver, explíquenoslo.

RDhalSaco-Bueno, debo confesar que es un poco complicado hacerlo. Es, más que nada, cuestión de experiencia. La mía me dice, sin lugar a dudas, que esta madera ha sido tratada con cal, que es lo que usan para conseguir el color viejo y oscuro de la caoba. Para el roble usan sales de potasa, y para el castaño, ácido nítrico; pero en la caoba es siempre cal.

Los tres hombres se acercaron un poco más a fin de examinar la madera. Se les había avivado, de pronto, el interés: siempre resultaba apasionante descubrir nuevas modalidades de la trampa, del engaño.

-Observen atentamente la textura. ¿Ven ese tono anaranjado entre el granate oscuro? Pues eso es el rastro de la cal.

Se inclinaron, primero Rummins, luego Claud y después Bert, hasta casi tocar la madera con la nariz.

-Eso sin contar con la pátina…

-¿La qué?

Les explicó lo que esa palabra significaba en términos de ebanistería.

-No pueden ustedes hacerse una idea, mis buenos amigos, de lo que son capaces esos pillos para conseguir el hermoso viso bronceado de la auténtica pátina. ¡Espantoso, verdaderamente espantoso! ¡Hablar de ello me revuelve el estómago!

Lo dijo escupiendo las palabras una a una, con una mueca de acritud que diese cuenta de su profunda repugnancia. Sus interlocutores se quedaron a la espera de nuevas revelaciones.

WebRusa Tales-¡La cantidad de tiempo y desvelos que algunos mortales emplean en engañar a los ingenuos! -exclamó el señor Boggis-. ¡Es algo que da verdadero asco! ¿Saben ustedes qué hicieron en este caso, amigos míos? Lo veo claramente, casi como si lo presenciase: el largo y complicado proceso de untar la madera con aceite de linaza, de darle una capa de pulimento francés astutamente coloreado, de rebajarlo con piedra pómez y aceite, de aplicarle una cera de abeja que en realidad contiene polvo y tierra, y, por último, tratar la madera al fuego, a fin de que el pulimento se cuartee en forma que parezca barniz de hace doscientos años… ¡El espectáculo de esa picaresca me trastorna verdaderamente!

Los tres hombres continuaban estudiando el pequeño recuadro de madera oscura.

-¡Pálpenla! -ordenó el señor Boggis-. ¡Pongan sus dedos en ella! A ver, ¿cómo la nota, fría o caliente?

-Yo la noto fría -dijo Rummins.

-¡Ahí está, amigo mío! Es cosa demostrada que las imitaciones de pátina siempre resultan frías al tacto. La pátina auténtica transmite una curiosa sensación de calor.

-Yo, ésta, la noto normal -dijo Rummins, dispuesto a discutir.

-No, señor: es fría. Aunque, claro está, se requieren dedos expertos y sensibles para emitir un juicio válido. A usted no se le puede exigir un dictamen sobre el particular, como no se me podría exigir a mí sobre la calidad de su cebada. Todo en esta vida, amigo mío, es cuestión de experiencia.

Los tres hombres miraban de hito en hito a aquel extraño cura con cara de luna y ojos saltones. Lo hacían ahora con menos suspicacia, puesto que en verdad parecía saber de qué hablaba; pero todavía estaban lejos de confiar en él.

El señor Boggis se inclinó y señaló el herraje de uno de los cajones de la cómoda.

-Este -dijo- es otro de los puntos donde los falsificadores se emplean a fondo. El latón antiguo tiene, por lo regular, un color y una naturaleza propios. ¿Lo sabían ustedes?

Los otros le miraron con intensidad, en la esperanza de descubrir nuevos secretos.

ComodaBlanca-El problema, sin embargo, está en que se han vuelto habilísimos en las imitaciones. Lo cierto es que resulta casi imposible distinguir entre «antiguo auténtico» y «falso antiguo». No me importa reconocer que me hace dudar a mí mismo. De manera que no tiene sentido rascar la pintura de estas asas. Nos quedaríamos como antes.

-¿Cómo pueden hacer pasar por viejo el latón nuevo? -indagó Claud-. Ya sabe usted que el latón no se oxida…

-Le sobra a usted razón, amigo mío. Pero esos granujas tienen sus propios métodos secretos.

-¿Por ejemplo? -insistió Claud, a quien cualquier información de esa índole parecía valiosa: ¿cómo saber que no iba a serle útil en algún momento?

-Para ellos la cosa se reduce -dijo el señor Boggis- a dejar los herrajes por espacio de una noche en una caja que contenga virutas de caoba con sal amoníaco. La sal amoníaco vuelve verde el metal pero, si le raspa usted el verde, debajo encontrará un viso de calidad plateada y suave, el mismo que adquiere el latón muy antiguo. ¡Oh, hacen unas atrocidades…! Con el hierro utilizan otra triquiñuela.

-¿Qué hacen con el hierro? -inquirió Claud fascinado.

-El hierro no presenta problemas -dijo el señor Boggis-. Cerraduras, placas y bisagras de hierro las entierran, sin más, en sal común, de donde salen, al cabo de nada, oxidadas y llenas de picaduras.

-Está bien -intervino Rummins-. Usted mismo reconoce que los herrajes le despistan. Podrían tener cientos y cientos de años, y usted no lo advertiría, ¿no es eso?

-Ah -susurró el señor Boggis fijando en Rumminssus protuberantes ojos castaños-, ahí es donde se equivoca usted. Fíjese en esto.

TornilloAntigulo

Sacó del bolsillo de la chaqueta un pequeño destornillador y, al mismo tiempo, de forma que esto les pasara a todos por alto, un tornillo de latón, que ocultó bien en la palma de la mano. A continuación, y eligiendo uno de los tornillos de la cómoda -había cuatro en cada asa-, se dedicó a rascar de su cabeza hasta el último vestigio de pintura blanca. Hecho eso, se puso a destornillarlo lentamente.

-Si éste es un tornillo de auténtico latón viejo, siglo XVIII -decía entretanto-, su espiral será ligeramente irregular y se darán cuenta en seguida de que el tallado es manual, a lima. Pero si estos herrajes fueran una falsificación de la era victoriana o de fechas más recientes, el tornillo será, como es natural, de la misma época: un artículo mecanizado y producido en masa. Cualquiera es capaz de reconocer un tornillo hecho a máquina. En fin, vamos a ver.

EsquireAbril58No le resultó difícil al señor Boggis, al poner las manos sobre el tornillo antiguo, sustituirlo por el nuevo, oculto en la palma. Era ése otro de los pequeños trucos que al correr de los años le había resultado remunerador en extremo. Los bolsillos de su chaqueta de clérigo contenían siempre una amplia provisión de tornillos de latón corrientes y de diversos tamaños.

-Ahí lo tiene -proclamó al tiempo que entregaba a Rummins el moderno-. Échele una ojeada a eso. ¿Advierte usted la perfecta regularidad del espiral? ¿La ve? No faltaría más. Es un tornillo corriente y vulgar, como lo podría adquirir hoy en cualquier ferretería rural.

El tornillo pasó de mano en mano conforme los tres lo examinaban con esmero. El mismo Rummins se sentía ahora impresionado.

El señor Boggis volvió a guardarse en el bolsillo el destornillador, junto con el fino tornillo hecho a mano que había extraído de la cómoda, y, dando media vuelta, cruzó despacio ante los tres hombres, camino de la puerta.

EsquireParsons-Mis queridos amigos -dijo según se detenía a la entrada de la cocina-, han sido muy amables permitiéndome echar una ojeada al interior de su agradable casa, muy amables. Espero no haberles resultado un pelmazo.

Rummins abandonó su examen del tornillo y, alzando la mirada, contestó:

-No nos ha dicho usted cuánto pensaba ofrecer.

-Ah, muy cierto -repuso el señor Boggis-. No lo he dicho, ¿verdad? Bueno, para ser enteramente sincero, creo que sería demasiada complicación. Mejor dejarlo.

-¿Cuánto estaría dispuesto a dar?

-¿O sea que de veras quiere desprenderse de la cómoda?

-No he dicho que quisiera desprenderme de ella. He preguntado que cuánto daría.

El señor Boggis volvió la mirada hacia el mueble, ladeó la cabeza primero a un lado y luego a otro, frunció el ceño, formó un hociquillo con los labios, se estrechó de hombros y agitó una mano en breve desgaire, como dando a entender que apenas valía la pena parar mientes en el asunto.

-Digamos… diez libras. Creo que es lo justo.

-¡Diez libras! -exclamó Rummins-. Señor cura, por favor, ¡no sea usted ridículo!

-¡En leña valdría más! -apuntó Claud ofendido.

-¡Mire esta factura! -prosiguió Rummins al tiempo que maltrataba el precioso documento con su sucio índice, y tan brutalmente, que el señor Boggis se alarmó-. ¡Bien claro dice lo que costó! ¡Ochenta y siete libras! Y eso, nueva. Ahora es una antigüedad: ¡vale el doble!

-Con su permiso, le diré que no es así. Se trata de una reproducción de segunda mano. Pero en fin, amigo mío, cediendo a mi espíritu derrochador, le subiré hasta las quince libras. ¿Qué me dice?

-Que sean cincuenta -replicó Rummins

TalesOfTheUnexpected4El señor Boggis sintió recorridos primero el dorso de las piernas y luego las plantas de los pies por un delicioso temblorcillo que algo tenía de hormigueo. La había conseguido. Ya era suya. Era incuestionable. Pero la costumbre de comprar barato, tanto como fuera humanamente posible, adquirida a fuerza de años de necesidad y de práctica, estaba ya demasiado arraigada en él para consentirle una capitulación tan fácil.

-Mi querido amigo -susurró sin pasión-, yo sólo quiero las patas. Es posible que más adelante también les encuentre alguna aplicación a los cajones; pero el resto, el armazón en sí, es, como muy bien ha señalado el amigo de ustedes, leña y nada más que leña.

-Déme usted treinta y cinco -dijo Rummins.

-No puedo, amigo, ¡no puedo! No lo vale. Ni yo debería meterme en esta clase de regateos. No está bien. Mi última oferta y me marcho. Veinte libras.

-Acepto -retrucó Rummins-. Es suya.

-Válgame Dios -exclamó el señor Boggis enlazando las manos-. Nunca aprenderé. No debía haber dado lugar a todo esto.

-Ya no puede desdecirse, señor cura. Un trato es un trato.

-Sí, sí, lo sé.

-¿Y cómo va a llevársela?

-Pues, veamos… Si yo trajese el coche hasta el patio, ustedes, a lo mejor, serían tan amables de ayudarme a cargarla.

-¿En un coche? ¡Eso no entra de ninguna manera en un coche! ¡Necesitará usted un camión!

-No lo creo. En fin, ya veremos. Tengo el coche en la carretera. Vuelvo en un periquete. Seguro que algo ingeniaremos.

El señor Boggis salió al patio, atravesó la cancela y enfiló el largo camino que a través de los campos llevaba a la carretera. Se dio cuenta de que estaba riendo convulsa, irrefrenablemente, y en sus adentros tenía la sensación de que centenares de minúsculas TalesOfTheUnexpected2burbujas, como de gaseosa, le subían del estómago y le estallaban alegres en lo alto de la cabeza. De pronto, todos los ranúnculos del campo comenzaron a convertirse en monedas de oro que centelleaban al sol. Todo el suelo estaba sembrado de ellas; y, a fin de poder caminar entre las monedas, pisarlas, oír su tintineo al darles puntapiés, apartóse del camino y se internó en la hierba. Se le hacía difícil no echar a correr. Pero los clérigos no corren: caminan con reposo. Camina con reposo, Boggis. Guarda la calma, Boggis. Ya no hay prisa. La cómoda es tuya. ¡Tuya por veinte libras! ¡Y vale quince o veinte mil! ¡La Cómoda Boggis! Dentro de diez minutos la tendrás cargada en el coche -entrará sin dificultad- y tú estarás camino de Londres, cantando sin parar. ¡El señor Boggis conduciendo a su destino la Cómoda Boggis en el coche Boggis! Un momento histórico. ¿Qué no daría un periodista por conseguir una foto que lo perpetuara? ¿No debería arreglar eso? Quizá sí. Esperemos a ver. ¡Oh, día magnífico! ¡Oh, maravilloso, soleado día estival! ¡Oh, gloria!

Entretanto, en la granja, Rummins comentaba:

-¡Mira que dar veinte libras por ese montón de basura, el zopenco del viejo!

-Se las ha ingeniado usted la mar de bien, señor Rummins -le dijo Claud-. ¿Está seguro de que le pagará? 

-Como que no se la cargamos mientras no lo haga.

Parsons Pleasure Reader-¿Y si no entra en el coche? -continuó Claud-. ¿Sabe qué pienso, señor Rummins? ¿Quiere que le dé mi sincera opinión? Pues pienso que ese condenado trasto es demasiado grande para entrar en el coche. ¿Y qué pasará entonces? Pues que lo mandará al demonio, se lo dejará en tierra, se le largará en el coche y usted no volverá a verle el pelo. Ni verá el dinero. Para mí que no tenía demasiadas ganas de quedarse con el mueble, ¿sabe?

Rummins se detuvo a considerar esa nueva y no poco alarmante perspectiva.

-¿Cómo puede un armatoste como ése entrar en un coche? -prosiguió Claud, implacable-. Y que los curas, además, no llevan coches grandes. ¿O es que ha visto algún cura con un coche grande, señor Rummins?

-Me parece que no.

-¡Pues ahí está! Escúcheme bien. Se me ocurre una idea. Nos dijo, ¿o no es así?, que lo único que quiere son las patas. Pues nada: se las cortamos nosotros aquí mismo, de prisa, antes de que vuelva y seguro que entonces sí entra en el coche. Encima le ahorramos el trabajo de cortarlas él cuando llegue a casa. ¿Qué me dice a eso, señor Rummins?

La cara de Claud, chata y bovina, irradiaba una untuosa ufanía.

-Pues no es tan mala la idea -respondió Rummins al tiempo que miraba la cómoda-. Como que es buena, buena de verdad. Andando, pues. Habremos de darnos prisa. Tú y Bert la sacáis al patio mientras yo voy a buscar la sierra. Empezad por quitarle los cajones.

SerradoComodaDos minutos más tarde, Claud y Bert habían trasladado la cómoda al exterior, donde la pusieron patas arriba en medio del polvo, las cagadas de gallina y las boñigas. A lo lejos, a medio camino de la carretera, distinguieron una pequeña figura que avanzaba a trancos sendero abajo. Se detuvieron a mirar. Había algo un tanto cómico en su porte: lo mismo emprendía un trotecillo que ejecutaba una especie de cabriola o saltaba primero sobre un pie y luego sobre ambos, e incluso les pareció oír, en un momento dado, el eco de una animada cancioncilla que hasta ellos llegaba a través del prado.

-Yo creo que está chiflado -dijo Claud.

Y Bert produjo una sonrisa tétrica mientras su ojo nublado oscilaba lentamente en su cuenca.

Achaparrado, batracial, anadeando, Rumminsllegó del cobertizo, provisto de una larga sierra. Claudle descargó de ella y puso manos a la obra.

-Córtalas bien a ras -le recomendó Rummins-. No olvides que las quiere para ponérselas a una mesa.

La caoba era dura y estaba muy seca, y conforme Claud ejecutaba el trabajo, un fino polvillo rojo saltaba de los dientes de la sierra y caía, leve, al suelo. Una tras otra fueron desapareciendo las patas, y, cercenadas todas, Bert se agachó y agrupólas en esmerada fila.

Claudretrocedió a fin de apreciar el resultado de su trabajo. Siguió un silencio de cierta duración.

Morris 1958 B-Sólo le preguntaré una cosa, señor Rummins -dijo cachazudo-: aun así, ¿podría usted meter en un coche ese armatoste?

-Como no fuera una furgoneta, no.

 Austin seven B-¡Usted lo ha dicho! -exclamó Claud-. Y los curas, ¿sabe usted?, no llevan furgonetas; cuando más, mierdecillas de Morris-ocho y de Austins-siete.

-Él no quiere más que las patas -repitió Rummins-. Si el resto no entra, pues que lo deje. No puede quejarse: las patas se las lleva.

-Vamos, señor Rummins, que no es usted tan tonto -replicó Claud paciente-. Sabe de sobras que, como no consiga meterlo todo en el coche, le saldrá con rebajas. En cuestión de dinero, los curas son tan zorros como el que más, no se engañe usted. Y si es ese viejo cuco, ya no hablemos. Total, ¿por qué no darle la leña y acabar de una vez? ¿Dónde tiene el hacha?

HachaComoda-Sí, no me parece mal -dijo Rummins-. Bert, ve por el hacha.

Bert entró en el cobertizo y volvió con un hacha de gran tamaño, de leñador, que entregó a Claud. Éste se escupió en las manos, se las frotó y acto seguido empezó a atacar brutalmente, con los brazos tendidos a todo su largo en un vaivén pendular, el despernado armazón de la cómoda.

Fue una ardua tarea y le llevó su tiempo reducir el mueble a pedazos más o menos astillados.

-Una cosa tengo que reconocer -manifestó conforme se enderezaba para enjugarse el sudor de la frente-: diga el cura lo que quiera, el tipo que montó este trasto era un carpintero condenadamente bueno.

-¡El tiempo nos ha llegado por los pelos! -proclamó Rummins-. ¡Ahí viene!

 

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