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Fragmentos de libros. ROJO Y NEGRO de Stendhal   Fragmentos II

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RamasCielo250  RojoyNegro250 

... Considerábase demasiado feliz para inquietarse por nada. Ingenua e ino­cente, aquella linda provinciana no intentó nunca buscar en su corazón la fuente de la sensibilidad, si en el horizonte de su existencia asomó alguna nube precursora de dulces senti­mientos o de amargas penas. Con anterioridad a la entrada de Julián en la casa, absorta, entregada a las faenas que, lejos de París, son la suerte de las madres de familia, la señora de Rênal pensaba en las pasiones como pensamos nosotros en la lotería: un engaño seguro y un espejuelo de dicha buscado por los necios.

Sonó la campana que llamaba a la mesa. La señora de Rênal se puso encarnada al oír la voz de Julián que llegaba con los niños. Poco diestra, desde que el amor había mordido en su corazón, para explicar lo encendido de sus mejillas se quejó de un horrible dolor de cabeza.

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Del Cap IX    

- Necesito apoderarme de esa cajita- murmuró, acelerando el paso. 
Oyó hablar a su marido con el ayuda de cámara en la misma habitación de Julián, mas, un momento después, vio que pasaban a la de los niños. Entró entonces, levantó el col­chón y hundió la mano en el jergón con tal violencia, que se lastimó los dedos. Ni lo notó siquiera. Encontró en seguida la cajita de cartón, se apoderó de ella y desapareció

Libre del temor de ser sorprendida por su marido, el ho­rror que le producía aquella cajita la trastornó.

- ¡Julián está enamorado y esta cajita encierra el retrato de la mujer que adora!- se dijo.

RojoYNegroBoockSentada en una silla de la antecámara, sintió en su alma los lacerantes zarpazos de los celos. No tardó en presentarse Julián, quien se apoderó violentamente de la cajita, y, sin dar las gracias a la señora, sin despegar los labios, corrió a ence­rrarse en la cámara, encendió lumbre y quemó inmediata­mente la fatal cajita. Estaba pálido como un espectro, anona­dado. Exageraba, sin duda, la importancia del peligro que acababa de correr.

- ¡El retrato de Napoleón escondido en la cama de quien finge el más violento de los odios contra el usurpador!- mur­muraba bajando la cabeza-. ¡Y encontrado por el señor Rênal, el más rabioso de los ultras, y, por añadidura, enfurecido! ¡Pa­ra colmo de imprudencia, unas líneas de puño y letra mías en el dorso del retrato! ¡Líneas que no pueden dejar la menor duda sobre el exceso de mi admiración! ¡Cada una de esas frases de entusiasmo, con su fecha...! ¡La última de anteayer! ¡Toda mi reputación destruida, aniquilada en un momento! ¡Mi reputación, que es mi único patrimonio!...

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Del Cap XII

... Esperóla en el jardín. Larga fue la espera, pero si Julián la hubiese amado de veras, habríala visto detrás de las persianas medio cerradas del primer piso, con la frente apoyada sobre el cristal. Estaba mirando a su amado. Al fin, pese a sus resolu­ciones, se determinó a bajar al jardín. De su rostro había de­saparecido la palidez habitual para ser reemplazada por los valores más vivos. Aquella mujer sencilla pasaba por mo­mentos de viva agitación interior; no cabía dudarlo. Una ex­presión de violencia, de cólera, mejor dicho, alteraba esa especie de placidez serena que se sobrepone a los intereses vulgares de la vida, y que en grado tan alto aumentaba los encantos de su rostro de ángel.

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Julián se acercó a ella con paso rápido, clavados sus ojos con expresión de codicia en el bien torneado brazo que un chal, puesto al descuido, dejaba ver. El fresco de la mañana contribuía a aumentar más y más los encendidos tonos de un rostro que las agitaciones de la noche anterior habían hecho más sensible a las impresiones. Aquella hermosura modesta y conmovedora, saturada por añadidura de pensamientos que no es frecuente encontrar en las clases inferiores, parecía revelar a Julián facultades de su alma que él no había sentido jamás. Absorto en la admiración de los encantos que sor­prendía su mirada ávida, Julián no pensó siquiera en la acogi­da que se le dispensaría, y que tenía por descontado que seria cariñosa; de aquí que le maravillase doblemente ver que la señora de Rênal, no sólo mostraba empeño en tratarle con frialdad glacial, sino también intención evidente de hacerle comprender la distancia que entre los dos mediaba...

RyN-port  PierreNoelBruscamente expiró la sonrisa de placer que jugueteaba por los labios del galán, quien no pudo menos de recordar el rango que él ocupaba en sociedad con relación al de una rica y noble heredera. En aquel momento, su expresiva fisonomía reflejaba desdén y cólera, pero contra sí mismo. Sentía un despecho violento por haber esperado una hora para recibir una acogida tan humillante. 

- Sólo los necios se encolerizan contra los demás- se dijo-. Cae una piedra porque es pesada... ¿Estoy condenado a ser niño hasta que me muera de viejo? Si quiero ser estimado por estas gentes, y por mí mismo, necesito demostrarles que mi pobreza podrá entrar en relaciones de negocios con su opu­lencia, pero que mi corazón está mil leguas por encima de su insolencia, en esfera demasiado elevada para que lleguen hasta él las muestras de sus desdenes ni de sus favores...

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Del Cap XVIII

 … Llegó muy pronto el rey, sin más acompañamiento que el del señor de la Mole y de su gran chambelán. Hasta los guardias quedaron fuera, de rodillas y con las armas presentadas.

Cayó Su Majestad sobre el reclinatorio. Entonces fue cuando Julián, que se había pegado contra el marco de la puertecita, pudo ver la hermosa imagen del santo. Estaba oculto bajo el altar, vestido de soldado romano. Presentaba su cuello una ancha herida de la cual manaba sangre. El artista había puesto a la cara del santo unos ojos moribundos, pero llenos de gracia: un bigotito naciente adornaba su boca medio cerrada, que parecía estar rezando todavía. La doncella que se encontraba más cerca de Julián rompió a llorar: una de las lágrimas que vertieron sus hermosos ojos cayó sobre la mano de nuestro héroe.

Terminada la conmovedora ceremonia el obispo de Agde pidió al rey permiso para hablar, y una vez obtenido éste, pronunció un discurso sencillo, pero conmovedor, que arre­bató a sus oyentes. 

“No olvidéis, jóvenes cristianas, que acabáis de ver a uno de los más grandes reyes de la tierra postrado ante los servido­res de un Dios todopoderoso y terrible. Estos servidores, débiles, perseguidos como fieras, asesinados en la tierra, como demuestra la herida de nuestro San Clemente, triunfan en el cielo. ¿No es verdad jóvenes cristianas, que os acordaréis eternamente de este solemne día? ¿Me prometéis ser siempre fieles nuestro gran Dios, tan terrible y la par tan misericordio­so? ¿Me lo prometéis? -repitió el prelado, con acento inspi­rado y solemne ademán”. 

- ¡Sí...,sí!- gritaron todas las jóvenes, vertiendo mares de lágrimas.

- En nombre de Dios recibo vuestra promesa- añadió el obispo con voz tonante. 

Este fue el final de la ceremonia. 

Hasta el rey lloraba. 

Philip the goodHasta mucho después no tuvo Julián serenidad bastante para preguntar dónde estaban los huesos del santo, enviados por Roma a Felipe el Bueno, duque de Borgoña. Le dijeron que estaban en el interior de la artística cabeza de la imagen. 

Su Majestad se dignó permitir a las doncellas que le ha­bían acompañado dentro de la capilla llevasen una cinta en­carnada en la que campeaban estas palabras:

Odio a la impiedad. Adoración perpetua.” 

El señor de la Mole mandó distribuir a los campesinos diez mil botellas de vino. Aquella noche los liberales ilumina­ron sus casas con más celo aún que los realistas. El rey, antes de despedirse de la ciudad, hizo una visita al señor Moirod

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   Del Cap XXI

…  - ¡En lo que pienso es en que ni me tienes la menor con­sideración, ni me profesas un átomo de cariño!- interrumpió el señor Rênal, con amargura en el acento. 

- Ha llegado el momento de hablar con claridad- replicó con dulce sonrisa la señora-. Soy más rica que tú, lazos indi­solubles nos unen hace doce años, y creo que estos son títu­los bastantes para darme voz y voto en nuestra sociedad conyugal, y sobre todo, en el asunto que hoy debatimos. Si me pospones a Julián -añadió con despecho mal disimulado-, me iré a pasar el invierno con mi tía.

La amenaza decidió al señor Rênal, pero, siguiendo la política de provincia, habló mucho, repitió todos sus argu­mentos y agotó todas las razones que le sugirió su ingenio. Su mujer le dejó hablar mientras descubrió vestigios de cólera en su acento, pero, al cabo de dos horas, toda la iracundia había desaparecido, y sin dificultad aceptó la línea de conducta que su señora le indicó que debía seguir con respecto a Valenod, Julián y a Elisa.

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Durante la interesante escena, una dos veces estuvo la se­ñora de Rênal a punto de experimentar cierta simpatía hacia la desventura, demasiado real, de aquel hombre, a quien había respetado, ya que no amado, por espacio de doce años. Pero las pasiones, cuando son verdaderas, pecan de egoístas. Ade­más, esperaba la culpable que su dueño y señor le hablase del anónimo recibido la víspera, y sus esperanzas quedaron de­fraudadas. La señora de Rênal necesitaba, para que su seguri­dad fuese completa, conocer las ideas que el autor del anóni­mo en cuestión había podido sugerir al hombre de quien dependía su suerte porque bueno será hacer constar que, en provincias, los maridos son dueños absolutos de la opinión. Un marido que se queja se cubre de ridículo, cosa de día en día menos peligrosa en Francia, pero en cambio su mujer se encuentra aislada, humillada, no encuentra casa honrada donde la reciban, como no sea atormentándola con el desprecio más profundo.

Una odalisca difícilmente puede amar a un sultán, mortal omnipotente a quien no conseguirá robar la porción más insignificante de autoridad por mucho que extreme sus cari­cias. La venganza del señor es siempre terrible, sangrienta, pero militar, generosa al propio tiempo: una puñalada y se acabó. En nuestro siglo, el hombre civilizado asesina a su mujer sometiéndola a las puñaladas del desprecio público, es decir, cerrándole todas las puertas. 

En el corazón de la señora de Rênal despertó con bríos el sentimiento del peligro al entrar en sus habitaciones y ver saltadas las cerraduras de todos sus muebles y cofrecitos y levantadas no pocas baldosas. Si algún remordimiento que­daba en su alma de resultas de la victoria, rápida y completa alcanzada sobre su marido, desapareció al ver tanto destrozo…

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   Del Cap XXII

… Solicitó el honor de ser presentado a la señora de Valenod, pero la ilustre dama estaba encerrada en aquel momento en su tocador y no podía recibirle. Cinco minutos después, la dama estaba visible. Presentado Julián, aquella hizo, acto seguido y con lágrimas en los ojos, la presentación de sus hijos. Era una de las señoras de más prosopopeya de Verrières y la Naturaleza la había dotado de una cara de luna llena, sobre la cual extendió ella una capa de carmín, en atención a lo solem­ne de la ceremonia. 

Julián pensaba en la señora de Rênal. A causa de su des­confianza, no era muy propenso a recuerdos de esa índole, pero el contraste, no sólo los hizo brotar en su mente, sino que también excitó en su corazón cierto enternecimiento. El aspecto de la casa, que le hicieron visitar, ejerció honda im­presión en su ánimo. Todo era magnífico, todo nuevo de valor. No hubo mueble ni objeto del que no le dijeran el pre­cio. En medio de tanto lujo, encontraba Julián algo de inno­ble, algo que olía, valga la expresión, a adquisiciones hechas con dinero robado. 

Stendhal-timbreLlegaron a la casa, acompañados de sus señoras respecti­vas, el recaudador de contribuciones, el director de impuestos indirectos, el jefe de gendarmes y dos o tres funcionarios pú­blicos. También asistieron algunos liberales ricos. Julián, pre­dispuesto a pensar mal, creía ver, cerca de la sala del festín, un ejército de infelices asilados, cuya mísera ración cercenaban, para con la economía comprar aquel lujo de pésimo gusto con que pretendían deslumbrarle. 

Llena su imaginación de la idea del hambre que en aquel momento sufrían tal vez los asilados, recluidos muy cerca de él, no podía pasar bocado. Sobre un cuarto de hora más tarde, oíanse a lo lejos palabras sueltas de una canción popular, bastante fea, dicho sea de paso, entonada a grito herido por uno de los asilados. El señor Valenod dirigió una mirada significativa a uno de sus servidores, el cual desapareció en el acto. Momentos después enmudecía el cantor. Un criado ofrecía en aquel punto a Julián vino del Rin en una copa de cristal verde, mientras la señora de Valenod le decía que cada botella de aquel vino costaba nueve francos, adquiriéndolo por cajas. Julián tomó la copa verde y dijo a Valenod

- Parece que no cantan ya esa canción escandalosa.

- ¡Pues no faltaba más!- exclamó el señor Valenod-. ¡Esta­ría bueno que no supiera imponer silencio a los tunantes! …

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… Por fortuna, nadie reparó en su enternecimiento, que no podía ser de peor tono. El recaudador de contribuciones aca­baba de entonar una canción realista: todos le hicieron coro, todos menos Julián, cuya conciencia le decía: 

“He ahí el puesto inmundo al que llegarás, y del que te se­rá imposible disfrutar, como no sea en la forma que estás presenciando, y rodeado de gentes como las que en este ins­tante te dan náuseas. Tal vez percibas un sueldo de veinte mil francos, pero será preciso que obliguen a enmudecer al pobre prisionero y le mates de hambre, mientras tú te hartas de manjares finos y delicados. Darás festines con dinero robado al pobre, cuya mísera pitanza cercenarás, y con tus alegrías los harás doblemente desgraciados... ¡Oh tiempos felices de Na­poleón, cuando era posible escalar la fortuna subiendo por los peldaños de las batallas! ¡Hoy se hace aumentando cobar­demente las desventuras y dolores de los miserables! “…

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Del Cap XXIII

RojoYNegroLivrePERO dejemos a nuestro alcalde abandonado a sus mez­quinos temores. ¿Quién le mandaba llevar a su casa a un hombre de corazón, cuando lo que necesitaba era un alma de lacayo? ¿Por ventura no tenía obligación de saber escoger con acierto? En el siglo XIX es ley corriente que, cuando un ser poderoso y noble encuentra a un hombre de corazón, le mata, o le destierra, o le encarcela, o le humilla en tales términos, que le pone en el caso de morir de dolor. La casualidad quiso, que en nuestro caso, no fuera el hombre de corazón el con­denado a sufrir. La mayor de las desdichas de las pequeñas capitales de Francia o de los gobiernos electivos, como el de Nueva York, consiste en que no pueden olvidar que existen en el mundo mil habitantes, los tales hombres crean la opi­nión pública, y cuenta que la opinión pública es formidable en todo país que se rige por una Constitución. Un hombre que atesora un alma noble, generosa, hubiese sido vuestro amigo; pero reside a cien leguas de distancia, toma la opinión pública como base del juicio que de vosotros forma, y como la opinión pública la crean los necios que el azar hizo nacer nobles, ricos y, moderados, la consecuencia es fatalmente inevitable, ¡ay del que descuella, ay del que se distingue!...

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  Del Cap XXX

... - ¿Por qué te has encerrado?- gritó el marido con mal ta­lante. 
Julián apenas si había tenido tiempo de esconderse de­bajo de un sofá.

- ¿Cómo?- exclamó, luego que le fue franqueada la puer­ta-. ¡Vestida, cenando y cerrada con llave por dentro! 

Estas palabras, pronunciadas con toda la sequedad con­yugal, hubiesen conturbado profundamente a la señora de Rênal, pero la conciencia del peligro centuplicó su valor; el peligro era gravísimo, pues bastaba que su marido se hubiese inclinado un poco para que viera a Julián, porque cabalmente aquel se había sentado en una silla colocada frente al sofá bajo el cual estaba tendido el joven. 

La jaqueca sirvió de pretexto para todo. Mientras el marido refería con lujo de palabras todos los incidentes de la par­tida de billar que había jugado y ganado en el casino, su mujer vio sobre una silla, a tres pasos de distancia, el sombrero de Julián. El descubrimiento, que parecía que debió anonadarle, aumentó su sangre fría. Con tranquilidad maravillosa comen­zó a desnudarse, colocóse a espaldas de su marido y echó sus vestidos sobre el sombrero acusador. 

Al fin se fue el señor Rênal

Nuestra bella infiel rogó a su amante que le contase de nuevo la historia de su vida en el seminario. Era la encarna­ción de la imprudencia; la conversación se sostenía en voz alta, hasta que, a eso de las dos de la madrugada, un golpe violento, descargado sobre la puerta, vino a interrumpir a los amantes. 

-¡Abre en seguida!- gritó el señor Rênal, que era quien llamaba-. ¡Tenemos ladrones en casa!... ¡Saint-Jean encontró esta mañana la escalera que utilizaron para entrar! 

RojoYNegroLib-¡Estamos perdidos!- dijo la señora de Rênal, precipitán­dose en los brazos de Julián-. ¡Viene a matarnos a los dos, y no en busca de los ladrones, que de sobra sabe que no los hay en casa! ¡Moriré, pero en tus brazos!. ... ¡Qué dicha! ¡No creí que mi vida desgraciada pudiera tener un término tan hermo­so! 

Ni se acordaba de su marido, que continuaba llamando con furia.

- ¡Es preciso salvar a la madre de Estanislao!- replicó Ju­lián con tono de autoridad-. Voy a saltar por la ventana y a buscar mi salvación huyendo por el jardín. No me dan miedo los perros, que me reconocieron cuando entré. Haz un pa­quete con mis ropas, y tíralo al jardín cuando te sea posible. Deja que tu marido derribe la puerta si es preciso, y sobre todo, no confieses, te lo prohíbo, que es preferible que tenga sospechas a que abrigue certidumbres. 

- ¡Te matarás saltando! 

Julián saltó por la ventana, mientras su amante escondía sus ropas, para abrir al fin la puerta a su marido, que penetró en la estancia hirviendo en cólera. Sin hablar palabra, practicó un registro minucioso, y desapareció. Su mujer entonces tiró las ropas de Julián, quien las recogió y huyó con rapidez en dirección del río. 

Mientras huía, silbó junto a sus oídos una bala y segui­damente rasgó una detonación el silencio de la noche. 

- No es el señor Rênal quien ha hecho el disparo- pensó Julián-. Tira muy mal para enviarme la bala tan cerca. 

Corrían los perros a su lado, pero sin ladrar. Un segundo disparo hirió en una pata a uno de los perros, que comenzó a aullar dolorosamente. Julián saltó un muro, recorrió una dis­tancia de cincuenta o sesenta pasos perfectamente cubierto, y tomó luego distinta dirección. Un criado le descerrajó otro tiro, pero Julián consiguió ganar el cauce del río Doubs, donde, se vistió tranquilamente. 

Una hora después, se encontraba a una legua de distancia de Verrières, en la carretera de Ginebra.

- Si tienen sospechas, me perseguirán por el camino de Pa­rís- pensó el fugitivo. 

Verrieres-le-buisson-par-cassini

 

Del libro segundo.

Del Cap XXXIV

… El conde de Chalvet se dis­tinguía por la concisión de su lenguaje, por la claridad, preci­sión, exactitud y profundidad de su estilo. Daba gusto oírle, aunque en política era descarado, cínico.

- Soy independiente- decía aquella noche a un caballero que lucía tres condecoraciones y de quien se burlaba, al pare­cer-. ¿Por qué se me ha de obligar a que sostenga hoy las opi­niones que defendía ha seis semanas? Si así lo hiciese, yo sería un esclavo, y mis opiniones mi tirano. 

Plumilla1Cuatro jóvenes graves que le rodeaban torcieron el gesto, prueba de que aquellos señores no eran partidarios del género chistoso. El conde comprendió que había ido demasiado lejos. Felizmente para él, vio en aquel punto al tartufo de la honradez, señor Balland, y se acercó a él. Todo el mundo comprendió que el pobre Balland era víctima destinada al sacrificio. Derroches de moral y de moralidad valieron a Ba­lland, quien, aunque era horriblemente feo, tenía en la historia de sus primeros pasos en la vida capítulos difíciles de narrar: casarse con una mujer muy rica, que tuvo la feliz ocurrencia de dejarle viudo para que pudiese unir su suerte a la de otra mujer, también muy rica, y a la que nadie veía nunca. Con la mayor humildad del mundo era dueño de una renta de se­senta mil libras, y se permitía tener su pequeña corte de adu­ladores. De todo esto le habló el conde de Chalvet. Como le hablaba sin piedad, muy pronto formaron círculo en derredor de los dos personajes más de treinta contertulios. Todos son­reían, y al decir todos, no exceptuamos a los jóvenes graves, que eran la esperanza de su siglo.

- ¿Por qué vendrá ese hombre a una casa donde le toman por juguete universal?- se preguntaba Julián

Balland se eclipsó pronto como pudo.

- ¡Magnífico!- exclamó Norberto-. ¡Nos hemos quedado libres de uno de los espías de mi padre! Ya no nos queda más que el cojo Napier.

Mientras Julián se preguntaba admirado por qué recibía el marqués a Balland, si éste venía a su casa a espiarle, el ex rec­tor del seminario hacía reflexiones amargas dictadas por su severidad, en un ángulo del salón. Apenas si sabía lo que pa-saba en los salones de la alta sociedad pero, merced a sus ami­gos los jansenistas, tenía ideas muy exactas sobre los hombres que no ostentan más títulos para entrar en los salones que su penetración exquisita que ponen al servicio de todos los par­tidos, o su fortuna escandalosa…

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… Ocurrió en el salón algo singular. Todos los ojos se vol­vieron hacia la puerta y todas las lenguas enmudecieron. Los lacayos anunciaron al famoso barón de Tolly, a quien las elec­ciones últimas habían dado un nombre imperecedero. Parece que el barón presidía la mesa de un colegio electoral, y tuvo la buena idea de escamotear las 

EnElSalónpapeletas que en la urna depo­sitaban los votantes de uno de los partidos. Habría sido falta imperdonable dejar el inocente escamoteo sin compensación, y nuestro célebre barón, que debió comprenderlo así, reem­plazaba las papeletas escamoteadas con otras que llevaban impreso otro nombre más de su gusto. Algunos electores sor­prendieron su maniobra, de efectos decisivos, y se apresura­ron a protestar airados contra el barón de Tolly. El pobre señor no había podido digerir aún las consecuencias de su travesura. Gentes mal avenidas, que en todas partes las hay, se permitieron pronunciar la palabra presidio. El marqués de la Mole le recibió con visible frialdad, lo que fue bastante para que el infeliz barón hiciera cuanto antes el escamoteo de su persona.

Hacía aquella noche sus primeras armas en medio de un grupo de grandes señores, mudos muchos de ellos, pero todos intrigantes y todos grandes talentos, el joven Tanbeau, quien si adolecía de falta de penetración, que es patrimonio privativo de los experimentados, en cambio daba pruebas de excepcional energía.

- ¿Por qué no han de condenar a ese hombre a diez años de presidio?- clamaba-. ¡A los reptiles como él hay que se­pultarlos en el fondo de los calabozos! ¡Hay que hacerles morir entre tinieblas, sin luz y sin testigos, para que el veneno asqueroso que destilan sus bocas no contamine a nadie! ¿Qué se consigue condenándole a pagar una multa de mil escudos? Dicen que es pobre… ¿y qué? ¡Su partido pagará por él! Ade­más de la multa, deberían condenarle a diez años de presidio. 

- ¡Santo Dios! ¿De qué monstruo hablará ese joven?- se decía Julián, cuya admiración habían despertado la oratoria vehemente y los gestos descompuestos de su colega

No tardó en saber que se refería al poeta más grande de la época. 

Ah! El monstruo eres tú!- exclamó Julián a media voz, llenos sus ojos de lágrimas generosas-.  Miserable!... ¡Te he de hacer tragar tus palabras!... Si ese hombre ilustre, que tan vi­llanamente calumnias, hubiese querido venderse, no habría condecoración, no habría prebenda que no se hubiese apresu­rado a concederle, no diré ya el ministerio Nerval, sino todos los ministerios honrados que han sucedido a aquel! 

El ex rector hizo una seña a Julián. Cuando éste, que es­taba escuchando con los ojos bajos las lamentaciones de un obispo, pudo disponer de su persona y acercarse a DAlembertsu pro­tector, encontró a éste secuestrado por Tanbeau, quien por lo mismo que le odiaba cordialmente, porque sabía que era él la causa del favor de que gozaba Julián, quería hacerle la corte.

Cuando el cura Pirard consiguió verse libre de la charla del sobrino del académico, pasó al salón contiguo. Julián le siguió. 

- Te advierto que el marqués detesta a los escritorzuelos­ dijo a Julián-. Puedes saber latín, griego, la historia de los egipcios, la de los persas, etc., etc.,
Rousseauy no sólo te apreciará, sino que también te honrará y protegerá como a sabio; pero si es­cribes una cuartilla en francés, sobre todo si en ella tratas de materias graves que son superiores a la posición que en socie­dad ocupas, te llamará escritorzuelo y merecerás su antipatía más profunda. ¿Es posible que, viviendo como vives en el palacio de un gran señor, no sepas la célebre frase pronuncia­da por el
duque de Castries, a propósito de d’Alembert y Rousseau: tienen la presunción de discutirlo todo, sin gozar de mil escudos de renta?...

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Del Cap XXXVII

... Mientras en silla de posta se dirigía Julián a Calais, no volvía de su asombro pensando en la nimiedad de los asuntos que motivaban su viaje

No describiremos la animadversión, el odio, el horror que le inspiró el suelo inglés, que de sobra se lo imaginarán los lectores, si no olvidan la pasión loca que tenía por Bo­naparte. En cada oficial del ejército veía un sir Hudson Lowe, en cada gran señor un lord Bathurst, ordenando las cruelda­des de Santa Elena, y recibiendo como recompensa una cartera ministerial de diez años de duración. 

En Londres conoció Julián la alta fatuidad, secreto en que le iniciaron los jóvenes aristócratas rusos con quienes se rela­cionó.

- Es usted un hombre predestinado, mi querido Sorel- le decían con frecuencia-. La Naturaleza ha dado a usted esa expresión fría, que dista mil leguas de la sensación presente, y que nosotros pretendemos adquirir a fuerza de astucia y de cons­tancia.

El príncipe Korasoff le decía en una ocasión: 

- No se ha compenetrado usted con el siglo en que vive. Haced siempre lo contrario de lo que se espera de vosotros, es el gran axioma, la religión única de esta época. Procure no ser ni loco ni afectado, porque en este caso, esperarían de usted locuras y afectaciones, y el precepto quedaría incumplido.

Julián se cubrió de gloria en los salones del duque de Fitz-Folke, que le invitó a comer un día. También se sentó a la mesa del príncipe Korasoff. Aún recuerdan hoy los se­cretarios de embajada en Londres la manera impecable con que se condujo Julián, llenando de admiración a cuantas per­sonas asistieron al banquete.

Contra la opinión de sus amigos, todos aristócratas, quiso visitar al célebre Felipe Vane, el primer filósofo de que puede envanecerse Inglaterra después de Loke. Le encontró termi­nando el año séptimo de presidio, no obstante lo cual, estaba alegre como unas pascuas. La rabia y las persecuciones de los tiranos le movían de risa.

- Es el primer hombre alegre que he visto en Inglaterra­ -dijo Julián al salir de la prisión. 

Vuelto a Francia, preguntóle el marqués:

Cumbria-county(England)-¿Qué idea divertida me trae usted de Inglaterra

Julián no despegó los labios. 

-¿Qué idea, divertida o fúnebre, me trae usted de Inglate­rra?- interrogó con viveza el marqués.

- Primo -contestó Julián-: el inglés de juicio más firme se pasa loco una hora al día; recibe la visita del demonio del suicidio, que es el dios del país. Secundo: el talento y el genio pierden un veinticinco por ciento de su valor en cuanto desembarcan en Inglaterra. Tertio: no hay en el mundo nada tan hermoso, tan admirable, tan conmovedor, como los paisajes ingleses…

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Del Cap XXXVIII y XXXIX

... ¿Conoce usted al conde Altamira?- pre­guntó al marqués de Croisenois

Tan poca relación guardaba la pregunta con lo que el po­bre marqués venía diciendo a la hermosa desde cinco minutos antes, que aquel quedó desconcertado. 

- Matilde tiene sus extravagancias -pensó-, lo que no deja de ser grave inconveniente... inconveniente decisivo, si su persona no diese a su marido una posición social envidiable. Yo no sé cómo se las compone el marqués de la Mole, pero es lo cierto que mantiene relaciones de amistad con las figuras más salientes de todos los partidos, y, como es natural, no corre peligro de naufragar. Además, las extravagancias de Matilde muy bien pueden pasar por destellos de su genio... El genio, cuando va unido a una estirpe preclara y a una fortuna grande, nunca es ridículo. 

Como el marqués daba vueltas en su imaginación a las ideas anteriormente expresadas, y es sabido que nadie puede hacer dos cosas a la vez, contestó a Matilde como quien recita una lección: 

- ¿Quién no conoce al pobre Altamira?

 A continuación trazó la historia de la conspiración que le valió una sentencia de muerte, conspiración absurda, ridícula, abortada.

 - ¡Muy absurda!- dijo Matilde, como hablando consigo misma-. ¡Absurda, pero hizo algo! Quiero ver a un hombre... tráigamelo usted.

 El marqués quedó estupefacto. 

Era el conde de Altamira uno de los admiradores más de­clarados de la expresión altanera y casi impertinente de la se­ñorita de la Mole. No se cansaba de repetir que, para él, Matilde era la señorita más hermosa de París, la única que merecía ocupar un trono. Dicho se está que accedió sin la menor dificultad a los deseos de Matilde.

No faltan personas que pretenden que nada hay tan ridí­culo como fraguar una conspiración en pleno siglo XIX, fun­dándose en que conspirar tiene sabor jacobino; ¿pero cabe mayor ridículo que combatir sin éxito a un jacobino?

Matilde cruzaba con el marqués de Croisenois miradas burlonas, pero escuchaba con gusto a Altamira.

 Pensaba que un conspirador en un baile ofrece un con­traste precioso. En el que le dirigía la palabra creía ver al león cuando descansa, pero no tardó en observar que en el espíritu de aquel hombre no había que más una idea: la utilidad; la admiración a la utilidad…

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Bailó, para no tener que escuchar los comentarios sobre el ataque de apoplejía, que resultó no serlo, pues al día si­guiente se encontraba el barón completamente restablecido. 

Mientras bailaba, y después de terminada la danza, conti­nuaba buscando con los ojos a Julián, a quien al fin vio en otro salón. ¡Fenómeno extraño! Había perdido la frialdad, la expresión impasible que le era natural: no conservaba ni ves­tigios de su aire inglés.

- Habla con el conde de Altamira, mi condenado a muer­te- murmuró Matilde-. Brilla en sus ojos un fuego sombrío... parece un príncipe disfrazado.

Julián se acercaba al sitio donde estaba Matilde, sin dejar de hablar con Altamira; la señorita de la Mole miraba con fijeza a éste, como buscando en las líneas de su rostro las altas cualidades que pueden valer a un hombre el honor de ser condenado a muerte. 

Cuando los interlocutores pasaron por el lado de Matilde, decía Julián al conde:

DantonSpeaking- Sí; Dantón fue un hombre. 

- ¡Cielos!- murmuró Matilde-. ¿Será un Dantón...? ¡No es posible!... ¡Con ese rostro que respira nobleza...! Dantón fue horriblemente feo... un carnicero, si no estoy equivocada.

 Como Julián estaba cerca de ella, no tuvo inconveniente en llamarle. Su conciencia y su orgullo la movían a hacer una pregunta extraordinaria en boca de una joven. 

- ¿No fue carnicero Dantón?- preguntó. 

- A los ojos de ciertas personas, carnicero fue- contestó Julián con mal velada expresión de desdén-; pero para las personas bien nacidas, fue un abogado en Méry-sur-Seine; es decir, señorita- añadió con sarcasmo-, sus comienzos fueron los de muchos altos personajes que veo aquí. Confieso, sin embargo, que Dantón tenía una desventaja enorme a los ojos de la belleza: era espantosamente feo. 

Pronunció las últimas palabras con mucha rapidez y poca amabilidad. 

Esperó Julián un instante, con la parte superior del cuer­po ligeramente inclinada y actitud de humildad altiva. Su len­guaje, no por mudo menos elocuente, parecía decir: “Me pagan para que conteste a usted y vivo de lo que me pagan.” No se dignó alzar los ojos hasta Matilde. Ésta, abiertos ex­traordinariamente los ojos que tenía clavados en él, parecía su esclava. Al cabo de largo rato de silencio, Julián la miró como mira un criado a su señor cuando va a recibir órdenes. Aun­que sus ojos tropezaron con los de Matilde, que continuaban mirándole con expresión extraña, se alejó con apresuramiento…

 _ 

… - Este hombre- dijo en voz muy baja a Julián- es el prínci­pe de Araceli, embajador de... Esta mañana ha pedido mi ex­tradición al ministro de Estado de Francia, señor de Nerval... a quien veo allá, jugando al wisth. Por cierto que el señor de Nerval está más que dispuesto a entregarme, para correspon­der a la entrega que le hicimos de dos o tres conspiradores en 1816. Si me entrega a mi rey, bailaré en la horca antes que transcurran veinticuatro horas.

- ¡Infames!- exclamó Julián con voz sorda.

- No tan infames, amigo mío- replicó Altamira-. Si le ha­blo de mí, es con objeto de herir su imaginación con una imagen viva. Observe usted al príncipe de Araceli; cada cinco minutos contempla extasiado su Toisón de Oro, se deleita, goza lo indecible viendo la condecoración que pende de su cuello. En realidad, ese pobre hombre no es más que un ana­cronismo. Cien años atrás, el Toisón de Oro era un honor insigne, pero no lo hubiese ostentado nuestro príncipe si por aquella época viviera. Hoy, en cambio, se necesita ser un Ara­celi para enorgullecerse por su posesión. A trueque de obte­nerlo, los Araceli de nuestros días ahorcarían con la mayor tranquilidad del mundo a una ciudad entera. 

-¿Lo ha obtenido a ese precio?- preguntó con ansiedad Julián.

-No ha sido preciso tanto- contestó con frialdad Altami­ra-; pero tal vez hizo arrojar al río a veinte o treinta propieta­rios ricos de su país, que pasaban por liberales. 

-¡Qué monstruo!- repitió Julián

Matilde escuchaba con interés vivísimo y desde tan cerca, que sus cabellos rozaban los hombros del narrador. 

-¡Es usted tan joven!- repuso Altamira-. Le decía antes que tengo una hermana casada en Provenza, bonita, dulce, buena, excelente madre de familia, fiel a sus deberes, piadosa y no beata. 

- ¿Adónde querrá ir a parar?- pensó Matilde.

- Es también feliz- continuó Altamira-; quiero decir, lo era en 1815, por cuyo tiempo estuve escondido en su casa. Pues bien: en cuanto tuvo noticia de la ejecución del mariscal Ney, se puso a bailar. 

- ¿Es posible?- exclamó Julián, aterrado. 

- Es consecuencia natural del espíritu de partido. En el si­glo XIX no hay ya pasiones verdaderas, pasiones dignas de este nombre: ahí tiene usted el secreto del hastío que en Francia reina como señor único. Se cometen las crueldades más espantosas sin ser cruel.

- ¡Peor que peor!- observó Julián-. Cuando se cometen crímenes, deben cometerse por lo menos con placer. Es el único atractivo que veo en el crimen, lo único que puede ate­nuar su fealdad, ya que justificarlo es, a mi entender, imposi­ble. 

Matilde, olvidando las conveniencias, se había colocado casi entre Altamira y Julián. Su hermano, que le daba el brazo, habituado a obedecerla, miraba a los que bailaban y simulaba que se veía detenido por las muchedumbres.

- Tiene usted razón- asintió Altamira-. Hoy se obra sin placer, y no se guarda memoria de nada, ni siquiera de los crímenes. Me sería fácil designar diez de las LePereLachaisepersonas que lle­nan estos salones que podrían ser condenados como asesinos. Lo han olvidado ellos mismos, y tampoco lo recuerda el mundo. Se conmueven muchos, llegan hasta a verter lágrimas, si un perro suyo se rompe una pata. En el Pére Lachaise, al arrojar flores sobre sus tumbas, como dicen con tanta gracia en París, pronuncian discursos paga convencer a todos de que los muertos atesoraban las virtudes de los caballeros de prez, y se recuerdan las altas hazañas llevadas a cabo por sus bisa­buelos, que vivieron en tiempos de Enrique IV... Sí, amigo mío, pese a los buenos oficios del príncipe de Araceli, no me han ahorcado, todavía, y si consigo disfrutar de mi fortuna en París, tendré el gusto de hacer comer a usted en compañía de ocho o diez asesinos honrados y sin remordimientos. En la comida, usted y yo seremos los únicos que tendremos las manos limpias de sangre; pero a mí me despreciarán, me odia­rán como a monstruo sanguinario y jacobino, y a usted le despreciarán también, sencillamente porque es un hombre del pueblo, un intruso que no merece alternar con tan buena compañía. 

- ¡Exacto!- exclamó, sin poder contenerse la señorita de la Mole

Altamira la miró asombrado: Julián no se dignó llevar a ella los ojos. 

- Quiero que sepa usted que si la revolución cuyo jefe fui no triunfó- repuso el conde de Altamira-, fue porque no quise hacer rodar dos o tres cabezas ni distribuir entre nuestros partidarios siete u ocho millones guardados en una caja cuya llave tenía yo. Mi rey, que hoy arde en deseos de ahorcarme, y que me tuteaba antes de la revolución, me habría condecora­do con el Gran Cordón de su Orden si yo hubiese hecho rodar las dos o tres cabezas y distribuido los millones de que hablo, pues en ese caso, hubiera conseguido yo un triunfo relativo y dado a mi patria una constitución como... pero así va el mundo.

 - Entonces no comprendió usted el juego- observó Julián con la mirada inflamada-. Hoy... 

- ¿Haría caer las cabezas sin ser un girondino, como me decía usted el otro día? Le contestaré- dijo Altamira con triste expresión-: después que usted haya muerto a un hombre en duelo, lo que es mucho menos feo que hacerle morir a manos del verdugo. 

- Pardiez!- exclamó Julián-. Quien quiere el fin, pone los medios. De mí puedo decir que, si en vez de ser un átomo, tuviese algún poder, sin titubear mandaría ahorcar a tres hombres, si su muerte salvaba la vida a cuatro…

 _ 

… Bailó hasta que vino el día, y se retiró al palacio de sus padres horriblemente cansada. En el coche, aún empleó sus escasas fuerzas que le quedaban para entriste­cerse más y aumentar su pena. Había sido despreciada por Julián, y ella no podía despreciarle. 

La dicha enajenaba a Julián, que había podido disfrutar a su sabor de la música, las flores, las mujeres, la elegancia gene­ral, y abandonarse a su imaginación, que soñaba distinciones y honores para él y libertad para todos.

- ¡Hermoso baile!- dijo al conde de Altamira-. Nada falta en él. 

- Sí tal; falta el pensamiento- replicó Altamira.

- Está usted, señor conde... ¿con usted no está el pensa­miento, y el pensamiento que conspira todavía? 

- Me admiten aquí por mi nombre, pero en los salones de París odian al pensamiento. Este no debe remontarse a mayor altura que la necesaria para comprender el sentido de una canción de zarzuela. Al hombre que piensa, al que tiene ener­gía, al que elabora ideas nuevas, le llamáis cínico: ¿no fue éste el nombre que vuestros jueces dieron a Courrier? Le habéis sepultado en un calabozo, como hicisteis también con Béran­ger. En Francia, todo lo que vale, todo el que descuella por su talento, va a pudrirse en la cárcel; el pueblo aplaude. ¿Por qué? Porque vuestra sociedad decrépita no piensa más que en las conveniencias. Estáis condenados a no elevaros jamás so­bre la bravura militar; tendréis Murats, pero nunca Washingtons. Yo no veo en Francia más que vanidad. Un hombre que hablando demuestra inventiva, pronuncia con facilidad una frase poco prudente, y el dueño de la casa en que está, se con­sidera deshonrado…

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Del Cap XLII

… “Si, aunque pobre, fuese Julián noble, mi amor no pasaría de ser una tontería vulgar, un matrimonio desigual, corriente; no tendría lo que caracteriza a las grandes pasiones, es decir lo inmenso de las dificultades que precisa vencer y la negra in­certidumbre del porvenir.” 

De tal suerte preocupaban a la señorita de la Mole tan hermosos razonamientos, que al día siguiente, sin darse cuenta, hizo un elogio apasionado de Julián en presencia del marqués de Croisenois y de su hermano. Tanto recargó las tintas, que se molestaron sus oyentes. 

-¡ Mucho cuidado con ese joven dotado de tanta energía! -exclamó su hermano-. Si vuelve a triunfar la revolución, nos arrastrará a todos a la guillotina. 

En vez de responder, Matilde se apresuró a dar bromas a su hermano y al marqués sobre el miedo que les producía la energía, miedo que, en realidad, es el temor de tropezar con lo imprevisto, de quedarse corto en presencia de lo imprevisto. 

NoEraUnLobo

- ¡El miedo al ridículo, señores. -siempre el miedo al ridí­culo, monstruo que, por desgracia, murió en 1816! No lo creen ustedes? He oído decir a mi padre que en los países donde hay dos partidos, no existe el ridículo... Conque, seño­res, condenados están ustedes a tener miedo toda su vida, y cuando el miedo les tenga casi muertos, les dirán:

No era lobo, sino sombra

Matilde se alejó pronto. La observación de su hermano llevó la intranquilidad a su pecho, le producía horror, pero, al día siguiente, la tomó por la más cumplida de las alabanzas. 

- Les da miedo su energía en este siglo en que la energía ha muerto- decía-. Le repetiré la frase de mi hermano, y veré qué contestación da, pero cuidaré de escoger uno de esos mo­mentos en que sus ojos brillan, porque entonces no puede mentirme. 

“¿Será un Dantón”...- añadió, al cabo de largo rato de si­lencio-. ¡Y qué? Sería prueba de que la revolución había triun­fado de nuevo...

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Del Cap XLVI

… - Son bravos... y nada más- se repetía ella con frecuencia-. ¡Bravos! Bravos en un duelo, que al fin y al cabo no es más que una ceremonia. Todo se lleva preparado de antemano, hasta las palabras que ha de pronunciar el que cae herido. Tendido sobre el césped, puesta la mano sobre el corazón, debe conceder un perdón generoso a su adversario y dedicar una frase a una hermosa... imaginaria en muchos casos, o bien a una que asiste al baile el día mismo de la muerte de su cam­peón, a fin de no excitar sospechas. 

“Se desafía el peligro al frente de un escuadrón cubierto de acero; pero el peligro solitario, el peligro sin testigos, el peligro imprevisto... ¡Ah! ¡Es demasiado feo, y espanta a la generalidad de los hombres! 

“Solamente durante el reinado de Enrique III se encon­traban en la corte hombres tan grandes por su carácter como por su nacimiento. ¡Ah! ¡No me atosigarían las dudas si Julián hubiese servido a Jarnac o a Moncontour! En aquellos tiem­pos de vigor y de fuerza, los franceses no eran muñecas como hoy. El día de la batalla, lejos de producirles perplejidades, les quitaba las que sentían. No estaba encerrado su cuerpo, como las momias de Egipto, dentro de una envoltura común a to-dos, siempre la misma... ¡Sí!... Más valor se necesitaba enton­ces para retirarse a sus casas a las once de la noche, después de salir del palacio de Soissons, habitado por Catalina de Médi­PalaceSoissoncis, que hoy para recorrer todos los territorios de Argel. La vida de un hombre era resultado de una serie complicada de casualidades; hoy, la civilización ha desterrado a la casualidad, ha sepultado lo imprevisto. Si éste se deja ver en las ideas, lo apuñalan a fuerza de sangrientos epigramas; si en los actos nos llena de miedo, y si obramos impulsados por el miedo, por grandes que sean las locuras que cometamos, tienen excu­sa inmediata. ¡Siglo degenerado!... ¿Qué habría dicho Bonifa­cio de la Mole si, levantando su cabeza cercenada, hubiese visto en 1793 a diecisiete de sus descendientes dejándose prender como borregos para ser guillotinados dos días des­pués? ¡Claro! Habría sido de mal tono defenderse como hom­bres y matar uno o dos jacobinos! En el siglo de Bonifacio de la Mole, Julián hubiera sido jefe de un escuadrón y mi herma­no un curita, modelo de buenas costumbres, en cuyos ojos habría brillado la prudencia v de cuya boca sólo palabras se­sudas y razonables hubieran salido.

Algunos meses antes, Matilde desesperaba de encontrar un ser que se saliese del molde, del patrón corriente…

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Del Cap XXX

… Vuelta al palacio de sus padres, Matilde, pretextando una indisposición, que acaso no sentía, pasó gran parte de la vela­da cantando al piano la canción que tanto y tan agradable­mente la había impresionado: 

Devo punirmi, devo punirmi, 

Se troppo amai, etc

Resultado de aquella velada de extravío fue que se creyó curada de su amor. 

Vamos a escribir unos renglones a sabiendas de que han de perjudicarnos gravemente en la consideración de nuestros lectores. Las almas de hielo nos acusarán de poco con­venientes, pero, a nuestro entender, no es injurioso para los jóvenes que brillan en los salones de París suponer que ha habido entre ellas una capaz de los movimientos de locura que degradan el carácter de Matilde. Por añadidura, nuestra heroína es un personaje imaginario, al cual atribuimos cuali­dades que discrepan esencialmente de las costumbres sociales de nuestro siglo, que tan elevado nivel ocupa en la escala de la civilización. 

No es la prudencia la virtud que falta a las jóvenes que constituyen el encanto de los bailes de invierno. Tampoco creo que se las pueda acusar, con justo título de desdeñar el tentador brillo de la fortuna, los soberbios trenes, las pose­siones, todo lo que asegura una posición agradable en el mundo. Lejos de ser estas ventajas manantial de desinterés y de indiferencia, lo son generalmente de codicia no disimulada, y suponiendo que la pasión no sea un mito, puede asegurarse que nace, arraiga y crece en los corazones al calor de aquellas prendas.

Tampoco es el amor el que se encarga de proporcionar una fortuna a los jóvenes dotados, como Julián, de algún talento: tienen éstos necesidad de aliarse con lazos estrechos a una camarilla, y si ésta tiene la suerte de hacer fortuna, sobre los que la componen llueven todos los beneficios sociales. ¡Pobre del hombre estudioso y sabio que no forma parte de un grupo, partido o camarilla! Con dificultad obtendrá triun­fos insignificantes, y en cuanto a los grandes y ruidosos, pue­de dar por descontado que le serán robados. No olviden nuestros lectores que las novelas son espejos que pasean por la vía pública, que tan pronto reflejan el purísimo azul del cielo, como el cieno de los lodazales de la calle. Y si así es, ¿os atreveréis a acusar de inmoral al hombre que lleva el espejo en su canasto? ¡Porque su luna refleja el cieno, os revolvéis con­tra el espejo! ¡No! A quien debéis acusar es a la calle o al loda­zal, y mejor aún, al inspector de limpieza que consiente que se forme el lodazal. 

Ahora que suponemos a todos convencidos de que el ca­rácter de Matilde es imposible en nuestro siglo, tan prudente como virtuoso, ya no es tan grande nuestro temor de incurrir en el desagrado de nuestros benévolos lectores, si continuamos la historia de las locuras de aquella encantadora joven. 

El día que siguió a la función de la Ópera, lo pasó entero Matilde acechando las ocasiones de comprobar su triunfo sobre su insensata pasión. Era su gran objetivo contrariar, desagradar a Julián en todo, y no perder ninguno de sus mo­vimientos…

 _ 

Del Cap L

… Toda la mañana siguiente la consagró a reventar su caba­llo y a matarse a sí mismo de cansancio. En la tertulia de la noche no intentó siquiera acercarse al canapé azul, que, como en la velada anterior, ocupó Matilde. Observó que Norberto no se dignó mirarle ninguna de las veces que le encontró en diferentes lugares del palacio, y dedujo que su descortesía debía costar gran violencia a quien indiscutiblemente era el prototipo de la corrección. 

Dormir habría sido para Julián una dicha. Recuerdos ex­cesivamente seductores, que flotaban sobre su agotamiento físico, comenzaban a invadir su imaginación, fenómeno que le admiró, sin duda porque careció de penetración bastante para comprender que sus desaforadas carreras a caballo por los bosques de las inmediaciones de París, si fatigaban su cuerpo, ninguna influencia ejercían en el corazón ni en el alma de Matilde, y, de consiguiente, en nada podían alterar su suerte. 

Parecía que hablar a Matilde sería lenitivo a su dolor; ¿pe­ro cómo atreverse? Y si le hablaba, ¿qué le diría? En esto pensaba precisamente una mañana, a las siete, en ocasión en que se había recluido en la biblioteca, cuando se le presentó de improviso Matilde

- Sé que desea usted hablarme, caballero- le dijo. 

- ¡Dios mío! ¿Cómo lo sabe usted? 

- Lo sé, y es lo esencial. El cómo es lo que no importa. Si no conoce usted el honor, puede perderme... o intentarlo al menos; pero no me impedirá ser sincera este riesgo, que dudo que sea real. No le amo a usted, caballero; mi imaginación ex­traviada me engañó. 

Red-and-black-heartLoco de amor, desesperado ante golpe tan terrible, Julián intentó justificarse. No pudo ocurrírsele absurdo mayor; ¿por ventura es un hombre responsable de no ser del agrado de una mujer? Verdad es que nuestro amigo atravesaba una de esas situaciones durante las cuales no es la razón la que ejerce el menor imperio sobre los actos. Un instinto, ciego le impul­saba a dilatar todo lo posible la decisión de su suerte. Parecía­le que, mientras estuviera hablando, no terminaría todo, y sin embargo, Matilde no quería escucharle, le irritaba el sonido de su voz, no concebía que tuviese la audacia de interrumpirla. 

La mañana que nos ocupa, los remordimientos de su virtud y la voz de su orgullo se daban la mano para hacerla desgraciada. La anonadaba, la desatinaba la idea horrorosa de haberse entregado a un estudiante de cura, hijo de un rústico de aldea. 

- Es lo mismo- se decía ella en momentos en que exagera­ba su desgracia- que si me hubiese entregado a un lacayo. 

Los temperamentos atrevidos y orgullosos pasan con fa­cilidad pasmosa desde la cólera contra sí mismos a la furia contra los demás, porque para ellos, en casos como el que nos ocupa, el furor constituye un vivo placer. Esto fue lo que ocurrió con la señorita de la Mole, que concluyó por abrumar a Julián bajo el peso del desprecio más terrible. Dotada de tanto ingenio como talento, empleó entrambas cualidades para torturar el amor propio de su amante, al que produjo heridas crueles. 

Por primera vez en su vida se vio Julián sometido a la ac­ción de un espíritu superior, animado de odio violento en contra suya. No intentó siquiera defenderse: antes por el con­trario, creyó fundados los cargos y concluyó por despreciarse a sí mismo. Al verse objeto de los tiros del desdén, asestados con diabólica destreza para pulverizar la buena opinión que de sí mismo pudiera tener, parecíale que Matilde tenía razón, y que aún no decía bastante. 

Ella, por su parte, saboreaba el acre placer de castigar en sí misma y en Julián la adoración que a éste profesó breves días antes. Ni necesidad tuvo de inventar, de construir las frases acerbas que con tanta complacencia pronunciaba su lengua; le bastaba repetir lo que, desde hacía ocho días, decía a su corazón el abogado de la parte contraria del amor. 

Cada palabra suya centuplicaba las agonías de Julián. In­tentó éste huir, y Matilde le asió autoritariamente por un bra­zo. 

- Tenga usted la bondad de observar -dijo Julián- que alza demasiado la voz y que pueden oírla desde la habitación con­tigua.

- ¡Qué me importa!- replicó con fiereza Matilde-. ¿Quién se atreverá a repetir lo que oiga? ¡Quiero destruir para siempre su ridículo amor propio, caballero, acabar con las ilusiones que haya podido formarse! …

 _ 

Del Cap LXI y LXII

MemoriasDeNapoleon… Gradualmente recobró la calma. Se comparó al general que acaba de obtener un triunfo glorioso. 

- La ventaja es cierta, positiva, inmensa- se decía-. ¿Pero qué sucederá mañana? En un minuto puedo perderlo todo.

Con movimiento apasionado abrió las Memorias dictadas por Napoleón en Santa Elena, y pasó dos horas engolfado en su lectura. Sólo sus ojos leían, es cierto, pero conseguía su objeto, que era violentarse. Durante aquella lectura verdade­ramente singular, su cabeza y su corazón, puestos al nivel de cuanto hay de más elevado, trabajan activamente. 

- Su corazón es el reverso del de la señora de Rênal -se decía de tanto en tanto, pero sin atreverse a ir más lejos.

Al fin, arrojando lejos de sí el libro, exclamó: 

- ¡Infundirle miedo! Mientras el enemigo me tenga miedo, me obedecerá y no se atreverá a despreciarme.

Paseaba por su habitación ebrio de alegría... aunque esta alegría nacía de su orgullo más bien que de su amor. 

- ¡Infundirle miedo!-se repetía con fiereza-. La señora de Rênal, hasta en los momentos de dicha más intensa, dudaba que mi amor fuese igual al suyo... Hoy me encuentro frente a un demonio a quien es preciso subyugar. 

Sabía perfectamente que, desde las ocho, de la mañana si­guiente, Matilde esperaría en la biblioteca, pero él no apareció hasta las nueve. Su amor tendía a desbordarse, pero su cabeza dominaba en absoluto a su corazón. Ni un minuto dejaba pasar sin repetirse: 

- Mi salvación estriba en que ocupe siempre y a todas horas su imaginación esta duda: «¿Me ama?» Su posición bri­llante y las adulaciones que la rodean la predisponen a tranquilizarse demasiado pronto, y eso es lo que debo evitar.

La encontró pálida, tranquila, sentada en el diván. 

- Te he ofendido, amigo mío; lo confieso- dijo tendiendo la mano-. ¿Puedes guardarme rencor? 

Faltó poco para que se vendiese Julián, que estaba muy lejos de esperar aquel tono dulce y sencillo.

- Exiges garantías- repuso ella, después de esperar inútil­mente contestación-, y nada más justo. Ráptame... huiremos a Londres... quedaré perdida para siempre... deshonrada... 

rougeetnoir-port10Todos los sentimientos de virtud y de decoro femenino se alzaron en su alma. La sacudida que aquellos determinaron le dio valor para retirar su mano de la de Julián y cubrir con ella sus ojos. 

- No importa... deshónrame! -gritó al fin-. ¡Es una garantía!…

 _ 

… Refiere un viajero inglés que vivía en intimidad perfecta con un tigre. Mimaba y acariciaba a la fiera pero siempre tenía al alcance de su mano una pistola amartillada. 

Algo parecido hacía Julián. Jamás se abandonaba al exce­so de su dicha, fuera de los momentos que Matilde no podía leer la expresión de sus ojos, y con exactitud matemática cumplía el penoso deber que se había impuesto de dirigirle al­guna frase dura. Cuando la dulzura de Matilde, que le produ­cía vivo asombro, dicho sea de paso, y su abnegación abso­luta, ponían en peligro el dominio que sobre sí mismo ejercía, tenía el valor de separarse bruscamente de ella. 

Matilde amaba por vez primera.

 La vida, que para ella se arrastró siempre a paso de tortu­ga, volaba ahora vertiginosamente…

...

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