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Fragmentos de libros. MISTERIOS GOZOSOS de Fernando Savater  Fragmentos II:

Acceso/Volver a los FRAGMENTOS I de este libro: Arriba FraLib
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NatioFrancia... En cuanto empeño político, nada hay que objetar en líneas generales al nacionalismo, pues, como tantas otras empresas históricas, puede realizarse efectivamente para bien o para mal, seguramente para bien y para mal. Puede servir para emancipar a una comunidad de una tutela gravosa o de una explotación imperial, así como puede ponerla bajo la férula de un dictador carismático, o reducir sus expectativas culturales o desviar la atención popular de las reivindicaciones sociales más urgentes. De todo se ha visto en los nacionalismos que han cumplido finalmente su designio en el pasado. Lo importante es, sencillamente, subrayar que en sí mismo, el nacionalismo no tiene ninguna especial virtud redentora, ni tampoco es en toda ocasión signo de una lacra irracional NatioTurquiaentre las diversas opciones políticas. Y también es preciso aclarar que de ninguna manera hace falta compartir la vocación política nacionalista para reconocer el derecho de existencia y libre expresión a ésta, lo mismo que no hace falta ser uno mismo religioso para tenerse por firme partidario de la más rigurosa libertad de creencias y cultos. Como ideología, en cambio, el nacionalismo es ya mucho más discutible. En efecto, no se trata simplemente de creer en el derecho de cada «nación» a su autogobierno, pues el carácter mismo de nación o sus límites o lo que se entienda por autogobierno son conceptos que no pueden ser sin más establecidos sin una serie de presuposiciones que terminan por abarcar toda una concepción política explícita o implícita, toda una doctrina acerca de lo primordial en la vida y orden de la comunidad. Diríase que, en su fórmula NatioCataluñamás templada, el nacionalismo es algo así como un discreto conservadurismo que dice «a mí que me dejen con mi vida, con mi lengua, con mis costumbres y con mis propios errores o aciertos», es decir, no pasa de ser un rechazo de las injerencias foráneas; pero, en su expresión más extrema, el nacionalismo puede ser una ideología imperialista, racista y la mejor coartada para empresas bélicas criminales. Entre ambos extremos se abre un amplio surtido de variedades y matices.

Uno de los análisis más válidos e interesantes de la ideología nacionalista es el de sir Isaiah Berlin. Distingue en primer lugar entre identidad nacional -conjunto de rasgos étnicos, culturales, etcétera, compartidos por un grupo social- y el nacionalismo propiamente dicho, que es la inflamación o exacerbación de la conciencia de identidad y diferencia de tal grupo, producida en la mayoría de las ocasiones por la hostilidad de otros colectivos y la persecución sufrida por la identidad nacional. La ideología nacionalista, en su planteamiento hard (aun sin llegar a sus extremos NatioPoloniamás aberrantes), tiene según Berlin cuatro creencias principales: primera, que todo individuo debe pertenecer a una nación, que el carácter de cada uno de ellos es formado por ésta y no puede ser entendido al margen de esa unidad creadora; segunda, que los elementos que forman una nación tienen entre sí una vinculación orgánica, mucho más semejante a las formaciones de la biología que a las instituciones convencionales, y que NatioCroaciapor tanto, la nación no es una unidad que pueda ser creada o abandonada por voluntad humana, sino que hay en ella algo de «natural»; tercera, que las creencias, valores, leyes, costumbres, etcétera, no pueden ser juzgados en abstracto, sino que cuentan ya con un aprecio definitivo por el solo hecho de ser nuestras; y cuarta, que para satisfacer las necesidades nacionales, debe pasarse por encima de cualquier otra consideración, y que si los objetivos de mi patria son incompatibles con los de otras naciones, debo obligarlas a ceder, aunque sea por la fuerza. En una u otra proporción, parece en efecto que estos elementos se dan en todo nacionalismo, aunque su uso, como ya hemos dicho, haya podido ser en la práctica muy diverso: en nombre de la misma ideología se ha rechazado al invasor y también se han acometido las empresas imperiales y coloniales.

NatioIndioResumiendo, pues, la ideología nacionalista sostiene que el rasgo más importante del individuo humano es su afiliación nacional («He visto en mi vida», decía el ultramontano Joseph De Maistre, «a franceses, italianos, rusos, etcétera; pero, en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es sin yo saberlo»)… 

Se puede leer completo en:  este enlace

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De CULTURA-CULTURA y DERECHA-DERECHA  (En Impertinencias y desafíos)

Más ya está todo perdido; 
yerbas comeré afligido, 
aunque llegue a presumir 
que algún mayo he de parir 
por las flores que he comido. 

TIRSO DE MOLINA. El condenado por desconfiado

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Verán ustedes cómo es la cosa: se habla de una ofensiva cultural de la derecha, en Europa en general y hasta en este país. ¡Una ofensiva cultural en España¡ Bueno, no es una cosa corriente los últimos lustros, así que bienvenida sea, incluso si la trae la derecha. Además, imagínense, la derecha española ofendiendo culturalmente… La vida guarda sorpresas maravillosas. Adelante, pues, y que sea para bien. Ahora habrá de purgar la izquierda sus muchos pecados de esa cultura; el principal castigo que merecerá de sufrir es que nadie lo va a creer cuando grite: «¡que viene la derecha!». Es natural, no para de gritarlo desde hace tantos años… A fin de cuentas y bien mirado, todo resultaba ser de derechas para los molosos paranoicos de la izquierda incorruptible: ¿el surrealismo?, nihilismo pequeño-burgués; ¿el psicoanálisis?, la repugnante decadencia del individualismo obsceno, ¿Camus?, un anticomunismo visceral al servicio de la guerra fría; ElErotismoBataille¿Bataille?, un nuevo místico; ¿Marcuse?, un agente de la CIA; ¿Mayo del 68?, infantilismo antisindical que hizo el juego a los patronos; ¿Soljenitchin?, para qué hablar… En la España de los setenta, ser de derechas y denunciado como tal por las publicaciones especializadas en ese tipo de alarmas era cosa fácil. Bastaba con exponer algunas reservas críticas sobre la polvorienta mitología marxista (defensa de la ideología burguesa), no mostrar cariño por los manejos de los neoherederos del socialismo real (anticomunismo primario), dudar del progreso histórico y sus leyes (inmovilismo, estructuralismo, ahistoricismo…); interesarse por el simbolismo sagrado o místico (oscurantismo), practicar temas metafísicos (metafísica), pregonar las excelencias de autores como Borges o Yeats (elitismo), reírse a mandíbula batiente de las explicaciones sociológicas de Giotto o Cervantes (esteticismo); exponer las ideas de Nietzsche sin hacerlas democráticamente aceptables (fascismo larvado): sentir pasión por John Ford o Huston y asco por Liliana Cavani o Bertoluci (facismo explícito), no votar en los comicios organizados por la autoridad competente (pasotismo), etc. Cualquier pretensión de eficacia subversiva debía ser abandonada por los que estábamos aquejados de una o varias de estas dolamas, pues nuestros planteamientos críticos eran precisamente «el tipo de ataque que el orden establecido se complace en recibir», en último término hacíamos el juego a la clase dominante sirviéndoles de coartada para su improbable mala conciencia y todo lo que uno pudiera decir o hacer era inmediatamente aprovechado por el Sistema. Esto decían los severos censores, balanceando con reconvención la cabeza, e inmediatamente volvían a la redacción de un polémico estudio sobre «El desarrollo de fuerzas productivas en el Bajo Jurásico y su influencia en el desplome inflacionista del dólar», texto que era pura dinamita y cuya eventual aparición había hecho poner en estado de alarma a todas las fuerzas represivas del país. Por lo demás, uno era de derechas pasara lo que pasar y pese al poco agradecimiento que el Estado mostrase por sus servicios: aun encarcelado, o expulsado de su trabajo, o censurado o vetado o… Afortunadamente, la auténtica izquierda podía seguir siéndolo ocupando Direcciones Generales, cátedras o incluso obispados. La vida es ansí, que decía Don Pío...

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TelQuel... Pero hablábamos de ofensiva, si no recuerdo mal. Cultural y de derechas, valga la paradoja. ¿Cuál es aquí la fórmula mágica? Cultura-cultura, como si fuese café-café. Esta vez va en serio. Los que llegan al galope son todos ex convictos; ellos conocer bien a la izquierda desde dentro, y hasta fueron pro chinos hace menos de una década, cuando lo mandó «Tel Quel…» Pero allí no hay nada que hacer, no señor. Demasiado dogmatismo y poco respeto a la libertad de los poetas. Ellos son profundamente liberales y por tanto antiizquierdistas hasta el borde mismo del fascismo, cuando no de la ridiculez. Pero, sobre todo, son ferviente partidarios de la cultura-cultura. ¿Y quién es esa moza? Lo contrario a una moza de partidos, estén ustedes seguros, se trata más bien de una de esas «señoritas de compañía, distinguidas, discretas, inolvidable»s que prometen los anuncios por palabras. Más caras, más al día, más sofisticadas: actrices de segunda fila, caídas de todos los buenos repartos pero con ínfulas carnales. La cultura está secuestrada, hay que liberarla de los moralistas revolucionarios, de los contenidistas tragicómicos, de los neorrománticos, de la explicitud erótica y de cualquier otra boga que ponga puertas al campo. Sin coartadas: cultura-cultura, pintura-pintura, todo literatura y, por descontado, mucha caradura. Es la guerra por la vida, nunca fácil. Es preciso rescatar a la cultura de las garras de la política. Modelo de escritor-ErGarCabescritor, puro y purificado. Ernesto Jiménez Caballero, más grande que todo el 27 junto… y mucho más apolítico. Desdichadamente, no siempre es fácil sacudirse el contagio fatal de la política: los hay que saltan a la arena en plan cultura-cultura, pero enarbolando como frontis el manifiesto político del CIEL, y luego van derivando hacia las más repugnantes formas de lerrouxismo o cualquier otro enjuague parecido. Por lo hablar de la otra política, la de reducir la crítica a la maledicencia y buscar complicidades por la vía «ríndete o te acuso», o convertir las gacetillas de artes plásticas y literatura en la matonería chulesca del que busca ser convidado por el sencillo expediente de insultar al que suele pagar las copas; en una palabra, la política del indeseable que, patéticamente carente de sustancia creadora propia, llega a la conclusión de que también acabará comiendo de lo que otros cuecen si logar dar tirones lo suficientemente enérgicos al mantel…

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Del CAPÍTULO III. EL JÚBILO DE LA ADMIRACIÓN.

De  Lo que Salgari comparte con Shakespeare. 
(En Instrucciones para olvidar el Quijote)
* Este artículo apareció en la edición impresa de EL PAIS, el domingo, 15 de julio de 1984

No he oído ni leído demasiados comentarios derogatorios (ni por supuesto, ninguno elogioso) del referéndum de escritores propiciado por varios periódicos europeos -entre ellos, este en el que escribo- e inspirado por la sagazmente comercial revista francesa Lire. Mejor: este desdeñoso semisilencio confirma que la ridiculez de la iniciativa ha sido lo suficientemente patente como para ahorrarse las cajas destempladas. De todas formas, creo que a partir de esa insustancial ceremonia de autocomplacencia cultural pueden hilvanarse unas cuantas reflexiones sobre la gozosa miseria de la literatura, que serán cosa liviana propia de estos días veraniegos, nota a pie de página, divagación previa a la siesta. Ni yo estoy para más ni ustedes tienen derecho a exigírmelo. Como recordarán, se trataba de elegir el mejor escritor europeo; como ustedes han aprendido gracias a Lire, ser europeo y escritor no es tan fácil como parece. Para ser europeo con voz y voto (que viene a ser europeo de veras, europeo comme il faut) hay que ser británico, alemán, italiano, francés (esto ya nos lo esperábamos) o español (¿quién se habría atrevido a pedir tanto?). Para ser escritor importante (es decir, escritor, porque, ¿a quién diablos le importan los escritores no importantes?) hay que estar muerto yLire en una lista muy lista preparada por unos señores a los que no tenemos el gusto de conocer, pero que cuentan con nuestra confianza (se trata de un juego, repiten sin cesar, con la modélica seriedad del asno, los muchachos de Lire).

Consecuencias de lo anterior, que muchos, con demasiado obvia razón, han deplorado: Dostoievski no es europeo y Quevedo no es escritor, mientras que Yeats no es escritor ni europeo. En cambio, Curzio Malaparte y Virginia Woolf (esta última, apoyada por Simone Weil: así, cualquiera) son todo lo que hay que ser en este mundo para salir en el hit-parade. Virgilio no era europeo, ni falta que le hizo, o quizá no fue suficientemente escritor, ni tampoco aquellos viejísimos poetas griegos (¿existieron acaso?) cuyas obras, según señala un estudioso actual (A.M. Davies), con lo que supongo que en Lire tomarán por condescendiente menosprecio, "tratan de una vieja lanza o de un perro muerto, tratan de las dificultades de ser virtuoso, de la fragilidad de los monumentos, de la brevedad de la dicha". Se dan algunas paradojas, pero ¿dónde no?; por ejemplo, en el noveno lugar de la clasificación definitiva figura James Joyce, cuya obra menos deplorada lleva por título el nombre de Ulises, personaje creado por un bardo jonio que ni era europeo, ni escritor, ni siquiera existió. Y es que si el griego clásico también es una lengua culta, no acabaremos nunca el Mercado Común. ¿Qué pinta en Estrasburgo Esquilo, bárbaro antiguo que soñó un tribunal de dioses y hombres para conseguir que las furias sanguinarias se convirtieran en protectoras de la ciudad? ¿Consentiremos que los miembros de la OTAN escuchen a Sófocles, cuya más terrible heroína murió por haber nacido para el amor y no para el odio? De Fernando Pessoa, Kierkegaard, Cavafis, Isak Dinesen, Nabokov, etcétera, sin olvidar a Tolstoi, nada hay que decir: son modas pasajeras, no homologables. ¡Lástima, en cambio, que Bernard Pivot no haya muerto, porque sería el candidato perfecto a la más ilustre pluma televisual del continente... !

Los cuatro primeros clasificados resultaron, como era obligado, los cuatro grandes escritores oficiales de sus respectivos países. Shakespeare, por Inglaterra; Goethe, por Alemania; Cervantes, por España y Dante, por Italia. Se trata de un baile en capitanía con asistencia del cuerpo diplomático, de modo que no caben sorpresas. A los franceses siempre les ha perjudicado no tener un escritor nacional oficialmente reconocido: Proust, Molière y Voltaire, en buenas colocaciones, salvaron la honra de los anfitriones del evento. El quinto -es decir, el primero después de los inevitables- fue Franz Kafka (¿qué hace un checo como tú en un hit-parade otanista como éste?), y García Lorca (pronúnciese Logká) quedó en un honroso undécimo puesto... delante de Flaubert, Petrarca, Schiller o Stendhal: ¡casi nadie al aparato! La interpretación de estos interesantísimos datos (pero, por favor, es un juego; idiota, pero juego al fin) queda al arbitrio del ocioso lector de Lire: parece evidente a simple vista que no se puede hacer el bachillerato impunemente y que quizá llegue el momento de deplorar la decadencia del analfabetismo que preocupaba a Bergamín

No podía faltar la nota discrepante de un rebelde. Entre los comentarios de Lire a la puntuación de cada uno de los países, que constituyen una pequeña y educativa obra maestra de cuistrerie de alto vuelo, se menciona la anécdota de un niño español que propuso esta trinidad impecable: Alejandro Dumas, Julio Verne IlLioneDamascoy Emilio Salgari, desdeñando los nombres de genios oficiales que se le ofrecían. Aquí surgió el problema, porque pase lo de Dumas y lo de Verne, franceses al fin y al cabo, pero, ¿quién demonios es Salgari? Nadie en la Redacción de Lire lo sabía, como confiesan ellos mismos con ufana modestia que les retrata; una enciclopedia vino en su ayuda, y con sonrisa paternal se enteraron de la existencia del autor de Los tigres de Mompracem y El león de Damasco. Añaden: y luego dirán que este referéndum no ha resultado útil... En efecto, la lección implícita en el voto del niño pudiera haber sido provechosa, si los que la recibieron hubiesen estado menos empedernidos. Porque el chico lo que intentó fue explicar a esos señores qué es un gran escritor, y para ello, como un pequeño Galileo, no recurrió a la dogmática voz de los sabios, sino al telescopio de su experiencia. No mencionó a Shakespeare, ni a Goethe, ni a Cervantes, ni a Dante. ¿Por qué? Porque no los ha leído aún, concluirán de inmediato los redactores de Lire ¡En modo alguno! No haberlos leído es precisamente lo que el mozo tiene en común con los votantes que les han hecho encabezar unánimemente la lista de sus preferencias. Pero él tampoco ha leído, bendito sea su limpio y jubiloso corazón, a los que establecen quién es genio y quién no, quién es el primero y quién el segundo ante los ojos del Señor. A él le gusta Salgari, y por eso votó a Salgari, sin saber que no se trata de gustos de lectura -cosa deleznable-, sino de saber quién es el más grande escritor. Y el más grande dependerá de los votos, que es cosa por encima de caprichos y ventoleras subjetivas: la cultura de la comunidad europea es una cosa muy seria, y si con sus literatos se hacen juegos, nunca serán juegos de niños...

Hay detrás de todo esto, además de urgencias comerciales e ingenuos proyectos de falsa unanimidad europea, la vieja obsesión literaria por el ranking. Entre escritores, el escalafón es aún más importante que entre las demás castas burocráticas de la Administración, porque es más impalpable, más discutible. Todos estamos obsesionados con él, sobre todo quienes aseguran que a ellos esas cosas les traen sin cuidado. Las batallas mordaces e implacables entre mandarines y arribistas, patriarcas y malditos, facilones y exigentes, entre quienes están, quienes decaen, quienes vienen o quienes no llegan del todo, son una constante en la sociología literaria desde el Renacimiento. Si alguien lo duda, puede leer el clásico de Lucien Fèbvre El problema de la incredulidad en el siglo XVI, o, más cerca de nosotros, las memorias literarias de Cansinos-Assens. Cada época ha conocido lamentaciones por la corrupción del gusto, la entronización de IncredulidadXVIla mediocridad y la postergación del auténtico mérito; nunca han faltado los que, acusados de haber vendido su alma al diablo por un plato de lentejuelas, han respondido a sus acusadores que les envidiaban porque ningún pobre diablo ofrecía nada por su alma. Siempre se ha propuesto como ejemplo de probidad artística para los contemporáneos el nombre de los maestros de generaciones anteriores, olvidando que éstos también padecieron en su día la misma comparación desfavorable y maliciosa, etcétera. Lo que cuenta es: ¿quién está ya arriba?, ¿quién es el primero?; si no lo soy aún, ¿quién está usurpando mi puesto? En esta puja no sólo intervienen los incapaces, ambiciosos o resentidos, sino también, sorprendentemente, los autores de obras admirables, a los que se podría suponer por encima de estas zozobras. Por lo demás, los más vigilantes de su renombre, y por tanto censores del ajeno, suelen revestir su refriega pro domo de objetiva y abnegada tarea moralizante: ¿recordaremos a quienes convocan una conferencia de prensa para denunciar que son marginados, a los que escriben artículos de primera plana denunciando a quienes escriben artículos de primera plana, a los exiliados voluntarios que -entre presentación en la universidad de su última novela y almuerzo con el ministro de Cultura- lamentan amargamente el mandarinato cultural establecido? 

La obsesión del ranking tiene múltiples explicaciones, todas más o menos válidas. Los francfortianos hablaron de mercantilización competitiva de la cultura; Adler, de la protesta masculina; Nietzsche, de la voluntad de poder... Freud enseñó que la libido conoce otras formas de dinero que el de curso legal, y que la fama es ese aurum non vulgui con que se tonifica nuestro pobre ego acosado por lo irremediable y lo imposible. Sospecho que, además, la vanidad tiene raíces estrictamente profesionales: corresponde a la intensa humillación del escritor debatiéndose contra la limitación hostil de las palabras, viendo cómo todo lo que se objetiva -incluso en el mejor de los casos- se empobrece... ¿Quién se atrevería a escribir sin hacer acopio de una soberbia mayor que la de Luzbel para contrarrestar la vergüenza de nuestros sueños caídos en la voz pública? De aquí que nos guste imaginar un Parnaso poseído de nuestras mismas rencillas y podamos suponer, tras el referéndum de Lire, murmuraciones ácidas en las alamedas elíseas, por las que un Dante de semisonrisa desdeñosa en el rostro adusto se cruza sin saludar con un indignado Virgilio... 

emilio-salgari

William Shakespeare, grande entre los mas grandes, dulce cisne del Avon ("Nosotros, que admitimos que en literatura todo puede ser aún hecho, no creemos de veras que nadie pueda escribir mejor que él", vino a decir una vez George Steiner), abandonó cierto día el bullicio teatral londinense y sus envidiosas zancadillas para morir en su campiña natal, dejó intactos todos sus secretos, enigmático él mismo -aunque hasta los analfabetos conocen su nombre- tanto como el señor W. H., a quien dedicó sus oscuros y ardientes sonetos de amor. El capitán Emilio Salgari fue el escritor más popular de su tiempo, pero editores sin escrúpulos le explotaron hasta la consunción; amarrado como un galeote a su mesa hipotecada, alimentándose sólo de café negro, trabajando 14 horas diarias, 16 horas diarias, para sacar adelante a sus hijos pequeños y a su mujer loca, narró las victorias de piratas remotos y el hundimiento del Rey del Mar. Una mañana de invierno dejó definitivamente la pluma, tras recomendar su familia a los negreros que le explotaron: "Yo os he hecho ricos: preocupaos al menos un poco por mis hijos". Una hora más tarde se hizo el harakiri con un yatagán sobre la nieve recién caída, cerca de Turín. Shakespeare, Salgari, nombres, páginas y humo, pasto para el vampirismo del journaliste y para el arrobo inicial del niño. Al cabo, nada nos deben: les debemos cuanto han escrito.

   

De RECORDANDO A BAKUNIN  (En:   Para la anarquía)

(En el primer centenario de su muerte)

El sistema anarquista de hechos revolucionarios y de acción evoca natural e infaliblemente la 
aparición y el florecimiento de la libertad y la igualdad sin ninguna necesidad de
institucionalizar la violencia o el autoritarismo,

                                      M. BAKUNIN. 

   

   Para quien no conozca a Miguel Bakunin más que por la biografía que de él escribió E.H.Carr (Miguel Bakunin, Editorial Grijalbo), el anarquista será solamente una especie de vividor infantiloide, un benévolo embaucador con problemas higiénicos y sexuales que dedicó su vida a cultivar una mitomanía revolucionaria de la que fue la primera y ciega víctima. No se trata sencillamente de que Carr invente o deforme los hechos. lo cual sería fácil de denunciar; lo grave es que no entiende Bakuninabsolutamente nada de lo que hace que Bakunin merezca una biografía. Parece como si el atrofiado inglés hubiese dicho: «Bueno, puesto que hay quien habla de este tipo, voy a contar su vida, aunque yo no le veo más gracia que cierto grotesco pintoresquismo.» De vez en cuando, Carr se ve obligado a explicar la influencia que Bakunin ejerció sobre algunos de los más estimables luchadores por la libertad de su época, sobre personalidades como Ricardo Wagner o en multitudes sublevadas como las de Lyon o Dresde. El biógrafo sale al paso refiriéndose al misterioso «poder de seducción» del anarquista, a quien dota, según el caso, de poder semitaumatúrgicos a lo Rasputín. No parece fácil, empero, conciliar la ingenuidad rayana en la memez pura y simple del Bakunin de Carr con su capacidad mágica de persuadir a líderes revolucionarios o a masas en acción. Pero no se trata ahora, en la conmemoración del siglo que nos separa del primero de julio de 1876 en que murió, de urdir una contraimagen respetable, venerable incluso, del revolucionario ruso. No, Bakunin no fue un santo subversivo, ni un científico que descubriese la vacuna contra el Mal de la Historia, ni el genio incomprendido de la revolución universal. No fer razonable, no acertó siempre, no tuvo sentido de la «oportunidad pública». Visto desde fuera, con ojos de imparcial y parlamentarista académico inglés, debió parecerse mucho al retrato de Carr: gordinflón, sablista, sudoroso, arrebatado… No es por ahí por donde hay que redimirle de sí mismo y ganarle para el digno Panteón de Hombres Ilustres. Tampoco hay que exagerar con fervor puritano su «côté apostol» ese que con tanta gracia y profundidad nos presenta Valle-Inclán en su magistral Baza de Espadas. Sería todo lo apóstol que se quiera, pero lo cierto y, a mi modo de ver, lo más importante, es que Bakunin se divirtió prodigiosamente con el asunto de la revolución: frente al sombrío ascetismo de quien no busca en la rebelión más que una ocasión de matar o de que le maten, frente a la intrigante seriedad manipuladora del burócrata, Miguel Bakunin tuvo un concepto jubiloso de la subversión. ¿Aventurerismo? Ciertamente vivió la revolución como una gran aventura, no como el producto de la necesidad histórica, o un penoso deber justiciero… 

Se puede leer completo en:  este enlace

   

De Introducción a ENSAYO SOBRE CIORAN   (En:   Sobras completas) 

Concebir un pensamiento, un solo y único pensamiento, pero que hiciese pedazos el universo. 

          Emil Cioran  La mauvais demiurge

     Ya que se ha de hacer una tesis, elijamos al menos un tema imposible: que el fracaso en que ha de culminar nuestro trabajo no sea simple fruto de la incuria o de la incompetencia, sino de la premeditación. Supongo que una tesis de filosofía pretende ser una contribución académica al esclarecimiento del mundo: mi pereza, mucho más que mi modestia, me impide aspirar a tan ambicioso logro, por lo que doy mi derrota por descontada. Pero tan extraña es la condición de la EnsayoCioranfilosofía que nada es más aleccionador en ella que sus fracasos, y esta consideración nos consiente la vaga esperanza de que, a fin de cuentas, también esta tesis tenga su lección, aunque no fuera más que ésta: que existe un punto de vista filosófico desde el cual el discurso pedagógico es imposible. Lo que se alcanza a ver desde este punto ciego del espíritu –que aquí llamaremos lucidez- más que decir, borra lo dicho; niega incluso cuando afirma –su forma de afirmar es negar-; solo habla para acallar o desmentir las palabras vigentes; no busca ni la persuasión, ni el adoctrinamiento, ni la transmisión de ningún conocimiento positivo: su única tarea, si se la puede llamar así, es el desengaño. Solo enseña a descreer de todo aquello que pretende poder enseñarse. Una tesis sobre la lucidez es, de este modo, contradictoria en su planteamiento mismo, por lo que su fracaso, académicamente hablando, es insoslayable: ¿cómo va a ser pedagógicamente aceptable un discurso que torna en duda o irrisión las certezas de la pedagogía? Pero quizá no carezca totalmente de cierto interés morboso mostrar cómo y por qué, ante las luces de neón del vigente discurso de mundo, solo la lucidez aparece como un pequeño foco de tinieblas, irreductible y perturbador. 

     Sin embargo, tras esta paladina manifestación de mala fe, me apresuro a señalar que el objeto formal de mi tesis no puede ser más respetable para la Academia; se trata de estudiar los temas principales de la obra de un pensador contemporáneo, cirto que no muy conocido por el público, pero apreciado por los suficientes espíritus selectos de nuestros días para justificar esta atención. Quizá se me diga que Emile M. Cioran no es un filósofo stricto sensu; pero hoy, precisamente, este tipo de objeciones son una cuestión filosófica, y el espectro de la filosofía esta demasiado anémico como para exigir a las dudosas conquistas que puede poner bajo su sombra un sistema constituido o respeto por las divisiones tradicionales del género. Toma su bien donde lo encuentra y sin hacer demasiadas preguntas: exceptuando algunos académicos particularmente obtusos, nadie duda de que se pueda hablar de filosofía –o del «pensamiento» utilizado aquí como eufemismo- de Antonio Machado, Valéry o Borges

   

 De   El indefendible e indefenso Cioran   (En:   Sobras completas) 

On peut mesurere l’influence et la force
d’un esprit a la quantité de vêtises qu’il fait éclore.
LOUIS ARAGON, Traité du style

Cioran  

     Cuando hace ya nueve años traduje por primera vez un libro de Cioran al castellano, era difícil de prever el interés que su obra iba a despertar en España. Puede decirse que llegó a ser más popular aquí que en la propia Francia. Influyó en esta favorable aceptación, sin duda, la maestría subyugante de su estilo y sobre todo el que sus libros están libres de tecnicismos filosóficos y de jerga parisina, ese nuevo morbo gálico, por lo que fueron gustados por lectores que habitualmente se mantiene a prudente distancia de los pensadores «serios». Pero naturalmente lo que más apasionó de él fueron los temas que plantea: en un momento en que la filosofía extraacadémica (la académica propiamente dicha seguía terne con santo Tomás y Durando de San Porciano) dirimía la problemática del significado insignificante, el texto y el pretexto, las reiterativas perplejidades del lenguaje común o la ruptura epistemológica entre los diversos Marx y entre los hermanos de Marx, alguien se lanzaba impúdicamente a preguntarse por la muerte y el fracaso, el suicidio y la tiranía, por la decadencia, el tiempo, los dioses… «Filosofía para porteras», se decretó de inmediato: como si la filosofía para profesores fuese superior por derecho divino… Por aquel entonces, yo solía verme identificado con fastidiosa frecuencia a Cioran: identificado, es decir, que algunos me tomaban por él  (¡Hubo quien pensó que se trataba de un seudónimo mío!) y otros muchos no me tomaban sin él ni a él sin mi («pero cómo dices eso, si Cioran ha dicho en cambio…» o «lo que os pasa a los nihilistas como Cioran y tú es que...». Eran simplezas halagadoras, todo hay que decirlo, porque Cioran era ya Cioran y yo aún no había cumplido los veinticuatro años.

      Cuando me comentaba la excelente acogida que su obra, introducida por Susan Sontag, había tenido en Norteamérica, Cioran siempre concluía: «Como todo éxito, se trata de un malentendido.» Hubiera sido ingenuo o presuntuoso suponer  que el interés despertado en España podía deberse a otra cosa. Era extraña, sobre todo, la falta de oposición: ni una crítica adversa, ni un dicterio, sólo una especie de fascinación horrorizada pero indiscutida, Cioran se convirtió en algo así como un complemente imprescindible de cualquier opción teórica, de izquierdas o derecha, anarquista o autoritaria; todos lo reconocían como dolorosamente suyo: ¡hasta el ministro de Hacienda lo leía y comentaba! Jóvenes aspirante a suicida en perpetuo aplazamiento, dinamiteros en potencia, eternos discípulos en busca incansable y sucesiva de gurú, peregrinaban hacia su casa de la rue de l’Odeon; volvían a veces decepcionados por el hombre sensato y cordial, nada energuménico ni oracular, que se empeñaba en hablar con ellos de cualquier tema salvo de su propia obra…

     

Cioran Savater… En realidad, lo que me mueve a escribir estas líneas no es nada de lo que Carandell dice sobre Ciorán: salvo los errores obvios que luego señalaré, puede que el propio Cioran esté discretamente de acuerdo con la caracterización general que de él se hace en el artículo. Pero hay algo que sí merece respuesta: a saber, la nota en la que recomienda mi «Ensayo sobre Cioran» porque en él «se defiende» al pensador rumano. ¿Defender a Cioran, «romper lanzas» por él como si de una frágil dama se tratase, amenazado por quién sabe qué fabuloso dragón? Intolerable sugerencia. En primer lugar, yo nunca he escrito ni una línea para defender a nada ni a nadie, pues opino que todo el que necesita ser defendido no lo merece; he escrito en cambio la mayoría de mis páginas para atacar lo que creo que debe ser atacado y no porque el ataque sea la mejor defensa, sino porque la mayor virtud del ataque es hacer olvidar a quien a él se lanza el prurito de defenderse. En segundo lugar, yo no sabría de qué defender a Cioran: necesita defenderse quien quiere guardar algo o guardarse, quien se aferra a un puesto o a un nombre, quien sostiene una doctrina o funda una escuela; pero ¿cómo defender al único «pensador privado» actual en el sentido kierkegaardino de la expresión, a alguien sin oficio ni beneficio, sin cargo académico, sin influencia oficial ni magisterio público?, ¿cómo defender las ideas de quien sostiene que aferrarse a una idea es edificar un patíbulo en el corazón, de quien apoya los derechos de la divagación sobre el sistema y propone como único fundamento de sus opiniones el momentáneo y espontáneo humor que las suscita?  En tercer lugar, lo que yo he pretendido –tanto en el Ensayo como en todo lo demás que he escrito sobre este autor- es precisamente subrayar lo indefendible de la postura de Cioran

   

     … Si de algo peca el pensamiento de Cioran, es de fijación anecdótica: está todo lleno de imágenes, concreciones, detalles, noticias bibliográficas de personajes olvidados, mendigo sentenciosos, peculiaridades frenéticas de tal poeta o tal místico, ilustraciones teológicas o míticas altamente coloreadas, comentarios escuchados en la pescadería o de labios de un sepulturero, minucias biológicas, descripciones paleontológicas, etc. Un aforismo típico de Cioran: «El gorila es un mamífero fúnebre: desciendo de su mirada…» ¡Qué pasión por el detalle vívido! En un texto reciente, Italo Calvino narra su visita a Copito de Nieve, el simio CopitoNievealbino del zoo barcelonés, y dedica particular reflexión a la tristeza de sus ojos: pues bien, el racionalista Cioran ya debía haber pasado unos cuantos ratos de ejercicio espiritual ante jaulas y árboles de polivinilo… Sigue Carandell su lamentación de la realidad perdida: «Habla del amor, pero no aparece ni una sola mujer, ni un seno, ni un pezón.» -fastidioso pleonasmo- cuando son nombrados en un texto poseen más concreción que el número diecisiete o la idea de inmortalidad; en cuanto a mujeres, sobran en la obra de Cioran, desde madame Du Deffand o Julie de Lespinasse a cierta viejecita que encontró en el Museo del Prado, de Teresa de Jesús o Ángeles de Foligno a diversas prostitutas cuyos dictámenes oraculares recensiona fielmente. ¿O lo que quiere Carandell es que Cioran le cuente su vida amorosa con pezones y señales?...

    

 

De   El triunfo de los proscritos.   (En:   La infancia recuperada)

    Siempre que encuentro a alguien más o menos de mi edad, de gustos teóricos o éticos semejantes a los míos, alguien, en suma, que entiende la vida como yo (es decir, que no la entiende en absoluto), no tengo que bucear mucho tiempo en lo más íntimo y congenial de sus recuerdos para que aparezca, nimbado de gloria,
GuillermoBrownGuillermo Brown. Es nuestro punto de referencia com
ún, el único precedente necesario, de cuyo ejemplo vibrante no sabríamos prescindir: es el eslabón perdido por el que permanecemos unidos a una dicha tan lejana que ya parece imposible. ¡Guillermo Brown! Nadie, ni Tarzán, ni Sandokan, ni siquiera Sherlock Holmes nos es tan vinculante, nos explica tan profundamente. A los demás se les puede releer, se les puede cariñosamente desmitificar, se puede volver sobre ellos de un modo u otro, por el pastiche afortunado o la recreación cinematográfica: pero Guillermo no necesita segunda vez, no hay que hacer esfuerzo alguno para mantener vivo su culto. Basta con haberle conocido a tiempo, cuando teníamos esos once años incorruptibles que él eterniza, para conservarle siempre sentado en la alfombra del alma, jugando con su escopeta de corchos o chupando pensativo una enorme barra de regaliz. Sería blasfemo considerarle sencillamente como un acierto literario, lo que, indudablemente, también es; pues ante todo, Guillermo es la esperanza misma de que nunca nos faltará ánimo para salir del hoyo, el nombre del ímpetu que libera de lo irremediable, la voz del clarín que nos reclama para la liza y nos convoca a la victoria. Extra Guillermo nulla salus: tal es la divisa de quienes juramos por el único anarquista triunfante que los tiempos han consentido, el capitán indiscutible de los proscritos.

    Yo creo que parte del éxito de Guillermo estribaba en el lamentable aspecto de la señora de mediana edad, amiga de nuestra madre, que nos regalaba el primero de sus libros. Uno tenía, naturalmente, el más profundo y justificado desprecio por esa insulsa monstruosidad, tan grata a los mayores, conocida como «un libro para niños», libelo que solía mezclar en amalgama detestable un argumento capaz de asquear al oligofrénico peor dotado, algún consejo moral, derivado de la más rastrera idiotez o del sadismo, y unas ilustraciones cuyo mérito artístico consistía en aunar nefastamente los colores rnás chillones y el dibujo más relamido. Ése era, precisamente, el tipo del libro que uno esperaba de la señora de marras, y cuando en alguno de nuestros diez primeros cumpleaños nos ponía en las manos el paquetito, diciendo: «Te gustará mucho, pequeño, es un libro muy bonito para ti», la inmediata y más lógica reacción era tirar el sospechoso obsequio a la basura. Pero, afortunadamente, no lo hicimos. Rasgamos el papel y allí estaba Guillermo, ni más ni menos. Al principio, su aspecto confirmó nuestras peores previsiones: ¡vaya, eran las historietas de un niño! Es preciso hacer notar que lo más infame de los «libros infantiles» eran los niños que, invariablemente, los protagonizaban: obedientes hasta la esclavitud o traviesos hasta el crimen, afortunados o desdichados sin haber llegado a merecer ninguno de estos destinos, pacientes de la furia ejemplar de unas Tablas de la Ley que hablan decidido ilustrarse a su costa, propensos a las más vacuas ocupaciones y a los juegos menos atractivos, GuillermoBrown2rematadamente estúpidos por decirlo todo de una vez... ¡Ah, cuántas veces tuvimos luego ocasión de reírnos por haber podido pensar que Guillermo pertenecía a esa deleznable piara! ¡Y cuánto disfrutamos con el trato que el gran proscrito reservaba para los alevines de monstruo, vagamente emparentados con los usuales protagonistas de los libros para niños, que tenían la desgracia de cruzarse en su camino! La sorpresa que la lectura de Guillermo nos deparó multiplicó, de salida, nuestro entusiasmo por él: era el sol que sale por occidente cuando más lo necesitamos, lo improbable realizándose a nuestro favor... ¿Que afortunadísimo error, qué ironía secreta de los dioses pudo incitar a la perfumada y latosa señora, cuyo gusto, en todos los campos del espíritu, no podía ser verosímilmente peor, a regalarnos aquella inusitada maravilla? Era como si un policía regalase ganzúas, como si un vampiro se ofreciese voluntario para donar sangre... Pero luego aprendimos, leyendo las aventuras de Guillermo, precisamente, que el mundo está lleno de estrafalarias señoras, tras cuyo alarmante aspecto se esconde la buena suerte, esperando que la dejemos acercarse a nosotros. ¡Salve, vieja dama indigna, hada madrina -hoy ya lo sabemos- que nos trajiste un día de improviso a Guillermo, como para advertirnos de que lo más precioso llegará siempre así, sin que casi seamos capaces de creer que realmente ha llegado! ¡Vuelve cuando quieras, pero no dejes de volver! ¡Que un día, tras el dulce que ya empalaga o la fatigada caricia, en esa hora de la que ya nada esperamos, salvo hastío, surja de nuevo el prodigio y resucite el milagro, tal como en aquella lejana ocasión un desesperado «libro para niños» se convirtió en la refulgente leyenda de Guillermo Brown!

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   Del CAPÍTULO V.   ALBOROZO PESIMISTA.

  De   La obstinación de Filoctetes.   (En:   Humanismo impenitente)

     ...

Ulises y Neptólemo llegan a la isla de Lemnos dispuestos a recuperar el arco de Heracles y a su dueño, el arquero Filoctetes, necesarios según el oráculo para la victoria definitiva contra Troya. Saben que no le van a encontrar propicio a este designio, puesto que años atrás fue abandonado, herido y solo, en Lemnos por los mismos que hoy consideran su ayuda imprescindible. Ulises va dispuesto a utilizar cualquier trampa para engañar al hostil Filoctetes; en cambio, el joven Neptólemo, hijo de Aquiles desembarca dejando muy claro que «prefiere fracasar obrando rectamente que vencer con malas artes». En el fondo, Neptólemo es un «alma bella» cuya rectitud de conciencia no tiene precisamente una consistencia adamantina: lo que reclama al proferir altisonantemente sus principios es una FilocSofoclescoartada suficiente para poder transgredirlos sin escrúpulos mayores. Naturalmente, Ulises se la brindará con todo gusto y habilidad. De lo que se trata, le explica, es de conseguir la victoria; ya habrá tiempo después para mostrarse justos. Tras la breve desvergüenza que el día requiere, viene toda una larga vida en la que poder ser llamado «el más piadoso de los mortales». Por lo demás, aclara Ulises, las palabras son instrumentos para conseguir los objetivos lo mismo que las acciones, ni más ni menos. Neptólemo está decidido sin duda a obligar por la fuerza a Filoctetes a acompañarles a Troya con su arco, pero no se decide a engañarle a fin de lograr el mismo resultado. Digno de la estirpe de Aquiles, la preocupación básica de Neptólemo es ser valiente y una de las características del valiente es la arrojada y desdeñosa sinceridad. Ulises le convence de que ahora tiene una ocasión de hacerse reputar por sabio y no sólo por valiente, empleando con decisión las fintas de la palabra, lo mismo que en su momento las fintas de la espada. En algunas ocasiones, más vale maña que fuerza; en todas, más vale que la maña acompañe a la fuerza. Lo que Ulises ofrece a la consideración de Neptólemo para persuadirlo es sin duda una «razón de Estado», pero no anónima y burocrática, sino realzada de gloria y nombradía. Y Neptólemo la acepta porque, como dice más adelante, «la justicia y la conveniencia le obligan a obedecer a los que están en el poder». La justicia y la conveniencia no estaban aún sistemáticamente opuestas entre aquellos griegos trágicos cuyo reino -a todos los efectos- sí era de este mundo.

Muchas heridas se acumulan sobre Filoctetes: quizá la menos grave, a pesar de constituir el origen de su desventura, sea la mordedura de serpiente venenosa que le ha emponzoñado la sangre. Se trata sin duda de una llaga física y bien física: supura de forma tan pestilente que nadie puede soportar sin asco la proximidad del herido y causa accesos de dolor tan intensos que Filoctetes pega alaridos y aúlla como un perro rabioso, hasta que llega un piadoso desmayo inducido a fuerza de puro sufrimiento. El dramaturgo no ahorra detalles espeluznantes, fiel así a su estilo: «Sófocles, el más cruel de los trágicos griegos, nunca rehúye la imagen física del sufrimiento; sus héroes son como estatuas, pero estatuas que derraman sangre de verdad y además exudan negra pus» (Jan Kott, en El manjar de los dioses). Desde luego, esa herida tiene también aspectos simbólicos, dimensiones míticas; se trata del castigo divino ante una transgresión, su situación en el pie señala según los estudiosos enfrentamiento con deidades cetónicas, etc. Pero ante todo aflige y humilla a la carne: sangra, apesta, duele mucho. No es la secuela gloriosa de ningún combate de igual a igual, sino una especie de accidente furtivo y fatal, una de esas cosas que les pasan a los hombres por ser cuerpos, un mal encuentro con alguna de esas realidades íntimas y hostiles que bastan para derribamos, en suma: una miseria. A causa de su llaga, el orgulloso arquero Filoctetes se ve convertido no en un honroso inválido de guerra, sino en un pobre y repugnante miserable. Nos hace miserables cualquier afección de la carne que nos compromete y aflige sin darnos ocasión de blasonar socialmente de ella. Miserable se siente Filoctetes, como miserable se siente Job con su lepra y miserable Sören Kierkegaard con su «astilla» clavada en la carne. Una herida miserable de ese tipo cierra muchas puertas, pero abre otras, secretas y atroces: las puertas de la condición humana.

 FilocSofocles2Y sin embargo, según decíamos, quizá la peor herida de Filoctetes no sea la llaga física que sangra y supura. Hay otras: la soledad forzosa y el rechazo por parte de los compañeros. La mordedura de la serpiente les ha servido como un motivo de exclusión, con el pretexto de que no podían soportar su pestilencia ni sus quejas. En lugar de brindar la ocasión para que la humanitas se ejerciese, la herida ha provocado la ruptura de los lazos de humanidad. De aquí el rencor de Filoctetes, que no es sencillamente el de alguien al que se ha infligido una ofensa, sino el de quien ve traicionada su condición misma de ser sociable, el reconocimiento que los demás deben a lo que a todos en común les constituye. Aquello de que ha sido privado Filoctetes es, ante todo, el lenguaje mismo: cuando Ulises y Neptólemo llegan a Lemnos lo recobrará de nuevo, pero en principio para escuchar mentiras. «¡Oh, queridísimo lenguaje! ¡Nada como recibir el saludo de un hombre como tú después de tanto tiempo!»: con tales exclamaciones recibe el miserable a quien ha sido enviado para someterle con engaños. Filoctetes añora cuanto representa sociedad, compañía, reconocimiento interhumano. En el desarraigo salvaje de su aislamiento, intenta sobre todo urbanizar su suerte aciaga por medio de un techo y de un fuego, aunque tales logros no le curen de lo más profundo de su mal: «Verdaderamente un techo bajo el que establecerse con fuego proporciona todo, excepto el que yo deje de sufrir.» La llegada de Neptólemo, hijo de un compañero de armas al que admira y la noticia de cuya muerte le consterna, parece prometer todo lo que anhela: palabra, compañía, comprensión para su daño y un medio de volver a la sociedad humana. La miseria de su herida y la ruptura con sus semejantes que ha provocado han llevado al desdichado arquero a dudar fundadamente de la bondad divina. Los malos sobreviven y prosperan, mientras que los mejores padecen y perecen: «hay que entender esto y aprobarlo cuando, al tiempo que alabo las obras divinas, encuentro a los dioses malvados» Es la queja de Job, la protesta de Kierkegaard, la lúcida e impotente rebeldía de los miserables. Pero ahora que hombres buenos han desembarcado en Lemnos, quizá todo pueda finalmente repararse...

Por la vía de prometerle su reintegración a la sociedad allá donde podrá de nuevo comer en compañía y beber ese vino debidamente escanciado que no ha probado desde hace diez años, Neptólemo se gana la confianza de Filoctetes y recibe en custodia el anhelado arco. Filoctetes le bendice, ensalza la virtud de su nuevo amigo y trata de ocultarle los aspectos más repulsivos y molestos de su dolencia para que no se desanime de su buen propósito de concederle pasaje de retomo en su barco. Ulises tenía razón, y las palabras seductoras han triunfado sin esfuerzo allí donde medios más violentos hubieran fracasado probablemente. ElRoboDeLasFlechasQueda tan sólo el problema de embarcar a Filoctetes en compañía de su gran enemigo y llevarle a cumplir la misión que ha de reportar triunfo y gloria a quienes le maltrataron. Neptólemo vacila en proseguir con el engaño y el arquero interpreta esta renuencia como un volverse atrás por culpa de la abominación de su llaga. Pero no es esa repugnancia la que perturba el ánimo del joven hijo de Aquiles: «Todo produce repugnancia cuando uno abandona su propia naturaleza y hace lo que no es propio de él.» Al perder la naturaleza propia, al abandonar la humanitas y sus exigencias de juego limpio con el semejante, todo queda ya viciado por la náusea: lo mismo la miseria ajena que la salud y la victoria propias. Neptólemo quiere el triunfo, desde luego, pero lo quiere para él, es decir: sin renunciar a su naturaleza. No quiere vencer contra sí mismo, a costa de perderse a sí mismo. Por otra parte, justicia y conveniencia le imponen la obediencia a sus gobernantes y tampoco puede renunciar a ella sin desnaturalizarse en cierto modo. Por ello intenta conciliar estas exigencias opuestas, hablando francamente con Filoctetes y haciéndole una propuesta razonable: le ofrece su curación y su reinstauración plena en la sociedad a cambio de su colaboración voluntaria en la batalla definitiva contra Troya.

Pero Filoctetes se siente profundamente dolido y traicionado. De nuevo se utiliza contra él el abuso y la prepotencia, unidas ahora al engaño. El momento del pacto con los adversarios y de la componenda razonable ya ha pasado: ahora el último derecho que le queda es decir rotunda y obstinadamente: «No.»…

   

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