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Fragmentos de libros. PLACER DE CLÉRIGO (Parson's Pleasure) de  Roald Dahl  Relato II:

  

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  Continúa relato: Placer de clérigo

 (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

Los fotogramas que incluímos entre las imágenes que complementan el texto, están extraídos del vídeo de youtube Parson's Pleasure, dramatizado por Ronald Harwod y con introdución del propio Roald Dahl.
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... Se dirigió a lo alto y detuvo el coche cerca de la cima, a las afueras del pueblo. Hecho eso, se apeó y echó un vistazo alrededor. Abajo, a sus pies, la campiña se extendía como una inmensa alfombra verde hasta donde le llegaba la vista, a kilómetros de distancia. Era perfecto. Se sacó del bolsillo libreta y lápiz, y, apoyado en la parte trasera del coche, dejó que su experimentado ojo recorriese lentamente el paisaje.

A la derecha, al fondo de los campos, advirtió una granja mediana a la cual daba acceso una senda que partía de la carretera. Más allá, una alquería mayor. Y una casa rodeada de altos olmos, con aspecto de remontarse al período de la reina Ana.

VideoPrismáticosLuego, más lejos y a la izquierda, dos casas que parecían granjas. En total, cinco casas. Eso era, más o menos, cuanto había de aquel lado.

El señor Boggis dibujó en la libreta un bosquejo que le permitiera situar fácilmente las fincas una vez al pie del terreno, tras lo cual volvió al coche y atravesó el pueblo hacia el otro extremo de la colina. Desde allí localizó otras seis posibilidades: cinco granjas y un caserón blanco, de finales del siglo XVIII o principios del XIX. Estudiado con ayuda de los prismáticos, resultó ofrecer una aspecto de prosperidad y un jardín bien cuidado. Una pena. Lo excluyó de inmediato. Caer sobre los prósperos no tenía el menor sentido.

Así pues, en total había en aquel cuadrado, en aquel sector, diez posibilidades. El diez era un número bonito, se dijo el señor Boggis. Justo la cantidad indicada para una tarde de trabajo pausado. ¿Qué hora era? Las doce. Le hubiera gustado, antes de poner manos a la obra, tomar una jarra en la taberna. Pero los domingos no abrían hasta la una. Pues nada: la tomaría más tarde. Tras una ojeada a los apuntes de su libreta, decidió comenzar por la casa del período de la reina Ana, la de los olmos. Los prismáticos se la habían mostrado gratamente ruinosa. Seguro que a sus habitantes no les vendría mal un poco de dinero. Cuando menos, siempre había tenido suerte con las casas de aquel estilo. El señor Boggis subió de nuevo al coche, soltó el freno de mano y atacó el descenso sin poner en marcha el motor, lentamente.

KingsRoadChelseaAparte el hecho de que en esos momentos fuera disfrazado de clérigo, no había en el señor Cyril Boggis nada demasiado siniestro. Anticuario de oficio, con tienda y sala de exposición propias, en el King’s Road de Chelsea, aunque ni sus locales eran grandes ni su cifra de negocios cuantiosa por lo general, como siempre compraba barato, baratísimo, y vendía caro, muy caro, todos los años conseguía unos ingresos apañados. Vendedor inteligente, sabía adoptar, con habilidad, vendiera o comprara, el talante que mejor conviniese a su cliente. Circunspecto y amable con los viejos, obsequioso con los ricos, comedido con los piadosos, dominante con los débiles, pícaro para con las viudas y socarrón y desenvuelto frente a las solteras, consciente siempre cíe sus dotes, las empleaba con todo descaro y tanta frecuencia como le era posible; y a menudo, culminada una actuación de singular calidad, le costaba un auténtico esfuerzo no volverse a hacer unas reverencias conforme la atronadora ovación recorría el teatro.

A pesar de esa condición suya, un tanto apayasada, el señor Boggis no era un necio. Es más: algunos decían de él que a buen seguro nadie excedía en Londres sus conocimientos en cuanto a muebles franceses, ingleses e italianos. Dueño, además, de un gusto que sorprendía por su refinamiento, al momento reconocía y rechazaba, por más auténtica que pudiera ser la pieza, un diseño desgraciado. Su verdadera pasión, como es natural, era la Chippendaleobra de los grandes ebanistas ingleses del siglo XVIII : Ince, Mayhew, Chippendale, Robert Adam, Manwaring, Iñigo Jones, Hepplewhite, Kent, Johnson, George Smith, Lock, Sheraton y todos los demás, si bien incluso con éstos se mostraba en ocasiones puntilloso. Por ejemplo, se negaba a incluir en su exposición ni una sola pieza de los períodos chino y gótico de Chippendale, y lo mismo cabía decir respecto de algunos de los recargados diseños italianos de Robert Adam.

En años recientes, el señor Boggis había adquirido considerable fama entre sus amigos del ramo por el hecho de que consiguiese exhibir con una regularidad pasmosa piezas excepcionales y a menudo de gran rareza. Al parecer, el hombre disponía de una fuente de abastecimiento casi inagotable, una especie de almacén particular, y, por las trazas, visitarlo una vez por semana era cuanto precisaba para servirse a su antojo. Cuando quiera que le preguntaban de dónde sacaba el material, componía una sonrisa de complicidad, guiñaba un ojo y murmuraba algo a propósito de un pequeño secreto.

La idea que ocultaba el pequeño secreto del señor Boggis era sencilla y se le había ocurrido a consecuencia de un suceso que se produjo cierta tarde de domingo, casi nueve años atrás, yendo él en coche por, el campo.

SevenoaksSalió por la mañana con ánimo de visitar a su anciana madre, que vivía en Sevenoaks. En el camino de regreso se le había roto la correa del ventilador, con lo cual, recalentado el motor, el agua se evaporó. Apeóse entonces y se encaminó a la casa más próxima, un edificio más bien pequeño, estilo granja, distante de la carretera cosa de cincuenta metros, donde cortésmente pidió un jarro de agua a la mujer que salió a abrir.

A la espera de que la desconocida fuera a buscar el agua, y como acertase a lanzar una ojeada por la puerta que daba a la salita, descubrió allí, a menos de cinco metros de donde aguardaba, algo que, de pura excitación, hizo que toda la parte superior de la cabeza le empezara a sudar. Era un gran sillón, de roble y de un modelo del que sólo había visto otro ejemplar en toda su vida. Ambos brazos, al igual que el panel del respaldo, estaban reforzados por series de ocho finas columnitas bellamente torneadas. El panel, por su parte, tenía por decoración un exquisito dibujo floral, de taracea, y sendas cabezas de pato realzaban, talladas, una mitad de cada brazo. ¡Santo Dios!, pensó, ¡si esto es de finales del siglo XV!

Asomóse más a la puerta y allí, al otro lado de la chimenea, distinguió, ¡cielos!, la pareja.

Aunque no podía afirmarlo con certeza, dos sillones como aquéllos tenían que valer en Londres un mínimo de mil libras. Y ¡ah, qué par de maravillas eran!

Al regresar la mujer, el señor Boggis se presentó y le preguntó a bocajarro si querría vender los sillones.

¡Válgame Dios!, fue su respuesta, ¿por qué iba ella a querer vender sus sillones?

Por ningún motivo, salvo que él podría estar dispuesto a pagárselos bien.

¿Pues cuánto podría darle? No los tenía, ni mucho menos, en venta; pero sólo por curiosidad, por tontear, ya sabe, ¿cuánto estaría dispuesto a pagar?

Treinta y cinco libras.

¿Cuánto?

Treinta y cinco libras.

¡Válgame Dios, treinta y cinco libras! Vaya, vaya, muy interesante. Siempre los había tenido por valiosos. Eran muy antiguos. Y también muy cómodos. No podría pasar sin ellos, de ninguna manera. No, no estaban en venta; pero agradecidísima, de todas formas.

En realidad no eran tan antiguos, le dijo el señor Boggis, ni nada fáciles de vender; sólo que él, casualmente, tenía un cliente bastante aficionado a aquella clase de artículos. Quizá pudiera subir otras dos libras… que fuesen treinta y siete. ¿Qué decía a eso?

Regatearon durante media hora y, claro está, el señor Boggis consiguió por fin los sillones habiendo convenido pagar algo menos del veinteavo de su valor.

Aquella noche, de regreso a Londres en su viejo coche tipo ranchera y con los dos fabulosos sillones cuidadosamente acomodados en la parte posterior, el señor Boggis se vio asaltado por lo que le pareció una idea singular en extremo.

Veamos, se dijo, si en una granja hay material de calidad, ¿por qué no habría de ocurrir lo mismo en otras? ¿Por qué no salir en su busca? ¿Por qué no batir las zonas rurales? Lo podría hacer los domingos, con lo cual no interferiría para nada su trabajo. Nunca sabía qué hacer los domingos.

VideoMapaAsí pues, el señor Boggis se compró mapas, detalladísimos mapas de todos los condados de los alrededores de Londres, que dividió, con ayuda de una pluma de punta fina, en una serie de cuadrados, cada uno de los cuales representaba una zona de ocho por ocho kilómetros, que era, consideró, lo máximo que podía cubrir concienzudamente en un domingo. Las pequeñas ciudades y los pueblos no le interesaban. Su objetivo eran los lugares relativamente aislados: grandes alquerías y casas solariegas en estado más o menos ruinoso; de esa forma, y a razón de un cuadrado por domingo, o sea cincuenta y dos al año, poco a poco iría cubriendo todas las granjas y casas de campo de los condados vecinos.

Pero la cosa, a todas luces, no se reduciría a eso. La gente del campo es recelosa. Y asimismo lo son los ricos venidos a menos. No es cuestión de salir por ahí y llamar a la puerta con la pretensión de que así, sin más ni más, le enseñen a uno la casa, porque sería en vano. Por ese sistema jamás conseguiría pasar de la puerta. ¿Qué hacer, pues, para franquearse la entrada? Lo mejor sería, tal vez, ocultarles su condición de anticuario. Podría presentarse como reparador de teléfonos, como inspector del gas, incluso como cura…

A partir de ese punto, el proyecto comenzó a cobrar un cariz más práctico. El señor Boggis encargó un gran número de tarjetas de óptima calidad con el siguiente texto impreso:

EL REVERENDO
CYRIL WINNINGTON BOGGI
Presidente de la Sociedad
En colaboración con el
Protectora de Muebles Raros
Victoria and Albert Museum

VideoTarjetaDomingo a domingo, de ahora en adelante, se convertiría en un viejo y simpático clérigo que consagraba sus domingos a viajar de un lado para otro, entregado, por amor a la «Sociedad», a la confección de un repertorio de los tesoros ocultos en las casas campestres inglesas. Y, engatusando con esa historia, ¿a quién se le ocurriría ponerle de patitas en la calle?

A nadie.

Luego, ya en el interior de las casas, y si acertase a descubrir algo que de veras le interesara…, bueno, conocía cien formas distintas de hacer frente a la situación.

No sin cierta sorpresa, el señor Boggis descubrió que el plan resultaba. Lo que es más: la cordialidad con que fue recibido de casa en casa por todos los distritos rurales le resultó, incluso a él, harto embarazosa al principio. Constantemente le fueron ofrecidas con insistencia cosas tales como porciones de empanada fría, copas de oporto, tazas de té, canastillos de ciruelas e incluso comidas dominicales con la familia, sobremesa incluida. Con el tiempo, claro está, se habían presentado momentos de apuro, y una serie de incidentes desagradables; pero hay que tener en cuenta que nueve años representan más de cuatrocientos domingos, y eso había supuesto una gran cantidad de casas visitadas. El asunto, en resumidas cuentas, había resultado interesante, emocionante y lucrativo.

ReinaAnaY ahora, en aquel nuevo domingo, el señor Boggis estaba operando en el condado de Buckinghamshire, uno de los cuadrados más septentrionales de su mapa, a cosa de quince kilómetros de Oxford, y, conforme descendía en el coche camino de la primera casa, una ruinosa mansión estilo reina Ana, empezó a presentir que aquél iba a ser uno de sus días de suerte.

Estacionó el coche a cosa de cien metros de la puerta y cubrió a pie esa distancia. No era partidario de que le viesen el coche antes de cerrado el trato. Un viejo y venerable cura y un voluminoso vehículo estilo ranchera eran cosas que, por algún motivo, no acababan de acoplarse bien. Y, por otra parte, el pequeño paseo le daba ocasión de examinar atentamente el exterior de la propiedad y adoptar el talante que más conviniera al caso.

El señor Boggis ascendió aprisa por el sendero de acceso para coches. Hombrecillo barrigudo y de gruesas piernas, de cara redonda y sonrosada, ideal para su papel, tenía unos ojos grandes, castaños y saltones que le miraban a uno desde aquel semblante rubicundo y creaban una impresión de dulce imbecilidad. Vestía un traje negro con el alzacuellos, propio de los clérigos, y se cubría con un sombrero flexible, también negro. Llevaba un viejo bastón de roble, que, a su forma de ver, le prestaba cierto aire de rústica campechanía.

Se acercó a la puerta principal y llamó al timbre. Oyó ruido de pasos en el zaguán, se abrió la puerta y súbitamente apareció ante él, o, mejor dicho, sobre él, una giganta con pantalones de montar. Pese al humo del cigarrillo que fumaba la mujer, percibió el fuerte olor que la envolvía, a cuadra y a excrementos de caballo.

-¿Sí? -le preguntó con una mirada recelosa-. ¿Qué quiere usted?

No del todo seguro de que no fuera a relincharle en cualquier momento, el señor Boggis se descubrió, hizo una pequeña reverencia y le tendió su tarjeta.

-Disculpe la molestia -dijo aguardando a que leyera el mensaje, con la mirada fija en el rostro de la mujer.-No entiendo -dijo ella al tiempo que le devolvía la tarjeta-. ¿Qué quiere usted?

El señor Boggis le habló de la Sociedad Protectora de Muebles Raros.

-¿Esto no tendrá nada que ver, por casualidad, con el Partido Socialista? -preguntó ella mirándole con fiera fijeza bajo unas cejas pobladas y descoloridas.

VoteConservativeA partir de ahí fue fácil. Hembras o varones, los conservadores en pantalones de montar eran, para el señor Boggis, coser y cantar. Consagró dos minutos a una acalorada apología del ala ultraderechista del Partido Conservador y luego otros dos a denunciar a los socialistas. Hábil discutidor, hizo particular hincapié en el proyecto de ley que en cierto momento habían presentado los socialistas para la abolición a escala nacional de los deportes que implicasen uso o caza de animales, tras lo cual pasó a informar a su interlocutora -«aunque, amiga mía, mejor que no se entere de ello el obispo»- que su idea del cielo era un lugar donde uno pudiese cazar liebres, zorros y ciervos con grandes jaurías de infatigables sabuesos, eso todos los días de la semana, incluso el domingo, y de la mañana a la noche.

Mirándola conforme hablaba se dio cuenta de que su magia empezaba a surtir efecto: la mujer le sonreía ampliamente exhibiendo una hilera de dientes descomunales y algo amarillentos.

-Señora, por favor se lo pido -exclamó-, no me tire usted de la lengua en lo tocante al socialismo.

Ahí soltó ella una carcajada, alzó una enorme manaza roja y le descargó en el hombro una palmada que estuvo a punto de derribarle.

-¡Entre! -gritó-. No sé qué demonios quiere ¡pero entre!

Para su contrariedad y no poca sorpresa, no había en toda la casa nada del menor valor, y el señor Boggis, que jamás malgastaba tiempo en terreno baldío, apresuróse a ofrecer disculpas y despedirse. De principio a fin, la visita le había llevado menos de quince minutos, que era, se dijo mientras montaba en el coche y salía hacia su próximo objetivo, exactamente como debía ser.

A partir de ahí no le esperaban más que granjas, la más cercana a cosa de ochocientos metros camino arriba. Resultó ser un edificio de ladrillo, grande, parcialmente enmaderado y bastante vetusto, con un magnífico peral, todavía en flor, que cubría casi todo su muro sur.

TalesOfTheUnexpected3El señor Boggis llamó a la puerta. Se quedó esperando, pero, como no acudía nadie, volvió a llamar. En vista de que seguía sin obtener respuesta, se aventuró hacia la trasera de la casa, con ánimo de buscar al granjero por los establos. Tampoco allí había nadie. Conjeturando que la gente de la casa debía de estar todavía en la iglesia empezó a espiar por las ventanas, por si divisaba algo de interés. No lo halló en el comedor, ni tampoco en la biblioteca. Probó en la próxima ventana, la del cuarto de estar, y allí, ante sus propias narices, en el pequeño nicho que formaba el quicio, vio una bella pieza: una mesa de juego, semicircular, de caoba ricamente chapeada y que, estilo Hepplewhite, dataría de alrededores de 1780.

-¡Ajá! -exclamó en voz alta, la cara aplastada contra el cristal-. Te felicito, Boggis.

Pero eso no era todo. Había en la estancia, además, una silla, una única silla, y, a menos que se equivocara, todavía de mejor calidad que la mesa. Otra Hepplewhite, ¿verdad? Y ¡oh, qué belleza! Los travesanos del respaldo tenían finamente tallado un dibujo de madreselvas, vainas y rosetas; el asiento guardaba su enrejillado original; las patas eran de gracioso torneado, y las dos traseras tenían aquel peculiar ensanchamiento, tan significativo. Era una silla exquisita.

-No concluirá este día -dijo el señor Boggis por lo bajo- sin que haya tenido el placer de sentarme en ese adorable asiento.

Jamás compraba una silla sin someterla a su prueba favorita, y siempre resultaba intrigante verle acomodarse con gran cuidado en el asiento, esperar el «movimiento» y calibrar con pericia el grado de contracción, infinitesimal pero preciso, que el paso de los años había producido en las juntas de espiga y de cola de milano.

Pero no había prisa, se dijo. Volvería después. Tenía toda la tarde por delante.

La granja siguiente quedaba un poco al fondo de un campo y, para ocultarlo a la vista, el señor Boggis hubo de dejar el coche en la carretera y caminar unos seiscientos metros por una senda recta que conducía al mismo traspatio de la granja. Ésta, advirtió según se acercaba, era mucho más pequeña que la anterior, y no alentó muchas esperanzas respecto a ella. Se veía desparramada y sucia, y algunos de los cobertizos estaban claramente deteriorados. 

Video3RuminsHabía tres hombres en cerrado grupo en una esquina del patio, en pie, uno de ellos con dos grandes galgos negros atraillados. Al verle con su traje negro y su alzacuellos, los hombres interrumpieron su conversación, y súbitamente rígidos y como helados, se quedaron quietos, totalmente inmóviles, las tres caras vueltas hacia él con suspicacia según se acercaba.

El más viejo de los tres era un tipo rechoncho, con una ancha boca de rana y ojos pequeños e inquietos. Aunque lo ignorase el señor Boggis, se llamaba Rummins y era el propietario de la granja. 

El joven de elevada estatura que se encontraba a su lado y parecía tener algún defecto en un ojo era Bert, el hijo de Rummins. El tipo bajito y carigordo, de estrecha frente llena de surcos y desmesuradamente ancho de hombros era Claud. Claud había pasado a visitar a Rummins con la esperanza de sacarle un pedazo de carne o de jamón del cerdo que habían matado la víspera. Claud tenía noticia de la matanza -sus ecos se habían difundido a buena distancia a través de los campos- y sabía que para llevar a cabo una cosa así se necesitaba un permiso del Gobierno, y que Rummins carecía de él.

-Buenas tardes -dijo el señor Boggis-. Un día maravilloso, ¿verdad?

Ninguno de los tres hombres se movió. En aquel momento pensaban, todos, exactamente la misma cosa: que, por una razón u otra, aquel cura, que desde luego no era el del lugar, venía con el encargo de meter las narices en sus asuntos e informar a las autoridades sobre sus hallazgos.

-¡Qué hermosos perros! -añadió el señor Boggis-. Debo confesar que nunca he cazado con galgos, pero me aseguran que se trata de un deporte apasionante.

Ante el nuevo silencio, el señor Boggis paseó una rápida mirada de Rummins a Claud pasando por Bert, y luego regresó de nuevo a Rummins, y advirtió que los tres tenían la misma curiosa expresión, mezcla de befa y reto, que les ponía en la boca una contracción displicente y les arrugaba de desdén la zona de la nariz.

-Permítame la pregunta, ¿es usted el dueño? -inquirió impertérrito el señor Boggis dirigiéndose a Rummins.

-Mil perdones por la molestia, sobre todo siendo domingo.Y le ofreció la tarjeta, que el otro tomó y se acercó mucho al rostro. Sus acompañantes no se movieron, pero la mirada se les desvió en su intento de atisbar.

-Sí, pero ¿qué es, exactamente, lo que quiere? -dijo Rummins.

SocietyforRareFurniture

Por segunda vez aquel día, el señor Boggis explicó con cierto detalle los objetivos e ideales de la Sociedad Protectora de Muebles Raros.

-Pues pierde usted el tiempo -repuso Rummins concluida la exposición-, porque no tenemos ninguno.-Un momentito, caballero -dijo el señor Boggis alzando un dedo-. La última persona que me dijo eso fue un anciano granjero, allá en Sussex, y ello no obstante, cuando terminó por dejarme entrar en su casa, ¿sabe usted qué encontré? Una silla vieja y de aspecto mugriento que, arrinconada en la cocina, resultó valer… ¡cuatrocientas libras! Yo le asesoré en la venta, y con el dinero se compró un tractor nuevo.

-¡Pero qué dice usted! -intervino Claud-. No hay ninguna silla en el mundo que valga cuatrocientas libras.

-Perdóneme -replicó el señor Boggis, remilgado-, pero en Inglaterra las hay, y muchas, que valen más del doble de esa cifra. ¿Y sabe usted dónde están? Pues arrinconadas por granjas y casas de campo de todo el país, donde sus dueños las utilizan a modo de gradillas o improvisadas escaleras donde subirse con botas de clavos, para alcanzar un pote de mermelada en lo alto de la alacena, o colgar un cuadro. Les estoy diciendo la pura verdad, amigos míos.

Rummins, inquieto, mudó de uno a otro pie el peso del cuerpo.

-¿Trata de decirme que lo único que quiere es entrar, plantarse ahí en medio y echar un vistazo?

-Exactamente -repuso el señor Boggis, que por fin comenzaba a intuir por dónde iban los tiros-. No pretendo fisgar en sus armarios ni en su despensa. Sólo deseo ver los muebles, para poder referirme a ellos, caso de que tuviera usted algún tesoro aquí, en la revista de nuestra sociedad.

MisterRumins-¿Sabe qué pienso yo? -repuso Rummins fijando en él la mirada de sus ojillos malignos-. Pues pienso que lo que busca es comprar esas cosas por su cuenta. ¿Por qué, si no, iba a darse tantas molestias?

-¡Señor! ¡Ojalá tuviera yo dinero para eso! Claro está que, si algo viese que tanto me gustara, y que no estuviera fuera de mi alcance, podría sentir la tentación de hacerle una oferta. Pero eso, ay, ocurre muy raras veces.

-Bueno -dijo Rummins-, no veo mal alguno en que eche un vistazo por la casa, si sólo se trata de eso.

Y cruzó el patio hacia la puerta trasera de la granja mostrando el camino al señor Boggis, a quien seguían Bert, el hijo, y Claud con sus dos perros. Cruzaron la cocina, cuyo único moblaje consistía en una mesa de tablas, barata, donde se ofrecía a la vista un pollo muerto, y penetraron en un cuarto de estar bastante grande y sobremanera sucio.

¡Y allí estaba! El señor Boggis, que lo vio de inmediato, se paró en seco y, en su sobresalto, contuvo audiblemente el aliento, tras lo cual se quedó plantado allí cinco, diez, quince segundos por lo menos, mirando como un idiota y sin poder, sin atreverse a dar crédito a lo que veía. ¡No podía, no podía ser verdad! Pero, cuanto más la miraba, más deceptology Pinterverdad le parecía. ¿O acaso no la tenía delante, pegada a la pared, tan real y tangible como la propia casa? ¿Y quién, quién en el mundo podría confundirse sobre algo semejante? Claro que estaba pintada de blanco, pero eso en nada cambiaba las cosas. Obra, sin duda, de un imbécil, el embadurnado podía retirarse fácilmente. ¡Pero… bendito sea Dios! ¡Menuda joya! ¡Y en un lugar como aquél! Entonces el señor Boggis cobró conciencia de los tres hombres, Rummins, Bert y Claud, que, agrupados al otro extremo de la sala, junto a la chimenea, le miraban con descaro. Le habían visto pararse, boquear, fijar la vista y ponerse como la grana, o a lo mejor como la cera; lo cierto, sin embargo, es que habían visto lo suficiente como para dar al traste con el asunto, a menos que encontrara rápidamente la manera de arreglarlo. En un restallido de lucidez, se llevó una mano al corazón, alcanzó a tumbos la silla más cercana y en ella se desmoronó respirando con ahogo.

-¿Qué le pasa? -preguntó Claud.

-No es nada -dijo sin resuello-. Se me pasará en seguida. Un vaso de agua, por favor. Es el corazón.

Bert fue a buscar el agua, le tendió el vaso y se quedó a su lado mirándole de través y con impertinencia.

-Me ha parecido como si mirase algo -dijo Rummins, su boca de rana ahora dilatada un punto, para componer una sonrisa artera que dejaba al descubierto los muñones de varios dientes rotos.

-No, no -contestó el señor Boggis-. ¡Qué va! No: es el corazón. Lo siento. Me ocurre de vez en cuando. Pero se me pasa en seguida. Un par de minutos, y como si nada.

Tenía que ganar tiempo, se dijo. Para pensar y, sobre todo, para calmarse por completo antes de soltar una palabra más. Calma, Boggis. Lo que hagas, hazlo con serenidad. Esta gente será ignorante, pero no estúpida. Son suspicaces, desconfiados y ladinos. Y si es cierto lo que has visto…, pero no, no puede, no puede serlo…

Se había cubierto los ojos con una mano, en ademán de dolor, y ahí, con extremo cuidado, secretamente, dejó entre dos dedos una ranura por donde mirar.

Pues sí: el objeto continuaba en su sitio, y aprovechó para echarle un buen vistazo. Sí… ¡no se había equivocado antes! ¡No había la menor duda al respecto! ¡Era verdaderamente increíble!

ComodaChippendaleLo que estaba mirando era un mueble por cuya posesión cualquier experto hubiera dado lo que fuese. A un profano no le hubiera parecido, quizá, nada del otro jueves, sobre todo pintado así, de blanco sucio; pero para el señor Boggis representaba el sueño de un anticuario. Como a cualquier profesional de Europa o América, le constaba que entre las más famosas y codiciadas muestras subsistentes del mueble inglés del siglo XVIII se encontraban los tres célebres ejemplares conocidos como «Las Cómodas Chippendale». Sabía su historia al dedillo: la primera, «descubierta» en 1920 en una casa de Moreton-in-Marsh, había sido vendida en Sotheby’s ese mismo año; las dos restantes habían aparecido en el mismo establecimiento un año más tarde, ambas procedentes de Raynham Hall, Norfolk. Todas ellas habían alcanzado cotizaciones fabulosas. Aunque no recordaba con exactitud los precios obtenidos por la primera y la segunda, sabía de cierto que la última fue adjudicada en tres mil novecientas guineas. ¡Y eso en 1921! En la actualidad, la misma pieza valdría, sin lugar a dudas, diez mil libras. Alguien, el señor Boggis no conseguía recordar el nombre, había hecho en fechas muy recientes un estudio que demostraba que las tres habían salido forzosamente del mismo taller, pues el chapeado procedía del mismo tronco y en su elaboración se había utilizado idéntico juego de plantillas. Aunque de ninguna de ellas se había encontrado factura, todos los expertos coincidían en que las tres cómodas sólo podían haber sido ejecutadas por el mismo Thomas Chippendale, de propia mano, en el pináculo de su carrera.
Y allí, justo allí, repetíase el señor Boggis conforme espiaba con cautela por entre la separación de dos dedos, estaba… ¡la cuarta Cómoda Chippendale! ¡Y descubierta por él! ¡Se haría rico! ¡Y también famoso! Los tres restantes ejemplares eran conocidos en todo el mundo del mueble cada uno por un nombre especial: la Cómoda Chastleton, la Primera Cómoda Raynham y la Segunda Cómoda Raynham. Y aquélla pasaría a la historia como la Cómoda Boggis. ¡Cuando imaginaba la cara que pondrían sus colegas de Londres cuando se la vieran delante a la mañana siguiente! ¡Y las suculentas ofertas que le llegarían de los figurones del West End: Frank Partridge, Mallett, Jetley y todos los demás! En el Times aparecería una foto y, al pie: «La exquisita Cómoda Chippendale recientemente descubierta por el señor Cyril Boggis, un anticuario londinense…» ¡Cielo santo!, ¡el campanazo que iba a dar!

thomas chippendale TheGenLa que allí se encontraba, pensó el señor Boggis, era casi idéntica a la Segunda Cómoda Raynham. (Las tres, la de Chastleton y las dos Raynham, se diferenciaban una de otra en una serie de pequeños detalles). Era una obra grandiosa, bellísima, realizada en el estilo rococó francés del período Directoire de Chippendale: a diferencia de la cómoda común, ésta era compacta, amplia, y tenía sus cajones montados sobre cuatro patas talladas y acanaladas de unos treinta centímetros de altura. En total tenía seis cajones: dos más largos, en la parte central y otros dos encima y debajo de los centrales. El ondulado frontal presentaba un soberbio trabajo de talla en su parte superior, laterales y base, y también en vertical, entre cada grupo de cajones, a base de intrincados festones, volutas y ramilletes; y los herrajes de latón, aunque deslucidos en parte por la pintura blanca, parecían magníficos. Era, a buen seguro, una pieza un tanto «pesada»; pero el diseño había sido realizado con tanta elegancia y gracia, que su pesadez no ofendía en lo más mínimo.

-¿Qué tal se va encontrando? -oyó el señor Boggis que le preguntaba alguien.

-Mucho mejor ya. Gracias, mil gracias. Se me pasa al momento. Mi médico asegura que no es cosa de cuidado, a condición de que repose unos minutos cuando se me presente. Ah, sí -añadió conforme se levantaba despacio-: esto va mejor. Ya me siento bien...

...

Al ser un relato de texto extenso, y el exceso de "peso" por las imágenes incluídas, nos obliga a dividir el cuerpo principal de este "Placer de clérigo" en dos artículos. 

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