Entrada decimotercera (Un ámbito obsesivo):   

Ahí estaba el obelisco por fin. Se erige en una glorieta tan enorme como el coso de la Monumental de México, de césped en vez de albero pero igualmente cóncava y despejada de arboleda. En ella finaliza el bulevar por el que he caminado los últimos quince minutos rumiando mi suerte. Me detengo. Me detiene una línea transversal surcada por veloces y frecuentes haces de luz que la recorren de punta a cabo a 110, 130 kilómetros por hora. Es la Ronda Norte que bordea a San Cugat por ese límite. Una vía de circunvalación. Mesurada, desemboca en la plaza del obelisco por mi derecha, para, al otro lado, desdoblarse en sus dos carriles por sentido en donde los automóviles disparan su velocidad y su ruido. Una línea que rompe horizontalmente el espacio en dos ámbitos distintos que no se reconocen. En la parte inferior, en el que yo me encuentro, noche, asfalto, pretiles, jardines de sombras, barrios sin magia, dudas. Más allá de esa línea, sobre ella, también la noche, pero una noche distinta, una masa de sombra que promete silencio a la que salpican unas cuantas luces de intensidades y colores desiguales. Luces lejanas desparramadas solo comprensibles por pareidolia, como las estrellas del firmamento.

Suspendo el vagar mental y me reconcentro para ahuyentar el frío y la sorpresa. Necesito una resolución. Escapar de allí. Evalúo. El único punto que me parece ofrecer una salida razonable caminando, está a mi izquierda, al otro lado de la avenida que traigo. Son unos jardines oscuros que bordean los últimos bloques habitados. Los recorren pequeñas sendas y una acera apenas iluminada por farolas espaciadas que, a esa hora, dejan caer al suelo sus manchas de luz para nadie. Se dejan caer primero en marcado declive hasta el eje de una calle que se escapa del último barrio para salvar la autopista por un túnel. Más allá, al otro lado de esa calle, los jardines cambian acusadamente de plano y suben, suben, suben sin interrupción para lograr elevar con ellos a otra calle, también surgida de los últimos barrios, y conseguir que salve, en el confín izquierdo de mi horizonte, la Ronda Norte sobre un puente. Esa calle, tras su giro final sobre la Ronda, creo que señala la dirección en la que yo calculo que debe aguardarme mi hotel y TVE. Desde luego, ese es el camino que yo tomaría si decidiera caminar hasta mi cubil. De momento, lo desestimo. Aunque es verdad que poca esperanza tengo ya puesta en la estación por la que he estado preguntado toda NicolasPoussinla tarde, decido que, ya que he insistido tanto en ella, al menos, tendré que explorarla. Lo que está claro es que este límite norte de San Cugat no es un espacio para los humanos. Es un reino diseñado para los Becerros de Chatarra. Así es como etiqueta a los automóviles mi K, como una alegoría a la adoración bíblica del Becerro de Oro para constatar que hasta en el material del ídolo adorado, el hombre de hoy es un harapiento moral en comparación con cualquier otra sociedad antigua. Un ser descarriado, sin remisión posible.

Me muevo por fin. Cruzo con suma atención dos de los ramales de la parte derecha de la glorieta eludiendo la probable mortal embestida de los becerros de chatarra y ¡allí está, sí!, se me aparece en la parte baja del talud de la Ronda una estación de tren. Aunque desde arriba, parece un decorado, es real. Tiene un inmenso aparcamiento con las líneas pintadas de blanco y un edificio central más bien pequeño con unas puertas de cristal. Al otro lado, flanqueándola y paralelos a la Ronda Norte, veo largos tramos de andenes y de raíles. Algo tiene de simetría lineal. Otra vez me detengo, ahora como asomado desde una balconada. Intento aislar la estación de los fogonazos y zumbidos de motor… No veo a nadie. (¿y a mí…, me ven?). La estación aparece en penumbra. No sé si siempre es así o que han apagado algunas luces como en una kremesse finiquitada. Tampoco percibo sonidos que pueda relacionar con el ajetreo de una estación de tren. Ninguno. Lo que me parece seguro, desde luego, es que no se trata de una estación de cercanías, porque, aun siendo domingo, no son todavía las ocho y media y a estas horas vería personas accediendo o saliendo con paso rápido de ella. También sería más coqueta y con rótulos de colorines. Me parece más un apeadero de pueblo en donde se detienen solo unos cuantos trenes diarios. Supongo que es lo que es. La estación de RENFE, claro. Para ese momento ya he sacado los pies del equívoco continuo. Ahora la observo un poco mejor desde la parte alta del talud. Uno, dos minutos. ¿Bajo a ver?

Desde donde estoy no hay escaleras. El camino de bajada es una carretera de asfalto roído que desciende paralela a las vías para cincuenta metros más adelante dar un giro de 180 y volver descendiendo también paralela a los raíles y a sí misma hasta concluir en la puerta de la estación. Se parece a una de esas famosas revueltas del Alpe d’Huez. Seguramente, ese diseño sea la manera más racional de permitir, en un espacio insuficiente, la entrada a los automóviles al aparcamiento. También, deduzco que debe de existir un acceso peatonal diferente, aunque yo no haya dado con él. Pero ese diseño de puerto de montaña no solo es práctico sino que también invita a otras actividades. Por lo que parece, hay individuos que dilapidan la tarde del domingo allí, en la sombra, a la espera de que cualquiera, como este cronista, para asustarle un poco, bajara a la estación como yo lo estaba haciendo: por las rampas; porque de pronto, salido de no sé donde, veo arrancar desde abajo un coche que acelera con rapidez entre un ruido de moto trucada y una nube de polvo y gravilla. Yo, me detengo y lo observo estupefacto. Lo primero que hago es echarme bien al borde de la cuneta. El coche continúa  acelerando cada vez más. Cuando va a entrar en la curva de los 180º me digo –se mata, ese loco, se mata-. Llega a la curva y, sin frenar, gira brusco ese semicírculo y realiza un derrape límite de manera que las ruedas traseras casi quedan perpendiculares a la dirección de la calzada y cuando parece que se va a salir y caer de morro al plano inferior, las ruedas delanteras se ponen oblicuas y contrarias al eje de giro y con un nuevo acelerón sacan al vehículo indemne del escorzo, tras dos nuevos coletazos. Yo, afortunadamente, aún estoy a medio camino de ese primer tramo y no he corrido peligro por la maniobra, pero el coche, al salir de la curva, vuelve a acelerar entre más ruido y más polvo. A mí ya me ha dado tiempo a pegarme muy al borde con cierto riesgo de caída y a programar que, si fuera necesario, saltaré los tres metros de desnivel. No sería una buena manera de salir en televisión con la cabeza vendada, un pierna entablillada y la cara llena de raspones y mercromina; pero mejor esa trompada que embestido finalmente por un becerro conducido por otro para, sin remisión, acabar de todos modos en el fondo del talud. Cuando el coche pasa a mi altura, columbro dentro a dos individuos jóvenes que no se dignan ni a mirarme. Finalmente, con otro derrape ya menor en la salida, se pierden en la rotonda del obelisco y desaparecen. Yo, no sé que pensar. Hace ya un tiempo que no estoy cumpliendo los modositos planes previstos para una víspera de este calado, así que… Eso sí, algo tengo que conjeturar de lo que va pasando. Sopeso, entonces, dos posibilidades. O bien, los domingos al anochecer, la estación sin servicio es una magnífica pista de entrenamiento para las curvas de puerto que hay en los rallyes, o, más improbable, que los dos individuos delinquían o lo pretendían y que la aparición no planeada por increíble de un inminente concursante de Saber y Ganar que se dejó caer por allí más perdido y desconcentrado que “Carracuca”, les frustrara el golpe.

AmbitoMagnético

Tras el susto, he descendido finalmente el segundo tramo y entro en la estación. El vestíbulo sí está luminado, pero los tornos de entrada giran locos al empujarlos. Me sorprende una ligera tensión. Siento mis pasos y el latido del corazón reflejado en la carótida. Los rótulos luminosos, donde se anuncian los trenes, permanecen apagados, las ventanillas cerradas, sin taquilleros, los altavoces silenciosos y los andenes desiertos. Nadie espera trenes ni barre los pasillos, ni vigila. ¿O sí? Allí, la verdad, es que poco era lo se podía robar como no fuera algo de las instalaciones, una papelera quizás, cobre en algún sitio, no sé, no se me ocurre… Y, desde luego, si a lo que habían ido es a atracar… no, eso es imposible. Se impone, entonces, la versión de los pilotos practicantes u otra razón que yo no podía colegir entonces ni ahora quiero intentar. En cinco minutos me convenzo de que perseguir esta estación durante media tarde ha sido un error y que ningún tren me trasladará desde ella a mi ya añoradísimo hotel. Así que, aunque en ese momento no sé todavía que voy a volver a ella, salgo y descubro, como tenía que ser lógico, un acceso peatonal a la estación y que es un pasadizo que atraviesa por debajo la Ronda Norte y que, más o menos, me conduce, bastante contrariado, al mismo lugar desde donde comencé la frustrada peripecia en la que he arriesgado ligera e inútilmente la vida dos veces ante los becerros de chatarra. Y así puede usted imaginarme la cara cuando me veo otra vez al final de la misma avenida; aunque, eso sí, muy consciente de que estoy libando una víspera de destino y plagadita de presagios indescifrables; aun hoy, muy difíciles de interpretar. Evidentemente, no lo voy a decir más, continúo hablando solo. Miro a todos los puntos de la noche y sigo viendo solo autos, pretiles, jardines desiertos, luces de formas e intensidad variada, simetrías lineales, fronteras que deben conducir a escenarios bien distintos… y, también el fondo inasible del decorado, más allá del límite de horizonte de la Ronda Norte -que comienza a convertirse en una machacona obsesión-, esa masa de oscuridad sarpullida de luces en las que imagino que alguna de ellas será, seguramente, la de mi hotel; de momento, tan inaccesible como Aldebarán.

Ha llegado el momento de pedir árnica. Saco el móvil, tecleo el número de K. Plim, plam, plum, plooom… …Llamando a K…. Cuando descuelga, no le dejo decir más que ¿Sí? Y le suelto una retahíla de quejas, abandonos, equívocos, ambulaciones… No le oculto una ligera desesperación. Tampoco que tengo frío y que me siento como en un planeta extraño, haciendo cosas que no quiero hacer en sitios donde no quiero estar. Pero, también -¡Ay la moral cristiana endilgada del camino duro para las consecuciones! que creo, imprudentemente, que hacer un esfuerzo más y llegar andando hasta mi hotel, me situará en un estado mental excelente para afrontar mañana el concurso. Pérdida de la perspectiva. Como si el hacerlo permitiera que cuando Juanjo Cardenal me pregunte mañana a qué clarinetista llamaban el rey del swing, a mi me fuera lícito responder – No tengo ni idea, Juanjo, pero ayer me vine andando desde San Cugat y si te digo que “el tío Soplao”, el de mi pueblo, que al clarinete no le da pero sí –y muy bien- al clarete, me la tienes que dar como buena… O aún peor, que ese Benny goodman esfuerzo consiguiera que, sin tener ni idea de cómo se llamaba ese clarinetista, una voz celestial me soplara al oído: Beeeeeenie  Goooooodman…. Bueno podría ser, no quiero jugar con estas cosas y, además, sí que creo que los esfuerzos supremos puedan tener quién sabe qué recompensa, pero barrunto que debe constituir una retribución más a la larga, a la conciencia continua, a lo que muchos han llamado “punto de gravedad permanente” y tiene poco que ver con milagritos o con angelotes informantes. 

K, hace lo que puede –ojito, me ha dejado solo por una siesta, no haga usted piña con él-, y al menos sí ha logrado ubicarme en un mapa mental. Me dice, tarde y apesadumbrado, que la estación de San Cugat ya está perdida, pero que no debo estar muy lejos de la Rodalie –oigo, por boca de K, por primera vez ese nombre como sinónimo de Cercanías- que existe intermedia entre aquella y la de San Joan que, como ya dije, es la de TVE. Es una con un nombre complejo, que no recuerda K en ese momento. Pero le insisto. Después de lo caminado, creo no estar ya lejos del hotel y me encuentro decidido a pagar el portazgo de volver andando por el camino más recto –atravesando la masa oscura- o por el curvo –la línea direccional de la calle sobre el puente de la Ronda Norte. Creo que sí, me dice, si sigues ese último camino terminarás llegando. Pero quizás tengas otro modo. Tengo un compañero que para venir a trabajar, todas las mañanas se apea en la estación de RENFE y se viene andando. Debe de haber un camino que sale de ella y que le lleva hasta el polígono. Quizás tengas que pasar por un tramo de bosque pero enseguida, se llega a una calle donde está el famoso Centro Deportivo de Alto Rendimiento, te sonará. Luego, si sigues por esa misma calle, llegas a TVE. La verdad es que debes estar a un kilómetro o dos. Máximo, media hora.

Colgamos. Así que ya me tiene usted cabezón -sin coma, es decir, yo, no usted-, esta vez sin jugarme el tipo entre becerros, atravesando en sentido contrario el túnel recién descubierto y entrando de nuevo en la estación de RENFE. Esta vez me parece un ámbito algo más siniestro. Es de entender, una estación solitaria empequeñece y alerta. Sobre todo si es de noche, porque los fluorescentes que se van a fundir pronto hacen ruidos metálicos, como si un insecto del tamaño de un abrelatas estuviera golpeándose la cabeza contra el tubo del fluorescente. También los sonidos de goznes, bisagras, puertas que cierran mal, resuenan amplificados y también se aíslan sombras extrañas en cualquier sitio, algunas grandes y antropomórficas como si se corporeizaran despedidas y reproches. Pero… ¿estoy realmente solo?

Accedo directamente al andén y comienzo a recorrerlo en toda su largura. A la izquierda primero, luego a la derecha; con la vista escrutadora en el andén de enfrente. Lo que estoy buscando –y no sé porqué es así como lo imagino- es una puerta, una salida abierta en ese andén que me permita traspasar la frontera. Pero no la hay. Es un muro vegetal de plantas de hojas largas y anchas, como las de los maizales. Una malla abigarrada e impenetrable que remueve el viento. Mi mente ha buscado primero una salida lógica en la estación, un muro de ladrillo, quizá, con un pasillo y una puerta, algo así. Como es evidente que no existe, busco luego cualquier otro escape por donde el compañero de K sube al Centro de Alto Rendimiento para acceder a las calles del polígono, un camino de tierra quizás, un vado abierto por el tránsito frecuente, como las sendas-atajo que abrimos en los jardines cuando obviamos los rodeos que dan los caminos preestablecidos. Tampoco. Ya me vale cualquier cosa. Hasta una gatera por la que tenga que arrastrarme los primeros metros. Cualquier salida. Nada. Voy a cruzar las vías. Buscaré desde cerca. Recorreré cada palmo de ese muro verde para buscar la grieta en el límite-horizonte que me lleva deteniendo cerca de una hora. Miro otra vez a izquierda, a derecha y no veo la entrada al pasadizo que debe conducir al otro andén. Supongo que el acceso estará en el vestíbulo. Es lo lógico. Es entonces, cuando encuentro un vado con tablas por donde es fácil cruzar las vías. Pero cuando ya voy a poner el pie derecho en el vado, resuena por los altavoces una voz varonil, fuerte y clara que anuncia en castellano: «Le recordamos que está totalmente prohibido cruzar las vías». Lo repite. Diantre. Me sobresalto. Lo que me faltaba. La estación está desierta por lo que me lo está diciendo claramente a mí. Así que hay alguien escondido que intento infructuosamente detectar y que debe de llevar un rato flipando conmigo. Seguramente cuando me ha visto y me ha visto hacer lo que he hecho, le ha dado tres vueltas al cerrojo de la puerta de su despachillo y ha dejado a mano el número rojo del teléfono de los Mossos d’Escuadra y ha vigilado atentamente mis pasos por algún ventanuco o alguna cámara. Me he quedado más frío aún. Estoy por gritar «¡Señor! ¡Ayuda! ¡Soy un concursante de Saber y Ganar! ¡Concurso mañana y estoy perdido y quiero llegar a mi hotel!-» Pero no lo hago. De alguna forma, sí ha conseguido que se suavice la avidez con la que buscaba la salida y entonces razono que pueden existir cien maneras distintas, fuera de la estación, para tomar el camino que conduce desde allí hasta TVE. Entonces, me reconozco la obstinación enfermiza. Es un defecto de mi carácter. No me sale muchas veces pero me acuerdo de algunas. Tampoco es muy especial. Usted, seguramente, también ha pecado alguna vez de terquedad y pagado sus consecuencias. Pero ese reconocimiento me conduce –afortunadamente- a la capitulación. Así que, sin más zarandajas, vuelvo a salir de la estación y a atravesar por tercera vez mi nuevo amigo, el pasadizo, para regresar al punto de partida, la también ya muy amiga esquinita de Passeig Francesc Macià con la plaza del obelisco.

Rodalies  Volperelles 

Alguien, con un aire a Juanjo Cardenal,  sube a un tren de Rodalies        Estación de Volpelleres, al norte de San Cugat

Pero esta vez no me detengo y cruzo –por fin- el bulevar y me adentro en los jardines y desciendo la acera poco iluminada. Parece que, en cuanto he tomado la decisión razonable, las cosas se ponen de cara. En seguida –casualidad- me encuentro con otra parejita que vigila las correrías de un perro oscuro entre las sombras. Les pregunto si saben si anda cerca una estación de Cercanías –Rodalies, preciso-. Señalan hacia arriba de la cuesta y me responden. –Sí, siga usted subiendo esta calle y arriba se la encontrará a la izquierda. No creo que esté muy lejos, alguna de aquellas luces del fondo debe ser. –me contestan-. Doy las gracias sinceras y asciendo y rumio… K ha sido el que me ha hecho volver a la estación de RENFE, pero no puedo culparle, no sabía más que lo que me apuntó y lo único que hizo fue plegarse a mi obstinación, a mi orgullo. Pensó que éste me valdría para encontrar yo solo un camino desconocido en medio de la oscuridad. Evidentemente no fue así, no podía ser así. No debo, entonces, culpar a nadie de estar dónde y como estoy. Es el punto crítico donde me ha conducido la inercia, la falta de un propósito interno claro y, principalmente, ese orgullo, el más desorientador de los defectos. Y asumo lo que ha venido aunque no lo pueda entender ni descifrar. Y me ayudo y animo. Pensar en positivo. Solo en las religiones monoteístas basta para la salvación del alma con la fe, con someterse obedientemente a una jerarquía y con cumplir unos mandamientos éticos propios y naturales de cualquier sociedad estratificada para una convivencia pacífica, y que, a su vez, impida y castigue con dureza la contestación. En muchas otras religiones la Iluminación exige mucho más. Suele implicar un esfuerzo personal continuado y colosal, sin garantías de éxito por la crudeza de la senda y las pobres armas con las que cuenta el espíritu humano. Son creencias en las que la inacción, la deriva, la indiferencia ante el espíritu de la Ley, la aceptación sin reservas, la misma inercia, no solo no garantizan la salvación, sino que son un lastre para el crecimiento humano individual y colectivo. Eso es lo que creo la mayoría de las veces aunque siempre muy a lo lejos, inabarcable. Venimos a la vida para aceptar los desafíos, para intentar mejorar algo. Si Dios existiera y la salvación fuera posible y eres un impedido para aceptar y pertenecer con convencimiento a una de esas creencias monoteístas, estás apañado. No te queda otra que aceptar lo que viene indeterminadamente como una prueba, como una enseñanza más que debes entender, como algo que tú mismo te has buscado para avanzar un paso más o para darte cuenta que el último era erróneo y que tienes que desandarlo. Y eso es muy jodido, más difícil que una confesión o que una misa que te lave la incuria, cuando no tu crueldad.

Bueno, salvo que casi me cuelo en una comisaría o cuartel de los Mossos d’Escuadra que hay en la cuesta, confundiéndola con la estación, pero que me sirve para que el señor guardia de la puerta me certifique que Volpelleres –así se llama- existe y que está un poco más arriba, llego, ya más contento que un monito con carraca, a la estación que me liberará de ese espacio obsesivo que me ha retenido en su ámbito sin necesidad de cordajes. Me acerco a adquirir mi billete en una máquina automática. Cuando lo estoy haciendo se me acerca un joven que ahora no quiero encasillar, para ofrecerme su ayuda por si no sé interactuar con la máquina y sus instrucciones y nombres en catalán. Pero sí sé y la propinilla que busca no le llega. Saco mi billete y crealo si quiere, primero me confundo de andén, pero subsano rápidamente el error y me acomodo a esperar el tren dirección Sabadell. En un cartel anuncian que faltan más de diez minutos para su llegada. Pero no me importa. He desistido de cualquier toma de decisión y me dejo arrullar por los arroyuelos de lo cotidiano, como cualquiera de los que esperan como yo la llegada del tren. Deportistas con bicicletas, parejas de señores mayores enlazados por el brazo y que visten y huelen bien, un grupo de adolescentes con la risa tonta, franca… envidiable… gente normal un domingo y me alegro mucho de pertenecer al grupo y me dan ganas de cantarlo.

Cuando salí de Madrid –esta mañana, parece mentira-, dejé concursando en el último programa emitido de Saber y Ganar a tres participantes heterogéneos. Eran Óscar, de Hospitalet, un recién llegado que luego se convirtió en un asiduo de la cuerda floja, un escapista consumado de un reto tras otro; estaba también Miquel, de Girona, ya en el séptimo programa, un concursante no muy espectacular pero que daba la apariencia de tan estable como para poder subsistir en el programa hasta el día de mi participación, aunque no duró más que un programa o dos más; y, la estrella de aquella terna, Gorka Areta, de Vitoria, un Gorka2chico joven y tímido –y bien parecido, según acompañantes femeninas de visionado- que rondaba ya entonces la posibilidad de superar los 7000€ y de convertirse en “magnífico”, aunque le estaba costando un mundo subir los guarismos y que, incluso, en ese último programa que yo vi, tuvo que superar un reto que pudo haber dado al traste con todo lo que consiguió después, y que, lógicamente, no era disparatado pensar que pudiera encontrarme con él mañana como compañero-contrincante. Resalto lo de Gorka por dos cosas, porque al día siguiente, aunque ya no estaba, supe que sí, que en el lapso entre el último programa emitido y el de mi participación, había conseguido superar el mínimo que te otorga el título de “magnífico” y ganarse el derecho para participar, con todos los demás que lo consiguieron durante ese año 2013, en la cita anual de programas en donde, uno de ellos, se lleva el honorífico título de “supermagnífico”, amen de más perrillas que nadie. Finalmente fue Gorka, poco favorito entre tanto coco, y que había conseguido una cantidad en su participación diaria bastante inferior a la de muchos, el que consiguió llevarse el gato al agua. Enhorabuena, Gorka, desde esta humilde crónica.

Así que, en la cena, más bien cortita –más por modesta que por frugal- busqué una mesa esquinada, discreta, que me permitiera otear con comodidad todo el comedor y buscar alguno de esos participantes que ya habían salido en la tele, o, en su defecto, algún grupillo que me los pareciera y, si viniera al caso y me animara, acercarme a ellos humildísimo para ir pulsando el ambiente y hacerme el agradable y que se me considerara un buen candidato para compinche, o, al menos, no buscarme líos o antagonistas claros. Pues no. No estaban. A mí, ya se me había caído el día encima, con todas sus horas, sus kilómetros, sus caminatas, sus emociones y, estoy seguro, que quien se fijara en mí –escasos había que pudieran hacerlo-, me encontraría arrugado, bajado de altura, como los toros tras el “encuentro” con el picador que, aunque lo designan con el eufemismo de “ahormar”, lo que hacen es destrozarle los músculos del cuello –es lo que se busca- para que el toro no pueda cabecear demasiado y “haga el avión” en la muleta. A mi alrededor, solo cenaban solitarios tristones o simplemente cansados, como yo entonces, como usted ya de esta larga entrada. Cenábamos en silencio, concentrados en triscar el filetito, el pellizco de pan, el sorbo de vino o cerveza, el limpiarnos recatadamente una bocera... pero con la mente muy lejos de ese tristón comedor, pero ya no tanto, claro, no más allá de mañana. Como la mía.

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