Entrada quinta (Un topo en TVE):              

Como casi todo el mundo sabe o ha oído alguna vez, Barcelona es una ciudad de plano cuadriculado que ha alcanzado hace ya algunos años su límite máximo de expansión territorial. La línea de costa se proyecta en una diagonal suroeste-nordeste y, desde ella, el plano de la ciudad se va elevando hacia el interior de forma cada vez más acusada con cada manzana recorrida hasta alcanzar su límite occidental marcado por una media luna de montañas de altura mediana que encorseta a Barcelona por ese punto cardinal y que regala también, desde diversos niveles, unas vistas extraordinarias del manto bordado por edificios y calles que parece estar continuamente deslizándose hacia el mar. Salvo barrios que se acoplan a colinas verdes o a aquellos del extrarradio a los que se accede tras traspasar los túneles con los que se salvan las primeras barreras del terreno, las poblaciones que hay al otro lado de ese medio arco montañoso, ya no son consideradas de Barcelona y son autónomas por nombre, festividades, costumbres, carácter y administración. San Cugat, hacia el que mi conductor dirige diestramente la furgoneta, es un ejemplo de ello. Teniendo al Mediterráneo, de un azul neto y espejo de luz, como proscenio insuperable de las salidas del sol, es la dirección norte-sur –por simplificar- la que paralela a la costa parece la única línea natural y lógica para la expansión de la ciudad, línea que se proyecta hasta la desembocadura de los dos ríos que la limitan administrativamente: el Besós al norte y el Llobregat al sur; cursos bajos en los que, en puridad, finaliza Barcelona. La primera población que aparece en la ribera opuesta del Besós, se denomina Sant Adrià, en tanto, al suroeste, es el río Llobregat el que define la frontera administrativa entre la capital de Cataluña y Hospitalet. Nada puedo decir del carácter o de lo acusada que puede ser la conciencia autóctona o de patria chica de los habitantes de Sant Adrià, pues, por utilizar una muletilla sobada por los políticos ramplones actuales, no me consta. Pero sí puedo decir con respecto a Hospitalet que, hasta donde sé, sí poseen el prurito de orgullo de sentirse “sólo” de Hospitalet (ojo, por número de habitantes es el segundo municipio de Cataluña y el decimosexto de España –wikipedia dixit-), y entran a debate si alguien niega que es una población con más enjundia y antigüedad que Barcelona y defienden lo suyo con argumentos, apego a la singularidad, escudo y bandera. Aportar aquí que, al fin y al cabo, en algunos puntos las separa una simple calle; de tal manera que doña Paca, del portal ocho, es barcelonesa y doña Montse, del once, con la que comparte las cuerdas de tender la ropa y un anisito con pastas después de la misa del sábado, es hospitalense y a mucha honra.

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No le debe extrañar esa punta en lo que acaba de leer, porque, fuera de algún devaneo mental y personal sobre si podría sonsacarse algo más sobre el carácter de estas gentes por su forma de vivir y de sentir el pueblo propio, a mí me son del todo indiferentes y allá cada cuál con lo suyo. Lo menciono porque este enaltecimiento de las peculiaridades individuales de los municipios, es algo que llama un poco la atención por estas latitudes que me han tocado habitar. Circuló hace unos años por los correos electrónicos una mofa en madrileño chabacano sobre estos sentimientos de pertenencia irrenunciable a un municipio diferenciándolo de la metrópoli. Venía a decirnos ese correo algo así como que, a diferencia de lo que pasaba en Barcelona, daba igual que hubieras nacido en Móstoles, Alcobendas, Navalcarnero o en el valle del Lozoya (a 60 km. de Madrid, de donde proceden sus ensalzadas aguas), porque podías sentirte y cacarear a los cuatro vientos, sin faltar a la verdad, que eras de Madrid y punto, (“ej que, tío, que da igual, tú vas y dices que eres de Madrid y punto pelota” –algo así era, más literalmente). Yo lo veo sencillamente explicado por una diferencia natural de idiosincrasias que no deben juzgarse, y nada más, dejo las conjeturas a su albur.

Entretanto, nuestro monovolumen, un tramo hacia el norte y dos cuesta arriba, iba quebrando los típicos chaflanes del ensanche barcelonés entre un tráfico circunstancial. Mi conductor es un andaluz, uno de tantos emigrados a Barcelona en la década de los setenta del siglo XX ahuyentado por el simbólico pan y cuchillo y el vaticinio certero de un futuro de sequías, moscas, dominó, misa social los domingos, aguardiente turbia y el fresco vespertino de una silla de enea a la puerta de una casa encalada e inexistente para el mundo; huido de verse sentado en ella a horcajadas, con los brazos apoyados en su respaldo, con la misma mirada de todos aquellos que se entregan a la nostalgia de lo que definitivamente no vivieron ni podrán vivir ya, al ritmo planetario de soles para chicharras, lunas grandes para enajenados y atardeceres marcados por el ritmo de los círculos hipnóticos trazados por los vencejos alrededor de una torre.

Mi conductor parece una persona franca y campechana; pero seria, sin chistes ni retrancas. Antes del primer semáforo ya comenzamos a hablar del tiempo, claro, como parece ser norma no escrita que debemos cumplir dos personas extrañas (aunque se vean todos los días) cuando se ven impelidas por la urbanidad a un intercambio de frases: que si en Madrid había hecho un frío desmoralizador y traicionero (¿sabe usted ese refrán que dice: El aire de Madrid, mata un hombre y no apaga un candil?), que si en Barcelona había llovido pero poco más, que si en verano, Madrid, es una parrilla pero Barcelona es un horno, pero, no crea –le decía yo-, cuando pega no se oye ni un pájaro y el asfalto produce espejismos; que sí, que sí –decía él-, pero ustedes tienen un calor seco y por tanto soportable y, sin embargo Barcelona, con ese calor húmedo… bueno, ya conoce usted cómo son estas conversaciones convencionales, casi son idénticas hasta en las palabras; pero sirven porque, entretanto, el ascensor abrió sus puertas por fin, el cigarrillo a la entrada de la oficina se ha consumido, el vecino ya llegó a su rellano… Pero pronto, la conversación tornó hacía la confidencia. Creo que nos caímos muy bien y hasta resultó que éramos quintos –nacidos el mismo año-. Después de un par de historias que él quiso decirme, un par de preguntitas genéricas y luego otras cuantas más explícitas, ya me percaté de que, quizás, no había medido correctamente la hondura de la zanja en donde me había metido voluntariamente y tuve el primer conato de deseo de evaporarme. Me contó algo de su emigración; de su trabajo, y que, ese domingo,  estaba ya cansado y que tenía ganas de acabar la jornada porque se le estaba haciendo muy larga.

-Mire usted –me dijo- es que desde las cuatro de la mañana, ya me dirá… A las cinco he tenido que ir a buscar a su casa a un trabajador para llevarle a TVE.

-¿A uno sólo? –pregunté.

-Sí señor. Es que a esas horas no hay transporte público y le tienen que poner un coche.

-Pues vaya turno –dije yo por contemporizar-. De gallo tropical. Debe ser muy crítico lo que hace. ¿Y no pueden ponerle un taxi que tiene que ir usted?

-Pues eso mismo digo yo. Pero bueno ¡qué le vamos a hacer! El que manda, manda. Pero, con usted, acabo por hoy.

Entonces le hablé de mi «topo» en TVE, por si le conocía, por si había sido a él al que había «trasladado» porque tiene turnos muy cambiantes e intempestivos. Y ya, lanzado, le peroré que me parecía un dispendio ese gasto tal y como estaban las arcas del ente público, tan escuálidas ellas y tan llenas de huellas digitales diversas. Se lo pude plantear porque tengo dos amigos que trabajan en esa televisión, uno en Madrid y otro, allí, en San Cugat; y sé por ellos que las ruedas de directivos de TVE que van sucediéndose unos a otros, se conducen como dementes. Bueno, no es que estén locos, es que como son cargos políticos y no tienen ni la más pajolera idea de televisión y sus decisiones se orientan con más tino al lucro y al amiguismo, resultan perniciosas para el futuro posible de TVE. Desde luego, cuando me cuentan algunas de sus directrices, me parecen tan irracionales como sacadas de la amígdala de una mantis religiosa. Me dicen que se tiran a la basura o al chatarrero equipos sin estrenar, que desmantelan una sección de profesionales para subarrendar sus trabajos a productoras «de nuevo cuño» formadas por cuatro gatos y un zorro. Que pagan millonadas por un programa basura que, casualmente, dirige el amigo, el que le puede devolver del favor o la amante de turno; que despilfarran en los grandes montos y se conducen como rastreros en lo menos costoso y más inmediato; que ascienden a puestos de responsabilidad a personas ineptas como mandriles.

-Un desastre me parece a mí, concluí. Ya sabe usted. Dinero público. Una merienda de negros. Si de verdad lo que importa es la economía, un gobierno como Dios manda formaría una cuadrilla a la manera de los Intocables de Eliot Ness como se hizo en Chicago en los años 20 para enchironar a los gángsteres. Gente insobornable, armada con la última tecnología y con patente de corso para la búsqueda de pruebas, por lo civil o por lo criminal; de patada en la puerta y trizas al colchón. Que si se trataba de una falsa alarma, pues nada, se pide perdón, se le pone puerta nueva y se le regala un colchón última moda. Que sí se encontraban los tacos de billetes, pues hala, directito al juez.  Ya vería usted cómo después de unos cuantos juicios sumarísimos y unas cuantas condenas de esas más magras cuanto mayor sea el fraude y bien cumpliditas, como las que le caen al pobre drogata al que colocaron en un banco disparando al aire con una recortada; ya vería usted, le repito, cómo en un año, eso sí, muy antidemocrático y aguantando el chaparrón de los medios y el griterío de las organizaciones que defienden con buenos argumentos a los corruptos y defraudadores; en un año, digo, o en menos, fíjese, el saneamiento del déficit público, el acusado descenso de los índices de fraude al fisco y la credibilidad de la «marca España» -como les encanta decir-, serían portada en las revistas económicas más reputadas del planeta.   

Mi conductor, no entró al trapo.  -¿Y como se llama su amigo? -me preguntó.

Yo me escamé un poco por si la respuesta podía provocar algún perjuicio para alguien, pero confié y se lo dije.

-Pues no, no es él. Al que he llevado se llama… Miró un papel que tenía en el salpicadero y leyó un nombre distinto.

-¡Ah!, no, entonces no.

Pues sí, leyó usted correctamente. Escribí «topo». Confieso honestamente que existía alguna posibilidad de beneficiarme de la ayuda indeterminada de un infiltrado en TVE. Desde luego no en el programa, eso no, pero sí en sus cercanías. A priori, las características de Saber y Ganar, donde los programas se emiten pregrabados (y hasta aquí puedo desvelar porque los participantes firmamos un protocolo de confidencialidad), parecen permitir algún tipo de triquiñuela que, si conoces a alguien de dentro, podría otorgar una posición ventajosa respecto a tus compañeros-competidores. Pero si se piensa mejor, a no ser que tu «topo», sea uno de los guionistas –lo que no promete mucho porque, aunque son ellos los que elaboran las preguntas, son diversos, quizás su trabajo sea telemático y porque no podríamos asegurar que ellos conozcan exactamente cuándo está programado que se vayan a plantear las preguntas que han elaborado-; o sea alguno de los sempiternos presentadores –esto es prácticamente imposible, por status, por honorabilidad, y hasta, si hiciera falta este argumento, porque lo más lógico es que preparen los programas de uno en uno, según se van a grabar-; si se piensa mejor, repito, no parece que pueda ser de gran ayuda conocer a alguien que trabaje en el mismo centro y parece mayor la expectativa abierta por esta posibilidad, que el resultado práctico real. Pero… sí, si hay una grieta en el sistema: La sección del programa que se denomina “La parte por el todo”. Si usted no conoce bien el funcionamiento de esta prueba de Saber y Ganar, rápidamente, le apunto que se trata de una prueba en la que se van dando pistas sobre un “todo” del que hay que concluir una solución final. Lo más frecuente es que se trate de identificar a un personaje, un cuadro, una película, un edificio, unos populares dulces monjiles… y con esas pistas, finalmente, hay que dar una respuesta más o menos compleja: de qué se trata, alguna historia referida a ese “todo” en cuestión, los porqués, etc. La ventaja, la grieta que digo, es que la solución a lo que se plantea, lo más habitual, es que se difiera de un programa a otro; a veces las pistas son acumulativas –es decir, nuevas pistas en cada programa-, a veces no, a veces ofrecen tres pistas, por ejemplo, y de ellas hay inferir ese todo. Efectivamente, como usted también puede llegar a ser un poco ladino, ha deducido en seguida que, si se conchaba con alguien que tenga acceso a las grabaciones y quiera y pueda hacerlo, podría adelantarle lo que se busca y los indicios dados para resolverlo. Pero, a la postre, la posibilidad de que esa ventaja se pueda utilizar en el programa se difumina hasta tender a la nada. Aún otorgándole que, conociendo la pregunta de antemano, haya sido capaz de encontrar la solución por usted mismo, es difícil calcular cuántos programas faltan para que llegue su participación y, por tanto, es bastante improbable que se le presente la posibilidad de que usted pueda lucirse con un, por ejemplo: “Sí, Jordi, me parece que la fotografía es del ábside de la iglesia interior del castillo de La Adrada, en la provincia de Ávila. Se cree levantado sobre un enclave romano y perteneció al condestable de Castilla, Don Álvaro de Luna en el siglo XV. Restaurado recientemente, alberga en la actualidad el Centro de Interpretación Histórica del Valle del Tietar.”, y lo más factible es que ya la cuestión que le planteen sea muy otra.

TopoA todo este rimero de dificultades, que ya disuaden de por sí de todo intento de treta, hay que sumar las características propias de mi «topo» que, como bien reconoce él mismo, es un perfecto inútil en actitud y aptitud para estas faenas. Un buen «topo» –como les ocurría a los temerarios de la Guerra Fría- se estimularía con la posibilidad hurgar, recabar, descubrir y desvelar lo escondido. Muy al contrario, al mío,  esta oportunidad que se le brindaba insinuada entre otras anécdotas, le produjo el mismo hondo desapego y le dejó el consabido gesto de perplejidad que siempre le aparece cuando le intentas introducir en los fundamentos de estrategia y reglas de cualquier juego o concurso. Fue decirle que iba a ir a concursar a Saber y Ganar, allí, donde él trabaja, y, como el que pide que le pase el salero, me dijo: “Pero, no me digas que aún existe ese concurso. ¿Y lo sigue llevando el Jordi Hurtado?;”. Camino cortado, ya me lo sé. Pero, ingenuo de mí, continué: “Pues sí, -contesté- y luego le intenté engatusar un poco con el procedimiento, las expectativas, cómo funciona ahora… pero ya se había ido lejos, muy lejos, como si le estuviera desgranando la tabla de mareas de la isla de Mindanao. Claro, yo ya no pude ni plantearle: “He pensado que si tuvieras la posibilidad… ¿Qué te parece si…?” Sino sólo comenté: “¡Ja! y yo que había pensado darte el papel de topo…”. Sonó a broma, pero la sola alusión a la hipótesis le indujo a recrear sus necesarios movimientos y le produjeron una pereza infinita... y procedió a enumerar -ya hablando solo, porque yo también me puedo ir a Filipinas cuando quiero-, las imposibilidades de todo tipo que se le ocurrían, las reales, las secundarias, las imaginadas, las solucionables, las ajenas… Así que ya me dirá usted que podía sacar alguien como yo de todo este asunto del topo, suponiendo, además, -cuestión que no hemos necesitado ni aludir- que mi ética me hubiera permitido plantearme este camino repleto de escollos poblados por líquenes escurridizos.

 

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