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... No quiero decir con eso que no conociéramos a muchos ingleses. Viviendo, como nos veíamos obligados a hacerlo, en Europa, y siendo, como nos veíamos obligados a serlo, americanos ociosos, lo cual equivale a decir que éramos muy poco americanos, no nos quedaba otro remedio que frecuentar la compañía de los ingleses de clase alta. Porque París era nuestro hogar, algún sitio comprendido entre los límites de Niza y Bordghera nos proporcionaba cuarteles de invierno todos los años, y Nauheim siempre nos recibía desde julio hasta septiembre. Deducirá usted de estas afirmaciones que uno de los dos estaba, como suele decirse, «delicado del corazón», y, cuando le diga que mi esposa ha muerto, comprenderá que era ella la enferma.

BalnearioDeNauheim
 Balneario de Bad Naujeim, Alemania. Postal antigua. todocolección.net

         El capitán Ashburnham también estaba delicado del corazón. Pero, mientras pasar un mes al año aproximadamente en Hauheim le dejaba en perfectas condiciones para los otros once, nuestros dos meses apenas bastaban para mantener viva a la pobre Florence de un año para otro. La razón de que el capitán estuviera delicado del corazón era al parecer el polo, o un exceso de deportes violentos durante su juventud. La razón de la destrozada vida de la pobre Florence fue una tormenta en el mar durante nuestra primera travesía hacia Europa, y el motivo básico de nuestra reclusión en el viejo continente era la prescripción de los médicos. Decían que incluso la breve travesía del canal de la Mancha podía muy bien acabar con mi pobre esposa.

   TheGoodSoldier MFMCuando los conocimos, el capitán Ashburnham, de vuelta a casa, por razones de enfermedad, de una India a la que nunca regresaría, tenía treinta y tres años; la señora AshburnhamLeonora-, treinta y uno. Yo treinta y seis y la pobre Florence, treinta. De manera que ahora mi mujer tendría treinta y nueve y el capitán Ashburnham cuarenta y dos; mientras que yo tengo cuarenta y cinco y Leonora cuarenta. Ya ve usted, por tanto, que nuestra amistad ha sido asunto de los primeros años de la edad madura, todos éramos muy tranquilos por temperamento, y los Ashburham, de manera especial, eso que en Inglaterra se denomina de ordinario «gente bien».

     carlos i de inglaterraEran descendientes, como podrá usted suponer, de aquel Ashburnham que acompañó a Carlos I al cadalso. Y como igualmente supondrá, tratándose de esta clase de ingleses, nadie habría podido advertirlo. La señora Ashburnham era una Powys. Florence era una Hurlbird de Stamford, Connecticut, donde, como es sabido, son aun más tradicionales de lo que los vecinos de Cranford, Inglaterra, pueden llegar a ser. Yo soy un Dowell de Filadelfia, Pensilvania, donde -es históricamente cierto-, hay más viejas familias inglesas de las que es posi-ble encontrar en seis condados ingleses juntos. Llevo siempre conmigo, desde luego -como si fuera la única cosa que, invisiblemente, me anclara a cualquier punto de la superficie del globo-, las escrituras de propiedad de mi granja, que una vez cubrió varias manzanas entre las calles Chestnut y Walnut. Estas escrituras de propiedad son un wampum, la concesión de un jefe indio al primer Dowell, que partió de Farnham, en Surrey, en compañía de William Penn. La familia de Florence, por su parte, como es caso frecuente entre los habitantes de Connecticut, provenía de los alrededores de Fordingbridge, donde precisamente se halla la casa de los Ashburnham. Allí escribo en este mismo momento.

    ElBuenSoldado PortTambién se preguntará por qué escribo. Y mis razones son numerosas. Pero no es infrecuente, entre los seres humanos que han sido testigos del saqueo de una ciudad o de la destrucción de un pueblo, el deseo de poner por escrito lo que se ha presenciado, ya sea por el bien de desconocidos descendientes, de generaciones infinitamente remotas o, si lo prefiere, simplemente para apartar esa visión de su cabeza.

   Alguien ha dicho que la muerte de cáncer de un ratón es equiparable al saqueo de Roma por los godos, y yo les juro que la destrucción de nuestro pequeño grupo de cuatro fue otro de esos acontecimientos inconcebibles. Quienquiera que se hubiera tropezado con nosotros, sentados en una de las mesitas que hay, por ejemplo, delante del club de Homburg, mientras tomábamos juntos el té de la tarde y observábamos a los jugadores de golf miniatura, habría dicho que, tal como marchan los asuntos de los hombres, éramos un castillo extraordinariamente inexpugnable. Éramos, si lo prefieren, uno de esos altos barcos de velas blancas sobre el azul del mar, cualquiera de esas cosas que parecen las más orgullosas y seguras de entre todas las cosas bellas y seguras que Dios ha permitido concebir a la imaginación de los hombres. ¿Dónde encontrar mejor refugio? ¿Dónde encontrarlo?...

   

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