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Fragmentos de libros.LA HERMANDAD DE LA UVA de John Fante  Final II:

Acceso/Volver al FINAL I de este libro: Bar Tapones Novillo85
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

    ... Nadie habló cuando me acerqué. Era como si yo no fuera nadie, sólo un engorro, otra abeja. Me situé detrás de mi padre y le puse las manos en los hombros; la carne cedió con facilidad y toqué los huesos.     

     -Soy yo, papá.

     Levantó la cabeza.

     - ¿Qué hora es?

     - Hora de volver al hospital.

     - Ni hablar. Yo no vuelvo.

     - Necesitas la insulina.

     Negó con la cabeza.

     - Deja de jorobar a tu padre -dijo Zarlingo-. Siéntate y tómate un vino. Tranquilízate. Disfruta de la compañía.

     - Me lo llevo al hospital.

     - Eso lo decidirá él. -Alargó la mano y tocó la de mi padre-. ¿Quieres volver al hospital, Nick?

     - No, Joe. Se está bien aquí. Con esta paz.

     El afónico Angelo chascó la lengua y me indicó por señas que me acercase, sonriéndome con su boca desdentada. Me acerqué a él, cogió un lápiz, garabateó algo en un cuadernillo, arrancó la hoja y me la alargó.

     Era una frase ilegible, aunque se notaba que estaba en italiano.

     - No se entiende -dije, devolviéndole el papel.

     Benedetti me lo arrebató.

     - Déjame ver.

     Observó la frase un momento y asintió con la cabeza.

     - Es verdad -dijo a Angelo-. Siempre tienes razón, Angelo.

     - ¿Qué dice? -pregunté.

      grappeMulticolore- Dice: Más vale morir borracho que morir de sed.

     Aparté la mirada y la posé en el viejo vinatero.

     - ¿Y eso qué quiere decir? -dije, mirando los entornados ojos de Angelo-. Yo no lo entiendo.

     Angelo garabateó otra frase rápida y le pasó el papel a Benedetti, que volvió a traducir.

     - Más vale morir entre amigos que morir entre médicos.

     Aquello mereció un aplauso, un batir general de palmas, un brindis con vasos levantados y vaciados; incluso mi padre, que no estaba para entender nada, hizo un ademán con la mano.

     Angelo, animado, escribió otra nota. Ya no me quedaba más que una salida. Tiré de la butaca de mi padre, lo rodeé con los brazos y traté de levantarlo. Forcejeó conmigo, con debilidad pero con furia, y volvió a sentarse. Los paisanos nos miraban. Era evidente que no pensaban ayudarme.

     -Por favor -dije-, que alguien me eche una mano. Este hombre está muy enfermo.

     Nadie movió un músculo. Me eché a llorar. No de dolor, no de angustia por mi padre, sino de lástima por mí. Qué bueno era. ¡Qué hijo tan leal y maravilloso! Allí esforzándome por salvarle la vida a mi padre. Estaba orgullosísimo de mí. ¡Qué ser humano tan honrado era!

     Lloré y golpeé la mesa, el vino osciló, se derramó, las abejas zumbaron. Me tiré de los pelos. Caí de rodillas y me abracé a mi padre.

     - Ven conmigo, papá. Necesitas atención. No puedes morir en este horrendo lugar.

     Su errabunda mirada se posó en mí.

     - Vete a casa, chico. Pregúntale a tu madre qué quiere.

      ArteParaLlorarMe incorporé lleno de vergüenza y de asco, me senté en el banco sollozando. Tenía arte para llorar. Me había procurado muchas ventajas en la vida y también algunos problemas. Cuando tu debilidad es tu fuerza, llora. Porque llorar desconcierta al prójimo, que no sabe qué hacer. Espera violencia y ésta se disuelve en un charco de lágrimas. Lloré cuando tomé la primera comunión. Mis lágrimas desarmaron a Harriet y acabó casándose conmigo. Sin lágrimas, jamás me habría acostado con una mujer y con ellas nunca fallaba. Han ablandado el corazón de mujeres que me detestaban y que querían matarme después de sucumbir. He llorado mientras escribía pasajes melancólicos. Cuanto mayor me hacía, más lloraba.

     Zarlingo empezó a conmoverse, me cogió la mano y me la apretó.

  - Tranquilízate, hijo -dijo con voz apaciguadora-. Sécate los ojos, tómate un vino. No te preocupes por tu padre. Es fuerte como un toro.

     Me sequé la cara y me soné la nariz. Engullí el vino a la fuerza. En la autopista se oía el gañido de una sirena que aumentaba de volumen conforme se acercaba. Fui al camino y vi una ambulancia blanca que llegaba por el camino privado de Angelo, envuelta en una nube de polvo. Cuando frenó vi a dos enfermeros de blanco en la parte delantera. Con ellos iba el doctor Maselli. Bajaron del vehículo.

     - ¿Dónde está? -preguntó el médico.

     Me siguió hasta la pérgola y se acercó a mi padre. Le alzó la cabeza y le levantó un párpado. Sacó una aguja hipodérmica del botiquín de mano, tiró del émbolo para extraer una sustancia lechosa de una ampolla y se la inyectó en el brazo. Angelo y los demás compadres les rodearon y miraron la escena. Se apartaron cuando llegaron los enfermeros con una camilla. Lo tendieron con cuidado, lo levantaron y se lo llevaron hacia la ambulancia. Sus amigos se despidieron murmurando.

     - Ciao, Nicola. Buona fortuna.

     - Addio, amico mio.

     - Coraggio, Nick.

     -Sii coraggioso, Nicola.

    Mi pChaintiadre yacía inmóvil, con los ojos cerrados. Ni siquiera el tórrido sol le hacía mover los párpados. Angelo se acercó a él con una botella de Chianti con funda de paja y la dejó en posición horizontal en la camilla, junto a su brazo. El doctor Maselli arrugó la frente. Metieron la camilla en la ambulancia y cerraron la puerta. Mientras el blanco vehículo se alejaba hacia la autopista, los amigos de mi padre se quedaron mirando el polvo que levantaba.

     -Se pondrá bien -dijo Zarlingo.

     -Claro que sí -dijo Cavallaro-. Ése nos enterrará a todos.

     -Brindemos por ello -dijo Benedetti.

     Subí al coche de alquiler y fui tras la ambulancia.

     Estuve esperando media hora en un banco, en el pasillo de la sala de urgencias del Hospital de Auburn. Cuando salió el doctor Maselli, en mangas de camisa, vi la muerte en su semblante.

     -Se nos ha ido.

     -¿Cómo? ¿Por qué?

     -Hemorragia cerebral. Rápido, sin dolor. No se puede pedir una forma mejor de morirse. -Me volví para irme y me preguntó-: ¿Quiere que se lo diga a su madre?

     -Ya se lo diré yo.

     Llamé a Stella desde el teléfono público del vestíbulo. Se quedó sin habla al enterarse y rompió a llorar. Lloramos juntos un rato, abrazados por vía telefónica.

     - ¿Quieres decírselo a mamá? -dije.

     - Ay, Señor -exclamó sollozando-. Ay, Señor.

      LesCompagnonsGrappe4Colgué y salí al aparcamiento en busca del coche. El día, pese a la hora avanzada, se negaba a refrescar, y yo me sentía aturdido e incapaz de volver a casa para enfrentarme al sufrimiento de mi madre y al espacio vacío que se había abierto en el mundo con la muerte de mi padre. Al recordar los bares de Chop Suey Street, pensé en emborracharme, en perderme en la semipenumbra, con los viejos solitarios que desgranaban sus últimos días en aquellos antros.

     Al ir a arrancar vi que una enfermera bajaba la escalera de la entrada del hospital y se acercaba al aparcamiento. Era la señorita Quinlan. Venía derecha hacia mí, con un jersey blanco; se movía con gracia sobre sus zapatos planos, tiesa, limpia y hermosa, con el sol a sus espaldas, filtrándose entre sus muslos. Bajé del coche y fui a su encuentro. Se detuvo y sonrió.

     -Siento lo de su padre -dijo.

     Los ojos se me humedecieron. Le cogí las manos.

     - Ay, señorita Quinlan, ayúdeme. No sé qué hacer ni adonde ir. ¿Qué hago, señorita Quinlan? Me siento perdido y desdichado.

     Me rodeó con un brazo.

     - Vamos, vamos, señor Molise. Sé cómo se siente. Lo sé. Ya pasará, amigo mío. Debe usted ser fuerte, por la memoria de su padre.

     Mi vida entera daba vueltas a mi alrededor y me aferré a la señorita Quinlan con las manos y con mi sufrimiento.

     - Por favor, señorita Quinlan, vamos a la cama, por favor, por favor. Sálveme, vayamos a la cama.

     Se soltó y me miró a los ojos, sobresaltada, titubeante.

     - ¿Me está diciendo que...?

     - Sí, sí, señorita Quinlan. La amo, la adoro. Compadézcase de mí.

     Retrocedió un paso y me observó.

     - Bueno..., es posible, supongo.
     - Por favor, querida, maravillosa, hermosa señorita Quinlan.
     - Tengo que pasar antes por el supermercado.
     - ¿Puedo acompañarla? Yo llevaré el carrito de la compra.
     - Como guste -dijo sonriendo.

     Le cubrí las manos de besos y lágrimas. Quise ponerme de rodillas, pero ella me lo impidió.

     - No haga eso, señor Molise. Póngase derecho, por favor.

     - Gracias, es usted un ángel. Gracias, gracias.

  _  

     Subimos a mi coche y pusimos rumbo al supermercado, las lágrimas se me secaron enseguida, la señorita Quinlan junto a mí, con el bonito gorro de enfermera sobre las nórdicas trenzas rubias, las rodillas semejantes a granadas con pantis, las dos juntas, con recato, con elegancia.

     Tenía un aspecto delicioso mientras recorría los pasillos del supermercado, seleccionando productos, depositándolos en el carrito. Yo insistí en comprar una botella de whisky, pastel de coco y chuletas de cordero, y cuando pasamos por caja, pagué yo el total de la compra, sólo para oír que me daba las gracias y me llamaba loco. Volvimos al coche, le abrí la portezuela y su fabuloso trasero pasó ante mis ojos como la gracia de Dios, como el Espíritu Santo. A mi viejo le habría gustado; y seguro que le habría dado un pellizco.

     Fuimos a su casa, que estaba encima de un garaje a dos manzanas del hospital. Yo llevaba las bolsas mientras ella abría la puerta. ¡Qué casa! Fue como entrar en la sala de urgencias de un hospital. Todo era blanco, baldosas blancas alrededor del fregadero, fórmica blanca en la barra Lysolque separaba la cocina de la salita, y cojines blancos en el sofá y en las sillas tubulares de acero inoxidable. Un fuerte olor a Lysol impregnaba el aire. Todo estaba guardado, escondido: los platos, las cacerolas, las sartenes. Incluso la tostadora de la barra estaba tapada con un plástico. Siguiendo las instrucciones de la señorita Quinlan, dejé las bolsas de comestibles en el fregadero de la cocina.

     - Puede usted desnudarse aquí -dijo con voz firme-. Deje la ropa en el sofá.

     Desapareció en el cuarto de baño y cerró la puerta. Me quité la ropa, la puse en el sofá cuidadosamente doblada, a tono con la austeridad del lugar.

     La señorita Quinlan salió del cuarto de baño. Estaba desnuda y mucho menos interesante que con el uniforme de enfermera. Me la había imaginado con unos pechos voluminosos, pero casi no tenía, eran tristes bultitos de carne, no mayores que los de un hombre. Entonces le vi en la piel la marca del relleno del sostén, pero ella ni se inmutó.

     - ¿Nos hemos desnudado del todo? -dijo con animación, pero con tono profesional.

     - Sí -dije, tapándome las delicadas partes con ambas manos.

     Sonrió.

     - Ay, Señor, qué tímidos somos. -Me señaló el cuarto de baño-. Por aquí, por favor.

     Fui tras ella y me fijé en sus nalgas caídas, exentas ya de la estilización que creaba el uniforme. Tampoco la raja resultaba tentadora. Las nalgas le colgaban como bolsas celulíticas y empecé a recelar que la señorita Quinlan tenía por lo menos sesenta años.

     Me quedé mirando mientras llenaba la pila del lavabo y echaba una solución que formaba espuma. No me enderezó el estoque precisamente, la spada, que decía mi padre. Más bien me lo puso mustio, y cuando la señorita Quinlan lo empuñó, había muy poco que empuñar, y lo sacudió y lo llamó tímido y niño malo.

     - ¡Profilaxis! -exclamó, echándole espuma encima-. Así se llama este juego. ¡Profilaxis!

     El estoque empezó a reaccionar mientras me lo toqueteaba con ambas manos.

    - Mi niño bonito -canturreó-. Es un angelito. -Me alargó una toalla. Mientras me secaba, se preparó otra solución de agua y jabón, la vertió en la bolsa de un irrigador vaginal, colgó la bolsa de un gancho, se sentó en la taza y se introdujo la boquilla entre los muslos.

      EnfermeraQuinlan2Se secó, me cogió por el estoque y tiró de mí hacia el dormitorio. Yo ya estaba vacío de pasión, pero lleno de curiosidad. ¿Hasta dónde llegaría aquello? La señorita Quinlan era un ser infernal, pero también tenía su gracia, y vi que le temblaban los jamones mientras apartaba el edredón, ahuecaba las almohadas y asentía aprobadoramente ante el lecho del amor. Corrió descalza a la cocina y volvió con un tarro de miel que había adquirido en el supermercado.

     - ¡Miel de jazmín! -dijo, abriendo el frasco-. ¡Pruébala! -Introdujo el índice, cogió un poco de miel y sacó el dedo. Abrí la boca para recibir la golosina, pero resultó que no era para mí, sino para el estoque, un grumo que me puso en la punta, para que supiese lo que era. El estoque se enderezó con una celeridad pasmosa, con la bellota echando fuego, y miró a su alrededor, listo para el combate. Pasé un momento de vergüenza. Vaya forma de honrar a mi pobre padre. Pero ya estaba metido en ello, yo mismo se lo había pedido a la señorita Quinlan y no había ningún motivo para echarse atrás, a pesar de mi padre, de mi mujer y de mis dos hijos.

  _  

     Sentada en el borde de la cama, me extendió una capa de miel de jazmín por todo el estoque, desde la punta hasta la empuñadura. Parecía fascinada por su brillo dorado y, en un arrebato de deseo, probó el pastel. ¡La querida señorita Quinlan! Se lo tragó entero y yo lo sentí entrar y salir, el pastel, los huevos de Pascua, el corazón, los pulmones, el cerebro, un banquete para una reina ya madurita, y cuando pasó el hechizo se quedó de espaldas en la cama, jadeando con ansia, y yo me desplomé en una silla. Se lo había comido todo y me había dejado sin nada para correspondería.

     Mientras seguía inmóvil, con un brazo sobre los ojos, fui al cuarto de baño y me limpié el estoque con agua caliente y una toallita. Me vestí sin que ella cambiara de postura. Recorrí la casa con los ojos para echarle un último vistazo. Un lugar frío y esterilizado, pero con una belleza implacable, la belleza de la soledad y de dos extraños que compartían un momento íntimo, una belleza que se sentía pero no se veía. Inolvidable.

  _  

     Fui al dormitorio para despedirme de ella, pero ya en la puerta vi algo que me hizo dudar. Seguía igual que antes, con el brazo encima de los ojos. Pero el pelo se le había movido. La encantadora cabellera de trigo nórdico no era de verdad. Se le había corrido hacia un lado, hacia la oreja, y dejaba al descubierto un cuero cabelludo blanco y calvo. Qué lección de humildad. Si me hubiera quedado más rato, me habría deshecho en lágrimas. ¡Qué buena era aquella mujer!

     - Gracias, señorita Quinlan -dije.

     - No hay por qué darlas, se lo aseguro. -Lo dijo murmurando con cansancio.

     No se movió.

     - Mi padre también le da las gracias.

     - Era un buen hombre. Me alegro mucho de haber colaborado.

     - Adiós, señorita Quinlan.

     - Adiós.

   _  

29      

     RedondoBeachLa víspera del entierro llegó Harriet de Redondo Beach con nuestros hijos y fui al aeropuerto a recogerlos. Harriet me besó y retrocedió un paso para rastrear en mis facciones algún indicio de infidelidad. Sin duda vio la muerte de mi padre en mi mirada de agotamiento y la intensidad de mi dolor, pero supe que no vio en ella ningún rastro de la señorita Quinlan porque me sonrió con confianza y volvió a besarme.

     Hacía un mes que no veía a mis hijos. Habían estado en Ensenada, de pesca, según decían ellos en son de broma, porque habían ido con dos mujeres en la furgoneta.

     Dominic tenía veinticuatro años y Phillip dos menos. Sin afeitar, bronceados por el sol de México, con el pelo hasta los hombros, vestidos con conjunto vaquero y calzados con sandalias de tiras. Parecían hippies y no los acongojados nietos de un hombre que había salido de sus vidas.

     Ya en el aparcamiento, les dije:

     - Supongo que os pondréis ropa decente.

     Me miraron con la cara distante y escéptica de siempre, y Dominic dijo:

     - No te preocupes por eso, papá.

     - No quiero veros con esa ropa en el entierro.

     - Sí. Lo sabemos.

     - ¿Y el corte de pelo?

     - De eso nada.

     Dejaron las bolsas en el maletero, subieron al coche de alquiler y se instalaron en el asiento de atrás. Harriet se sentó a mi lado. Al arrancar me volví hacia ella.

     - ¿Se han matriculado para el curso que viene?

     - A mí me dijeron que sí -respondió Harriet con voz vacilante.

     Me volví para hablarles por encima del hombro.

     - ¿Tú te has matriculado, Phil? -Phil estudiaba Empresariales.

     - Sí, papá. He hecho todo lo que había que hacer.

     - ¿Y tú, Dominic?

     - Yo no me he matriculado -dijo.

     - ¿Por qué?

     - Tengo un empleo.

     - ¿Cuál?

     - Soy cajero de supermercado.

     - ¿Y por qué diantres eres eso? ¿Y la carrera?

     - Gano siete dólares la hora. ¿Conoces a algún biólogo marino que gane tanto?

     - Cualquier capullo puede cobrar en una caja. Tienes que terminar la carrera.

     - Tú no la terminaste -dijo.

     Harriet y yo nos miramos con la cara de resignación de costumbre. No había forma de dialogar con ellos. Los dos eran un desastre, malcriados, arrogantes y seguros de sí mismos. Yo no ponía en tela de juicio su inteligencia, sino aquella astucia suficiente, aquella diabólica capacidad que tenían para argumentar. Nunca vacilaban a la hora de replicar. Eran omniscientes y respondones.

     Estuvimos un rato en silencio. Encendieron unos pequeños puros mexicanos y nos alargaron la cajetilla; Harriet cogió uno, pero yo dije que no.

     - ¿Qué edad tenía el abuelo? -preguntó Phillip.

     - Le faltaban unos meses para cumplir setenta y siete.

     - El viejo zorro -dijo Dominic con una sonrisa-. Era un tipo genial.

     - ¿A qué te refieres?

     - Ya sabes a qué me refiero. Nos has contado cientos de anécdotas sobre él.

   - A mí me caía bien -dijo Phillip-. Cuando éramos pequeños y nos sacaba a pasear, solía llevarnos a un viejo bar italiano.

      - El Café Roma -dijo Dominic-. Le gustaba el tintorro de allí.

     - Y el brandy -dijo Phillip-. Lo primero que hacía por la mañana era echarse brandy en el café.

     - Tenía estilo -dijo Dominic.

     Íbamos en dirección este. El tráfico de la autopista era escaso y rápido. Por el norte se estaban acumulando nubes y temí que lloviera al día siguiente, durante el entierro.

     - Papá -dijo Phillip-, quiero preguntarte algo.

     - Dispara.

     - ¿Eres diabético?

      LesCompagnonsGrappe1Había pensado mucho en ello desde el fallecimiento de mi padre, le había dado vueltas y había hablado al respecto con el doctor Maselli. ¿Tendría diabetes algún día? Cabía la posibilidad.

     - No. No soy diabético.
     - ¿Y Dominic y yo? La diabetes es hereditaria, ¿no? Es cosa genética.
     - Lo que está presente es el potencial, no la enfermedad.
     - ¿Y cuál es la diferencia?
     - La dieta. Evitad el azúcar y a lo mejor pasa de largo sin afectaros.
     - Pero a lo mejor no pasa de largo.

     - ¿Y qué quieres? ¿Que te lo garantice por escrito? No es una enfermedad tan terrible. Se puede soportar. Vuestro abuelo es la prueba.

     - No delires -dijo Phillip-. La diabetes no tiene cura.
    - No hay cura, pero hay control, con insulina. Además, no la tenéis, así que ¿de qué carajo estáis hablando?

     Aquello le paró los pies y se quedó callado, pero Dominic volvió a la carga:

     -Papá, ¿habrías tenido hijos si hubieras sabido que llevabas la diabetes en los genes?

   Sabía que todo había sido un rodeo para llegar a aquella pregunta y, ahora que la habían formulado, me costaba responder.

     -¿Y cómo iba a saberlo? -dije.

     -Yo no -dijo Harriet-. Yo no habría tenido hijos.

     Touché! La confesión abrió de golpe la caja de Pandora de las especulaciones silenciosas y los cuatro cavilamos a propósito de la inexistencia de Dominic y Phillip. Al final, los dos se echaron a reír.

      TheBrotherhood1Cuando llegamos al domicilio de mi madre, el lugar parecía una caverna de ritos funerarios, los coches de los deudos aparcados a ambos lados de la calle y los viejos amigos de mi padre tirados en los escalones del porche delantero, bebiendo vino en vasos de cristal que mamá tenía guardados, ofendidos e incómodos a causa de los gemidos de las esposas que estaban dentro. A los italianos les gustan los vivos, pero a veces les gustan más los muertos, sobre todo si eran como aquellas mujeres que habían ocupado todas las habitaciones de la casa y que correteaban alrededor de mi enlutada madre, igual que hormigas alrededor de la reina, sollozando, manoseando el rosario, cabeceando, abrazando a la desconsolada iuda, inyectándole el dolor propio y embriagándose con el dolor que ella les devolvía.

     Phillip y Dominic no quisieron entrar y no se lo reproché, y mientras esperaban en el coche, Harriet y yo subimos al porche, entramos en el dormitorio de mamá y Harriet salvó el cordón de plañideras para ponerse a su lado. Le dio un beso y volvió con la mejilla manchada de lágrimas pegajosas. 

     No podíamos quedarnos. Al emprender la retirada y pasar por la cocina vimos la mesa llena de salchichones, quesos, vino y fruta, los preparativos para las largas horas del velatorio, demasiado para aguantarlo, demasiado absurdo.

  _  

     Salimos por la puerta trasera, por detrás del seto de separación de la señora Credenza, la vecina de al lado, y por allí alcanzamos la calle y llegamos al coche. Estaba a punto de arrancar cuando oí a Virgil llamándome a gritos y lo vi correr hacia nosotros desde el porche.

     - ¿Has visto a Mario? -preguntó.
     - No.
     - El hijo de puta. Era el encargado de traer la pizza.

     Salí a la calzada y fuimos a casa de mi suegra. Mientras Harriet y los chicos bajaban del coche, entreví a Hilda Dietrich espiándonos tras los visillos de la puerta de la calle, y cuando me alejé la vi salir a recibirlos con los brazos abiertos.

  _  

     Faltaba muy poco para que terminara mi vida en San Elmo. Después del entierro me iría para nunca más volver, porque sin mi padre el pueblo era un yermo semejante a muchos otros yermos. Sabía lo que me tocaba hacer: llevarme a mi madre de allí, llevármela a mi propia casa mientras Stella y mis hermanos vivían su propia vida.

     Sólo había otro asunto pendiente.

      SanPablo CaravaggioAl igual que Pablo, que había tenido su momento de verdad camino de Damasco, también Henry Molise había tenido su ración de éxtasis hacía veinticinco años, en la Biblioteca Municipal de San Elmo. Aparqué junto al estilizado edificio, subí los rojos escalones de arenisca que mi padre había colocado con sus propias manos, entré en el vestíbulo y anduve por un pasillo flanqueado de estanterías hasta llegar a un punto que conocía bien, el rincón de la ventana, cerca del afilalápices que quedaba debajo del retrato de Mark Twain. Saqué el ejemplar, encuadernado en piel, de Los hermanos Karamazov. Lo palpé, pasé las páginas, lo estreché entre mis brazos, mi vida, mi alegría, mi sublime Dostoievski. Puede que lo hubiera traicionado en mis obras, pero no en mi devoción. Mi padre había desaparecido, pero Fiódor Mijáilovich estaría conmigo hasta el fin de mis días.

  _  

30

     Creía que al entierro de mi padre acudiría todo el pueblo, pero me equivoqué. En el velatorio de la tarde anterior había habido más gente de la que acudió luego a la iglesia. Casi todos eran de la familia y había muchos nietos que ya de entrada no querían estar allí, porque había llegado un circo al pueblo y los más jóvenes estaban enfadados con el abuelo por haber elegido un momento tan fatal para morirse. Los demás dolientes eran amigos y vecinos de mi madre, y había además un grupo de leales del Café Roma.

     Los portadores del féretro, a saber, Zarlingo, Cavallaro, Antrilli, Mascarini, Benedetti y Rocco Mangone, ataviados con el traje de los domingos, aguardaban a la sombra de un olmo en aquella tarde tórrida y deprimente. Estaban tan elegantes como piedras erosionadas en la ladera de una colina. Al verlos, la congoja me saltó a la garganta como una trucha. Ahora que no tenía ninguno, habría aceptado por padre a cualquiera de ellos. En realidad, a cualquier hombre, arbusto, árbol o piedra, si me hubiera aceptado como a un hijo. Yo también era padre. No quería el papel. Quería volver a una época en que yo era pequeño y mi padre era fuerte y alborotaba la casa. Al diablo con la paternidad. No había nacido para asumirla. Había nacido para ser hijo.

     Los portadores del féretro se descubrieron cuando Harriet y yo entramos en la iglesia. Los saludé con la mano. Quise gritarles: «¡Os quiero, os necesito, cuidad de mí, viejos estrambóticos!»

  _  

     La familia estaba concentrada en los dos primeros bancos, delante del altar mayor, mi madre en el primero, entre Virgil, Stella y los cónyuges e hijos de éstos. Mamá llevaba un velo negro que le cubría el pelo y la cara. Harriet, nuestros hijos y yo nos pusimos en el banco de detrás, al lado de Peggy y sus chicos. Pero allí faltaba alguien, me di cuenta enseguida. Me volví hacia Peggy.

     - ¿Dónde está Mario?

     - En estado de shock. Le dije que se quedara en casa.

     Virgil nos miró por encima del hombro y sonrió con desdén.

     - ¿Cuando dan en la tele dos partidos seguidos entre los Gigantes y Atlanta? Sí que es extraño, Peggy. ¡Muy extraño!

     - ¡Es verdad! -susurró Peggy-. Se ha pasado horas llorando. Quería mucho a su padre. Pero todos estáis contra él. Lo habéis marginado. ¿Por qué os metíais con él? ¿Por qué no tuvisteis un poco de fe? Pero ya veréis. ¡Todos os arrepentiréis, todos!

     - Dios te asista, criatura -dijo Virgil con sonrisa de suficiencia.

      - ¡Oficinista de mierda! -exclamó Peggy con irritación-. ¡Tú no le llegas ni a la suela de los zapatos!

     -¿Quién lo dice?

     - Lo digo yo, baboso.

     - ¡Silencio! -dijo mamá por debajo del velo-. Por favor, papá está muerto.

     Llegó la carroza fúnebre y los portadores bajaron el ataúd y lo llevaron por la nave central hasta el reclinatorio de las comuniones. Los empleados empezaron a poner coronas fúnebres y ramos de flores alrededor del muerto. Qué pequeño parecía el ataúd. Mi padre había sido una mole humana, pero de corta estatura. Tendido en la caja no parecía mayor que un muchacho.

     En aquel momento llegó una corona gigantesca por la nave central, rosas, claveles y helechos, tan grande que la llevaban entre dos empleados. La pusieron erguida a los pies del ataúd y la sujetaron con alambres. Medía un metro ochenta, chillona, muy efectiva. Llevaba una cinta de seda blanca con una inscripción bordada en rojo que decía:

EL CAFÉ ROMA NO TE OLVIDA

     Los portadores del féretro se quedaron mirando su homenaje con placer y satisfacción. No podía negarse que la hermandad del Café Roma había aportado lo más grande y lo mejor. Mi madre, que Dios la bendiga, estaba tan impresionada que se volvió, se levantó el velo e inclinó la cabeza para dar las gracias. Los muchachos del Roma le sonrieron con simpatía.

     Tintineó una campanilla y el padre Martin salió de la sacristía detrás de dos monaguillos. Por debajo de los faldones de los monaguillos se veían las rayas verdiblancas de los calcetines de béisbol, lo que quería decir que les estaban esperando sus compañeros de equipo en algún lugar del pueblo.

  _  

     El padre Martin se acercó al ataúd, le echó agua bendita y leyó en un misal latino las frases rituales de rigor. Cerró el misal, juntó las yemas de los dedos y meditó mientras la concurrencia aguardaba sus palabras. Era una situación difícil porque tenía que hablar de la vida y la muerte de un hombre que raras veces había pisado una iglesia y que jamás había sido católico practicante.

     - Recemos por el alma de Nicholas Molise -dijo-. Un hombre bueno y sencillo, un hombre honrado, un buen artesano que vivió muchos años entre nosotros y que hizo cuanto pudo por el bien de la comunidad humana. En vez de llorar, alegrémonos porque ha terminado su prueba en este mundo y ahora está en paz en el cielo, en brazos de su Padre.

     Aquello fue todo, breve y generoso, un acierto total. Los deudos le coreamos cuando recitó el padrenuestro y al final dijo:

     - Concédele descanso eterno, oh Señor, y que la luz perpetua le ilumine.

     El padre volvió a la sacristía, los portadores abrieron el ataúd y mi madre encabezó el desfile de homenaje al muerto. Se levantó el velo y besó a su marido en la frente. Se enroscó el rosario en los dedos agarrotados, se puso a llorar discretamente y Virgil se la llevó de allí. Uno por uno pasamos por delante del ataúd y miramos a papá, los niños asustados, horrorizados, fascinados, los demás llorando en silencio.

      Pacentro AbruzoYo no lloraba. Sentía ira y asco. ¿Qué le habían hecho a aquel pobre hombre, buen Dios? ¿Qué le habían hecho a aquella curtida y tremenda cara de los Abruzos, a aquellas arrugas de dolor y trabajo, a aquella boca decidida, al astuto frunce de aquellas cejas, a aquellos pliegues de triunfo y derrota? Todo había desaparecido y en su lugar había una cara rellena de algodón, lisa, sin arrugas, con las mejillas coloreadas. Era una vergüenza, una obscenidad, y yo me sentía espoleado por una perfidia literaria, y pensaba: Ese no es mi padre, ése no es el viejo Nick, ése es Groucho Marx, y cuanto antes lo enterremos, mejor.

  _  

31

      Un séquito de diez coches recorrió el pueblo detrás de la carroza fúnebre en dirección al cementerio, que estaba a kilómetro y medio de distancia, detrás del campo de deportes del instituto. Llevábamos escolta policial, un agente en moto que nos abría paso por las calles vacías, ya que todo el mundo estaba en el circo. No había tráfico, sólo el lento séquito que cruzó el puente y accedió a Pacific Street. Mi coche iba inmediatamente detrás de la carroza, con mamá entre Virgil y yo.

     - ¿Verdad que tenía un aspecto magnífico? -dijo Virgil-. Lo que se puede hacer actualmente, joder.

     - Parecía contento -dijo mamá-. Y así es como era, siempre riendo, siempre contando chistes.
Para chistes, aquél, pero contuve la lengua.

     En todos los cruces, el motorista paraba la Harley, levantaba el brazo, miraba a derecha e izquierda, soplaba el silbato e indicaba a la carroza que prosiguiera. Había doce manzanas hasta el camposanto y detuvo el séquito en los doce cruces. Mi madre estaba muy impresionada y lo miraba levantándose el velo, ya que aquello de la escolta ponía a su marido una aureola de importancia, como si hubiera sido un prócer del municipio.

     Cruzamos lentamente las puertas del cementerio, dejamos atrás la parte «nueva» y accedimos a la «antigua»; la diferencia consistía en que en la nueva no había tumbas decoradas ni árboles grandes, mientras que la antigua era un país mágico y sombrío, con grotescas figuras de mármol al pie de gigantescos robles y plátanos falsos, con abundancia de sombra, hierba verde, húmeda y sin cortar, como para devorar las fosas del pasado. Entre los árboles distinguimos al padre Martin, de pie delante de una fosa, aguardando con el libro de oraciones en la mano.

     Ayudé a mi madre a bajar del vehículo y contuvo un sollozo al acercarse al sacerdote. Al avanzar tras ella, Virgil me asió por el brazo.

     -Ahora hay que estar atentos -me advirtió-. Pongámonos a su lado para que no haga nada.

     -¿Que no haga qué?

     -Echarse encima del ataúd.

     Siempre era posible, pero no sucedió. La sujetamos cada uno de un brazo durante la ceremonia final y, aunque se tambaleó al ver descender el ataúd, entre los chirridos de las poleas, mantuvo la compostura y no hizo ninguna escena. El padre Martin se acercó luego a ella, le cogió las manos, ella lo miró y se echó a llorar. El sacerdote la besó en la frente y todos se echaron a llorar al verlo, niños y adultos por igual, todos se volvían para ocultar la congoja mientras se alejaban hacia los coches.

  _  

     Harriet se reunió conmigo y acompañamos a mamá entre los plátanos falsos. Entonces lo oímos a lo lejos: una voz mecánica, electrónica, que cruzaba sacudiendo la tierra y los árboles como para que temblaran hasta las hojas, un grito de guerra de volumen creciente. Nos detuvimos a escuchar. Era una voz radiofónica, un locutor deportivo, una voz tensa, explosiva, que profanaba la santidad del cementerio con vibraciones foráneas.

     -¡Final del noveno! -decía la voz-. Dos eliminados. Bonds en la segunda, Rader en la tercera y Kingman con el bate. Resultado parcial: dos bolas malas y dos strikes. Capra se prepara, lanza, ¡y falla!

     La abollada camioneta de Mario apareció entre los árboles, envuelta en crujidos, con la radio a todo volumen, derecha hacia nosotros. La alegría iluminó la cara de mi madre.

     - ¡Es Mario! -exclamó con entusiasmo-. ¡Ah, Mario! Al final ha venido. Sabía que vendría, lo sabía. ¡Gracias a Dios!

     La camioneta trazó una curva, derrapó y frenó de golpe delante de nosotros, arrastrando la grava. La irreverente histeria de la radio parecía burlarse de los apacibles difuntos, turbando con violencia su sueño eterno.

  Giants PiscoKingman había fallado el despeje. Los Gigantes habían perdido. Mario se derrumbó momentáneamente sobre el volante. Apagó la radio, volvió a la realidad y se nos quedó mirando.

     - ¿Llego tarde?

     - No, Mario -dijo mamá-. Aún estás a tiempo. ¡Corre, antes de que lo sepulten!

     Bajó de la camioneta de un salto y se alejó a paso vivo hacia la tumba, donde dos sepultureros con palas se disponían a llenar la fosa. Lo vimos mirar el ataúd, cubrirse la cara con las manos y echarse a llorar. Dio media vuelta y regresó al vehículo.

     Mi madre se sentó entre Harriet y yo. Se quitó el velo, se retrepó y lanzó un suspiro. Había belleza en su rostro y en sus ojos palpitaba una cálida sensación de paz. Me cogió la mano.

     - Qué contenta estoy -dijo.

     - Murió muy aprisa -dije-. No tuvo tiempo de sufrir.

     Suspiró.

     - Siempre me tenía preocupada, desde el día que nos casamos. Nunca sabía dónde estaba, qué hacía, ni con quién.

     Nunca me decía nada. Todas las noches le preguntaba si pensaba volver. Ya se ha acabado todo. Ya no tendré que preocuparme. Ahora sé dónde está. Y que está bien. -De sus labios brotó una débil queja-. Ay, Señor, las cosas que le encontraba en los bolsillos...

     Puse en marcha el motor.

     - Vamos a casa.

   - He comprado pierna de cordero -dijo-. Os voy a preparar una cena estupenda. Para toda la familia. Con patatas nuevas...

...

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