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Fragmentos de libros.  BALTHAZAR de Lawrence Durrell    Fragmentos II:

Acceso/Volver a los FRAGMENTOS I de este libro: VasoTe75
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

EsaTardeSeProdujo16  Describo esta diversión semanal con cierto detalle porque en ese marco hizo irrupción Balthazar una tarde de junio, de una manera tan imprevista que me sorprendió –iba a escribir “que me ensordeció” (no hay aquí nadie con quien hablar). Esa tarde se produjo una especie de milagro. El barquito, en lugar de desaparecer como de costumbre, viró bruscamente describiendo un arco de 150 grados y entró en la laguna, donde se detuvo, envuelto en el capullo aterciopelado de sus luces, para arrojar, en el centro del charco de oro que había creado, la larga cadena del ancla que es el símbolo mismo de la búsqueda de la verdad. Conmovedor espectáculo para quien como yo, recluido en espíritu al igual que todos los escritores –como el velero en la botella, que no navega a ninguna parte-, miraba como el indio debe haber mirado la primera embarcación del hombre blanco que abordó las orillas del Nuevo Mundo.

   

19  - Algún día –dijo en voz baja- Nessim querrá verla. Muy pronto, se lo advierto. Ya ha empezado a hablar de ella, aunque le sorprenda. Con los años comenzará a sentir la necesidad de apoyarse en su hija, recuerde lo que le digo.

Y me citó en griego esta frase: “Primero los jóvenes trepan, como las viñas, por los melancólicos soportes de sus mayores, que se complacen en sentir sus dedos suaves y tiernos; luego los viejos se apoyan en los hermosos cuerpos de los jóvenes para descender a sus propias muerte.” No respondí nada. Ahora era la habitación misma la que respiraba, no nuestros cuerpos.

   

24/25  Aunque no tenía sentido del humor, un día descubrió que podía hacer reír. Hablaba un inglés y un francés mediocres, pero cuando le faltaba una palabra empleaba otra cuyo sentido desconocía, y la grotesca sustitución solía ser deliciosa. Esa afectación que llegó a ser corriente en él, a veces lindaba casi con la poesía, como cuando decía “Han salido algunas moscas de mi máquina de escribir”, o “El auto está hoy en trepanación”. Podía hacerlo en tres lenguas. Así se excusaba de no aprenderlas. Hablaba una lengua-Toto de su invención.

AlexandriaQuartetInvisible detrás del objetivo, estaba aquella mañana Kyats, el prototipo del Buen Muchacho, libre de malas intenciones. Olía ligeramente a transpiración, C’est le métier qui exige. Alguna vez quiso ser escritor, pero eligió el mal camino, y ahora su profesión lo ha acostumbrado tanto a permanecer en la superficie de la vida real (hechos y referencias a hechos) que ha contraído la típica neurosis de los periodistas (beben para acallarla) consistente en pensar que Algo ha ocurrido o está a punto de ocurrir en la próxima esquina y que solo se enteraran cuando sea demasiado tarde para pasar el dato. Este temor obsesivo de perder un fragmento de la realidad que de antemano reconocemos trivial y hasta desprovisto de toda significación, había comunicado a nuestro amigo ese tic convencional que se observa en los niños cuando tienen ganas de ir al excusado y se agitan en la silla, cruzando y descruzando las piernas.,,

   

... Le debo a él esta fotografía amarillenta. (Mucho más tarde lo matarían en el desierto, en plena posesión de sus debilidades mentales.) ¡La manía de perpetuar, de registrar, de fotografiar todo! Supongo que eso nace de la sensación de no gozar plenamente de nada, de sentir que la flor de todas las cosas se escapa con cada soplo de aire que exhalamos. Sus “ficheros” eran enormes, reventaban de menús firmados, de vitolas de cigarros conmemorativos, de sellos de correos, de tarjetas postales… Después de ese fichero resultó útil, pues Kyats había pescado algunos de los obiter dicta de Purserwarden.

Más lejos, hacia el este, está sentado el bueno de Pombal con su gran panza y una verdadera valija diplomática debajo de cada ojo. Por fin alguien a quien se pude prodigar un poco de afecto…

   

50  Justine se planteaba el problema de otra manera, mucho más primitiva, diciéndose que hasta entonces había juzgado siempre a sus hombres por el olfato. Esta era la primera vez que había dejado de consultar ese sentido. Y Nessim tenía la pureza inodora del aire del desierto, del desierto en verano, secreto, seco. Puro. ¡Cómo había odiado ella la pureza! ¿Y después? Si, le había sublevado la pequeña cruz de oro que anidaba en el vello de su pecho. Él era copto –un cristiano. Así son las mujeres en lo recóndito de su espíritu…

   

52 ... Justine no pertenecía a la “sociedad”, como suele decirse… La pobreza la había obligado a posar por hora para los estudiantes del Atelier. Clea, que solo la conocía de oídas, pasó por la larga galería un día en que Justine posaba, y sorprendida por la oscura belleza alejandrina de su rostro, la contrató para hacerle un retrato. Así fue cómo crecieron esas largas conversaciones en el silencio de la pintora; porque a Clea le gustaba que sus modelos hablaran libremente, con tal de que no se movieran. Eso daba a los rasgos una vida submarina y cargaba las miradas de interpretaciones inconscientes de su pensamiento, la verdadera belleza de la carne, que sin eso sería tan sólo carne muerta.

La generosa inocencia de Clea –se necesitaba algo así para comprender el vacío de la vida de Justine, cuya única compañía eran las penas secretas-, ilustración pura y simple de un espíritu en conflicto consigo mismo, pues somos los autores de nuestro propio infortunio y en él imprimimos nuestras huellas digitales…

   

... Era “blanca de corazón” como dice la expresiva frase árabe, y mientras pintaba la cabeza y los hombros oscuros de Justine sintió de pronto como si, toque tras toque. el pincel hubiera empezado a imitar caricias que ella no había imaginado ni siquiera permitirse. Y mientras escuchaba aquella voz profunda y bien timbrada, tan deseable por pertenecer al mundo activo y viviente de la experiencia, contenía la respiración tratando de pensar solamente en los signos inconscientes de buena educación de su modelo: manos inmóviles sobre el regazo, voz baja, reserva reveladora de verdadero poder. Pero incluso ella, con su inexperiencia, poco más podía hacer que compadecer a Justine cuando le oía frases como: “No soy demasiado buena, ¿sabes? Arnauti solía decir que solo sé dar tristeza. Él despertó mis sentidos y me enseñó que lo único que cuenta es el placer, que es el polo opuesto de la felicidad, su lado trágico, me imagino.” Clea se conmovió al oírla: le parecía evidente que Justine nunca había experimentado verdadero placer;…

  _  

108   Esos días apacibles, deslumbrantes de la isla, son el comentario apropiado a las ideas y sentimientos de un hombre que se pasea solitario por las calles desiertas, o cumple las tareas humildes de una casa sin madre. Pero ahora llevo conmigo a todas partes los comentarios de Balthazar, cuando cocino, o enseño a nadar a la niña, o corto leña para la chimenea. Pero todas esas ficciones viven como una proyección de la ciudad blanca cuyo cielo nacarado solo interrumpen en primavera los fustes cándidos de los minaretes y las bandadas de palomas que giran en nubes de plata y amatista; la ciudad en cuyo puerto las aguas de mármol negro reflejan los hocicos de los barcos de guerra que describen lentos arcos indicando los vientos dominantes, o absorben sus reflejos de tinta, tocándose, acumulándose como las lenguas, las sectas y las razas sobre las cuales ejercen una vigilancia inquieta; encarnación de la conciencia occidental cuyo símbolo de podría es el acero, esos cañones que predican, siniestros, contra el metal amarillo del lago, contra la ciudad que se abre como una rosa en el crepúsculo.

JustineEvaCohenEve Cohen. Modelo de Durrell para Justine

   

De la SEGUNDA PARTE

(Pursewarden. Pursewarden y Justine.)

…Ese espíritu robusto estaba lejos de ser atrabiliario, aunque sus juicios eran contundentes. Lo he visto tan conmovido describiendo el avance de la ceguera de Joyce y la enfermedad de D.H. Lawrence, que palidecía y le temblaba la mano. Una vez me mostró una carta en que Lawrence le decía: «Siento en usted una especie de profundidad… casi de odio hacia lo más recóndito y profundo de las cosas, hacia los dioses oscuros…» Lanzó una risita. Sentía un profundo afecto por Lawrence, pero no vaciló en responderle con las siguiente palabras en una tarjeta postal: «Mi querido DHL: Esa idolatría lateral… Trato simplemente de no imitar su costumbre de construir un Taj Mahal alrededor de una cosa tan sencilla como un buen coito.»

   

“Sus conferencias públicas eran decepcionantes, como usted recordará. Un día descubrí por qué. Las sacaba de un libro. ¡Eran conferencias de otros! Pero una vez que lo llevé a la escuela judía y pedí que hablara a los alumnos de la Sección de Literatura, estuvo delicioso. Empezó por enseñarles juegos de naipes y luego felicitó al ganador del premio literario, haciéndole leer en voz alta el ensayo elegido. Después pidió a los niños que escribieran en sus cuadernos tres cosas que podrían serles útiles algún día, si no las olvidaban. Eran la siguientes:

1.   Cada uno de los cinco sentidos encierra un arte.

2.   En materia de arte debe observarse gran reserva.

3.   El artista debe atrapar el menor soplo de viento.

Luego sacó del bolsillo de su impermeable un enorme paquete de caramelos sobre los cuales se precipitaron todos, incluso él, y así terminó la clase de literatura que más éxito tuvo en la escuela.

“Tenía algunas costumbres infantiles, se hurgaba la nariz y se complacía en sacarse los zapatos debajo de la mesa del restaurante. Recuerdo cientos de reuniones alegradas y enriquecidas por su naturalidad y su sentido del humor, pero no tenía miramientos con nadie y se ganaba enemigos. Una vez escribió a su querido DHL: «Maître, Maître, mire dónde pisa. Nadie puede ser rebelde demasiado tiempo sin terminar en autócrata.»

“Cuando quería criticar una mala obra de arte decía en tono de cálida aprobación: -Muy eficaz.- Era una finta. El arte no le interesaba tanto como para ponerse a discutir con los demás («perros que olisquean una perrita demasiado chica para montarla»), y entonces decía: -Muy eficaz. Un día que estaba borracho, añadió: -Es eficaz en le arte lo que fuerza la emoción del público sin alimentar su sentido de los valores.

“¿Comprende? ¿Comprende?

Todo esto debió de producir en Justine el efecto de una gran perdigonada, causándole una dispersión de los sentidos y dándole, por primera vez, algo que había desesperado siempre de encontrar: la risa. ¡Imagínese el efecto de un toque de ridículo en una Emoción Elevada! .En cuanto a Justine –me dijo Pursewarden en una borrachera-, la considera el viejo y cansador torniquete sexual por el cual probablemente tengamos que pasar todos… una especie de Venus alejandrina con algo de zorra. ¡Por Dios, qué mujer sería si tuviera naturalidad y no se sintiera culpable! Su conducta merecería la atención del Panteón, pero no se puede mandar allá, con una simple recomendación del rabino, a esa pululación de delirios del Antiguo Testamento. ¿Qué diría el viejo Zeus? –Viendo mi mirada reproche por esas crueldades, añadió un poco avergonzado: -Discúlpeme, Balthazar. Simplemente, no me atrevo a tomarla en serio. Un día le diré por qué.

“Por su parte Justine hubiera querido tomarlo en serio, pero él se negaba rotundamente a despertar ninguna simpatía o a compartir una soledad que le daba tanta calma y dominio de sí mismo.

“Y Justine no podía soportar la soledad.

   

Falena… que para él el sexo era lo más próximo a la risa –sin característica propia, ni sagrada, ni profana-. El Pursewarden ha escrito que lo consideraba cómico, siniestro y divino a la vez. Pero ella no podía captar y de­finir la cosa como lo deseaba, pues cuando le dijo: -Eres incurablemente promiscuo, como yo -él se enojó de ver­dad, se sintió ofendido. -Imbécil –replicó-, tienes un alma de modistilla. Para quienes aman la poesía, el vers libre no existe. —Justine no comprendió estas palabras. —Oh, deja de comportarte como un viejo alfiletero obsceno y piadoso en el cual todos nosotros tenemos que clavar las agujas oxidadas de nuestra admiración -estalló Pursewar­den. Y en su diario añadió secamente: «Las falenas se sien­ten atraídas por la llama de la personalidad. Los vampiros también. Los artistas deberían tomar nota y cuidarse.» Y frente al espejo se insultó por su debilidad, por haberse dejado llevar a lo que más le fastidiaba: una relación ínti­ma. Pero en el rostro dormido de Justine vio también la niña que habitaba en ella, «la huella de un helecho en una roca cretácea». Entonces vio cómo debía de haber sido en su primera noche de amor: cabellera deshecha y esparcida la almohada, negra paloma esponjosa, dedos como zarcillos, boca caliente aspirando la atmósfera del sueño; como un bizcocho recién sacado del horno. —Ah, maldición –exclamó.

   

... "Para ella, el desapego de Pursewarden probaba la fres­cura de su corazón. Justine no había conocido nunca a na­die que no la deseara o que pudiera prescindir de ella. Hacer el amor con una persona como Pursewarden despertaba toda clase de resonancias nuevas. (¿Estoy inventando todo esto? No. Los conocí bien a los dos y tuve ocasión de hablar con cada uno de ellos sobre el otro.) Además, sabía hacerla reír -lo cual es muy peligroso, pues la risa es lo que las mu­jeres más aprecian, después de la pasión-. ¡Fatal! No, no se equivocaba cuando se dijo a sí mismo frente al espejo: «Ludwig, eres un imbécil.»

 , "Pero aun, su crueldad burlona la ofendía, después a hacer el amor, por ejemplo, pensaba algo como esto: «Hacer el amor es para él algo tan sencillo como un impulso doméstico que se convierte en hábito, como limpiarse los zapatos en el felpudo.»

   

… “Si tratas de pegarme –le respondió alegremente-, habrá bronca. –Y pensó que podría incluirla en un cuento breve y amargo. –Lo que necesitamos para acreditar al sexo en el arte –murmuró-, es un coeficiente de revulsión-. Ella seguía furiosa. -¿Qué estás mascullando? –le preguntó. –Mis oraciones –respondió Pursewarden.

“Lo mejor que le quedaba de sí misma después de hacer el amor no era asco ni desesperación, como suele ocurrir, sino risa; y aunque estuviera furiosa con Pursewarden no podía dejar de sonreír de los absurdos que él decía, aun comprendiendo con angustia que él, como hombre, era intocable, inalcanzable y que ni siquiera llegaría a ser un amigo, a menos que ella aceptara sus condiciones. Pursewarden ofrecía un amor sin camaradería, sin compasión, que de una manera extraña hacía estremecedores sus besos. Eran besos saludables como el mordisco de un niño hambriento en una manzana al horno…

   

…"Si Pursewarden conseguía ponerla furiosa es porque podía interesarse por ella sin sentir el menor afecto. No siempre hacía payasadas ni se mantenía fuera de su alcan­ce; a esto me refiero cuando hablo de su honestidad. Él le retribuía con su calidad intelectual: en realidad le reveló el verdadero secreto, el enigma de su conducta. Lo encontrará usted en uno de sus libros. Lo sé porque Clea me lo citó como la declaración más profunda que Pursewarden ha he­cho sobre las relaciones humanas. Una noche le dijo: -¿Sa­bes, Justine? Creo que los dioses son hombres y los hom­bres dioses; se inmiscuyen unos en las vidas de los otros, tratando de expresarse por medio de los demás, de ahí la aparente confusión de nuestros estados espirituales huma­nos, nuestros indicios de poderes que están dentro o más allá de nosotros... Y además (atención), muy pocos com­prenden que la sexualidad es un acto psíquico y no físico. El torpe acoplamiento de los seres humanos no es sino una paráfrasis biológica de esta verdad, un método primitivo de poner los espíritus en contacto, de comprometerlos. Pero la mayoría de las gentes se detienen en el aspecto físico, y no tienen conciencia de la armonía poética que con tanta torpeza el acto trata de mostrar. Por eso las tristes repeticiones del mismo error son sencillamente como una larga y aburrida tabla de multiplicar, y así será mientras no saquemos la cabeza del agujero para ponernos a pensar con autonomía…

   

129  «Para los que no tienen hijos todas las cosas están desprovistas de resonancia», dice Pursewarden en alguna parte. Pero ahora la cuestión de la niña había llegado a ser tan importante para Nessim como para Justine; era la única manera de conseguir el amor que esperaba de ella, o por lo menos así lo creía. Atacó el problema como una furia, pensando que era la única arma capaz de atravesar la coraza afectiva de su mujer tan hermosa como apática, de la mujer con la que se había casado para colgarla de las muñecas, como una marioneta de sus hilos, en un rincón de su alma llena de telas de araña. ¡Gracias a Dios, yo, hombre prudente, nunca he conocido el «amor», ni lo conoceré!  ¡Gracias a Dios!

"Pursewarden escribe en alguna parte (siempre según Clea) : «El inglés tiene dos palabras magníficas que ha olvi­dado: helpmeet (compañera) que es mucho más que lover (amante), y loving-kindness (cariño desinteresado) que es mucho mas que love (amor) o passion (pasión).»

   

132  … Supongo que Justine me había entregado sólo una de sus numerosas personalidades, a mí, el enamorado y pedante, con las mangas sucias de tiza.

¿Dónde buscar justificaciones? Sólo pienso en los he­chos mismos; porque gracias a ellos podré adentrarme un poco más en la verdad central de ese enigma llamado "amor". Veo que la imagen se aleja de mí y ondula en una sucesión infinita como las olas del mar; o bien, más helada que la luna, se levanta sobre los sueños e ilusiones que forjé con ella —pero, como la luna real, ocultándome siem­pre una cara de la verdad, el lado infernal de una hermosa estrella muerta—. Mi "amor" por ella, el "amor" de Melissa por mí, el "amor" de Nessim por Justine, el "amor" de Justine por Pursewarden: debería haber una larga lista de adjetivos para calificar ese nombre, porque no había dos que tuvieran las mismas características; sin embargo todos contenían una cualidad indefinible, una incógnita común de traición. Cada uno de nosotros, como la luna, tema un lado oscuro, podía volver la cara mentirosa del "no amor” a la persona que más amaba y más la necesitaba, como Justine se servía de mi amor, Nessim se servia Melissa... Unos trepándose sobre las espaldas de los arrastrándose "como cangrejos húmedos en una canasta”.

   

145  …Añadía: -El casamiento del Espacio y el Tiempo es la historia de amor más importante de nuestra época. A nuestros biznietos les parecerá una unión tan poética como lo es las bodas de Cupido y Psique para nosotros. Para los griegos Cupido y Psique eran hechos y no conceptos. ¡Pensamiento analógico contra pensamiento analítico! Pero la verdadera poesía de la época, su poema más fecun­do   es el misterio que empieza y termina con una n.

- ¿Hablas en serio?

"- De ningún modo.

"Justine protestó: -La mala bestia se burla de todo el mundo, incluso en sus libros. -Pensaba en la famosa pági­na del primer volumen donde un asterisco remite misteriosa­mente a una página en blanco. Muchos lo toman por un error de imprenta. Pero el mismo Pursewarden me aseguró que era deliberado. -Remito al lector a una página en blanco para que se las arregle con sus propios recursos, que son en última instancia los únicos con que cuenta…

    

152  …ropas, pinturas  y  manuscritos  desparramados por todas partes; Pursewarden yacía en la cama, la nariz apuntando ostensiblemente al techo. Me detuve para abrir mi gran maletín —el método es todo en momentos de tensión— mientras Justine se dirigía infalible hacia la botella de gin que estaba en un rincón, junto a la cama, y bebía un largo trago. Quizá contuviera veneno, pero no dije nada —en esas ocasiones no hay gran cosa que decir—. Cuando uno está por ponerse histérico debe tomar esa clase de precau­ciones. Me limité a sacar y desenrollar la sonda que había salvado más vidas inútiles (vidas imposibles de vivir, arro­jadas a la basura como ropa vieja) que cualquier otro ins­trumento de Alejandría. La desenrollé lentamente, como corresponde a un médico de tercera categoría, y con mé­todo, que es todo lo que le queda a un médico de tercera categoría para enfrentar el mundo...

Cianuro"Entretanto Justine se había vuelto hacia la cama e in­clinándose pronunció claramente estas palabras: "Purserwarden, despiértate". Luego, apoyando las palmas de las manos en lo alto de la cabeza, dejó escapar un lamento largo y puro, como una mujer árabe, un sonido que se cortó, tragado por la noche, en aquel cuartito caliente, sofocante. Luego se puso a orinar en chorritos por toda la alfombra. La tomé del brazo y la empujé al baño. Así tuve tiempo necesario para escuchar el corazón de Purse­warden. Estaba tan silencioso como la Gran Pirámide. Me dio fastidio: era evidente que había recurrido a algún as­queroso preparado a base de cianuro —que goza de gran predicamento, dicho sea de paso, entre las gentes de su Servicio Secreto-. Estaba tan exasperado que le di una bofetada; ¡hacía mucho que la merecía!...

   

... La ciudad, habitada por mis recuerdos, se mueve no solo hacia el pasado de nuestra historia, tachonada por los grandes nombres que marcan cada estación de la crónica, sino que se despliega, por así decirlo, hacía atrás y hacia delante en el presente vivo, entre sus creencias y sus razas contemporáneas, las cien pequeñas esferas creadas por la religión o el saber que se aglutinan blandamente como células para formar la gran medusa desplegada que es la Alejandría de hoy. Unidas de esta manera fortuita por obra de la voluntad de la ciudad, aisladas en un promontorio de esquisto que domina el mar, respaldadas tan solo por el espejo lunar del Mareotis, el lago salda, y más allá la eternidad de un desierto áspero (que ahora acarician suavemente los vientos y comunicándose: los turcos con los judíos, los árabes, coptos y sirios con los armemos, italianos y griegos. El viento de las transacciones comerciales  transmite su ondulación a través de esas comunidades como un trigal estremecido por la brisa; las ceremonias, los pactos, los matrimonios las unen y las separan. Incluso los nombres de las estaciones de tranvías, vehículos destartalados que circulan en vías obstruidas por la arena, evocan los nombres nunca olvidados de los fundadores, y los nom­bres de los primeros capitanes que desembarcaron en esta costa,  desde Alejandro hasta Amr; fundadores de esta anarquía de la carne y la fiebre, del amor al dinero y el misticismo. ¿En qué otro lugar del mundo se da esa mezcla?

Y cuando cae la noche y la ciudad blanca enciende los mil candelabros de sus parques y sus edificios, y por los receptores sale la suave, sobrenatural música de tambores de Marruecos o del Caúcaso, parece un gran barco de cristal anclado en el cuerno de África, y sus reflejos, como barras de metal pulido, se hunden retorciéndose en las aguas aceitosas del puerto, entre los barcos de guerra.

En el crepúsculo puede convertirse en una selva de color malva, anómala, como salpicada de colores que le llegaran a través de los fragmentos de un prisma en añicos; y en el cielo nacarado del atardecer se yerguen temblorosos los minaretes y las agujas como tallos de hinojo gigante emergiendo de un pantano sobre las largas líneas pálidas la costa y de los cafés bárbaros, donde los negros danzan al ritmo monótono de los tambores de barro o al son de los clarinetes.

“Hay tantas realidades como usted quiera imaginar” escribe Pursewarden.

     Cielo. Marrakech

157 … Caminaba lentamente, con un descuido natural, deteniéndose un rato para escuchar al narrador de historias, o para comprar un talismán a Hussein, el famoso predicador ciego que estaba allí de pie como una encina, magnífico en la luz sobrenatural, recitando los noventa y nueve nombres de Dios.

Del circulo exterior de oscuridad llegaba el golpeteo seco de un asalto de esgrima de bastón, destacándose apenas del rumor ronco de la procesión que se acercaba con sus súbitos estallidos de música salvaje –timbales y adufes como salvas de mosquetes, y los largos y desgarradores redobles de los tambores de piel de camello que ahogaban los sones de las flautas y suavizaban sus trémoles sobreagu­dos- “¡Ya vienen!" Se oyó un clamor confuso y de todas las tiendas salieron chicos como ratas. Por un pasaje es­trecho, derramándose en la oscuridad e invadiéndola como un círculo de fuego, desembocó un largo y vacilante séquito de seres humanos encabezados por los acróbatas y los enanos de Alejandría, y seguido a paso de danza por la larga y grotesca cabalgata de los gonfalones, que se alzaban y descendían en oleadas de luz mística, al ritmo peristáltico de la música salvaje menoscabado por la garrulería de las flautas y los tambores en trance, o el lento orgasmo estre­mecido de los panderos que agitaban como de costumbre los derviches mientras avanzaban hacia el lugar de la fiesta. "¡Alá, Alá!" brotaba de todas las gargantas.

Naruz compró un pedazo de caña de azúcar y lo mor­disqueó mientras contemplaba la ola que se le acercaba para tragárselo. Ahí llegaban los derviches de Rifiya que cuando caen en trance pueden caminar sobre las brasas o beber vidrio fundido o comer escorpiones vivos -o bailar la ronda del universo hasta que la realidad se quiebra como un resorte demasiado tenso y caen jadeando al suelo, iguales a pájaros ofuscados-. Los estandartes y las an­torchas, los enormes braseros perforados, llenos de fuego de leña, los grandes faroles de papel con inscripciones, trazaban curvas vacilantes y dibujos de luz que subían y bajaban en la oscuridad de la noche alejandrina, y en los costados del camino se apeñuscaban los espectadores, azu­zando a la procesión como mastines, lanzando gritos, em­pujándose; y la corriente seguía fluyendo al son de su músi­ca salvaje (quizá la misma que escuchaba Antonio moribun­do en el poema de Cavafy) hasta tragarse la oscuridad de la gran meidan, desplegando a su alrededor los contornos va­cilantes de sus ropas, sus rostros y sus objetos sin contex­to, pero cuyos colores saltaban y teñían los bordes del cielo. Los seres humanos se inflamaban unos a otros.

En algún lugar de aquella negra región de paredes desmoronadas…

    

Alexandrie1174  …"La comisaría era un edificio circular de color rojo, semejante a una sucursal de correos de la época victoriana, y comprendía una pequeña oficina y dos calabozos húme­dos y oscuros, conjunto terrible, sin aire, en esa noche de verano. El lugar estaba lleno de policías chorreando sudor, que hablaban todos a la vez y mostraban el blanco de los ojos como caballos en la oscuridad. Sobre un banco de piedra, en una de las celdas, yacía la figura frágil y anti­cuada de una vieja con la falda recogida hasta la cintura, mostrando unas piernas escuálidas, calcetines verdes soste­nidos por ligas, y botas de marino. La luz eléctrica no fun­cionaba y una vela de llama vacilante puesta en el borde del tragaluz, sobre el cuerpo, goteaba su cera sobre una de las viejas manos ajadas que empezaba a ponerse rígida y a fijarse en un gesto histriónico, como el de un actor esqui­vando un tomate en escena. Era su amigo Scobie.

"Lo habían matado a golpes, de una manera nada agradable de ver. El pobre pellejo era una bolsa llena de vajilla rota. Mientras lo examinaba, empezó a repicar la campanilla del teléfono. Keats había olfateado algo y trata­ba de localizar el escenario del accidente. No pasaría mu­cho tiempo antes de que su viejo Citroen destartalado apareciera en la puerta. Evidentemente, un gran escánda­lo sería el fin de todo, y el miedo ponía alas a la imagina­ción de Nimrod. —Hay que quitarle esas ropas —susurró...

   

199  … Aquel año fuimos juntos a los bailes de carnaval y nos separamos, aunque cada uno de nosotros llevaba algo que nos permitiría reconocernos; como ustedes saben, el carna­val es la época del año en que los vampiros se pasean libre­mente y las personas prudentes llevan un diente de ajo en el bolsillo para apartarlos, en caso de que los encuentren, A la mañana siguiente entré en el cuarto de mi huésped y lo encontré tendido en su lecho, pálido como un muerto, metido en un camisón blanco con puños de encaje; un médico le estaba tomando el pulso. Cuando el médico salió, mi amigo me dijo: —Encontré a la mujer ideal, enmasca­rada; cuando la traje a casa me di cuenta de que era un vampiro. —Levantando su camisón me mostró con des­fallecido orgullo su cuerpo cubierto de grandes mordeduras, como marcas de dientes de comadreja. Estaba completa­mente agotado pero al mismo tiempo lleno de excitación y, es espantoso decirlo, perdidamente enamorado. —Mien­tras no hayas hecho la experiencia —me dijo—, no tendrás idea de lo que es. Sentir que una mujer adorada te chupa la sangre en la oscuridad... —Su voz se quebró—. Sade no podría describirlo. No le vi la cara, pero tuve la im­presión de que era hermosa, de una belleza nórdica; nos encontramos en la oscuridad y en la oscuridad nos separa­mos. Sólo me ha quedado la impresión de los dientes blan­cos y de una vez... nunca he oído a una mujer decir las cosas que ella decía. Es la amante que he estado esperando todos estos años…

Carat1

215 …Y sin embargo, por más que fueran sorpresas, el espíritu con que se las recibía armonizaba con el carácter de la ciudad –ciudad de una resignación tan profunda que podía pasar por musulmana-. Porque en Alejandría nadie se conmueve intensamente; entre nosotros la tragedia sólo sirve para condimentar la conversación. La muerte y la vida son simplemente azares ineluctables que solo merecen sonrisas y conversaciones animadas por la conciencia de su intrusión. Un alejandrino a quien Ve da una mala noticia, no dejará de replicar de inmediato: "Lo sabia. Tenía que ocurrir. Siempre es así." He aquí lo que ocurrió:

En el invernáculo de la casa de los Cervoni había varias chaises-longues pasadas de moda sobre las cuales se habían amontonado abrigos y salidas de noche; cuando los invi­tados comenzaron a marcharse empezó el habitual cambio de los dominós por las pieles y las capas. Creo que fue Fierre el que hizo el descubrimiento mientras buscaba en la montaña de abrigos la chaqueta de terciopelo que se ha­bía quitado al comienzo de la noche. En todo caso, yo ya me había marchado en ese momento y volvía caminando a casa.

DominoToto de Brunel todavía estaba caliente cuando lo descu­brieron, con su dominó de terciopelo, las manos levantadas como dos costillitas bien cortadas, en la actitud del perro que se tiende de espaldas para que le rasquen la barriga. Estaba profundamente enterrado bajo la pila de abrigos. Una mano había tratado de llegar a la sien fatal, pero el impulso había quedado interrumpido en sus comienzos an­tes de completar el movimiento, y la mano estaba allí un poco más alta que la otra, como si esgrimiera una batuta invisible. Alguien había hundido con una fuerza terrible, el alfiler del clavándolo como una mariposa en su capucha de terciopelo. Athena había hecho el amor con Jacques literalmente sobre su cadáver –hecho que, en circunstancias normales, hubiera encantado a Toto-. Pero le pauvre Toto estaba muerto, y lo que es más, llevaba el anillo de mi amante. “Justice!”

    

219 … Todavía estaba aturdido por el giro que habían tomado los acontecimientos y oprimido por las hipótesis desalentadoras que se me ocu­rrían —las advertencias y amenazas de los últimos meses durante los cuales sólo había vivido para una sola persona: Justine—. Ardía de impaciencia por verla de nuevo.

Los escaparates estaban ya iluminados y los negocios de los cambistas llenos de marineros franceses que trocaban sus francos por comida y vino, sedas, mujeres, muchachos, opio —todo lo que podía procurar un olvido comprensi­ble—. La oficina de Nimrod se encontraba en el fondo de un viejo edificio gris, alejado de la calle. Parecía desierto a esa hora...

   

225   -No -dijo ella suavemente-, no. No serías capaz. Eres un anglosajón... no podrías burlarte de la ley así, ¿no es cierto? No eres como nosotros. Además, no podrías decir nada a Nessim que él no sospeche, si es que no lo sabe ya... Querido -dijo posando su tibia mano sobre la mía-, espera simplemente, quiéreme simplemente, eso es lo que importa... y después ya veremos.

Ahora que refiero esta escena me doy cuenta con asom­bro de que Justine llevaba adentro (invisible como el feto de un niño ya concebido) la muerte de Pursewarden, que sus besos, por lo que sé, iban dirigidos a la imagen fúnebre de mi amigo, la mascarilla mortuoria del escritor que no la quería, que en realidad se burlaba de ella. Pero el amor es un demonio tal que no me sorprendería que, de una manera singular, su muerte enriqueciera en realidad nuestras relaciones amorosas, colmándolas de todos los engaños de que se nutre el espíritu de las mujeres: traiciones y placeres secretos que son el abono inseparable de toda relación humana...

     Playa

227   Justine cita algo en griego que no reconozco:

Arena, escaramujos, rocas blancas de Alejandr ía, las boyas del marino, dispersas dunas que se desmoronan la arena al agua, el agua a las arenas— nunca en el vino del exilio que el aire contamina, se derraman; o una voz el espíritu mancilla cantando en árabe: "Un barco sin sus velar­es como una mujer sin pechos" Y eso es todo.

Caminamos tomados de la mano a través de los suaves médanos, laboriosamente, como insectos, hasta llegar a Taposiris con su desorden de columnas y capiteles derruidos entre las antiguas balizas roídas por la intemperie. ("Las reliquias de la sensación —dice Coleridge— pueden existir durante un tiempo indefinido en estado latente en el mismo orden en que se han impreso.") Sí, pero el orden de la imaginación no es el de la memoria. Un viento suave que venía del archipiélago griego rozaba el mar. El agua estaba lisa como una mejilla. Sólo en la orilla se rizaba y suspi­raba. Aquellos besos cálidos se quedaron allí, amputados del antes y el después, existiendo por derecho propio como las frágiles transparencias de los helechos o las rocas secas entre las páginas de un viejo libro, únicos e inmarcesibles como los recuerdos de la ciudad a la que ejemplificaban y evocaban: un copo de música caído de la guitarra de un carnaval olvidado, que resuena en las calles oscuras de Alejandría mientras dura el silencio…

   

228   Justine, apoyada contra una columna rota en Taposiris, cabeza oscura contra la oscuridad del mar suspirante, una mecha levantada por la brisa marina, diciendo: "En toda la lengua inglesa hay una sola frase qué signifique algo para mí: «Tiempo inmemorial.»"

Taposiris

Vista a través de la pantalla deformadora de la memo­ria, qué remota me parece esa tarde olvidada. Todavía te­níamos que vivir hasta llegar a la gran cacería de patos que de manera tan brusca, tan breve, precipitó el cambio final y la desaparición de la misma Justine. Pero todo eso pertenece a otra Alejandría -la que he creado en espíritu y que el gran Comentario de Balthazar ha modificado, si no destrui­do, hasta hacerla totalmente irreconocible.

"Intercalar las realidades -escribe Balthazar- es la única manera de ser fiel al Tiempo, pues en cada momento del Tiempo las posibilidades son infinitas en su multiplici­dad. La vida es un acto de elección. La perpetua reserva del juicio y la perpetua elección."

...

También, de este libro, acceder a:

 El Final:   Balthazar

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