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Saber y Ganar el día de Freddy (Entrada 6) - fragmentos de libros

Entrada sexta (El ojo mágico):              

Como un viejo y renqueante camión cargado de arena, voy perdiendo tras de mí un rastro de la carga fletada al comenzar esta crónica. Es materia desestimada que se me escapa por los intersticios de la memoria y entre las piezas que ajustan mal en lo que vamos construyendo; y así, la dejo ir en unos flujos leves y constantes que remedan a los de los relojes de arena. Aunque, eso sí, se trataría de relojes de arena imperfectos porque carecen del recipiente inferior en donde volver a reunir la materia del tiempo y, siendo así, lo que dejo perderse cae sin una base que lo sustente, rebota bruscamente en el hipotético asfalto que vamos dejando atrás, rueda, se esparce y se malogra para siempre. De todas las formas, le apunto que, si acaso, son relojes de arena incompletos úndiaboloicamente en el sentido de que han perdido su simetría, su perfecta estructura de diabolo, al estar formados por un único cono, y si digo que solo son amorfos en ese aspecto es porque, al repensarlo mejor, su forma no es tan inventada ni tan absurda; baste recordar que todos nosotros llegaremos a utilizar un reloj de arena idéntico a los mencionados al tener programado, sin excepciones, un último giro a ese nuestro en el que el recipiente inferior será superfluo e inútil, ya que nos será indiferente recapturar la arena caída porque no existirá ya una mano nuestra para darle la vuelta.

Admitido ésto, no vamos a volver a ello en los dos días que durará esta crónica.

Pero, también ocurre que, a veces, y continuando con el símil, el camión, en una distracción del conductor –yo-, a una velocidad inadecuada para el camino que llevamos, introduce una de sus ruedas en un bache o salta sobre un badén o un peralte inadvertido y se produce un breve estrépito de chatarra de sus piezas móviles y un crujir de desarme de las junturas que nos obliga a cerrar los párpados con fuerza remarcando las patas de gallo y a apretar los dientes hasta que cese el ruido. En esos saltos, es inevitable que se pierda una parte no despreciable de la carga. Y es entonces cuando hay que detener el camión, agarrar una pala e intentar reintegrar lo que se pueda a la caja.

Una palada: Una Barcelona equívoca, dije. Siendo cierto que ya subyacía con anterioridad y que una certidumbre plausible como ésta no puede manifestarse tan de sopetón como una Virgen Aparecida, sí puedo situar la asunción del escrúpulo de las evidencias equívocas, en un periodo de tiempo, no muy lejano, de trabajo complejo y exigente y que, finalmente, se me reconoció mal. Ahora no importa eso. Solo lo menciono porque fue en un domingo cualquiera de aquel trance en donde tomó forma y peso esa aprensión de lo equívoco, encuadrando en este concepto aquello que, por su propia definición, parece una cosa y es otra diferente, induce a juzgar con error o a admitir certezas sin pilares sólidos. En mi receta, le suelo añadir un ingrediente fundamental al guiso: la voluntad de un tercero para que el ardid funcione, ya sea para la consecución de un beneficio personal, o, lo que hoy en día es empleado sistemáticamente y de forma consciente y siniestra: perseguir un encantamiento colectivo –por no ponerle un nombre más brusco- que haga mas sencillo el manejo de las voluntades; y sin descartar del todo la insidia, aunque esto último es menos probable porque nadie es malo sin intención, abstractamente. Creo.

Como dice un amigo mío, la suerte o ventaja que tenemos los que hemos vivido alertas en la dictadura franquista, es que esos tiempos nos enseñaron a reconocer el juego de palo-zanahoria, montajes, adulteraciones, cortinas de humo y triquiñuelas que inventaba el régimen para convencer y perpetuarse –muy zafias y evidentes, por otra parte, comparadas con las sibilinas y plenas de medios de las que se montan en la actualidad-, y esa enseñanza ayuda mucho ahora para percatarse y denunciar los mecanismos y las intenciones ocultas de las corporaciones y lobbys que detentan en la práctica, hoy en día, el poder sobre la Tierra y de los gobiernos de las naciones que no gobiernan realmente, porque se han convertido en sus meros consejos de administración, burdos gestores de sus directrices; y si no, reflexionen algo en el papel que juega el –en teoría- hombre más poderoso del mundo, Barack Obama.

Bueno, aunque todo esto parece verdad, me he alejado un poco del espíritu de lo que quiero transmitir, que es menos obvio y más, digamos, intuitivo; como si, en un descuido, hubiese adivinado que el prestidigitador no saca el conejo de una chistera sino del hueco que deja un doble tablero disimulado en la mesa donde presenta sus «nada por aquí y nada por allá». Bueno, éste no termina de ser un buen ejemplo porque en los juegos de manos sabes con certeza que existe un truco oculto y difícil de descubrir y, sin embargo, en los embelecos y resortes de que se valen los engranajes que nos mantienen codiciosos y adormilados  –entre los que nosotros incluimos los días de asueto por lo engañosamente bien valorados y lo exactamente calculados que están para dar la holgura correcta a las piezas y que dilataciones indeseadas no los dañen-, no tenemos tanta seguridad de que exista un truco cierto, aunque lo haya.

Y ya entrando en el detalle, lo primero que me toca es disculpar la forma, ya que no me gusta ni deseo traer a esta crónica batallitas personales de abuelo Cebolleta. Pero la justifico diciéndole que lo que he mencionado del asunto de aquel trabajo y lo que de él me obligue a contar a partir de aquí, carece de valor intrínseco y lo hago únicamente para darle un marco al cómo me apareció esa prevención (en este caso, sobre la valoración y el significado equívoco de los días festivos y por derivación, de otro puñado de conceptos similares sobre la llamada “vida laboral”);  y hacer ver que lo que se esconde detrás de la apariencia y de la realidad única aceptada, no está tan profundo ni tan inaccesible como para que su manifestación necesite pactos oscuros y que se nos revela a poco que lo miremos, no tan directamente como para que nos confundan su bien marcados contornos, sino más bien al sesgo, y, sobre todo, sin otorgar de antemano una credibilidad absoluta a lo que en una primera impresión aparece ante nuestros ojos. No es complicado. Se parece mucho a aquellas imágenes (técnicamente, estereogramas) que estuvieron muy de moda en España hace unos años y que se conocen con el nombre genérico «El Ojo Mágico» y en las que, en definitiva, lo que podías conseguir que se mostrase ante tu vista, dependía exclusivamente del cómo miraras. Si tu manera de mirar esas imágenes perdía intensidad y se distanciaba del detalle para acoger distraídamente el conjunto, mirando sin ver, digamos, dejándote capturar en vez de inquirir, entonces, en un instante mágico, inusitadamente, la imagen que nos había parecido abstracta y sin sentido, adquiría de pronto una profundidad inesperada y se llenaba de color y de formas esponjosas reconocibles y nos producían una maravillosa sensación de pasmo al conseguir ver esa imagen que se nos regalaba y de revelación y de satisfacción personal cuando comprendíamos que lo que por fin se nos mostraba, siempre estuvo ahí y que nosotros habíamos sido capaces de desentrañarlo.

ElOjoMagico

Solicitada la licencia, continúo. Durante aquel periodo que he mencionado, hubo algún fin de semana que acudía yo solo a trabajar a un lugar del centro de Madrid. Naturalmente, mientras se ejecutaban, compilaban, “corría” una prueba o traspasaba de entorno mis programas informáticos, me levantaba del despacho, y tomaba un café en el cubículo granate y solitario que hacía las veces de cafetería y en la que, reconozco, me hacía sentirme menos solo el oír, al menos, los sonidos diferenciados del proceso automatizado de la máquina-cafetera y que llamaban mi atención siempre. Me parecía significativo, sobre todo, el sonido con el que finalizaba el proceso. Era un ruido ronco de alto volumen que llenaba el pequeño habitáculo y que parecía como tan de alma en pena, que era como si la cafetera se estuviera arrancando las entrañas. Luego se atenuaba un poco para acompañar a la caída del chorro cremoso, humeante, y aromático de mi café, y que tan tenue era en contraste con aquel ruido quejoso, que la máquina parecía prostática orinando el café con un esfuerzo extraordinario. Me gustaba, luego, tomarlo de cara a los ventanales y recrearme con suposiciones livianas sobre las personas que veía pasear cogidos del brazo porque eran los inhabitúales de los días laborables, tan rebosados en aquella zona de Madrid, de automatismos, prisas, maletines, trajes y corbatas; también, podía acabar mi café en tanto seguía como un alelado los vuelos inconsistentes o las caídas espirales de las hojas marchitas que el viento desprendía sin esfuerzo de los árboles de la Castellana. A veces, en esas pausas, solo deambulaba, algo mohíno, por la oficina vacía y me asomaba a los espacios cotidianos como si los viera por única vez; las salas despersonalizadas de las reuniones, con sus mesas ovaladas y sus pizarras blancas; los despachos cerrados en los que, como si se trataran de expositores de antigüedades valiosas, me acercaba mucho a sus mamparas de cristal, hasta donde no me molestara mi propio reflejo, y me detenía, sin una intención determinada, en los detalles que eran ajenos a la actividad diaria y que ocupaban lugares muy concretos sobre las pulidas mesas de madera y que me decían cosas de las personas que los ocupaban; una foto familiar de hijos sonrientes que aportaban, quizás, un sentido al esfuerzo, los cuadros, casi siempre escuetos, de líneas rectas o con polígonos de colores contrastados, o los tótems personales –un metrónomo en reposo, una pequeña pirámide de cristal azul, un abrecartas de plata, un cubo de pirita-. También me entretenía alguna vez en buscarle supersticiosamente un sentido de pronóstico a la disposición azarosa en la que habían quedado las sillas abandonadas a la carrera el viernes anterior de los puestos de trabajo; o me acercaba con recelo a esa hermética sala de ordenadores, enmarañada de cables y conexiones, cuyos pilotos parpadeantes y respiración robótica me anunciaban que nunca dormía, y que, con su temperatura de depósito de cadáveres y tras su puerta de llave de seis dígitos, latían corazones de silicio para los que no existían los fines de semana. Como, por otra parte, tampoco existen para el nuestro. Para nuestro corazón, digo.

La mañana de uno de los domingos de aquel periodo, el  deambular inconcreto en una pausa, me llevó a acercarme al lugar de trabajo de un compañero. Sobre el teclado de su ordenador había unos papeles pintarrajeados con cuadritos y flechas de flujo y un bolígrafo rojo cruzado encima. Descuidadamente, pulsé el botón de encendido de la pantalla y se iluminó al instante. Aitor había dejado su ordenador en funcionamiento y únicamente había apagado ese monitor en el que ahora se me mostraban las líneas de sentencias de un programa Java a medio desarrollar. Seguramente lo había dejado así porque se encontraba en un nudo importante del algoritmo y que habría que retomar sin que se enfriara demasiado su lógica. Lo hacíamos así y funcionaba. Mañana, el lunes, lo continuaría… Yo sabía que Aitor estaba ese fin de semana en su pueblo de Cuenca, y que, por la hora que era, no era improbable que estuviera tomándose unas cervecitas despreocupadas en buena compañía; pero también me barruntaba por mi propia experiencia –y por ahí apareció la punta del hilo-, que, si lo que yo tenía delante era importante y perentorio –que lo era, ambas cosas-, también podía ser muy posible que entre una aceituna y otra, entre un chiste, una confesión, una risa y otra, le estuviera asaltando a su mente, en ese preciso instante y aunque fuese de manera tangencial, un conato de intento de hallar alguna clave importante para la resolución del algoritmo que yo tenía delante y que eso era una invasión en toda regla de sus propios pensamientos y de su propia vida. Y entonces, me invadió una piedad infinita por Aitor porque le vi allí sentado, peleándose con su programa, y con una claridad tan meridiana que le llegue a dar una palmada en la espalda sobre la silla sin nadie. Y paulatinamente, y cada vez más sorprendido, todo lo que yo había estado mirando, aquellos espacios tan conocidos fueron cobrando vida latente hasta llegar a entender, sin ningún esfuerzo de la voluntad y sin haber echado nada raro en el café, que lo que me rodeaba eran ámbitos que estaban callados pero que… no estaban vacíos. No había nadie allí, pero se me revelaron despiertos, palpitantes, alertas en su posición de espera. Las ausencias solo eran momentáneas porque, en aquella realidad, todos nosotros pertenecíamos inexorablemente a ese lugar, y que nuestro destino ya estaba trazado y que íbamos a estar atados por años y años a esta estructura o a otras semejantes y, sin que lo pudiera evitar, me asaltaron las lógicas conjeturas que, ante esto, cualquiera en mi lugar hubiese tenido. Que estábamos vendiendo a muy bajo precio lo que éramos, que nuestras mentes se agotaban con preocupaciones ajenas y entregábamos nuestro tiempo, -la materia de nuestra vida, como había leído-  para plantear, sufrir y resolver problemas que no eran los nuestros, que pertenecían a extraños. Extraños. Extraños y lejanos. Extraños… y me quedé colgado de esa palabra hasta que alcanzó una profundidad insondable. Miré, otra vez, las mesas vacías y me vinieron los nombres de las personas que las ocupaban normalmente y pensé en ellas, en nosotros. Aquella mañana de domingo, yo estaba allí. Penoso, sí. Pero, en el fondo, no era tan diferente. Eduardo, podría estar culminando una marcha por una senda nevada de Navacerrada, o jugaba un partido de baloncesto con sus antiguos compañeros de universidad o se había dedicado el fin de semana a pintar una pared, comida por la humedad, de su casa en el campo o se preguntaba, en ese mismo segundo, cómo iría a salir de aquello en lo que había llegado demasiado lejos, mientras se almorzaba unas migas en Ruidera enredado en la mirada risueña de su amante tras una noche de sexo urgente; Daba igual. Era lo mismo lo que estuviera haciendo en ese momento porque al mirar bien, yo veía perfectamente a Eduardo allí sentado en su silla, la misma silla que el lunes, bien temprano por la mañana, habría de volver a ocupar de nuevo, y en donde, después de cuatro, cinco horas, los abetos nevados, la canasta inverosímil y aplaudida, el nuevo color de un muro o los ansiosos entrechoques de pelvis en un hotel de la Mancha, se iban a hundir en el pasado como un saco de piedras en un lago sin que hubiera servido esencialmente para nada. Lo más real, lo cotidiano, el futuro cierto, lo que marcará siempre el ritmo de los días de todos los Eduardos, el sitio reservado, el lugar al que pertenecía, estaba allí, en aquellas sillas vacías que yo veía.

Esta percepción de ocupación subyacente no es exclusiva de los centros de trabajo porque se percibe también en otros ámbitos, y, sin embargo y no sabría explicar porqué, no ocurre por igual en todos los que parecen de similares características. Es obvio captarla, por ejemplo, en los centros comerciales, en los estadios deportivos cubiertos (es de notar en cuántas películas yanquis muestran tomas de un ring de boxeo con las gradas vacías. A veces las acompañan con sonido para aumentar el efecto, pero, la mayoría de las veces, no es necesario para transmitir la energía de masa concentrada). Pero, sobre todo, a mí me ocurre especialmente en los centros de trabajo y, además, acompañado de un sedimento desagradable de condena cumplida, de tiempo trascurrido inútilmente, de vidas tiradas por la borda. Quiero considerar que no puedo estar solo en este sentir y creo que son muchas las personas a las que les seducen extrañamente las viejas fábricas abandonadas, porque aún cuando hayan pasado decenas de años, hay salas en donde percibes el sudor, la grasa, el zumbido o traqueteo de las máquinas, los años de dedicación y esfuerzo, las vidas trascurridas entre esos muros… Y me ocurre también, aunque con significaciones menos poderosas, en las grandes ciudades superpobladas. En sus agostos, sus puentes laborales, sus días de fiesta la ciudad está tal y cómo es aunque no lo parezca. No puedo evitar que se me manifieste, aún en esos paréntesis, la aglomeración, la contaminación, el automatismo, la despersonalización, los atascazos, la uniformidad, la inercia… todo lo que la ciudad es continuamente y allí esta, siempre, aunque sea disfrazado de otra cosa más humana.

Una Barcelona equívoca, dije. Recuerden que era un domingo a una hora de comida temprana. Si yo hubiese tenido ocho años y llegase a Barcelona por primera vez, el recuerdo que me habría quedado, lo que me hubiera acompañado toda la vida y defendería en adelante como real, sería una Barcelona amable y soleada de calles despejadas y habitantes relajados. Y diría que los barceloneses eran gentes tranquilas, que caminaban despreocupados con periódicos, barras de pan, bandejas de pasteles, flores o nada en las manos. Que muchos paseaban sus perros con ropa cómoda y llevaban unas bolsas verdes atadas en las correas y recogían educadamente los excrementos de sus mascotas, que otros tomaban café o cerveza con sol en las múltiples terrazas plantadas en las aceras, que era una ciudad con muchos huecos libres para aparcar sus coches, que el tráfico era escaso y amable, que la temperatura era suave, que la furgoneta en la que viajaba era cómoda, amplia y muy nueva y de un color bonito, que el hombre que me llevaba era un señor muy simpático que sabía tratar a los niños y que contaba cosas agradables, que pasamos túneles que me parecieron muy largos pero que no me dieron miedo, que, cuando salimos de Barcelona, fuimos  por una autopista sin muchos coches, que entraba una luz muy blanca por las ventanas y que, no muy lejos, se veían unas montañas verde oscuro. Y si había algo que me enturbiaba el ánimo, no tenía nada que ver con la afable Barcelona, sino que ya no estaba muy seguro de que me fueran a ir demasiado bien las cosas en el examen al que me dirigía.

 

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