Entrada segunda (El vestíbulo de las moléculas):    

     Las horas, los días, las semanas…, son piezas de tiempo con las que se construye una pared infranqueable que nos separa de todos los yoes que fuimos alguna vez, que nos impide permutar nada de lo que hicimos y en donde se difumina la intensidad y el sentido de aquello que llegamos a sentir o pensar o decir… Un muro enorme cada vez más grueso, más alto, más denso pero, a fin de cuentas… un muro translúcido.

    Ahora, veo caer la lluvia suavemente sobre una procesionaria formada por las luces rojas de los coches detenidos en los semáforos de una plaza; y, sin embargo, puedo apoyar mi frente en ese muro y mirar a través de él, y puedo verme en Barcelona bajar del tren aquel domingo y también transitar por los pasillos alicatados con azulejos crema y observar cómo me detengo en un escalón de la escalera mecánica que asciende hasta que va apareciendo lentamente ante mi vista, en un travelín vertical, el vestíbulo de la estación de Sans. Sin ser pequeño, este espacio en particular, y a diferencia de otros recintos de tránsito, siempre me ha parecido muy confuso, repleto de personas que se mueven por él como si no tuvieran un destino o se sintieran encerradas sin escapatoria. Seguramente será porque desde este vestíbulo se abren puertas, tornos, escaleras, pasillos y galerías que, traspasándolas, te permiten realizar un viaje a casi cualquier distancia que pueda alcanzarse con un impulsor adecuado y unas cuantas ruedas: desde las distancias más dilatadas, como las que supone un viaje desde la llanura atlántica europea al estrecho de Gibraltar, o desde las riberas aluviales de Tarragona a las mejilloneras de las Rías Bajas, hasta las más exiguas, como la que supone un trayecto hasta las candilejas fundidas del Paralelo o a las terracitas vestidas con toldos y pescaítos de la Barceloneta. Siendo esto así, cuando estoy en ese vestíbulo, no puedo evitar comparar el intrincado ir y venir de los viajeros con el círculo que aquellos profesores pintaban con tiza blanca en el encerado y que luego completaban repartiendo por su interior unos cuantos puntos marcados con golpes sonoros de la punta de la tiza; un dibujo con el que intentaban representar a un cuerpo gaseoso al que se le aplicaba calor y cómo se removían sus moléculas en todas las direcciones sin un plan aparente.

Barcelona-Sans   foto: Martín Gallego. Fotos imperfectas. Barcelona-Sans  http://martingallego.blogspot.com.es/2008_09_01_archive.html

La productora de Saber y Ganar tiene designadas unas personas que se encargan de tramitar los viajes, la estancia y los trayectos de ida y vuelta desde la estación de Sans o desde aeropuerto hasta San Cugat. Estas personas tienen que ser eficaces y atentas y además, estar despiertas porque, aunque se supone que los concursantes que nos presentamos a un concurso como Saber y Ganar nos encuadramos, a priori, en un determinado perfil y algo nos han cribado antes de aceptarnos por medio de una pequeña prueba de cultura general y (aguante un poco más el inciso, no se pierda, estamos esperando a saber porqué esas personas designadas tienen que estar despiertas) también tienen un esbozo psicológico nuestro obtenido de un mini-test que nos hacen con preguntas del tipo de ¿qué es para ti el éxito? o ¿cuál es tu mayor defecto? (ya), nadie puede asegurar que no podamos ser alguno de nosotros gato en vez de liebre, lo que no sería muy grave, o ser raposo colado en gallinero, que ya requeriría soluciones a posteriori más indeseables.

   El que se encargó de los trámites de mi “traslado” se llama Marc Royo. Es un hombre aún joven. Es alto, moreno y delgado y de trato cordial y desenvuelto, muy de agradecer para ahuyentar timideces. La primera vez que hablé con él por teléfono para concretar los detalles, recuerdo que quise saber si había mucha distancia desde la estación hasta San Cugat y me dijo que no, que apenas media hora. Luego, le pregunté:

-  ¿Y cuál es la mejor manera de llegar? ¿En tren de cercanías?

- ¿Cómo en cercanías? –me respondió con esa pregunta retórica- No, no, que te ponemos un coche. Te recoge en la estación y te trae hasta el hotel.

- ¿Que me ponéis un coche? ¡Qué bien! ¡Vaya lujo!

- Pues claro. ¿Qué pensabas? Como un señor.

Esta conversación algo intrascendente la cuento para que se puedan inferir dos cosas. Una, que yo no estoy muy acostumbrado a estos agasajos y que esta deferencia, de alguna manera, me cohibía. Yo no lo pensé entonces, pero hoy sí estoy seguro que, para mi coleto, ya interiorizaba que era un dispendio gastar este trato en alguien como yo que, a lo más seguro, iba a tener una actuación irrisoria y me ponía, yo solo, en una posición de inferioridad con la que apechugué durante todo el proceso –como el día D, Freddy, vino corroborarme-. Y dos, que Marc tenía que estar preparado para solventar dudas de sepa Dios quién y resolver de manera amable cuestiones como, por ejemplo, que éste quiere llevarse a su dogo, la madre de aquel exige entrar con su hijo en el plató y necesita habitación o ese otro, que tiene ocultas intenciones de viajar gratis a Barcelona y desaparecer…

   Cuando luego lo conocí en persona, con la suerte ya echada y con ella, su sombra, nos dimos la mano y Marc quiso aliviar el momento y me habló de esas cosas que, siendo verdad, no dejan de ser frases hechas y paliativas –es solo un juego, has tenido mala suerte, los nervios nos pueden…, sospeché con fundamento que ese saber hacer que me había demostrado eran consecuencia del cultivo cuidadoso de una virtud principal: la empatía. Sí, porque Marc ya ha enviado de vuelta a rodar por Sans a muchos maletones y sabe que, cuando lo hace, van a ser acarreados por manos y brazos de eliminados a los que les van a zumbar, como moscas en un tarro, preguntas muy similares para las que no van a encontrar respuesta porque casi nunca la tienen, preguntas también cansinas como las propias moscas y, en cierto modo, estúpidas; preguntas como, por ejemplo: ¿para qué cojones he venido? ¿Cómo no me acordé de Beatrice o del cuello Mao? ¿Cómo me he podido quedar en blanco si me atiborré de Ginkgo Biloba? o qué va a pensar de él su Sofía o si debería dejar de acudir al club de ajedrez hasta que se pasen las ganas de la guasa. Y, además, Marc, sabe que todo esto se rumiará al mismo tiempo que se deambula por el vestíbulo de Sans, con movimientos aleatorios semejantes al de una molécula calentada, y que será así hasta la salida de un AVE que ya no merece las guirnaldas, un AVE sin sol, con los alemanes ausentes y con los ¿mejicanos? ya olvidados de la velocidad, echando sus fotos por el barrio Gótico o a todas las fuentes de Barcelona: las de las luces de colores de Montjuich, las del Modernismo, o las que se llenan con calçots o escalibadas.

 

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