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Fragmentos de libros. EL JUGUETE RABIOSO de Roberto Arlt   Final II:

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... Un día jueves a las dos de la tarde, mi hermana me avisó que un individuo estaba a la puerta esperándome.

Salí, y con la consiguiente sorpresa, encontré al Rengo, más decentemente trajeado que de costumbre, pues había reemplazado su pañuelo rojo por un modesto cuello de tela, y a las floreadas alpargatas las sustituía un flamante par de botines.

- ¡Hola! ¿Vos por acá?

- ¿Estás desocupado, Rubio?

- Sí, ¿por qué?

- Entonces salí, tenemos que hablar.

- Cómo no, espérame un momento. -Y entrando rápidamente me puse el cuello, cogí el sombrero y salí. De más está decir que inmediatamente sospeché algo, y aunque no podía imaginarme el objeto de la visita del Rengo, resolví estar en guardia.

Una vez en la calle examinando su semblante reparé que tenía algo importante que comunicarme, pues observábame a hurtadillas, mas me retuve en la curiosidad, limitándome a pronunciar un significativo:

El Rengo tornó a mirarme. Como caminábamos por una vereda sombreada, diose a hacer observaciones acerca de la temperatura; después habló de la pobreza, de los trastornos que le traían los cotidianos trabajos; también me dijo que en la semana última le habían robado un par de riendas, y cuando agotó el tema, deteniéndome en medio de la vereda, y cogiéndome de un brazo, lanzó este ex abrupto:

- ¿Decime, che Rubio, sos de confianza o no sos?

- ¿Y para preguntarme eso me has traído hasta acá?

- ¿Pero sos o no sos?

- Mira, Rengo, decime, ¿me tenés fe?

- Sí... yo te tengo... pero decí, ¿se puede hablar con vos?

- Claro, hombre.

- Mira, entonces entremos allá, vamos a tomar algo. Y el Rengo encaminándose al despacho de bebidas de un almacén, pidió una botella de cerveza al lavacopas, nos sentamos a una mesa en el rincón más oscuro, y después de beber, el Rengo dijo, como quien se descarga de un gran peso:

- Tengo que pedirte un consejo. Rubio. Vos sos muy «centífico». Pero por favor, che... te recomiendo. Rubio...

Le interrumpí:

- Mira, Rengo, un momento. Yo no sé lo que tenés que decirme, pero desde ya te advierto que sé guardar secretos. No pregunto ni tampoco digo.

BilletesArgentinaEl Rengo depositó su sombrero encima de la silla. Cavilaba aún, y en su perfil de gavilán la irresolución mental movíale ligeramente por reflejo los músculos sobre las mandíbulas. En sus pupilas ardía un fuego de coraje, después mirándome reciamente, se explicó:

- Es un golpe maestro. Rubio. Diez mil mangos por lo menos.

Le miré con frialdad, esa frialdad que proviene de haber descubierto un secreto que nos puede beneficiar inmensamente, y repliqué para inspirarle confianza:

- No sé de qué se trata, pero es poco.

La boca del Rengo se abrió lentamente.

- Te pa-re-ce po-co. Diez mil mangos lo menos. Rubio... lo menos.

- Somos dos - insistí.

- Tres - replicó.

- Peor que peor.

- Pero la tercera es mi mujer.

Y de pronto sin que me explicara su actitud, sacó una llave, una pequeña llave aplastada y poniéndola encima de la mesa, dejóla allí abandonada. Yo no la toqué.

Concentrado le miraba a los ojos, él sonreía como si la locura de un regocijo le ensanchara el alma, a momentos empalidecía; bebió dos vasos de cerveza uno tras otro, enjugóse los labios con el dorso de la mano y dijo con una voz que no parecía suya:

- ¡Es linda vida!
Film AlOtroLadoDelMar"Imagínate las ciudades del otro lado del mar. Las hembras que nos seguirán..."
Silvio y El Rengo se ensueñan: Película argentina “El juguete rabioso” (1984) de Aníbal Di Salvo y José María Paolantonio"
 

- Sí, la vida es linda, Rengo. Es linda. Imagínate los grandes campos, imagínate las ciudades del otro lado del mar. Las hembras que nos seguirían; nosotros cruzaríamos como grandes bacanes las ciudades al otro lado del mar.

- ¿Sabes bailar. Rubio?

- No, no sé.

- Dicen que allí los que saben bailar el tango se casan con millonarias. . , y yo me voy a ir. Rubio, me voy a ir.

- ¿Y el vento?

Me miró con dureza, después una alegría le demudó el semblante, y en su rostro de gavilán se dilató una gran bondad.

- Si supieras cómo la he «laburado». Rubio. ¿Ves esta llave? Es de una caja de fierro.

Introdujo la mano en un bolsillo, y sacando otra llave más larga, continuó:

- Esta es la de la puerta del cuarto donde está la caja. La hice en una noche. Rubio, meta lima. «Laburé» como un negro.

- ¿Te las trajo ella?

- Sí, la primera hace un mes que la tengo hecha, la otra la hice antiyer. Meta esperarte en la feria, y vos que no venías.

- ¿Querés ayudarme? Vamos a medias. Son diez mil mangos. Rubio. Ayer los puso en la caja.

- ¿Cómo sabes?

- Fue al banco. Trajo un mazo bárbaro. Ella lo vio y me dijo que todos eran colorados.

- ¿Y me das la mitad?

- Sí, a medias, ¿te animas?

Me incorporé bruscamente en la silla, fingiendo estar poseído por el entusiasmo.

- Te felicito. Rengo, lo que pensaste es maravilloso.

- ¿Te parece, Rubio?

- Ni un maestro hubiera planeado como vos lo has hecho este asunto. Nada de ganzúa. Todo limpio.

- ¿Cierto, eh...?

- Limpio, hermano. A la mujer la escondemos.

- No hace falta, ya tengo alquilada una pieza que tiene sótano; los primeros días la «escabullo» allí.

Después, vestida de hombre, me la llevo al norte.

- ¿Querés que salgamos. Rengo?

- Sí, vamos...

La cúpula de los plátanos nos protegía de los ardores del sol. El Rengo, meditando, dejaba humear su cigarrillo entre los labios.

- ¿Quién es el dueño de la casa? - le pregunté.

- Un ingeniero.

- ¡Ah!, ¿es ingeniero?

- Sí, pero batí. Rubio, ¿te animas?

- Por qué no... sí, hombre... ya estoy aburrido de caminar vendiendo papel. Siempre la misma vida: estarse reventando para nada. Decime, Rengo, ¿tiene sentido esta vida? Trabajamos para comer y comemos para trabajar. «Minga» de alegría, «minga» de fiestas, y todos los días lo mismo. Rengo. Esto «esgunfia» ya.

- Cierto, Rubio, tenés razón... ¿Así que te animas?

- Sí.

- Entonces esta noche damos el golpe.

- ¿Tan pronto?

- Sí, él sale todas las noches. Va al club.

- ¿Es casado?

- No, vive solo.

- ¿Lejos de acá?

- No, una cuadra antes de Nazca. En la calle Bogotá. Si querés, vamos a ver la casa.

- ¿Es de altos?

- No, baja, tiene jardín al frente. Todas las puertas dan a la galería. Hay una lonja de tierra a lo largo.

- ¿Y ella?

ejr Edicol- Es sirvienta.

- ¿Y quién cocina?

- La cocinera.

- Entonces tiene plata.

- ¡Hay que ver la casa! ¡Tiene cada mueble adentro!

- ¿Y a qué hora vamos esta noche?

- A las once.

- ¿Y va a estar ella sola?

- Sí, la cocinera en cuanto termina se va a su casa.

- ¿Pero es seguro eso?

- Seguro. El farol está a media cuadra, ella va a dejar la puerta abierta, nosotros entramos y directo al escritorio, sacamos la «guita», ahí mismo la partimos y yo me la llevo para el refugio.

- ¿Y la «cana»?

- La «cana»... la «cana»«cacha» a los que están prontuariados. Yo trabajo de cuidador de carros, además nos ponemos guantes.

- ¿Querés un consejo. Rengo?

- Dos.

- Bueno, atendeme. Lo primero que tenemos que hacer es no dejarnos ver hoy por allá. Puede reconocernos algún vecino y nos mandan al «muere». Además no hay objeto si vos conoces la casa.

Perfectamente. Segundo: ¿A qué horas sale el ingeniero?

- Nueve y media a diez, pero podemos espiar.

- Abrir la caja es cuestión de diez minutos.

- Ni eso, ya está probada la llave.

- Te felicito por la precaución... Así que a las once podemos ir.

- Sí.

- ¿Y dónde nos vemos nosotros?

- En cualquier sitio.

- No, hay que ser precavidos. Yo voy a estar en Las Orquídeas a las diez y media. Vos entras, pero no me saludas ni nada. Te sentás a otra mesa, y a las once salimos, yo te sigo, entras a la casa y entro yo, después cada uno que tire por su lado.

- En esa forma evitamos sospechas. Está bien pensado... ¿Tenés revólver vos?

-No.

De pronto el arma lució en su mano, y antes que lo evitara, la introdujo en mi bolsillo.

- Yo tengo otra.

- No hace falta.

- Nunca uno sabe lo que puede pasar.

- ¿Y vos serías capaz de matar?

- Yo... la pregunta, ¡claro!

- ¡Eh!

Algunas personas que pasaron nos hicieron callar. Del cielo celeste descendía una alegría que se filtraba en tristeza dentro de mi alma culpable. Recordando una pregunta que no le hice, dije:

- ¿Y cómo sabrá ella que vamos esta noche?

- Le doy la seña por teléfono.

- ¿Y el ingeniero no está de día en la casa?

- No, si querés le hablo ahora.

- ¿De dónde?

- De esa botica.

El Rengo entró a comprar unas aspirinas y poco después salió. Ya se había comunicado con la mujer.

Sospeché el enjuague, y aclarando, repuse:

- Vos contabas conmigo para este asunto, ¿no?

- Sí, Rubio.

- ¿Por qué?

- Porque sí.

- Ahora todo está listo.

- Todo.

- ¿Tenés guantes vos?

- Sí.

- Yo me pongo unas medias, es lo mismo.

Después callamos.

Toda la tarde caminamos al azar, perdido el pensamiento, sobrecogidos por desiguales ideas.

Recuerdo que entramos a una cancha de bochas.

Allí bebimos, pero la vida giraba en torno nuestro como el paisaje en los ojos de un ebrio.

Imágenes adormecidas hacía mucho tiempo, semejantes a nubes se levantaron en mi conciencia, el resplandor solar que hería las pupilas, un gran sueño se apoderaba de mis sentidos y a instantes hablaba precipitadamente sin ton ni son.

El Rengo me escuchaba abstraído.

De pronto una idea sutil se bifurcó en mi espíritu, yo la sentí avanzar en la entraña cálida, era fría como un hilo de agua y me tocó el corazón.

- ¿Y si yo lo delatara?

Temeroso de que hubiera sorprendido mi pensamiento, miré sobresaltado al Rengo, que a la sombra del árbol, con los ojos adormecidos miraba la cancha, donde las bochas estaban esparcidas.

Aquél era un lugar sombrío, propicio para elaborar ideas feroces.

  _ 

La calle Nazca ancha se perdía en el confín. Junto al muro alquitranado de un alto edificio, el bodeguero tenía adosado su cuarto de madera pintado de verde, y en el resto del terreno se extendían paralelas las franjas de tierra enarenada.

CalleNazcaVarias mesas de hierro se hallaban en distintos puntos.

Nuevamente pensé:

- ¿Y si lo delatara?

Con la barbilla apoyada en el pecho y el sombrero echado encima de la frente, el Rengo se había dormido. Un rayo de sol le caía sobre una pierna, con el pantalón manchado de lamparones de grasa.

Entonces un gran desprecio me envaró el espíritu, y cogiéndole bruscamente de un brazo, le grité:

- Rengo.

- Eh... eh... ¿qué hay?

- Vamos, Rengo.

- ¿A dónde?

- A casa. Tengo que preparar la ropa. Esta noche damos el golpe y mañana rajamos.

- Cierto, vamos.

Una vez solo, varios temores se levantaron en mi entendimiento. Yo vi mi existencia prolongada entre todos los hombres. La infamia estiraba mi vida entre ellos y cada uno de ellos podía tocarme con un dedo. Y yo, ya no me pertenecía a mí mismo para nunca jamás.

Decíame:

- Porque si hago eso destruiré la vida del hombre más noble que he conocido.

Si hago eso me condeno para siempre.

Y estaré solo, y seré como Judas Iscariote.

Toda la vida llevaré una pena.

¡Todos los días llevaré una pena!... - y me vi prolongado dentro de los espacios de vida interior, como una angustia, vergonzosa hasta para mí.

Entonces sería inútil que tratara de confundirme con los desconocidos. El recuerdo, semejante a un diente podrido, estaría en mí, y su hedor me enturbiaría todas las fragancias de la tierra, pero a medida que ubicaba el hecho en la distancia, mi perversidad encontraba interesante la infamia.

- ¿Por qué no?... Entonces yo guardaré un secreto, un secreto salado, un secreto repugnante, que me impulsará a investigar cuál es el origen de mis raíces oscuras. Y cuando no tenga nada que hacer, y esté triste pensando en el Rengo, me preguntaré: ¿Por qué fui tan canalla?, y no sabré responderme, y en esta rebusca sentiré cómo se abren en mí curiosos horizontes espirituales.

Además, el negocio éste puede ser provechoso.

RocamboleEn realidad -no pude menos de decirme- soy un locoide con ciertas mezclas de pillo; pero Rocambole no era menos: asesinaba... yo no asesino. Por unos cuantos francos le levantó falso testimonio a «papá» Nicolo y lo hizo guillotinar. A la vieja Fipart que le quería como una madre la estranguló y mató... mató al capitán Williams, a quien él debía sus millones y su marquesado. ¿A quién no traicionó él?

De pronto recordé con nitidez asombrosa este pasaje de la obra:

«Rocambole olvidó por un momento sus dolores físicos. El preso cuyas espaldas estaban acardenaladas por la vara del Capataz, se sintió fascinado: parecióle ver desfilar a su vista como un torbellino embriagador, París, los Campos Elíseos, el Boulevard de los Italianos, todo aquel mundo deslumbrador de luz y de ruido en cuyo seno había vivido antes.»

Pensé:

- ¿Y yo?... ¿yo seré así...? ¿No alcanzaré a llevar una vista fastuosa como la de Rocambole? -y las palabras que antes le había dicho al Rengo sonaron otra vez en mis orejas, pero como si las pronunciara otra boca:

- «Sí, la vida es linda. Rengo... Es linda. Imagínate los grandes campos, imagínate las ciudades del otro lado del mar. Las hembras que nos seguirían, y nosotros cruzaríamos como grandes “bacanes“ las ciudades que están al otro lado del mar.»

Despacio, se desenroscó otra voz en mi oído:

- Canalla... sos un canalla.

Se me torció la boca. Recordé a un cretino que vivía al lado de mi casa y que constantemente decía con voz nasal:

-«Si yo no tengo la culpa.»

- Canalla... sos un canalla...

-«Si yo no tengo la culpa.»

"¡Ah!, canalla... canalla..."

JudasIscariote- No me importa... y seré hermoso como Judas Iscariote. Toda la vida llevaré una pena... una pena... La angustia abrirá a mis ojos grandes horizontes espirituales... ¡pero qué tanto embromar! ¿No tengo derecho yo...? ¿acaso yo?... Y seré hermoso como Judas Iscariote... y toda la vida llevaré una pena... pero... ¡ah!, es linda la vida. Rengo... es linda... y yo... yo a vos te hundo, te degüello... te mando al «brodo» a vos... sí, a vos... que sos «pierna»... que sos «rana»... yo te hundo a vos... sí, a vos, Rengo... y entonces... entonces seré hermoso como Judas Iscariote... y tendré una pena... una pena... ¡Puerco!

    

Grandes manchas de oro tapizaban el horizonte, del que surgían en penachos de estaño, nubes tormentosas, circundadas de atorbellinados velos color naranja.

Levanté la cabeza y próximo al cenit entre sábanas de nubes, vi relucir débilmente una estrella. Diría una salpicadura de agua trémula en una grieta de porcelana azul.

Me encontraba en el barrio sindicado por el Rengo.

Las aceras estaban sombreadas por copudos follajes de acacias y ligustros. La calle era tranquila, románticamente burguesa, con verjas pintadas ante los jardines, fuentecillas dormidas entre los arbustos y algunas estatuas de yeso averiadas. Un piano sonaba en la inquietud del crepúsculo, y me sentí suspendido de los sonidos, como una gota de rocío en la ascensión de un tallo. De un rosal invisible llegó tal ráfaga de perfume, que embriagado vacilé sobre mis rodillas, al tiempo que leía en una placa de bronce:

ARSENIO VITRI - Ingeniero

Era la única indicando dicha profesión, en tres cuadras a lo largo.

A semejanza de otras casas, el jardín florecido extendía sus canteros frente a la sala, y al llegar al camino de mosaico que conducía a la puerta vidriada de la mampara se cortaba; luego continuaba formando escuadra a lo largo del muro de la casa ladera. Encima de un balcón una cúpula de cristal protegía de la lluvia el alféizar.

Me detuve y presioné el botón del timbre.

La puerta de la mampara se abrió, y encuadrada por el marco, vi una mulata cejijunta y de mirada aviesa, que de mal modo me preguntó lo que quería.

Al interrogarle si estaba el ingeniero, me respondió que vería, y tornó diciéndome quién era, y qué es lo que deseaba. Sin impacientarme le respondí que me llamaba Fernán González, de profesión dibujante.

Volvió a entrar la mulata, y ya más apaciguada, me hizo pasar. Cruzamos ante varias puertas con las persianas cerradas, de pronto abrió la hoja de un estudio, y frente a un escritorio a la izquierda de una lámpara con pantalla verde, vi una cabeza canosa inclinada; el hombre me miró, le saludé, y me hizo señal de que entrara. Después dijo:

- Un momento, señor, y estoy con usted.

Le observé. Era joven a pesar de su cabello blanco.

Había en su rostro una expresión de fatiga y melancolía. El ceño era profundo, las ojeras hondas, haciendo triángulo con los párpados, y el extremo de los labios ligeramente caídos acompañaba a la postura de esa cabeza, ahora apoyada en la palma de la mano e inclinada hacia un papel.

Adornaban el muro de la estancia, planos y diseños de edificios lujosos; fijé los ojos en una biblioteca, llena de libros, y había alcanzado a leer el título: Legislación de agua, cuando el señor Vitri me preguntó:

- ¿En qué puedo servirle, señor?

ejr LMovilesBajando la voz le contesté:

- Perdóneme, señor, ante todo, ¿estamos solos?

- Supongo que sí.

- ¿Me permite una pregunta quizá indiscreta? Usted no está casado, ¿no?

-No.

Ahora mirábame seriamente, y su rostro enjuto iba adquiriendo paulatinamente, por decirlo así, una reciedumbre que se difundía en otra más grave aún.

Apoyado en el respaldar del sillón, había echado la cabeza hacia atrás; sus ojos grises me examinaban con dureza, un momento se fijaron en el lazo de mi corbata, después se detuvieron en mi pupila y parecía que inmóviles allá en su órbita, esperaban sorprender en mí algo inusitado.

Comprendí que debía dejar los circunloquios.

- Señor, he venido a decirle que esta noche intentarán robarle.

Esperaba sorprenderlo, pero me equivoqué.

- ¡Ah!, sí... ¿y cómo sabe usted eso?

- Porque he sido invitado por el ladrón. Además usted ha sacado una fuerte suma de dinero del banco y la tiene guardada en la caja de hierro.

- Es cierto...

- De esa caja, como de la habitación en que está, el ladrón tiene la llave.

- ¿La ha visto usted? - y sacando del bolsillo el llavero me mostró una de guardas excesivamente gruesas.

- ¿Es ésta?

- No, es la otra - y aparté una exactamente igual a la que el Rengo me había enseñado.

- ¿Quiénes son los ladrones?

- El instigador es un cuidador de carros llamado Rengo, y la cómplice su sirvienta. Ella le sustrajo las llaves a usted de noche, y el Rengo hizo otras iguales en pocas horas.

- ¿Y usted qué participación tiene en el asunto?

- Yo... yo he sido invitado a esta fiesta como un simple conocido. El Rengo llegó a casa y me propuso que le acompañara.

- ¿Cuándo le vio usted?

- Aproximadamente hoy a las doce de la mañana.

- Antes, ¿no estaba usted en antecedentes de lo que ese sujeto preparaba?

- De lo que preparaba, no. Conozco al Rengo; nuestras relaciones se establecieron vendiendo yo papel a los feriantes.

- Entonces usted era su amigo... esas confianzas sólo se hacen a los amigos.

Me ruboricé.

- Tanto como amigo no... pero siempre me interesó su psicología.

- ¿Nada más?

- No, ¿por qué?

- Decía... ¿pero a qué hora debían venir ustedes esta noche?

- Nosotros espiaríamos hasta que usted saliera para el club, después la mulata nos abriría la puerta.

- El golpe está bien. ¿Cuál es el domicilio de ese sujeto llamado Rengo?

- Condarco 1375.

- Perfectamente, todo se arreglará. ¿Y su domicilio?

- Caracas, 824.

- Bien, venga esta noche a las 10. A esa hora todo estará bien guardado. Su nombre es Fernán González.

- No, me cambié de nombre por si acaso la mulata conociera ya, por intermedio del Rengo, mi posible participación en el asunto. Yo me llamo Silvio Astier.

El ingeniero apretó el botón del timbre, miró en redor; momentos después se presentó la criada.

El semblante de Arsenio Vitri conservábase impasible.

- Gabriela, el señor va a venir mañana a la mañana a buscar ese rollo de planos -y le señaló un manojo abandonado en una silla- , aunque yo no esté se lo entrega.

Luego levantóse, me estrechó fríamente la mano y salí acompañado de la criada.

Erdosain Ed LuisScafati3“El juguete rabioso”, Erdosain Ediciones. Luis Scafati

El Rengo fue detenido a las nueve y media de la noche. Vivía en un altillo de madera, en una casa de gente modesta. Los agentes que le esperaban supieron por el Pibe que el Rengo había venido, «revolvió el bagayo y se fue». Como ignoraban cuáles eran los lugares que acostumbraba frecuentar, presentáronse inopinadamente a la dueña de la casa, se dieron a conocer como agentes de policía y entraron por una empinada escalera hasta el cuarto del Rengo. Allí en apariencia no había nada que valiera la pena. Sin embargo, cosa inexplicable y absurda, colgadas en un clavo a la vista de todo el que entrara, encontrábanse las dos llaves: la de la caja de hierro y la de la puerta del escritorio. En un cajón de kerosene, con algunos trapos viejos, hallaron un revólver y en el fondo, oculto casi, recortes de periódicos. Referían un asalto cuyos autores no había individualizado la policía.

Como las noticias de los periódicos trataban del mismo delito, se supuso con razón que el Rengo no era ajeno a esa historia, y precaucionalmente fue detenido el Pibe, es decir, se le envió con un agente a la comisaría de la sección.

En la bohardilla había también una mesa de pino tea blanca, con un cajón lateral. Allí encontróse cierto torno de relojero, y un juego de limas finas. Algunas denotaban uso reciente.

Secuestradas todas las pruebas del delito, la encargada de la casa fue nuevamente llamada.

Era una vejezuela descarada y avara; envolvíase la cabeza con un pañuelo negro cuyas puntas se ataba bajo la barbilla. Sobre la frente le caían vellones de pelos blancos, y su mandíbula se movía con increíble ligereza cuando hablaba. Su declaración hizo poca luz en torno del Rengo. Ella le conocía desde hacía tres meses. Pagaba puntualmente y trabajaba a la mañana.

Interrogada acerca de las visitas que recibía el ladrón, dio datos oscuros; eso sí, recordaba «que el domingo pasado una negra vino a las tres de la tarde y salió a las seis junto con Antonio».

  _ 

 

Descartada toda posibilidad de complicidad, se le ordenó absoluta discreción, que la vejezuela prometió por temor a posteriores compromisos, y los dos agentes tornaron al altillo para esperar al Rengo, ya que fue explícito deseo del ingeniero que el Rengo fuera detenido fuera de su casa, para atenuar la pena que merecía. Quizá pensó también que yo no era ajeno a la decisión del Rengo.

Los pesquisas creían que éste no vendría; posiblemente cenara en algún restaurante de las afueras, y se embriagara para darse coraje, pero se equivocaron.

Esos días el Rengo había ganado dinero con unas redoblonas. Después que se separó de mí volvió al altillo para salir más tarde hacia un prostíbulo que conocía. Casi a la hora de cerrarse los comercios entró en una valijería y compró una valija.

Después se dirigió a su cuarto, bien ajeno a lo que le esperaba. Subió la escalera tarareando un tango, cuyos tonos hacían más distintos los golpeteos intermitentes de la valija entre los peldaños.

Cuando abrió la puerta, la dejó en el suelo.

Introdujo después una mano en el bolsillo para sacar la caja de fósforos y en ese instante un golpe terrible en el pecho lo hizo retroceder, en tanto que otro polizonte lo cogía del brazo.

No es de dudar que el Rengo comprendió de lo que se trataba, porque haciendo un esfuerzo desesperado se desprendió.

Los vigilantes, al intentar seguirle, tropezaron con la valija y uno de ellos rodó por la escalera, cayéndole del bolsillo el revólver, que se descargó.

El estampido llenó de espanto a los moradores de la casa, y equivocadamente se atribuyó ese tiro al Rengo, que no había alcanzado a trasponer la puerta de la calle.

Entonces sucedió una cosa terrible.

LuisScafati CarniceroEl hijo de la vejezuela, carnicero de oficio, enterado por su madre de lo que ocurría, cogió su bastón y se precipitó en persecución del Rengo.

A los treinta pasos le alcanzó. El Rengo corría arrastrando su pierna inútil, de pronto el bastón cayó sobre su brazo, volvió la cabeza y el palo resonó encima de su cráneo.

Aturdido por el golpe, intentó defenderse aún con una mano, pero el pesquisa que había llegado le hizo una zancadilla y otro bastonazo que le alcanzó en el hombro, terminó por derribarle. Cuando le pusieron cadenas el Rengo gritó con un gran grito de dolor.

- ¡Ah, mamita! Después otro golpe le hizo callar y se le vio desaparecer en la calle oscura amarradas las muñecas por las cadenas que retorcían con rabia los agentes marchando a sus costados.

Cuando llegué a la casa de Arsenio Vitri, Gabriela no estaba ya.

Su detención se efectuó pocos momentos después que yo salí.

Un oficial de policía llamado al efecto instruyó el sumario frente al ingeniero. La mulata al principio negóse a confesar nada, más cuando mintiendo se le dijo que el Rengo había sido detenido, echóse a llorar.

Los testigos del acto no olvidarían jamás esa escena.

La mujer oscura, arrinconada, con los ojos brillantes miraba a todos los costados, como una fiera que se prepara para saltar.

Temblaba extraordinariamente; pero cuando se insistió en que el Rengo estaba detenido y que sufriría por su causa, suavemente echóse a llorar; con un llanto tan delicado que el ceño de los circunstantes se acentuó... de pronto levantó los brazos, sus dedos se detuvieron en el nudo de sus cabellos, arrancó de allí una peineta y desparramando su cabellera por la espalda, dijo juntando las manos, mirando como enloquecida a los presentes:

- Sí, es cierto... es cierto... vamos... vamos a donde está Antonio.

En un carruaje la condujeron a la comisaría.

 

Arsenio Vitri me recibió en su escritorio. Estaba pálido y sus ojos no me miraron al decirme:

- Siéntese.

Inesperadamente, con voz inflexiva me preguntó:

- ¿Cuánto le debo por sus servicios?

- ¿Cómo...?

- Sí, ¿cuánto le debo...?, porque a usted sólo se le puede pagar.

Comprendí todo el desprecio que me arrojaba a la cara.

Palideciendo, me levanté:

- Cierto, a mi sólo se me puede pagar. Guárdese el dinero que no le he pedido. Adiós.

- No, venga, siéntese... ¿dígame, por qué ha hecho eso?

- ¿Por qué?

- Sí, ¿por qué ha traicionado a su compañero?, y sin motivo. ¿No le da vergüenza tener tan poca dignidad a sus años?

Enrojecido hasta la raíz del cabello, le respondí.

ejr Almatotal Disc- Es cierto... Hay momentos en nuestra vida en que tenemos necesidad de ser canallas, de ensuciarnos hasta adentro, de hacer alguna infamia, yo qué sé... de destrozar para siempre la vida de un hombre... y después de hecho eso podremos volver a caminar tranquilos.

Vitri no me miraba ahora a la cara. Sus ojos estaban fijos en el lazo de mi corbata y su semblante iba adquiriendo sucesivamente una seriedad que se difundía en otra más terrible.

Proseguí:

- Usted me ha insultado, y sin embargo no me importa.

- Yo podía ayudarlo a usted - murmuró.

- Usted podía pagarme, y ni eso ahora, porque yo por mi quietud me siento, a pesar de toda mi canallería, superior a usted -e irritándome súbitamente, le grité-:

- ¿Quién es usted?... Aún me parece un sueño haberle delatado al Rengo.

Con voz suave, replicó:

- ¿Y por qué está usted así?

Un gran cansancio se apoderaba de mí rápidamente, y me dejé caer en la silla.

- ¿Por qué? Dios lo sabe. Aunque pasen mil años no podré olvidarme de la cara del Rengo. ¿Qué será de él? Dios lo sabe; pero el recuerdo del Rengo estará siempre en mi vida, será en mi espíritu como el recuerdo de un hijo que se ha perdido. Él podrá venir a escupirme en la cara y yo no le diré nada.

Una tristeza enorme pasó por mi vida. Más tarde recordaría siempre ese instante.

- Si es así -balbució el ingeniero, y de pronto incorporándose, con los ojos brillantes fijos en el lazo de mi corbata, murmuró como soñando -Usted lo ha dicho. Es así. Se cumple con una ley brutal que está dentro de uno. Es así. Es así. Se cumple con la ley de la ferocidad. Es así; pero ¿quién le dijo a usted que es una ley?, ¿dónde aprendió eso?

Repliqué:

- Es como un mundo que de pronto cayera encima de nosotros.

- ¿Pero usted había previsto que algún día llegaría a ser como Judas?

- No, pero ahora estoy tranquilo. Iré por la vida como si fuera un muerto. Así veo la vida, como un gran desierto amarillo.

- ¿No le preocupa esa situación?

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- ¿Para qué? Es tan grande la vida. Hace un momento me pareció que lo que había hecho estaba previsto hace diez mil años; después creí que el mundo se abría en dos partes, que todo se tornaba de un color más puro y los hombres no éramos tan desdichados.

Una sonrisa pueril apareció en el rostro de Vitri. Dijo:

- ¿Le parece a usted?

- Sí, alguna vez sucederá eso... sucederá, que la gente irá por la calle preguntándose los unos a los otros: ¿Es cierto esto, es cierto?

- Usted, dígame, ¿usted nunca ha estado enfermo?

Comprendí lo que él pensaba y sonriendo continué:

- No... ya sé lo que usted cree... pero escúcheme... yo no estoy loco. Hay una verdad, sí... y es que yo sé que siempre la vida va a ser extraordinariamente linda para mí. No sé si la gente sentirá la fuerza de la vida como la siento yo, pero en mí hay una alegría, una especie de inconsciencia llena de alegría.

Una súbita lucidez me permitía ahora discernir los móviles de mis acciones anteriores, y continué:

- Yo no soy un perverso, soy un curioso de esta fuerza enorme que está en mí- y callé.

- Siga, siga...

- Todo me sorprende. A veces tengo la sensación de que hace una hora que he venido a la tierra y de que todo es nuevo, flamante, hermoso. Entonces abrazaría a la gente por la calle, me pararía en medio de la vereda para decirles: ¿Pero ustedes por qué andan con esas caras tan tristes? Si la Vida es linda, linda... ¿no le parece a usted?

- Sí...

- Y saber que la vida es linda me alegra, parece que todo se llena de flores... dan ganas de arrodillarse y darle las gracias a Dios, por habernos hecho nacer.

- ¿Y usted cree en Dios?

Basílica de San José de Flores- Yo creo que Dios es la alegría de vivir. ¡Si usted supiera! A veces me parece que tengo un alma tan gran de como la iglesia de Flores... y me dan ganas de reír, de salir a la calle y pegarle puñetazos amistosos a la gente..

- Siga...

- ¿No se aburre?

- No, siga.

- Lo que hay, es que esas cosas uno no se las puede decir a la gente. Lo tomarían por loco. Y yo me digo: ¿qué hago de esta vida que hay en mí? y me gustaría darla... regalarla... acercarme a las personas y decirles: ¡Ustedes tienen que ser alegres! ¿Saben?, tienen que jugar a los piratas... hacer ciudades de mármol... reírse... tirar fuegos artificiales.

Arsenio Vitri se levantó, y sonriendo dijo:

- Todo eso está muy bien, pero hay que trabajar. ¿En qué puedo serle útil?

Reflexioné un instante, luego:

- Vea; yo quisiera irme al sur... al Neuquén... allá donde hay hielos y nubes... y grandes montañas... quisiera ver la montaña...

- Perfectamente; yo le ayudaré y le conseguiré un puesto en Comodoro; pero ahora váyase porque tengo que trabajar. Le escribiré pronto... ¡Ah!, y no pierda su alegría; su alegría es muy linda...

Y su mano estrechó fuertemente la mía. Tropecé con una silla... y salí.

FIN

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