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 NO SÉ QUE ME PASA HOY     

NoSéQueMePasaHoy

Somos viejos amigos aunque cada vez nos vemos con menos frecuencia y casi siempre en los bares.

Ya hemos bebido un poco y estamos alegres. Solo alegres, no felices. Lo digo porque esta semana he leído algo sobre inteligencia no verbal y me lo cerciora que, en los cuatro, la risa se impresiona en nuestros labios, en nuestras mejillas, pero no en nuestros ojos.

Son las nueve y, tras esos primeros vinos, nos iremos a cenar. Si es por Fernando, marisco del bueno. Podemos permitírnoslo. El Beni, que ha pedido una nueva ronda, se queja al camarero de que las puntitas de calamar del aperitivo están frías. – ¡Como mi mujer!-, apunta chisposo Adolfo. Ponemos una mueca risueña. Pero a mí, no sé qué me pasa hoy, se me hace consciente la artificialidad.

Adolfo está frente a mí y le miro con más atención tras su chiste, y, solo entonces, capto que en su cabeza se está reflejando una luz intensa, azulada, cambiante, que me revela dos cosas hasta ahora inadvertidas. Que se ha quedado casi completamente calvo con mucha rapidez y que la televisión del bar está encendida. En su calva se reproduce un juego de luces y sombras sobre el que podría especularse. La televisión, el telediario, muestra esa fila ingente de seres humanos desesperados que huye y huye del infierno hacia la incertidumbre. Y más de lo mismo. Alambradas, caras de terror, agotamiento, burocracia, recelo.

Lo comento con mis amigos.

El Beni arguye algo pueril y desapasionado y pide otra ronda. Claro, es un tema que se está quedando frío como las puntitas de calamar y la mujer de Adolfo. Imágenes demasiado tiempo en nuestras cenas como para no empezar a ser ya cargantes. Pero yo, no sé qué me pasa hoy, vuelvo a mirar la televisión porque noto algo nuevo en las imágenes. Eso es, es el Frío. Y el Frío en sus ojos congela mi mirada en sus miradas. Los que tengan más suerte llegarán a lugares de acogida. Unos mejores, otros como perreras. Su siguiente etapa también será incierta, pero podrán detenerse. Pero otros acabarán en zanjas abiertas en el barro o en el fondo del mar. Para estos, demasiado pronto nuestra certidumbre común: la de la muerte. No es mal chico, el Beni. Buen lector, afable, ligeramente estrábico, inteligente, aunque de una inteligencia que me parece domada por la izquierda simpática. Es defensor a ultranza de las medidas paliativas. Hay que recibir con calidez a los refugiados –defiende-, hay que ayudarlos, hay que integrarlos, hay que quererlos. De las causas, no dice mucho. Habrá que esperar. Finalmente, el Beni opina que la culpa de esta tragedia es del régimen de Bashar al-Assad. Que es un dictador. Apura su Ribera del Duero y se pasa la lengua por los labios. Ya hemos hablado de esto en alguna ocasión y no nos supo argumentar, el Beni, porqué al-Assad es un dictador. Quizás lo sea, pero él no supo decirnos porqué. Lo ha oído. Nos lo han dicho en los periódicos, en la televisión. Aunque concluimos que tampoco los voceros que nos lo comunicaron sabrían decirnos porqué. O al menos, porqué más que otros dictadores de los que no nos dicen nada. Debe de ser complejo. Adolfo también culpa al presidente de Siria pero le aburre un poco el asunto. Ha pedido otra ronda y se ha ausentado. Se ha llevado su mirada al fondo de la barra en donde hay unas mujeres solas que se ríen. Para Adolfo, mujeres solas son aquellas a las que no acompañan hombres, aunque sean doce. Creo que, ése de los refugiados, es un tema que le resbala. Si quisiera decir algo, creo que diría: ¡Es una pena, pero así es la vida! Es la ley del más fuerte. Es bastante posible que, cuando haya bebido lo suficiente, nos intimará esos problemas personales que le mantienen a él ausente y fría a su mujer. Son muchos los vinos ya y cada cual anda por sus cerros. Fernando sí que es más radical y nos arenga con vehemencia. Él sí lo tiene claro, y arremete contra los Estados neoliberales, contra Ángela Merkel, contra Israel, contra Estados Unidos, contra el Club Bilderberg, contra las empresas de armamentos… Son mafiosos e inhumanos. Lo controlan todo, concluye. Un tipo fuerte, mi amigo Fernando. Come bien. De hecho, como el camarero nos conoce y nos ha puesto de aperitivo una nécora troceada; Fernando ha soltado su diatriba mientras se peleaba con su cuarto. No sé qué me pasa hoy y se lo digo, sin mala intención, como una anécdota, casi como un chiste: - «Ellos tienen las manos manchadas de sangre y tú de jugo de nécora, je, je.» 

Otra ronda. ¿Y cuándo vamos a cenar? Otra ronda, otra ronda. Demasiadas para mí. Nos sentimos vocingleros, calentitos, protegidos, ahítos, ufanos.

He ido al servicio y me he detenido dos segundos frente a una luna. No me ha gustado lo que he visto. Cuando he vuelto tenía otro vino en el mostrador. Creo que luego he farfullado, frente a los ojos vidriosos de mis amigos, y no sé si de sorna o de corazón, que tenemos que dar las gracias a los ejércitos que nos protegen, a las empresas que se enriquecen por el mundo para que nosotros tengamos y tengamos, a los que esquilman los recursos para ofrecernos las puntitas de calamar, el calorcito, la gasolina, la madera de nuestros muebles, esa nécora buena… Pero creo que no he sabido decirlo bien. De pronto, oigo confusamente a alguien que está soltando en la televisión un discurso inaudito. No puedo dar crédito a lo que creo oír. Y miro. ¿Es él? Lo parece. Sí, parece nuestro Rey soltando un discurso en un foro de gente encorbatada. La primera parte del discurso ya la he perdido entre la niebla de los Riberitas. Pero ahora pongo todos los tantos por ciento que me quedan activos de los cinco sentidos en lo que está discursando. Y también Fernando. Y el Beni. También Adolfo se queda absorto en la televisión. Y hasta el camarero, con un plato de pulpo humeando en su mano, se ha quedado inmóvil y mira y escucha, con la boca medio abierta.  Y creemos oír decir a nuestra Majestad:

 «¿Por dónde caminamos? ¿Qué hay debajo de nosotros?  ¿Qué recursos, personas, injusticias, abusos, conflictos mantienen nuestro estado del bienestar, nuestro confort, nuestro desaforado consumo, nuestra saciedad? Bien está que nos volquemos en medidas paliativas para dar una salida digna y urgente al drama de los refugiados, una tragedia que se nos ha colado por nuestras guardadas fronteras y han conseguido hacer más pesadas nuestras digestiones frente al televisor. Pero, quizás, no esté de más también admitir que podría ser que fuéramos responsables de algún modo de que estos dramas ocurran. Así que, desde aquí, os propongo una reflexión: ¿Somos nosotros, individualmente, completamente inocentes de estas tragedias humanitarias? »

Y, partir de aquí, mal que me pese, pierdo el hilo.

No sé qué me pasa hoy.

 

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