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Entrada decimosexta (Perspectivas desde la capilla):   

         De entre las diversas diatribas que el indócil y excelente escritor colombiano Fernando Vallejo ha ido esparciendo por el mundo literario en artículos y entrevistas sobre su compatriota Gabriel García Márquez y su obra más afamada, Cien anos de soledad, a mí, la que me viene más al pelo para esta entrada, es aquella en la que afirmaba, más o menos, que Cien años de soledad no era más que una novela que se componía con una mera ristra de anécdotas. Algo así le oí opinar en una de sus entrevistas radiofónicas. Dentro de que, parece ser, también ha tildado a la prosa con la que está construida como “bastante pobre” y que incluso haya llegado a acusar al premio Nobel de plagiar con su novela (particularmente con su personaje más carismático, el coronel Aureliano Buendía)  al mismísimo Balzac, no se me podrá acusar de haber entresacado la opinión más lesiva de entre todas las que Fernando Vallejo ha vertido sobre esta magnífica obra. Lo que sí logra todo esto es hacer cabal, de algún modo, a ese refrán que nos dice, “Denigra, que algo queda”, porque, siendo Cien Años de Soledad una novela que me ha fascinado siempre, es posible que me ocurra, si alguna vez más vuelvo a ella, que algún claroscuro turbe su magia, y que, posiblemente, sí se me haga patente esa mencionada sucesión de anécdotas; aunque yo, seguramente, no juzgue que eso sea necesariamente malo o censurable.

FernandoVallejo

    Y, ahora, Giorgi, otra vez al barro. Me he atrevido a abrir esta entrada con la mención del acre juicio del Sr. Vallejo, con la temeraria intención de parangonar ese supuesto encadenamiento de sucesos mágicos e hiperbólicos sobre los que se eleva la historia de la estirpe condenada a cien años de soledad, con ese otro tipo de sarta con la que también se ha ido construyendo, a trancas y barrancas, esta crónica que usted lleva leída. Y, todo esto, salvando las estratosféricas distancias que median entre el resultado final de los engarces respectivos, y si, por no rebuscar mucho, podríamos remedar el de la gran novela con una filigrana de oro y diamante, de éste nuestro, posiblemente, haya muchos de ustedes que no vean más que unas peladas cuentecillas de vidrio engarzadas por un hilo de bramante; aunque bien quisiera yo que algo mejor se pudiera decir del fruto, por lo mucho que uno pone de sí mismo en todo esto y por la sensibilidad –y, quiero creer, poesía- que, inevitablemente, se ha ido posando como un beso en algunos de sus pasajes.

      Si usted ha leído con cierto detenimiento estas crónicas y ahora le fuera posible elevarse lo suficiente sobre el todo que pretenden ser como para conseguir abarcarlo con una mirada cenital, podrá darse cuenta de que el conjunto de los hechos que hasta ahora se han contado, lo forman una sucesión de imágenes fotográficas tomadas a velocidad cambiante. Son largas y detallistas instantáneas que cuentan con un pie de foto y una página contigua en las que aparece un texto, que, más que ceñirse a explicar la imagen con la que se relacionan –algunos lo hacen-, intentan por medio de juegos de espejos múltiples, por evocación y ensueño, deconstruir la burda realidad y transformarla en algo más reconocible por todos nosotros, que conjugue bien con lo que de más íntimo y sentido se pone en movimiento dentro de nosotros ante cualquier hecho vivencial, ante nuestras relaciones, ante vicisitudes o ámbitos que encontramos a nuestro paso o que nos implican.

Esa realidad vivida, sentida y contada como una sucesión de intensas imágenes independientes, aunque hiladas por la cadencia temporal, alcanzó su punto y final en el mismo instante en el que traspasé las puertas de TVE y una azafata apagada, de la que no recuerdo su nombre, recogió a ese yo-muñeco que ya se había venido abajo del todo, comido por las dudas y los nervios y la responsabilidad –estúpida por ajena, ahora lo sé- en el tránsito desde el hotel. A partir de ese momento, todo lo vivido fue como el plano único de una película protagonizada por personas entre las que, aún viéndome, yo no me encontraba, y me sentía como MirandoseASiMismosi estuviera visionándola sentado en el patio de butacas y me reconocía a mí mismo actuando, pero sin ninguna capacidad de modificar nada del guión y como si las palabras, gestos, movimientos que yo me veía decir o hacer, estuvieran ya filmados hacia mucho tiempo y que me inutilizaba absolutamente para actuar de manera diferente. Además, estaba el asunto de la velocidad que agravó la situación y que, ya sí, convirtió cualquier posibilidad de desviación o ajuste en un imposible. Y es que todo el proceso transcurrió con una celeridad inmanejable. Es algo que yo tengo muy bien comprobado. Cuando uno está bien, centrado y tranquilo, las cosas suceden con la suficiente lentitud como para permitir una reacción. Si, por un golpe, un frasco cae desde lo alto de un armario de la cocina, entre ese cae y el perfecto se cayó o se ha caído, se abre un amplio margen en el que el gerundio cayendo aparece luminoso y es muy fácil intervenir y cazar el tarro en el aire, e incluso, si estás muy bien, a la altura de la trayectoria de caída que consideres. En ese estado, encontrar una respuesta adecuada ante una persona que te pone en una situación difícil, es mucho más sencillo y posible. Y conviertes el “me dijo” final en un “me estaba diciendo, cuando…” Pasa con todo. Yo creo que lo que se consigue en esos estados favorables es una elongación del tiempo. Se hace bastante evidente para las preguntas que te hacen en ese programa de televisión y, supongo, que en todos los demás. Para aquel concursante que está muy despierto, el lapso que te permiten entre el final de la pregunta y la respuesta se estira como un goma elástica y, sin embargo, en el comatoso estado que yo me encontraba, esos cinco segundos estaban contraídos en un par de latidos de corazón, y no permitían que el “me están preguntando” se asomara en mi conciencia. Sé que el gerundio, en literatura, no tiene mucha reputación, pero para abrir un espacio en el que los procesos “se están produciendo” y, entre tanto, pueda ocurrir cualquier cosa, sí, para eso si vale, y mucho. No sé si esto que digo podría incluirse como un consejo más en los decálogos de recomendaciones que se pueden oír o leer como óptimos para concursar en Saber y Ganar; desde luego, en el celebérrimo para este mundillo del “emérito” Víctor Castro, no aparece y tampoco mi chófer me lo mencionó. Quizá es que, como es más una manifestación del estado de ánimo y no tanto una situación que pueda controlar uno, esto que digo, puede considerarse más como una constatación, como algo que sirve para testarte, y no tanto como una sugerencia de amigo. Pero tome nota.

La azafata que me recibió en las puertas del edificio, me preguntó si yo era Giorgi, me dijo su nombre y me esbozó lo que yo podía esperar de su función en el engranaje de la producción del programa. Era una chica de unos treinta años algo mohína, de trato despegado sin llegar al desagrado, muy diferente del que me habían dispensado hasta ese momento las personas anejas al programa con las que yo había tenido contacto, Marc Royo y mi conductor. Podía ser que su carácter fuera muy otro y que simplemente el trabajo que realizaba no la ilusionaba. También pensé que era posible que el toxico que las mañanas de los lunes laborables incorporan al riego sanguíneo recorría galopante el suyo aún sin diluir. Pudiera ser también que hubiera pasado una noche tan nefasta como la mía o que su cabeza estuviera preocupada con asuntos más importantes que aquello que estaba realizando. Cualquier cosa, ya sabe, las apariencias engañan y nuestros juicios sobre las personas casi siempre son parciales y equívocos; así que, desestimo realizarlos ahora. Yo también me puse seriote ante ese trato y nuestra relación y lo que nos transmitimos fue desapegado, distante; muy profesionales, ambos.

Tras traspasar el umbral de TVE, se entra en una sala grande desde la que se accede a diversos negociados del ente. Allí, como en cualquier sede empresarial PegatinaRTVEu organismo oficial, te tienes que identificar en un mostrador y te dan un pase, creo que es una pegatina. Y luego la azafata me dijo: -Acompáñeme. Yo la seguí como un sonámbulo y lamento ahora no poder ser preciso en los detalles de ese recorrido, porque el globo que llevaba me impedía concretarlos; los recuerdo deformados, superpuestos, extraños, como en un estrafalario sueño. Creo que el camino no fue largo y sé que pasamos a otro edificio cúbico a través de una pasarela sobre un jardín interior desde la que se podía ver el cielo. Está cubierta por una bóveda de cañón, probablemente de cristal. De ésto me acuerdo mejor porque en algún momento la azafata me preguntó -¿Usted fuma?- Y cuando le dije que sí, me señaló la salida a la pasarela como lugar donde podía –debía- darle a mi vicio. Finalmente, llegamos a un pasillo en donde se abrían tres puertas por las que se accedían a los recintos habilitados para el solaz, las esperas y la preparación de los concursantes de Saber y Ganar. La de la izquierda estaba abierta de par en par y es el acceso a la sala común. Las dos puertas de la derecha, dan paso a dos vestuarios que deben ser similares. El primero para nosotros, los varones y el siguiente para las mujeres. El nuestro es pequeño, sin ventanas, con el ambiente muy denso. Supongo que allí, nosotros, respiramos muy deprisa y sudamos un poco mientras nos preparamos. Tiene unos bancos corridos y un armario ropero. Al fondo de él (del habitáculo, no del armario), se abren dos huecos con el espacio justo para albergar un lavabo y un retrete, el uno y una ducha ¡Sí, una ducha!, el otro. Quizás, el ambiente denso que había detectado provenía del vaho de una ducha reciente, aunque me extraña. La azafata me lo iba mostrando todo como un agente inmobiliario: Aquí, el dormitorio principal, este es el baño de los niños, a la terraza se accede desde la cocina y desde el salón, que es muy luminoso; y aquí, hay un hueco muy útil para la fregona y las escobas... Y yo, ¡Ah, vale! De acuerdo ¡Qué bien pensado! Creo que sí, que me lo voy a quedar… Luego de explicarme los detalles, la azafata –en este caso, omito el posesivo “mi” que sí utilizo para nombrar aquí a mi chófer- me dejó solo:

- Bueno, cualquier cosa que necesite o si tiene alguna duda, me lo comenta, yo estaré por aquí cerca. ¿De acuerdo?

- Sí, de acuerdo, muchas gracias.

Cuando se fue, me quedé solo y, sin embargo, extrañamente, no sucumbí a ningún estado de abandono o de desamparo sino que sentí algo muy diferente y curioso. Pese a mi estado de tensión, a la prensa de mis sienes, lo que me invadió fue la sensación íntima de que aquellos ámbitos me pertenecían y eso es algo que cuesta explicar. Supongo que mi subconsciente se cobraba, por su cuenta y riesgo, el mal trago que estaba pasando, con la toma de posesión de aquellos espacios. Como si se lo mereciera. Desde luego, ayudaba el hecho de que en el vestuario quedaran mis pertrechos, “mi baño” y “mi ducha” y que la sala común estaba pensada y preparaba exclusivamente para nosotros, los concursantes. Y es que, en esa sala, estaba todo lo que necesitábamos y nos interesaba. Como he dicho, no había nadie en ella, pero se notaba que había tenido una actividad reciente y su aspecto era muy, no sé cómo decirlo, hogareño quizás. La amueblaban cómodos sillones y en la pared de la derecha, sobre unas mesitas, habían puesto todo tipo de bebidas para desayuno y bandejas con bollería diversa. Invitaba, si tenías el derecho a ello, -el que yo me había arrogado sin titubeos-, no solo a ponerte gratis un café y mojar en él una caracola, sino que, sin ningún problema, podías descalzarte y tomártelo repantigado en uno de los sillones. Había botellas de agua, refrescos, zumos… y las consiguientes servilletas de papel, vasitos y cucharillas, azúcar, esas cosas, y todo ello muy, digamos, espontáneo, sencillo, cálido, familiar. En el centro había una mesa baja que recuerdo desordenada, y sobre ella, uno de los compañeros que estaban concursando en ese momento, había dejado abierto su ordenador portátil.  Bien, pues me preparé el cuarto café de la mañana y, por supuesto, con los zapatos puestos y sin repantigarme, me senté cómodamente en uno de los sillones. ¿A qué? A tomarme mi café con un pastelito y a mirar la televisión. Una televisión que, en circuito cerrado, emitía íntegra la grabación que se estaba realizando en ese momento del programa de Saber y Ganar. Sabroso y estupendo. Los entresijos de una grabación de mi programa favorito, ante mis ojos…

EquipoSaberyGanar

Y lo primero que me entró en el cerebro desde aquel monitor, fue la imagen de Jordi Hurtado haciendo gorgoritos cadenciosos: Aaaeeeiiiiioooouuuu, oohhhhhh. Vocalizaba, realizaba escalas, modulaba sonidos, abría mucho la boca estirando los maseteros, se aclaraba la garganta, emitía sonidos desde el estómago... ¡Vaya, vaya, con el Jordi! ¡Un profesional, cómo se nota que también es actor de doblaje! –me dije. Mi fugaz paso por el programa, me impide enterarle a usted si es así como comienza todos los días las grabaciones, realizando esos ejercicios guturales para aquilatar voces y tonos y aclarar su garganta o únicamente los lunes o solo aquellos lunes que suceden a un fin de semana cargadito. De todas formas, pocos detalles interesantes más, que usted no pueda compendiar del montante de programas diarios que haya visto, le voy a poder aportar aquí –alguno más sí hay, muy curioso, ya verá-, porque casi no ha lugar, porque profesional, lo que se dice profesional, no solo es Jordi, sino todo el equipo. Quizás es que ya es muy avezado y los rieles por los que discurre el programa están muy engrasados, pero una de las cosas que más me llamaron la atención –lo cual sentí enormemente-, fue que no hay demasiada diferencia entre el tiempo total de la grabación de un programa completo al de la emisión definitiva. Si no surge ningún imprevisto –que no surgió en ninguno de los tres que viví de cerca-, en hora y cuarto u hora y media, lo finiquitan. Es decir, que a poder realizar un directo no llegan, pero no andan lejos, y si se lo propusieran y los concursantes colaborásemos, no sé, no sé. 

 Comenzaron las preguntas. No reconocí a ninguno de los tres concursantes. Caras inéditas para los teleespectadores aún. Es el momento de presentarlos porque dos de ellos iban a ser mis compañeros de fatigas, los que me colgarían al cuello la medalla de bronce, y el tercero era el que dejaría su lugar para que este cronista subiera a la palestra. Pero yo desconocía esta circunstancia. Sentado cómodamente, ahora con una botella de agua que me bebía a tragos largos para paliar los sedimentos salobres del abuso matinal del rico jamoncito, me dejaba invadir por la razonable esperanza de que mi exposición en la picota no fuera a ser inmediata, y llegué a ilusionarme con la posibilidad de que no ocurriera hasta la tarde, o,  en el colmo de la buena suerte, hasta el día siguiente. En algún momento de las explicaciones de la azafata, había creído entender la palabra “abajo” para situar el lugar de grabación. Pero yo no sabía cómo era ese “abajo”, ni si era un poco abajo o muy abajo. Es verdad, ahora que lo cuento, recuerdo que la grabación que yo miraba en aquella pantalla, me producía la sensación de que yo la seguía sin intermediación de la tecnología, en directo-directo, como asomado a una ventana abierta al plató; supongo que ese “abajo” y la grabación continua del programa, me distorsionaban inconscientemente el punto de vista y lo situaban en la realidad efectiva y me integraba en el programa, como si en cualquier momento pudiera intervenir: ¡Eh, Jordi!, tienes doblada la solapa de la chaqueta… Pero ese “abajo” también me llevaba a una conjetura. ¿Era otro espacio donde esperaba –sentado en una grada por ejemplo, o en una “pecera”-, el siguiente concursante, el que me precedía, y que yo estaba, digamos, en la reserva? Podía ser. Querría que hubiese sido. Rezaba por ello. ¡Un poco más de tiempo, por favor! Con esa sensación que tiene el alumno el día del examen y que siente que le ha faltado un día más de estudio, y sobre todo, que con ese aplazamiento suplicado consiguiera una transformación anímica, un aplacamiento de los nervios, un desbloqueo, que Queen acudiera dócil a mi llamada... Pero no. Una de las veces que se asomó la azafata para ver cómo iba todo, me afirmó que yo era el siguiente. Ella, al ver que yo dudaba de lo que me decía, porque me había aferrado, como un náufrago a un tablón, a la idea de que había algún otro concursante que me precedería, me espetó: - No, tú eres el siguiente. ¿Me lo vas a decir a mí?

Jorge Pedro Luisfer

Así que, a partir de ese momento, difuminada cualquier otra posibilidad, me tocaba cambiar de santos a quién elevar mis plegarias y me centré en jalear a mis compañeros-concursantes que estaban grabando. Para que lo hicieran bien, para que duraran. Y ya no pude estar sentado, ni de pie. Dos de ellos, eran casi neófitos en el programa y, sin embargo, resultarían finalmente mis compañeros de concurso al eliminar –casi auto-eliminado por un error de confianza o de concentración en una pregunta del "Duelo" sobre la ubicación del monte Elbrus y que podía haber respondido utilizando el comodín conseguido- al más veterano, Luisfer, de Sestao, que era el más programas y dinero llevaba acumulado. Uno era Pedro Cortés, un chaval –yo ya, a cualquiera menor de 45 años, le etiqueto como chaval- tan sosegado que alguna que otra vez le pidieron los del programa que hablara un poco más fuerte. Era su tercer programa y me pareció un buen tipo, afable, considerado y con inquietudes vitales interesantes. Por ejemplo, es clarinetista de la banda municipal de Brunete (un pueblo de Madrid), por lo que no es extraño CartelMurodeAlcoyque él sí supiera bien a quien llamaban el rey de swing en la pregunta en la que yo, recuerde, no pude responder que era el “Tío Soplao” porque no había llegado finalmente andando al hotel la víspera. Pero también se dedicaba a otros menesteres bastante heterogéneos, alguno pintoresco. Algo tenía que ver con las artes gráficas, pero, además, era pintor y fotógrafo, actividades que compaginaba con la de profesor de moto en una autoescuela e, incluso, con la de “tatuador”. En fin, como ya he dicho, sí me pareció un buen tipo y por lo visto después, caía bien en el programa. Finalmente se quedó cerca de llegar a magnífico, eliminado en su programa 18, con más de 5200€ ganados, por una sola palabra sencilla en el reto: EXP – Esperanza de realizar o conseguir algo… El otro, era Jorge Santamaría, de Muro de Alcoy y residente en Valencia. Presentado como “documentalista de empresas de Consulting”  que vaya usted a saber qué actividad se esconde tras esta definición, pues nos puede estar hablando desde un archivero, hasta de alguien que se dedica a huronear en los trapos sucios de las empresas “consultadas”. Jordi Hurtado, en ese programa que yo veía en mi capilla envuelto en una mortaja de sudor frío con el corazón dando brincos por los cafés y la inminencia, reconoció que se conocían de antiguo, de algún otro programa, en los estudios Buñuel, en Madrid, aunque no especificó cuál. Esto me llevó a pensar que Jorge podía ser un asiduo de los concursos. Desde luego, la tranquilidad absoluta que demostró en ese primer programa me pareció envidiable y lo conseguido más aún: resolvió el reto del comodín, barrió del mapa a Pedro y al veterano Luisfer en las preguntas y resolvió la parte por el todo, embolsándose, en ese primer programa 1.120€. Como yo, vamos. Pero lo que más me hace pensar que Jorge pudiera ser un “profesional” es por el atuendo con el que se presentó al concurso. Envidiable también. Yo, que me había devanado los sesos por dar con la clave y salir en la televisión arregladito sin estridencias, me quedé atónito y, de nuevo, pensé de mí cosas que no me ayudaron. No me llegué a decir, ¡es que eres un gilipollas, Giorgi, por qué cosas te preocupas!, pero casi. ¡Mira a Jorge! ¡Lo que importa es responder y no como vayas vestido!. Pero, ni aún desentendido de la indumentaria, creo que me hubiese atrevido a ponerme lo que él. Jorge, llevaba puesta una camiseta de manga larga gris mosca que podía tratarse perfectamente del cómodo esquijama con el que había dormido; y, sobre él, se había puesto una camisa de manga corta difícil de describir. El tono básico de teja llovida de la camisa se adornaba con dibujitos pardos colocados en cenefas, y toda ella, parecía colonizada por organismos de simas oceánicas o aliens, que DestalleCamisaJorgese componían de un núcleo con forma de pelotas de golf a las que le habían crecido unos tentáculos o unos flagelos para poder moverse libremente por la camisa. Que quede claro que lo cuento con admiración, alguien que es capaz, el primer día del programa, de vestirse así, nos demuestra una entereza y una fuerza de carácter formidable, alguien que va a lo que va y que, además, lo va a conseguir. De hecho, Jorge, no fue solo en ese programa en el que no dio opción a los otros dos, sino en varios más, sobre todo en los primeros entre los que, evidentemente, se incluye el mío, en el que también me borró del mapa contestando cuestiones que a mí me parecían inventadas. A magnífico, no llegó –no es nada, nada fácil, aunque viendo a algunos concursantes, lo parezca-, pero sí terminó llevándose para Valencia más de 4.000 € en los diez programas que sobrevivió. De todas las formas me da la impresión, visionados los programas subsiguientes ya en la tranquilidad de mi sofá, de que no caía muy simpático, muy al contrario que Pedro Cortés. No sé, es una sensación. Voy a contar una anécdota que le sucedió en su séptimo programa. Cuando Jordi le presentó en la ronda inicial, Jorge dijo que quería saludar, que llevaba ya una semana, siete días en el concurso y que aún no había saludado a su hijo H, y lo hizo, y enfatizó el saludo dándose un golpe en el pecho con la parte interna del puño cerrado. Entonces Jordi, con su sonrisa, apostilló:

- Claro, claro lleva una semana y no le ha saludado!, y su hijo ha dicho: ¡Hombre, papá! ¡Saluda ya, saluda ya! Pues ya está, saludado H.

Pero cuando parecía que ahí quedaba la cosa y Jordi iba a proceder a abrir la prueba del reto del comodín, intervino Juanjo Cardenal, que va y suelta con su voz limpia y cadenciosa, con las pausas precisas:

- Sí…, también quisiera saludar…, si usted me lo permite, Sr. Hurtado. –Jordi con media sonrisa, no dice nada, pero asiente con la cabeza. Y Juanjo, continua: «Quiero saludar a todos, todos mis hijos… Que ya hace 17 años que llevo aquí y no les había saludado.

Enfocan un primer plano de Jorge Santamaría al que algo se le ha helado la sonrisa, aunque, no se crea, no del todo, porque algo sibilino sí brilla en sus ojos. Luego, encuadran a Jordi que se ríe un poco y apunta con sorna, - ¡Ya tocaba, ¿eh?, ya tocaba! -«Ya no me hablaban…» -concluye Juanjo. El rictus de media sonrisa de Jordi, sus asentimientos con la cabeza, hacen muy elocuente lo que está pensando: ¡Pero qué c. es este Juanjo cuando quiere!

 

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