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Fragmentos de libros. EL JUGUETE RABIOSO de Roberto Arlt   Fragmentos II:

Acceso/Volver a los FRAGMENTOS I de este libro: Arriba FraLib
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

... El propietario de la covacha era un alsaciano gordo, llamado Grenuillet. Reumático, setentón y neurasténico, terminó por acostumbrarse a la irregularidad de los Irzubeta, que le pagaban los alquileres de vez en cuando. En otros tiempos había tratado inútilmente de desalojarlos de la propiedad, pero los Irzubeta eran parientes de jueces rancios y otras gentes de la misma calaña del partido conservador, por cuya razón se sabían inamovibles.

El alsaciano acabó por resignarse a la espera de un nuevo régimen político y la florida desvergüenza de aquellos bigardones llegaba al extremo de enviar a Enrique a solicitar Chatobrianddel propietario tarjetas de favor para entrar en el casino, donde el hombre tenía un hijo que desempeñaba el cargo de portero.

 LammartineLas doncellas, mayores de veintiséis años, y sin novio, se deleitaban en Chateaubriand, languidecían en Lamartine y Cherbuliez. Esto les hacía abrigar la Cherbuliezconvicción de que formaban parte de una «élite» intelectual, y por tal motivo designaban a la gente pobre con el adjetivo de chusma. Chusma llamaban al almacenero que pretendía cobrar sus habichuelas, chusma a la tendera a quien habían sonsacado unos metros de puntillas, chusma al carnicero que bramaba de coraje cuando por entre los postigos, a regañadientes, se le gritaba que «el mes que viene sin falta se le pagaría»...

  _ 

... De esta unión con Enrique, de las prolongadas conversaciones acerca de bandidos y latrocinios, nos nació una singular predisposición para ejecutar barrabasadas, y un deseo infinito de inmortalizarnos con el nombre de delincuentes...

  _ 

.BarrioCaballito.. No recuerdo por medio de qué sutilezas y sinrazones llegamos a convencernos de que robar era acción meritoria y bella; pero sí sé que de mutuo acuerdo, resolvimos organizar un club de ladrones, del que por el momento, nosotros solos éramos afiliados. Más adelante veríamos... Y para iniciarnos dignamente decidimos comenzar nuestra carrera desvalijando las casas deshabitadas. Esto sucedía así:

Después de almorzar, a la hora en que las calles están desiertas, discretamente trajeados salíamos a recorrer las calles de Flores o Caballito.

Nuestras herramientas de trabajo eran:

Una pequeña llave inglesa, un destornillador y algunos periódicos para empaquetar lo hurtado.

Donde un cartel anunciaba una propiedad en alquiler, nos dirigíamos a solicitar referencias; compuestos los modales y compungido el rostro. Parecíamos los monaguillos de Caco

  _ 

… Pocas semanas después de hablado esto, por diligencia de Enrique, se asoció a nosotros cierto Lucio, un majadero pequeño de cuerpo y lívido de tanto masturbarse, todo esto junto auna cara tan de sinvergüenza que movía a risa cuando se le miraba…

… Ahora bien, como es de rigor no podíamos carecer de local donde reunirnos y le denominamos, a propuesta de Lucio, que fue aceptada unánimemente, el «Club de los Caballeros de la Media Noche».

Dicho club estaba en los fondos de la casa de Enrique, frente a una letrineja de muros negruzcos y revoques desconchados, y consistía en una estrecha pieza de madera polvorienta, de cuyo techo de tablas pendían largas telas de araña. Arrojados por los rincones había montones de títeres inválidos y despintados, herencia de un titiritero fracasado amigo de los Irzubeta, cajas diversas con soldados de plomo atrozmente mutilados, hediondos bultos de ropa sucia y cajones atiborrados de revistas viejas y periódicos.

La puerta del cuchitril se abría a un patio oscuro de ladrillos resquebrajados, que en los días lluviosos rezumaban fango.

- ¿No hay nadie, che?

Enrique cerró el enclenque postigo por cuyos vidrios rotos se veían grandes rulos de nubes de estaño.  

- Están adentro charlando.  

Nos ubicamos lo más buenamente posible. Lucio ofreció cigarrillos egipcios, formidable novedad para nosotros, y con donaire encendió la cerilla en la suela de sus zapatos. Dijo después:  

ElCLubCaballerosMedianoche- Vamos a leer el «Diario de sesiones».

Para que nada faltara en el susodicho club, había también un «Diario de sesiones» en el que se consignaban los proyectos de los asociados, y también un sello, un sello rectangular que Enrique fabricó con un corcho y en el que se podía apreciar el emocionante espectáculo de un corazón perforado por tres puñales.  

Dicho diario se llevaba por turno, el final de cada acta era firmado, y cada rúbrica llevaba su sello correspondiente.

Allí podían leerse cosas como las que siguen:

Propuesta de Lucio. Para robar en el futuro sin necesidad de ganzúa, es conveniente sacar en cera virgen los modelos de las llaves de todas las casas que se visiten.

Propuesta de Enrique. También se hará un plano de la casa de donde se saque prueba de llaves. Dichos planos se archivarán con los documentos secretos de la orden y tendrán que mencionar todas las particularidades del edificio para mayor comodidad del que tenga que operar.

Acuerdo general de la orden. Se nombra dibujante y falsificador del club al socio Enrique.  

Propuesta de Silvio. Para introducir nitroglicerina en un presidio, tómese un huevo, sáquese la clara y la yema y por medio de una jeringa se le inyecta el explosivo.

Si los ácidos de la nitroglicerina destruyen la cáscara del huevo, fabríquese con algodón pólvora una camiseta. Nadie sospechará que la inofensiva camiseta es una carga explosiva.

Propuesta de Enrique. El club debe contar con una biblioteca de obras científicas para que sus cofrades puedan robar y matar de acuerdo a los más modernos procedimientos industriales. Además, después de pertenecer tres meses al club, cada socio está obligado a tener una pistola Browning, guantes de goma y 100 gramos de cloroformo. El químico oficial del club será el socio Silvio.

Propuesta de Lucio. Todas las balas deberán estar envenenadas con ácido prúsico y se probará su poder tóxico cortándose de un tiro la cola a un perro. El perro tiene que morir a los diez minutos.

- Che, Silvio.

- ¿Qué hay? -dijo Enrique.

- Pensaba una cosa. Habría que organizar clubes en todos los pueblos de la República.  

- No, lo principal -interrumpí yo- está en ponernos prácticos para actuar mañana. No importa ahora ocuparnos de macanitas. Lucio acercó un bulto de ropa sucia que le servía de otomana. Proseguí:  

- El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja: darle sangre fría a uno, que es lo más necesario para el oficio. Además, la práctica del peligro contribuye a formarnos hábitos de prudencia.

Dijo Enrique:  

DosCanillitas- Dejémonos de retóricas y vamos a tratar un caso interesante. Aquí, en el fondo de la carnicería (la pared de la casa de Irzubeta era medianera respecto a dicho fondo) hay un gringo que todas las noches guarda el auto y se va a dormir a una piecita que alquila en un caserón de la calle Zamudio.   ¿Qué te parece, Silvio, que le evaporemos el magneto y la bocina?

- ¿Sabés que es grave?

- No hay peligro, che. Saltamos por la tapia. El carnicero duerme como una piedra. Eso sí, hay que ponerse guantes.

- ¿Y el perro?

- ¿Y para qué lo conozco yo al perro?

- Me parece que se va a armar una bronca.

-¿Qué te parece, Silvio?

- Pero date cuenta que sacamos más de cien mangos por el magneto.

- El negocio es lindo, pero vidrioso.

- ¿Te decidís vos, Lucio?

- ¿La prensa?… y claro.., me pongo los pantalones viejos, no se me rompa el «jetra»…

- ¿Y vos, Silvio 

- Yo rajo en cuanto la vieja duerma.

- ¿Y a qué hora nos encontramos?

- Mirá, che, Enrique. El negocio no me gusta.

- ¿Por qué?

- No me gusta. Van a sospechar de nosotros. Los fondos… El perro que no ladra… si a mano viene dejamos rastros… no me gusta. Ya sabés que no le hago ascos a nada, pero no me gusta. Es demasiado cerca y la «yuta» tiene olfato.

- Entonces no se hace.

Sonreímos como si acabáramos de sortear un peligro.

Así vivíamos días de sin par emoción, gozando el dinero de los latrocinios, aquel dinero que tenía para nosotros un valor especial y hasta parecía hablarnos con expresivo lenguaje. Los billetes de banco parecían más significativos con sus imágenes coloreadas, las monedas de níquel tintineaban alegremente en las manos que jugaban con ellas juegos malabares…

  _ 

ejrDel CAPÍTULO II    LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS

 Como el dueño de la casa nos aumentara el alquiler, nos mudamos de barrio, cambiándonos a un siniestro caserón de la calle Cuenca, al fondo de Floresta.   Dejé de verlos a Lucio y Enrique, y una agria tiniebla de miseria se enseñoreó de mis días.  

Cuando cumplí los quince años, cierto atardecer mi madre me dijo:

- Silvio, es necesario que trabajes.

Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar. Pero no contesté.   Ella estaba de pie frente a la ventana. Azulada claridad crespuscular incidía en sus cabellos emblanquecidos, en la frente amarilla, rayada de arrugas, y me miraba oblicuamente, entre disgustada y compadecida, y yo evitaba encontrar sus ojos.

Insistió comprendiendo la agresividad de mi silencio.

-Tenés que trabajar, ¿entendés? Tú no quisiste estudiar. Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes.

Al hablar apenas movía los labios, delgados como dos tablitas. Escondía las manos en los pliegues del chal negro que modelaba su pequeño busto de hombros caídos.

- Tenés que trabajar, Silvio.

- ¿Trabajar, trabajar de qué? Por Dios… ¿Qué quiere que haga?… ¿que fabrique el empleo… ? Bien sabe usted que he buscado trabajo.

Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad.  

Más ella insistía como si fueran ésas sus únicas palabras.

- ¿De qué?… a ver ¿de qué?...

  _ 

… Me sentí impulsado a levantarme, a cogerla de los hombros y zamarrearla, gritándole en las orejas:

- ¡No hable de dinero, mamá, por favor…! ¡No hable… cállese…

Estábamos allí, inmóviles de angustia. Afuera la ronda de chicos aún cantaba con melodía triste:

LaTorreEnGuardia
La torre en guardia.
La torre en guardia.
La quiero conquistar.

Pensé:

Y así es la vida, y cuando yo sea grande y tenga un hijo, le diré: «Tenés que trabajar. Yo no te puedo mantener.» Así es la vida. -Un ramalazo de frío me sacudía en la silla.

Ahora, mirándola, observando su cuerpo tan mezquino, se me llenó el corazón de pena.

Creía verla fuera del tiempo y del espacio, en un paisaje sequizo, la llanura parda y el cielo metálico de tan azul. Yo era tan pequeño que ni caminar podía, y ella flagelada por las sombras, angustiadísima, caminaba a la orilla de los caminos, llevándome en sus brazos, calentándome las rodillas con el pecho, estrechando todo mi cuerpecito contra su cuerpo mezquino, y pedía a las gentes para mí, y mientras me daba el pecho, un calor de sollozo le secaba la boca, y de su boca hambrienta se quitaba el pan para mi boca, y de sus noches el sueño para atender a mis quejas, y con los ojos resplandecientes, con su cuerpo vestido de míseras ropas, tan pequeña y tan triste, se abría como un velo para cobijar mi sueño. ¡Pobre mamá! Y hubiera querido abrazarla, hacerle inclinar la emblanquecida cabeza en mi pecho, pedirle perdón de mis palabras duras, y de pronto, en el prolongado silencio que guardábamos, le dije con voz vibrante:  

- Sí, voy a trabajar, mamá.

  _ 

RArlt… La mujer con tono áspero, dijo:  

- Así son todos estos piojosos. Cuando se matan el hambre y aprenden a trabajar se van.

Luego apoyó el mentón en la palma de la mano, mostrando entre la manga de la blusa verde un trozo de brazo desnudo. Sus ojos crueles se inmovilizaron en la calle transitadísima. Incesantemente repiqueteaba la campanilla del biógrafo, y un rayo de sol, adentrado entre dos altos muros, iluminaba la fachada oscura del edificio de Dardo Rocha.

- ¿Cuánto querés ganar?

- Yo no sé… Usted sabe.

-Bueno, mirá… Te voy a dar un peso y medio, y casa y comida, vas a estar mejor que un príncipe, eso sí -y el hombre inclinaba su greñuda cabeza-, aquí no hay horario… la hora de más trabajo es de ocho de la noche a once…  

- ¿Cómo, a las once de la noche?  

- Y qué más quiere, un muchacho como vos estar hasta las once de la noche, mirando pasar lindas muchachas. Eso sí, a la mañana nos levantamos a las diez.   Recordando el concepto que don Gaetano le merecía al que me recomendara, dije:

ejr ErdosanJPG- Está bien, pero como yo necesito la plata, ustedes todas las semanas me van a pagar.

-Qué, ¿tiene desconfianza?

-No, señora, pero como en mi casa necesitan y somos pobres… Usted comprenderá…

La mujer volvió su mirada ultrajante a la calle.

- Bueno -prosiguió don Gaetano-, venite mañana a las diez al departamento; vivimos en la calle Esmeralda -y anotando la dirección en un trozo de papel me la entregó…

… -Vamos al mercado.  

- ¿Al mercado?   Tomó mi frase al vuelo.  

- Un consejo, che Silvio. A mi no me gusta decir dos veces las cosas. Además comprando en el mercado uno sabe lo que come.

Entristecido salí tras él con la canasta, una canasta impúdicamente enorme, que golpeándome las rodillas con su chillonería hacía más profunda, más grotesca la pena de ser pobre.  

- ¿Queda lejos el mercado?

- No, hombre, acá en Carlos Pellegrini -y observándome cariacontecido dijo:

- Parece que tenés vergüenza de llevar una canasta. Sin embargo el hombre honesto no tiene vergüenza de nada, siempre que sea trabajo.

Un dandy a quien rocé con la cesta me lanzó una mirada furiosa; un rabicundo portero uniformado desde temprano con magnífica librea y brandeburgos de oro, observóme irónico, y un granujilla que pasó, como quien lo hace inadvertidamente, dio un puntapié al trasero de la cesta, y la canasta pintada rojo rábano, impúdicamente grande, me colmaba de ridículo.

¡Oh, ironía!, y yo era el que había soñado en ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire!

Pensaba:

- ¿Y para vivir hay que sufrir tanto…?, todo esto… tener que pasar con una canasta al lado de espléndidas vidrieras…

Perdimos casi toda la mañana vagando por el Mercado del Plata.

ZapalloTajada¡Bella persona era don Gaetano! Para comprar un repollo, o una tajada de zapallo o un manojo de lechuga, recorría los puestos disputando, en discusiones ruines, piezas de cinco centavos a los verduleros, con quienes se insultaba en un dialecto que yo no entendía.

¡Qué hombre! Tenía actitudes de campesino astuto, de gañán que hace el tonto y responde con una chuscada cuando comprende que no puede engañar.

Husmeando pichinchas metíase entre fregonas y sirvientas a curiosear cosas que no debían interesarle, hacía de saludador arlequinesco, y en acercándose a los mostradores estañados de los pescadores examinaba las agallas de merluzas y pejerreyes, comía langostinos, y sin comprar tan siquiera un marisco, pasaba al puesto de las mondongueras, de allí al de los vendedores de gallinas, y antes de mercar nada, oliscaba la vitualla y manoseábala desconfiadamente. Si los comerciantes se irritaban, él les gritaba que no quería ser engañado, que bien sabía que ellos eran unos ladrones, pero que se equivocaban si le tomaban por tonto porque era tan sencillo.

Su sencillez era chocarrería, su estulticia vivísima granujería.

Procedía así:

Seleccionaba con paciencia desesperante un repollo o una coliflor. Estaba conforme puesto que pedía precio, pero de pronto descubría otro que le parecía más sazonado o más grande, y ello era el motivo de la disputa entre el verdulero y don Gaetano, ambos empeñados en robarse, en perjudicar al prójimo, aunque fuere en un solo centavo.

EnElMercadoSu mala fe era estupenda. Jamás pagaba lo estipulado, sino lo que ofreciera antes de cerrar trato.   Una vez que yo había guardado la vitualla en la cesta, don Gaetano se retiraba del mostrador, hundía los pulgares en el bolsillo del chaleco, sacaba y contaba, tornaba a recontar el dinero, y despectivamente lo arrojaba encima del mostrador como si hiciera un servicio al mercader, alejándose aprisa después.

Si el comerciante le gritaba, él respondía:

- Estate buono.

Tenía el prurito del movimiento, era un goloso visual, entraba en éxtasis frente a la mercadería por el dinero que representaba.

Acercábase a los vendedores de cerdo a pedirles precio de embutidos, examinaba codicioso las sonrosadas cabezas de cerdo, hacíalas girar despacio bajo la impasible mirada de los ventrudos comerciantes de delantal blanco, rascábase tras de la oreja, miraba con voluptuosidad los costillares enganchados a los hierros, las pilastras de tocino en lonjas, y como si resolviera un problema que le daba vueltas en el meollo, dirigíase a otro puesto, a pellizcar una luna de queso, o a contar cuántos espárragos tiene un mazo, a ensuciarse las manos entre alcachofas y nabos, y a comer pepitas de zapallo o a observar al trasluz los huevos y a deleitarse en los pilones de manteca húmeda, sólida, amarilla, y aun oliendo a suero.

Aproximadamente a las dos de la tarde almorzamos. Don Miguel apoyando el plato en un cajón de kerosene, yo en el ángulo de una mesa ocupada de libros, la mujer gorda en la cocina y don Gaetano en el mostrador.

A las once de la noche abandonamos la caverna.

Don Miguel y la mujer gorda caminaban en el centro de la calle lustrosa, con la canasta donde golpeaban los trastos de hacer café; don Gaetano, sepultadas las manos en los bolsillos, el sombrero en la coronilla y un mechón de cabellos caído sobre los ojos, y yo tras ellos, pensaba cuán larga había sido mi primera jornada.   Subimos y al llegar al pasillo don Gaetano me preguntó:  

 -¿Trajiste colchón, vos?

- Yo no. ¿Por qué?  

- Aquí hay una camita, pero sin colchón.  

- ¿Y no hay nada con qué taparse?  

Don Gaetano miró en redor, luego abrió la puerta del comedor; encima de la mesa había una carpeta verde, pesada y velluda.

Doña María entraba en el dormitorio cuando don Gaetano tomó la carpeta por un extremo y echándomela al hombro, malhumorado, dijo:

- Estate buono -y sin contestar a mis buenas noches, me cerró la puerta en las narices.

Quedé desconcertado ante el viejo, que testimonió su indignación con esta sorda blasfemia: «¡Ah! ¡Dío Fetente!»; luego echó a andar y le seguí. …

… Indudablemente -pensé-, si el señor Souza me recibe es para darme el empleo prometido.   

«No -continué-, no tenía razón para pensar mal de Souza… Vaya a saber todas las ocupaciones que tenía para no recibirme…» 

¡Ah, el señor Timoteo Souza!

ejr GaraEdicFui presentado a él una mañana de invierno por el teósofo Demetrio, que trataba de remediar mi situación.

Sentados en el hall, alrededor de una mesa tallada, de ondulantes contornos, el señor Souza, brillantes las descañonadas mejillas y las vivaces pupilas tras de los espejuelos de sus quevedos, conversaba. Recuerdo que vestía un velludo «déshabillé» con alamares de madreperla y bocamangas de nutria, especializando su cromo del «rastaquouère», que por distraerse puede permitirse la libertad de conversar con un pobre diablo.

Hablábamos, y refiriéndose a mi posible psicología, decía:

- Remolinos de cabello, carácter indócil… ; cráneo aplanado en el occipucio, temperamento razonador… ; pulso trémulo, índole romántica…

El señor Souza, volviéndose al teósofo impasible, dijo:

- A este negro lo voy a hacer estudiar para médico. ¿Qué le parece, Demetrio?

El teósofo, sin inmutarse.

- Está bien… aunque todo hombre puede ser útil a la humanidad, por más insignificante que sea su posición social.

- Je, je; usted siempre filósofo -y el señor Souza volviéndose a mí, dijo:

- A ver… amigo Astier, escriba lo que se le ocurra en este momento.

Vacilé; después anoté con un precioso lapicero de oro que deferente el hombre me entregó:

«La cal hierve cuando la mojan»

- ¿Medio anarquista, eh? Cuide su cerebro, amiguito… cuídelo, que entre los veinte y veintidos años va a sufrir un «surmenage».

Como ignoraba, pregunté:  

- ¿Qué quiere decir «surmenage»?

Palidecí. Aun ahora cuando le recuerdo, me avergüenzo.

- Es un decir -reparó-. Todos nuestros sentimientos es conveniente que sean dominados -y prosiguió:

- El amigo Demetrio me ha dicho que ha inventado usted no sé qué cosas.

Por los cristales de la mampara penetraba gran claridad solar, y un súbito recuerdo de miseria me entristeció de tal forma que vacilé en responderle, pero con voz amarga lo hice.

ContadorDeEstrellas- Sí, algunas cositas… un proyectil señalero, un contador automático de estrellas…

- Teoría… sueños… -me interrumpió restregándose las manos-. Yo lo conozco a Ricaldoni, y con todos sus inventos no ha pasado de ser un simple profesor de física. El que quiere enriquecerse tiene que inventar cosas prácticas, sencillas.

Me sentí laminado de angustia.  

Continuó:

- El que patentó el juego del diábolo, ¿sabe usted quién fue?… Un estudiante suizo, aburrido de invierno en su cuarto. Ganó una barbaridad de pesos, igual que ese otro norteamericano que inventó el lápiz con gomita en un extremo.

   Calló, y sacando una petaca de oro con un florón de rubíes en el dorso, nos invitó con cigarrillos de tabaco rubio.

El teósofo rehusó inclinando la cabeza, yo acepté. El señor Souza continuó:

- Hablando de otras cosas. Según me comunicó el amigo aquí presente, usted necesita un empleo.

- Sí, señor, un empleo donde pueda progresar, porque donde estoy…

-Sí… sí… ya sé, la casa de un napolitano… ya sé… un sujeto. Muy bien, muy bien… creo que no habrá inconvenientes. Escríbame una carta detallándome todas las particularidades de su carácter, francamente y no dude de que yo lo puedo ayudar. Cuando yo prometo, cumplo…

  _ 

… Con violencia latían mis venas cuando llamé.

Retiré inmediatamente el dedo del botón del timbre, pensando:

- No vaya a suponer que estoy impaciente porque me reciba y esto le disguste.

¡Cuánta timidez hubo en el circunspecto llamado! Parecía que el apretar el botón del timbre, quería decir:

- Perdóneme si le molesto, señor Souza… pero tengo necesidad de un empleo…

La puerta se abrió.

- El señor… -balbucié.

- Pase.

De puntillas subí la escalera tras el fámulo. Aunque las calles estaban secas, en el quitabarros del dintel había frotado la suela de mis botines para no ensuciar nada allí.

En el vestíbulo nos detuvimos. Estaba oscuro.

El criado junto a la mesa ordenó los tallos de unas flores en su búcaro de cristal.

Se abrió una puerta, y el señor Souza compareció en traje de calle, centelleante la mirada tras los espejuelos de sus quevedos.

- ¿Quién es usted? -me gritó en dureza.

Desconcertado, repliqué:

- Pero señor, yo soy Astier

- No lo conozco, señor; no me moleste más con sus cartas impertinentes. Juan, acompáñelo al señor.

Después, volviéndose, cerró fuertemente la puerta tras mis espaldas.

Y otra vez más triste, bajo el sol, emprendí el camino hacia la caverna.

LeJoueEnrage 

  "Máquina que escribe en forma impresa todo lo que se le dicta".
Dibujos inspirados en los textos del argentino Roberto Arlt , publicados en 2003 en la revista R de Réel , volumen R. La invención es descrita por Arlt en su libro Le Joue Enrage (1926).

  _ 

… Una sensación de asco empezó a encorajinar mi vida dentro de aquel antro, rodeado de esa gente que no vomitaba más que palabras de ganancia o ferocidad. Me contagiaron el odio que a ellos les crispaba las jetas y momentos hubo en que percibí dentro de la caja de mi cráneo una neblina roja que se movía con lentitud.

Cierto cansancio terrible me aplastaba los brazos. Veces hubo en que quise dormir dos días con sus dos noches. Tenía la sensación de que mi espíritu se estaba ensuciando, de que la lepra de esa gente me agrietaba la piel del espíritu, para excavar allí sus cavernas oscuras. Acostábame rabioso, despertaba taciturno. La desesperación me ensanchaba las venas, y sentía entre mis huesos y mi piel el crecimiento de una fuerza antes desconocida a mis sensorios. Así permanecía horas enconado, en una abstracción dolorosa. Una noche doña María encolerizada me ordenó que limpiara la letrina porque estaba asquerosa. Y obedecí sin decir palabra. Creo que yo buscaba motivos para multiplicar en mi interior una finalidad oscura.

Otra noche, don Gaetano, riéndose, al querer yo salir, me puso una mano sobre el estómago y otra sobre el pecho para cerciorarse de que no le robaba libros, llevándolos ocultos en esos lugares. No pude indignarme ni sonreír. Era necesario eso, sí, eso; era necesario que mi vida, la vida que durante nueve meses había nutrido con pena un vientre de mujer, sufriera todos los ultrajes, todas las humillaciones, todas las angustias.

Allí comencé a quedarme sordo. Durante algunos meses perdí la percepción de los sonidos. Un silencio afilado, porque el silencio puede adquirir hasta la forma de una cuchilla, cortaba las voces en mis orejas.

No pensaba. Mi entendimiento se embotó en un rencor cóncavo, cuya concavidad día a día hacíase más amplia y acorazada. Así se iba retobando mi rencor.

Me dieron una campana, un cencerro. Y era divertido, ¡vive Dios!, mirar un pelafustán de mi estatura dedicado a tan bajo menester. Me estacionaba a la puerta de la caverna en las horas de mayor tráfico en la calle, y sacudía el cencerro para llamar a la gente, para hacer volver la cabeza a la gente, para que la gente supiera que allí se vendían libros, hermosos libros… y que las nobles   historias y las altas bellezas había que mercarlas con el hombre solapado o con una mujer gorda y pálida. Y yo sacudía el cencerro.

Muchos ojos me desnudaron lentamente. Vi rostros de mujeres que ya no olvidaré jamás. Vi sonrisas que aún me gritan su befa en los ojos…

¡Ah!, cierto es que estaba cansado… ¿mas no está escrito: «ganarás el pan con el sudor de tu frente»?   Y fregué el piso, pidiendo permiso a deliciosas doncellas para poder pasar el trapo en el lugar que ellas ocupaban con sus piececitos, y fui a la compra con una cesta enorme; hice recados…   Posiblemente, si me hubiera escupido a la cara, me limpiara tranquilo con el revés de la mano…

Cayó sobre mí una oscuridad cuyo tejido se espesaba lentamente. Perdí en la memoria los contornos de los rostros que yo había amado con recogimiento lloroso; tuve la noción de que mis días estaban distanciados entre sí por largos espacios de tiempo… y mis ojos se secaron para el llanto.

Entonces repetí palabras que antes habían tenido un sentido pálido en mi experiencia.

Sufrirás, -me decía-, sufrirás… sufrirás… sufrirás…

- Sufrirás… sufrirás…

- Sufrirás…, y la palabra se me caía de los labios. Así maduré todo el invierno infernal.

EJR AudiolibroUna noche, fue en el mes de julio, precisamente en el momento en que don Gaetano cerraba la puertecilla de la cortina metálica, doña María recordó que se había olvidado en la cocina un atado de ropa que trajera esa tarde la lavandera. Entonces dijo:

- Che, Silvio, vení, vamos a traerla.

Mientras don Gaetano encendía la luz, la acompañé. Recuerdo con exactitud.

El bulto estaba en el centro de la cocina, sobre una silla. Doña María, dándome las espaldas, cogió la oreja de trapo del bulto. Yo, al volver los ojos, vi unos carbones encendidos en el brasero. Y en aquel brevísimo intervalo pensé:

- Eso es… -y sin vacilar, cogiendo una brasa, la arrojé a un montón de papeles que estaba a la orilla de una estantería cargada de libros, mientras doña María se ponía a caminar.

Después don Gaetano hizo girar la llave del conmutador, y nos encontramos en la calle.

Doña María miró el cielo constelado.  

- Linda noche… va a helar…   Yo también miré a lo alto.

-Sí, es linda la noche.

Mientras Dío Fetente dormía, yo, incorporado en mi yacija, miraba el círculo blanco de luz que por el ojo de buey se estampaba en el muro desde la calle.

En la oscuridad yo sonreía libertado… libre… definitivamente libre, por la conciencia de hombría que me daba mi acto anterior. Pensaba, mejor dicho, no pensaba, anudaba delicias.

- Ésta es la hora de las «cocottes».

Una cordialidad fresca como un vasito de vino hacíame fraternizar en todas las cosas del mundo, a esas horas despiertas. Decía:

- Ésta es la hora de las muchachitas… y de los poetas… pero qué ridículo soy… y sin embargo, yo te besaría los pies.

- Vida, vida, qué linda que sos, vida… ¡ah!, ¿pero vos no sabés?, yo soy el muchacho… el dependiente… sí, de don Gaetano… y sin embargo yo amo todas las cosas más hermosas de la Tierra… quisiera ser lindo y genial… vestir uniformes resplandecientes… y ser taciturno… vida, qué linda que sos. Vida… qué linda… Dios mío, qué linda que sos.

ejr MxEncontraba placer en sonreír despacio. Pasé dos dedos en horqueta por las crispaciones de mis mejillas. Y el graznido de las bocinas de los automóviles se estiraba allá abajo, en la calle Esmeralda, como un ronco pregón de alegrías.

Después incliné la cabeza sobre mi hombro y cerré los ojos, pensando:

- ¿Qué pintor hará el cuadro del dependiente dormido, que en sueños sonríe porque ha incendiado la ladronera de su amo?

Después, lentamente, se disipó la liviana embriaguez. Vino una seriedad sin ton ni son, una de esas seriedades que es de buen gusto ostentarla en los parajes poblados. Y yo sentía ganas de reírme de mi seriedad intempestiva, paternal. Pero como la seriedad es hipócrita, necesita hacer la comedia de la «conciencia» en el cuartujo, y me dije:

- Acusado… Usted es un canalla.., un incendiario. Usted tiene bagaje de remordimiento para toda la vida. Usted va a ser interrogado por la policía y los jueces y el diablo… póngase serio, acusado… Usted no comprende que es necesario ser serio… porque va a ir de cabeza a un calabozo.

Pero mi seriedad no me convencía. Sonaba tan a tacho de lata vacía. No, ni en serio podía tomar esa mistificación. Yo ahora era un hombre libre, y ¿qué tiene que ver la sociedad con la libertad? Yo ahora era libre, podía hacer lo que se me antojara… matarme si quería… pero eso era algo ridículo…y yo… yo tenía necesidad de hacer algo hermosamente serio, bellamente serio: adorar a la vida. Y repetí:

- Sí, vida… vos sos linda, vida… ¿sabés? De aquí en adelante adoraré a todas las cosas hermosas de la Tierra… cierto… adoraré a los árboles, y a las casas y a los cielos… adoraré todo lo que está en vos… además… decíme, vida ¿no es cierto que yo soy un muchacho inteligente? ¿Conociste vos alguno que fuera como yo?

Después me quedé dormido.

El primero en entrar a la librería esa mañana fue don Gaetano. Yo le seguí. Todo estaba como lo habíamos dejado. La atmósfera con un relente de moho, y allá en el fondo, en el lomo de cuero de los libros, una mancha de sol que se filtraba por el tragaluz. Me dirigí a la cocina. La brasa se había extinguido, aún húmeda de agua, con la que hiciera un charco al lavar los platos Dío Fetente.

Y fue el último día que trabajé allí.

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Del CAPÍTULO III   EL JUGUETE RABIOSO

KonstantinSomov RetratoSilvioAstier1933Konstantin Somov. Retrato de Silvio Astier1 933. Museo Argentino de Arte Regional

… -Pero, ¿dónde diablos ha estudiado usted todas esas cosas?

- En todas partes, señor. Por ejemplo: voy por la calle y en una casa de mecánica veo una máquina que no conozco. Me paro, y me digo estudiando las diferentes partes de lo que miro: esto debe funcionar así y así, y debe servir para tal cosa. Después que he hecho mis deducciones, entro al negocio y pregunto, y créame, señor, raras veces me equivoco. Además, tengo una biblioteca regular, y si no estudio mecánica, estudio literatura.  

-¿Cómo -interrumpió el capitán-, también literatura?

- Sí, señor, y tengo los mejores autores: Baudelaire, Dostoievski, Baroja.

- Che, ¿no será un anarquista éste?  

- No, señor capitán. No soy anarquista. Pero me gusta estudiar, leer.  

- ¿Y qué opina su padre de todo esto?  

- Mi padre se mató cuando yo era muy chico.

Súbitamente callaron. Mirándome, los tres oficiales se miraron.

Afuera silbaba el viento, y en mi frente se ahondó más el signo de la atención.

El capitán se levantó y le imité.  

- Mire, amiguito, lo felicito, véngase mañana. Esta noche trataré de verlo al capitán Márquez, porque usted lo merece. Eso es lo que necesita el ejército argentino. Jóvenes que quieran estudiar.  

Rocambole- Gracias, señor.

- Mañana, si quiere verme, con el mayor gusto lo voy a atender. Pregunte usted por el capitán Bossi.

Grave de inmensa alegría, me despedí.

Ahora cruzaba las tinieblas, saltaba los alambrados, estremecido de un coraje sonoro.   Más que nunca se afirmaba la convicción del destino grandioso a cumplirse en mi existencia. Yo podría ser un ingeniero como Edison, un general como Napoleón, un poeta como Baudelaire, un demonio como Rocambole.

Séptima alegría. Por elogio de los hombres, he gozado noches tan estupendas, que la sangre, en una muchedumbre de alegrías, me atropellaba el corazón, y yo creía, sobre las espaldas de mi pueblo de alegrías, cruzar los caminos de la tierra, semejante a un símbolo de juventud.

Creo que fuimos escogidos treinta aprendices para mecánicos de aeroplanos entre doscientos solicitantes.

Era una mañana gris. El campo se extendía a lo lejos, áspero. De su continuidad verde gris se desprendía un castigo sin nombre.

Acompañados por un sargento pasamos junto a los hangares cerrados, y en la cuadra nos vestimos con ropa de fajina.

Lloviznaba, y a pesar de ello un cabo nos condujo a hacer gimnasia en un potrero situado tras de la cantina.

No era difícil. Obedeciendo a las voces de mando dejaba entrar en mí la indiferente extensión de la llanura. Esto hipnotizaba el organismo, dejando independientes los trabajos de la pena.  

ejr AxialPensaba:

- Si ella ahora me viera, ¿qué diría?

Dulcemente, como una sombra en un muro blanqueado de luna, pasó toda ella, y en cierto anochecimiento lejano vi el semblante de imploración de la niña inmóvil junto al álamo negro…

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… En el futuro, ¿no sería yo uno de esos hombres que llevan cuellos sucios, camisas zurcidas, traje color vinoso y botines enormes, porque en los pies le han salido callos y juanetes de tanto caminar, de tanto caminar solicitando de puerta en puerta trabajo en qué ganarse la vida?

Me tembló el alma. ¿Qué hacer, qué podría hacer para triunfar, para tener dinero, mucho dinero? Seguramente no me iba a encontrar en la calle una cartera con diez mil pesos. ¿Qué hacer, entonces? Y no sabiendo si pudiera asesinar a alguien, si al menos hubiera tenido algún pariente, rico, a quien asesinar y responderme, comprendí que nunca me resignaría a la vida penuriosa que sobrellevan naturalmente la mayoría de los hombres.

De pronto se hizo tan evidente en mi conciencia la certeza de que ese anhelo de distinción me acompañaría por el mundo, que me dije:

- No me importa no tener traje, ni plata, ni nada; -y casi con vergüenza me confesé-: Lo que yo quiero, es ser admirado de los demás, elogiado de los demás. ¡Qué me importa ser un perdulario! Eso no me importa… Pero esta vida mediocre… Ser olvidado cuando muera, esto sí que es horrible. ¡Ah, si mis inventos dieran resultado! Sin embargo, algún día me moriré, y los trenes seguirán caminando, y la gente irá al teatro como siempre, y yo estaré muerto, bien muerto… muerto para toda la vida.

Un escalofrío me erizó el vello de los brazos. Frente al horizonte recorrido por navíos de nubes, la convicción de una muerte eterna espantaba mi carne. Apresurado, cogiendo el plato, fui a la pileta.

¡Ah, si se pudiera descubrir algo para no morir nunca, vivir aunque fuera quinientos años!...

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Del CAPÍTULO IV   JUDAS ISCARIOTE

BarrioDeLaBoca… Muy temprano dejaba el lecho, y a grandes pasos me dirigía a los barrios prefijados. De aquellos días conservo el recuerdo de un inmenso cielo resplandeciente sobre horizontes de casas pequeñas y encaladas, de fábricas de muros rojos, y adornando los confines: surtidores de verdura, cipreses y arboledas en torno de las cúpulas blancas de la necrópolis.

Por las chatas calles del arrabal, miserables y sucias, inundadas de sol, con cajones de basura a las puertas, con mujeres ventrudas, despeinadas y escuálidas hablando en los umbrales y llamando a sus perros o a sus hijos, bajo el arco de cielo más límpido y diáfano, conservo el recuerdo fresco, alto y hermoso.

Mis ojos bebían ávidamente la serenidad infinita, extática en el espacio celeste.

Llamas ardientes de esperanza y de ensueño envolvíanme el espíritu y de mí brotaba una inspiración tan feliz de ser cándida, que no acertaba a decirla con palabras.

Y más y más me embelesaba la cúpula celeste, cuanto más viles eran los parajes donde traficaba.   Recuerdo…

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… En las gloriosas mañanas de octubre me he sentido poderoso, me he sentido comprensivo como un dios.

CarmenAlbaicinGranadaSi fatigado entraba a una lechería a tomar un refresco, lo sombroso del paraje, lo semejante del decorado, hacíame soñar en una Alhambra inefable y veía los cármenes de la Andalucía distante, veía los terruños empinados al pie de la sierra, y en lo hondo de los socavones la cinta de planta de los arroyuelos. Una voz mujeril acompañábase con una guitarra, y en mi memoria el viejo zapatero andaluz reaparecía diciendo:

-José, zi era ma lindo que una rroza.

Amor, piedad, gratitud a la vida, a los libros y al mundo me galvanizaban el nervio azul del alma.

No era yo, sino el dios que estaba dentro de mí, un dios hecho con pedazos de montaña, de bosques, de cielo y de recuerdo...

… Cuando creía haber ganado sesenta pesos en una semana recibía sólo veinticinco o treinta.

Pero ¡y la gentecilla! ¡Los comerciantes al por menor, los tenderos y los farmacéuticos! ¡Cuánta quisquillosidad, qué de informaciones y exámenes previos! Para comprar la insignificancia de mil sobres con el impreso de magnesia o ácido bórico, no lo hacían sino después de verlos frecuentemente y exigiendo de antemano que se les entregara muestra de papel, tipos de imprenta y al fin decían:

- Veremos, pásese la otra semana

He pensado muchas veces que se podría escribir una filogenia y psicología del comerciante al por menor, del hombre que usa gorra tras el mostrador y que tiene el rostro pálido y los ojos fríos como láminas de acero.

¡Ah, por qué no es suficiente exponer la mercadería!

Para vender hay que empaparse de una sutilidad «mercurial», escoger las palabras y cuidar los conceptos, adular con circunspección, conversando de lo que no se piensa ni cree, entusiasmarse con una bagatela, acertar con un gesto compungido, interesarse vivamente por lo que maldito si nos interesa, ser múltiple, flexible y gracioso, agradecer con donaire una insignificancia, no desconcertarse ni darse por aludido al escuchar una grosería, y sufrir, sufrir pacientemente el tiempo, los semblantes agrios y malhumorados, las respuestas rudas e irritantes, sufrir para poder ganar algunos centavos, porque «así es la vida»...

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También en FraLib, de "El juguete rabioso":

     El Final                 El Comienzo

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