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Fragmentos de libros. CREMATORIO de Rafael Chirbes  Fragmentos II:

Acceso/Volver a los FRAGMENTOS I de este libro: Arriba FraLib
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29  … Nunca he podido decirle nada así a Silvia. Jamás. Ni a la madre de Silvia tampoco. A Amparo me costaba trabajo hasta decirle en la intimidad de la habitación que quería joder con ella, metérsela. Tenía que ir siempre con rodeos; vamos a echarnos un rato, ven que te bese: no decirle lo que te apetece de verdad, no decirle te la voy a meter entera. Te la voy a clavar así y asá. Ni siquiera eso con tu mujer, ¿qué coño de matrimonio es ése? ¿Cómo podía nadie extrañarse de que buscara uno fuera?, ¿que uno se buscara a alguien fuera de casa a quien decirle lo que un hombre necesita decir? La sensación de que lo has alcanzado todo, dicho todo, tocado todo. El sexo también tiene su parte hablada. Para poder sentir eso en casa, he tenido que esperar a que entrara por la puerta Mónica, pero ahora ya es más bien tarde. Ahora tienen más contundencia las palabras que la carne y se compadecen sólo a medias las unas con la otra, hay un desequilibrio que da cierto pudor expresar. Mirarla, acariciarla. Sentir que de tantas ganas como tienes de follar, tienes ganas de llorar…

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36   … En la cara no tiene nada de grasa: su cara forma un óvalo perfecto, de porcelana, a pesar de que no se la ha arreglado; las nalgas sí, las caderas también se las ha retocado un poco, no es que estuviera gorda, pero sí que le parecía que, a pesar de todos sus cuidados, llevaba ese camino tan frecuentado por la mujer española, el de su madre, y el de Rosa, su hermana mayor (se vuelve para contemplarse en el espejo de cuerpo entero en vez de en el que hay sobre el lavabo, está desnuda, el agua de la ducha GretaGarboha estimulado la circulación sanguínea y su carne ha adquirido delicadas tonalidades rosa), una tendencia que no es exactamente hacia la gordura, más bien de cuerpo de mujer en plenitud, ánfora, mujer mediterránea, latina, ancha y redondeada de caderas: lo que antes atraía a los hombres porque parecía que anunciaba una buena disposición para la maternidad y hoy repele en cualquier reunión a la que se te ocurra asistir. Un rasgo de la feminidad, se decía antes, lo decía su madre: Caderas anchas, una buena jaca, las mujeres tienen que ser mullidas, tienen que tener algo de colchón de moldeable agua, de colchón de muelles, de colchón de lana, de plumas, textura de gelatina, para que a los hombres les entren ganas de tumbarse encima de ellas. Es ley de vida, sabiduría de la naturaleza que estimula, que busca reproducirse, estratagemas de una especie que intenta no desaparecer de la faz de la tierra, ellos arriba, nosotras abajo (con Rubén lo hacían al revés, él abajo, y ella saltando arriba, la colchoneta era la barriga de él, capitoné mullido, gelatinoso), exceso de feminidad. A quién le gusta tumbarse sobre un saco de piedras, encima de un saco de huesos, decía su madre. Las nórdicas, las arias, no sólo han tenido siempre una mayor estatura, también cuerpos más angulosos, más armazón. Se acuerda de las palabras de su madre y piensa en esos hombros altos y anchos de Greta Garbo, de Marlene Dietrich, las artistas de las películas antiguas que se pone Rubén por las noches en el DVD, las que ve en Canal Plus. Aunque no todas, ni mucho menos, son así de estilizadas, de elegantes, más bien se trata de una minoría, la minoría top, porque -se dice Mónica- por aquí viene cada tonel, y también allí impera la tonelería femenina, las camareras que empuñan media docena de jarras de cerveza en cada mano en los Biergarten de Munich, que ella ha visitado con Rubén. O sea, concluye, en los países centroeuropeos y nórdicos, como en todas partes, hay gordas y flacas, y allí las gordas son bastante más llamativas, más exageradas que aquí, MDietrichporque buena parte de ellas suman al volumen la estatura, y parecen bamboleantes torres, fortalezas de carne, enormes mamíferos erguidos. Por resumir lo que piensa Mónica mientras ejecuta ante el espejo su sesión facial de body building: allí, como aquí, gordas son sobre todo las pobres, las obreras desaliñadas que se encuentra una en las estaciones de ferrocarril; las amas de casa que pueden verse comiendo chucherías en plena calle y arrastrando malhumoradas a un par de niños, tan descuidados como ellas; las camareras de bares y restaurantes de carretera; las empleadas de los supermercados. Las clases altas -y las chicas que trabajan para ellas, que están en su ambiente- tienen otro cuidado de sí mismas. La clase. A Mónica le gusta relacionar la propia estética, la capacidad de convertir en arte tu propio cuerpo, con la de buscar el arte en lo que te rodea…

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39   … Cuando su padre murió, apenas empezaba lo de la silicona en personajes muy públicos: alguna duquesa famosa, alguna folclórica; y cuatro pobres travestis que, queriendo ser mujer, se hinchaban a base hormonas, se ponían dos globos en el pecho, y andaban por ahí con peluca y con pelos en la sotabarba y con una voz ronca, de cazalla, imitando a las tonadilleras. Por aquellos años aún se consideraba antinatural el cuidado del cuerpo. No había impregnado a la gente esta idea moderna de civilización, de cultura física, de cultivo corporal de los últimos tiempos: la idea de que tu cuerpo es Stereotipiresponsabilidad tuya, materia prima, la materia que debes trabajar: formar, esculpir, moldear, como se hace con la plastilina que les dan los maestros a los niños para que hagan figuritas. No había calado aún la idea de que tú eres la responsable de tu cuerpo, su artífice; que se te ha dado -Dios, la naturaleza, quien sea- una materia de la que debes obtener los mejores rendimientos. Ni tampoco se había quitado la gente aún de la cabeza el sentimiento de resignación, como de esto es lo que me ha caído en la tómbola, esa actitud negativa que hace que te tomes con fatalismo el hecho de que el cuerpo se degrada, que es inevitable que se degrade, una resignación que se disfrazaba de cristiana (que sea lo que Dios quiera), pero que hoy ya sabemos que podríamos llamarla resignación animal, de lo que los científicos llaman prehomínidos que no se sienten responsables de su destino; fatalismo de salvajes, o, al menos, de gente sin ambición, sin fe en sí misma, en sus posibilidades. Si el hombre ha aprendido a cultivar la tierra, ha fabricado zapatos para sus pies y ha tejido ropa para cubrir su cuerpo, qué salvajada es esa de que una mujer debe resignarse a no mantener, cultivar y transformarse a sí misma, a no cuidar lo más importante que tiene, el propio cuerpo, porque -por muy importante que sea- todo lo demás, la casa, los vestidos, los muebles, son sólo complementos del cuerpo, adornos que lo rodean; instrumentos para proteger eso que es lo que tú eres; en realidad, lo único que tú eres. La idea de resignación ha sido muy española, muy de unos años negros españoles, una idea de los tiempos de la dictadura, porque, si miras hacia atrás, descubres que, en toda época, en todo lugar, el ser humano ha cultivado su propio cuerpo con los medios que ha tenido a su alcance: las egipcias utilizaban cosméticos, añadidos, prótesis; a las romanas las MosaicoPompeyadescubrimos con esos pelos cuidados, rizados, o severa y elegantemente separados en dos bandas, los delicados pendientes colgándoles de los lóbulos de las orejas, cargadas de joyas, posando para las pinturas que aún se ven en las paredes de las casas de Pompeya, en los museos, exhibiendo o simplemente mostrando los cuerpos cuidados, bien aceitados, los cabellos rizados, mujeres recién salidas de la peluquería, enjoyadas, los collares de piedras de varios colores alrededor del estilizado cuello. Qué no hubieran hecho esas mujeres con sus cuerpos de haber tenido las oportunidades de una mujer de hoy. Lo que ocurre es que eso se perdió en la noche de los tiempos, y ahora ha llegado como si fuera algo nuevo, y la mayoría de la gente desconfía de lo nuevo…

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59   … Por un principio elemental, los ricos nunca pueden ser demasiados, no puede haber una clase dirigente que abarque medio país, una economía que se rija por asamblea. Eso es un guión mal construido. Si muchos tienen mucho dinero, el dinero pierde valor, deja de ser útil. El dinero vale porque hay poco y porque el poco que hay se acumula en pocas manos. Si no, se devalúa: para volver de la compra con un paquete de mantequilla en una mano tienes que salir de casa llevando en la otra un cesto repleto de billetes, al revés de lo que se supone que es el mundo económico, según el cual el dinero es un resumen de la mercancía. La locura de Alemania de entreguerras: tuvo que ir LaNEPHitler a ponerles un poco de orden, a rehacer las élites. Claro que se pasó en la purga, porque, al final, resultó que no era un político, era un depredador, un carnicero, no un estadista. Por principio, la élite es reducida. Aspira a la exclusividad. No puede haber nunca privilegios para todos, una cotidianidad de la riqueza, eso es humanamente indeseable. Hay clase alta porque hay clases bajas, lo otro sería volver al comunismo, que no creo que haya durado más de tres o cuatro años en ningún sitio del mundo, enseguida llegó la NEP, la trajo el propio Lenin, la nueva política económica soviética, para fomentar la aparición de una clase por arriba: aparecieron los traficantes, los acaparadores, los coleccionistas de antigüedades, los nuevos detentadores del gusto; y, casi inmediatamente, se instalaron las burocracias, porque, luego, no será que allí, en vuestro país, no había clases, que te lo pregunten a ti, Traian. También después de la Revolución Francesa apareció una clase más exigente y con mejor gusto que la rancia aristocracia: la jeunesse dorée…

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…  La nueva oficina de Rubén. Como si la viera ahora. El interfono, los cuadros de calidad que Rubén ha colgado de las paredes, los esmerilados vidrios de diseño, el último despacho. Ya no hay calendarios con tías en bolas. No, ahora todo es eso que llaman minimalista. Más japonés que otra cosa. Todo relaja, transmite sensaciones de paz, de orden, colores claros, líneas rectas, pasos mullidos, ni una carpeta fuera de sitio, ni una voz más alta que otra, el interfono, un zumbido suave, y él, apretando el botón del interfono, Rubén diciendo: Julita, tráenos café, pon unas copitas de champán. Ahora sí que es champán champán. Mumm, Roederer, Dom Pérignon, Pommery, Veuve-Clicquot. Hace unos años, decía: Trae champán para que nos refresquemos, este hombre me ha hecho sudar, menudo negociador, correoso, duro. Lo decía con el otro delante, para halagarlo, para que se sintiera valorado, sacando un puro y ofreciéndoselo: Collado, hijo, mírale bien la cara a este hombre, quédate con ella, no se te ocurra comprarle ni venderle nada, no se te ocurra hacer un negocio con él, es un hueso, acaba de dejarme a dos velas. En un gesto JRMoracircense se sacaba el forro del bolsillo del pantalón y lo enseñaba, nada por aquí, nada por allá, se lo ha llevado todo este buen hombre ni la calderilla me ha dejado. Decía champán y era cava, o sidra, claro, y lo que estaba celebrando era que se la había clavado hasta la empuñadura al gran negociador, al correoso, al difícil, encima con recochineo, le acababa de robar un montón de millones haciéndole creer que eran rústicos, no edificables, protegidos, los dos tercios del terreno que acababa de comprarle, cuando él ya hacía tres meses que tenía pactada con urbanismo la recalificación por vía de urgencia como edificable del cien por cien de la superficie, había encargado el proyecto de los chaletitos, y lo tenía todo a punto para emprender en un par de meses las obras de una urbanización de casi cien chalets, gran pelotazo, y el otro bobo brindando con sidra El Gaitero, famosa en el mundo entero, con espumoso, convencido de que se había librado de unos cuantos almendros estériles, de naranjos con cuya cosecha no pagaba los tratamientos fitosanitarios, las tareas de recogida, venga champán. Eso fue en los años fáciles, ahora es prácticamente imposible dar el pelotazo, los paletos tienen las orejas largas…

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68   Su padre, aunque no pasó de oficial de albañil, siempre se consideró militar. Llevaba los brazos tatuados, el pecho tatuado. Cada uno tiene su momento en la vida. Sus mejores momentos fueron los que vivió con Rubén y los que pensaba que iban a llegarle ahora, si las cosas no se hubieran torcido. Y las dos guerras (el frente del Ebro, el frente de Stalingrado) fueron los momentos de su padre. Las órdenes deben ser breves, tajantes y precisas. Firmes, ar, disparen, ar, paso ligero, un, dos. En el ejército, la claridad es una verdad que uno experimenta a cada instante. Uno aSoldadoDivAzul cepta sin tapujos que, por encima de él, hay mandos, y representa esa sumisión sin complejos. Todo está claro, todo resulta diáfano, no hay dudas que valgan, ni preguntas. La grandeza está en obedecer. Todos obedecen y eso no los rebaja ni un ápice. Vale quien sirve. La gloria es algo que lleva uno, que dura un instante, arde como una cerilla y enseguida deja nada más que ceniza, pero ese momento luminoso vale toda una vida. Su padre le contaba: El mundo era blanco, el suelo, el cielo, el horizonte. Las extensiones interminables de nieve, sobre las que yacían los caballos muertos, los hombres muertos. La sangre y la grasa relucían en la llanura cubierta de nieve: negro y rojo sobre la infinitud del blanco…

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90  … Irá directamente al hospital, porque está convencida de que, si vuelve a casa, se vendrá abajo, se derrumbará. Lleva demasiado cansancio acumulado. Tiene miedo de dejarse vencer por el cansancio. Guarda un bote de prozac en el bolso, así que se tomará un par de píldoras e irá directamente al hospital, decide, mientras camina hacia la salida de la terminal. Una pena no haber visto a José María; le hubiera pedido que le pasara un par de gramos de coca, que podían haberle venido muy bien para enfrentarse con las próximas horas. José María siempre lleva algo encima, y con él mantiene esa intimidad que produce lo clandestino y que en algunos aspectos supera a la del marido, o a la de los amigos. Pensar en que tiene que volver a Misent. Misent está lejos de todo lo que una persona tiene que hacer de verdad en la vida. Una especie de inocuo parque temático, un estúpido lugar de vacación. Calidad de vida, sólo relativa. Juan y ella eligieron quedarse en Misent después de la boda, buscando esa calidad de vida -también Federico Brouard les hablaba de calidad de vida al principio de haberse instalado en Misent (ahora echa pestes), el mar, el cielo, el paisaje y el clima, los jardines produciendo flores todo el año, a destajo, decía Brouard- pero, cada vez que tienes que hacer algo que se salga de lo corriente, coger un tren, un avión, moverte a alguna parte, la calidad de vida se viene abajo: resulta complicado salir de Misent, con unos accesos permanentemente embotellados; no hay tren, ni siquiera buen servicio de autobús, y agobia la propia ciudad en crecimiento incontrolado, por todas partes cosas a medio terminar y ya en funcionamiento, todo en obras, todo construido a un tamaño propio de una población que albergara a la mitad de los habitantes que viven en ella durante la estación baja y a la cuarta parte de los que la llenan en verano. Juan dice que hay que resignarse, que el paraíso y el infierno son promiscuos y viajan siempre en el mismo vagón. Qué se le va a hacer, dice; aunque también: Esta ciudad, en vez de analizarla los urbanistas, tendrán que analizarla los teólogos. Exige una lectura posmoderna del Apocalipsis, de la Divina Comedia. Dice Juan: La historia reciente de Misent funciona como un viaje paródico, invertido: empieza en el paraíso y va bajando hasta tocar fondo. Silvia le toma el pelo, lo llama judeocristiano. Le dice que, como judeocristiano, cree en la llegada de la bestia apocalíptica. Y eso no existe, le dice, el Apocalipsis es el pire de un loco, un pire de tu tocayo, que se ponía ciego de comer o de fumar hierbas alucinógenas en Patmos. Juan se burla: No le llegará la bestia del Apocalipsis, porque le ha llegado ya. Vendrá lo que ya ha venido. Silvia: Lo que sabemos con certeza es lo que hemos perdido, una forma de vida que teníamos. Eso es lo que sabemos. Lo que nadie, ni el arte, ni la literatura, ni la historia, puede hacer que vuelva a ser. Cuando lo dice, nota que se le adelgaza la voz…

CrematorioSerie

106   Juan piensa que las cosas son suficientemente hermosas cuando uno las entiende como son, y que no vale la pena cargarlas de sentidos suplementarios. Dice: Bonito el campo en otoño, pero es lo que es, campo en otoño: los árboles suspenden su función, los termómetros bajan, luego viene la insoportable poética de la cortina a cuadros, la chimenea, la alfombra, la leña que crepita y chisporrotea; el perro que se tiende con las orejas gachas a tus pies: la cursilería que impide que se sepa lo que de verdad son las cosas, lo que cuestan las cosas. Cortar la leña, amontonarla, es un coñazo, encender el fuego supone esfuerzos, incomodidad. Sentado ante la chimenea, se te achicharra el pecho, mientras se te congela la espalda. La vida no te da nada gratis. Juan odia esas películas en las que todo parece fácil. En la vida nada es así de fácil. Todo cuesta trabajo, esfuerzo, todo lo que vale la pena cuesta. Los niños emergen alucinados del sueño, se levantan con esfuerzo, su madre los levanta con esfuerzo, dándoles palmadas en el hombro, tirándoles del brazo, y los mete bajo la ducha y los frota (mamá, me haces daño), y salen al frío de la calle y esperan con las cabezas envueltas en bufandas y pasamontañas el autobús que los lleva a la guardería, donde les enseñan el esfuerzo de aprender a dibujar las letras. Silvia ha tenido peleas con él porque los niños -tanto Miriam, que siempre ha sido perezosa, como Félix- empezaron a leer tarde. Él nunca ha entendido eso de aprender a leer dibujando muñequitos, jugando y cantando. Claro que se acaba aprendiendo, pero se tarda infinitamente más, dice, y, además, se difunde el mensaje engañoso de que las cosas no cuestan esfuerzo, de que todo en la vida es jugar y cantar. Con esos monicacos que les ponen durante cursos enteros ante los ojos como único mensaje, lo que les enseñan a los niños es a ser televidentes, que es lo que acaban siendo. Y no te digo con lo de animarlos a que dejen volar libremente la imaginación. Crean locos fantasiosos, a los que espanta cualquier contacto con la realidad…

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 110   … La belleza, los sentimientos: paparruchas, que decían los personajes de comedia de antes. Leemos un libro, vemos un cuadro, u oímos una canción que nos emociona tremendamente, y a lo mejor hasta nos hace llorar, pero luego eso se acaba, y volvemos a la vida cotidiana, y hasta nos olvidamos de que un día oímos esa canción. Los sentimientos no son precisamente ni lo más fuerte, ni lo más seguro, ni lo más duradero. Los sobrevaloramos. Tienen más que ver con lo animal, con la secreción salival de los perros de Pavlov cuando oyen el sonido que les anuncia la llegada de la comida. Babeo. No son los sentimientos lo más humano. Lo humano es la inteligencia, y seguramente también la capacidad paCelineResenhara planear el mal a largo plazo: lo que hacen los jefes del bobo de mi hermano, fabricando instrumentos de matar que está previsto que se utilicen  dentro de un montón de años. Seguramente, eso es lo más específicamente humano, la mort a credit, por ponerle un título celiniano. Por cierto, Céline es un ejemplar perfecto para estudiar la capacidad de la inteligencia para planificar el mal a largo plazo. ¿Quién ha visto mejor novelista y peor individuo? Hasta los propios compañeros nazis lo despreciaban por su bajeza, por su sadismo. Tenía una sucia vocación de matarife. A Juan le gustan las formas, la expresión del código. Le gusta que pensamientos y acciones se ajusten como el guante y la mano. Y, eso, ella intentaba demostrarle que no resulta siempre fácil. Ni siquiera posible. Las relaciones entre personas son, al fin y al cabo, formas, frutos de acuerdo, decía él. Y, ella: Eso es mentira…

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124  … Lo pensó tanto, que se le hizo tarde, y ahora se pregunta cómo desprenderse de todos los anclajes que la fijan al suelo. Se siente apresada. En cualquier caso, cuando ha intentado imaginar cómo sería el mundo que desea, nunca ha llegado a darle una forma precisa. Seguramente, no saber qué forma, qué figura ponerle a lo que deseas, se corresponde con la falta de ambición. Sientes la incomodidad de lo que te rodea, el desagrado de ti misma, pero no sabes qué puedes poner a cambio, con qué puedes sustituirlo, y eso te paraliza. Cuando piensa en dejarlo todo atrás, piensa en sus hijos, en su marido, en su padre, en su abuela, su casa, sus amigas, sus libros, sus muebles, pero nunca incluye a José María. No piensa ni en irse con él ni en dejarlo. José María es ninguna parte, no maris land, está en lugar de nadie. No existe, no está en su vida ni fuera de ella, es una no forma, un deseo sin figura, más bien sólo cuerpo, del que no consigues extraer la suficiente trascendencia como para apoyarte en él, tomar impulso y saltar. José María es -aunque suene poco pudoroso- el aporte proteínico (no confundir con proteico) que la ayuda a combatir el desánimo, más bien dietética que ética o estética. Su relación con él, que, en apariencia, se diría una transgresión de la vida burguesa que lleva, en realidad es sólo una forma de resignación de quien no se ha atrevido…

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142    … pájaros cabrones, dejadme estudiar, les gritaba asomándome a la ventana, eran vida. Goethe me hubiera reñido por haber perdido la juventud entre libros, de espaldas a la naturaleza), van de aquí para allá los pájaros, excitados, nerviosos, y no nos traen ni un ápice más de sentido. Cae la noche y no le dice nada a nadie. Vendrá el día y no será nada que tú o alguien como tú no se tome el trabajo de inventar. Yo ya he inventado lo suficiente. Me he cansado de inventarle sentidos a lo que no lo tiene. Me he cansado de engañar. Me parece inmoral seguir escribiendo a mi edad, seguir añadiéndole hojarasca a lo que no es más que una selva sombría que algún día se quedará definitivamente a oscuras…

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AngelaDavis… Hemos perdido el impulso justiciero de violencia. Las memorias de Ángela Davis ya expresaban otra moderación. Nos parecieron demasiado disciplinadas. Yo tenía esos libros, no los encuentro, estarán por alguna parte, o los habré perdido en algún traslado. Recuerda las discusiones con Matías: La cantidad de fatalidad que depende del hombre se llama Miseria y puede ser abolida; la cantidad de fatalidad que depende de lo desconocido se llama Dolor y debe ser contemplada y explorada con temblor; mejoremos lo que se puede mejorar y aceptemos piadosamente el resto. Matías escribió el párrafo en un gran cartel y lo pegó en el pasillo de la facultad. Y luego imprimió en la vietnamita un montón de panfletos con ese texto. Rubén intentaba poner un contrapeso de realismo: ¿Quién dice que no es hermosa la idea de justicia?, pues claro que sí, Matías, ¿qué palabras se pueden escribir más hermosas que las que salen de esa idea? Sólo que eso no existe…

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174   … Sabíamos que estaba francamente mal, que la cirrosis, o lo que fuera (hasta hace pocos días, nadie teníamos una idea muy clara de su enfermedad, yo sigo sin tenerla: alcoholismo, abusos varios), acabaría pasándole recibo más pronto que tarde (ya habían tenido que internarlo de urgencia en tres o cuatro ocasiones), pero las otras veces se había sentido bastante peor. Es más, cuando le dio el patatús (se lo encontró tirado en el suelo una mujer que acudía a arreglarle la casa), y lo bajaron al hospital de Misent, los médicos habían anunciado una agonía lenta, larga y dolorosa, y, de hecho, sus ex, a la llegada, se habían preparado para afrontar esa fase, buscándose recomendaciones en la unidad del dolor, acaparando lenitivos, opiáceos, o lo que sea que den ahora los médicos: me imagino que lo mismo de siempre, variantes, derivados de la morfina. Las cosas no cambian tanto como nos creemos. Las mujeres de Misent, cuando yo era pequeño, se untaban los pechos con cascajo, con la leche gomosa de las cápsulas de las amapolas silvestres; para que los niños durmieran tranquilamente, les proporcionaban una pequeña ración de opio. Luego, cuando dejaban de mamar, les preparaban un ponche con mistela y una yema de huevo para reforzar su nutrición y, al mismo tiempo, relajarlos de cara a la noche: leche materna y opio, alcohol y proteínas…

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… En el hospital recibirá mejores cuidados, tendrá más higiene, les dije, iniciando a mi pesar una discusión acalorada, y más bien vana, ya que, veinticuatro horas más tarde, un fallo generalizado en el sistema defensivo puso a Matías al borde de la tumba y en directa dependencia de alguna de las máquinas de la UCI. Poco después, hizo como aquel poeta francés que, rodeado de un batallón de médicos que discutían acerca de cuál era su enfermedad y cómo tratarla, les pidió que no se pelearan más por su culpa. Voy a ponerlos a ustedes de acuerdo ahora mismo, les dijo el poeta. A continuación, se volvió de cara a la pared y se murió. Matías nos hizo algo por el estilo: cuando parecía que empezaba a remontar la crisis séptica y superaba lo peor, le estalló una arteria, o una vena. Se lo explicaron los médicos a las inminentes viudas y a mi hija. Por lo que yo he entendido, se trata de una especie de fatídicas varices internas que, al reventar, producen una hemorragia incontenible. El pronóstico médico fue que no iba a pasar de anoche, como así ha sido. Por lo visto, en estos casos el enfermo se desangra de manera tan irremediable como veloz. En la asamblea de mujeres que siguió al dictamen y en la que me sentí como un pasmarote, mi hija y Lucía

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181  … La vieja no para de darme la lata. La próxima vez que vayas tú, llévate a la abuela. A mi madre ni siquiera se le ha pasado nunca por la cabeza que fuera Matías quien tuviese obligación de hacerse cargo de ella. Matías ha sido irresponsable, en el sentido en el que la constitución española define al monarca. No ha estado obligado a nada, ni ha tenido que rendir cuentas ante nadie. Yo he procurado no irritarme, no ponerme nervioso. Cuando un hombre llega a mi edad, rechaza todos los movimientos, excepto los de los músculos respiratorios que lo mantienen con vida. Jubilarme, claro que jubilarme. Tengo setenta y tres años. Es lo lógico. Pero a quién. A quién se lo doy todo, a quién se lo regalo. Silvia, la destinataria natural, rechazó el regalo. No lo quiso. No lo ha querido nunca. Aunque ese tema prefiero dejarlo de lado. El último día que Ernesto cenó en casa, CampoZeppelinSilvia, que había acudido a la cena, me citó a Speer, hay que tener mala uva. Comparó lo que se está haciendo en la comarca con la arquitectura que hizo Speer, el arquitecto de Hitler, no por su grandeza, sino por su función social. Le dijo a Ernesto, bromeando: Cuando visitó el anfiteatro de Verona, Speer se dio cuenta de que, si en ese lugar se aglomerasen personas con opiniones diferentes, quedarían unificadas en una sola opinión, y que precisamente ése era el propósito del estadio, conseguir que desapareciera el individuo. Convertirlo en masa. Hacer que no tuviera ninguna importancia lo que un pobre hombre pudiera pensar personalmente, porque lo que valía era una opinión distinta, que salía unánime de la multitud. Lo mismo puede decirse de toda esa arquitectura de casas iguales de la costa. Han creado un personaje colectivo, que no sé si llamarlo el jubilado, o el eterno veraneante, como el que quería ser Brel en la playa de Séte: un ser fantasmal, único y vacío, intrascendente, que no aspira a nada, ni espera nada que no sea retrasar la muerte lo más posible. Un ser invernal y peligroso al que le preocupa un rábano el futuro de nada. Sólo, apurar los últimos rayos del sol. Me serví un poco más de vino. Ni golpear, ni poner la otra mejilla. No pensar en Silvia. No pensar en…

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197  … Uno mira el mundo de una manera y la cocina está incluida en esa mirada. Las hamburguesas, el ketchup, la mostaza industrial, las patatas industriales fritas en grasas repugnantes... Yo le interrumpía: Sí, todo eso es repugnante, es malo, Dios nos libre de tener que comerlo, pero no es ni ético ni inmoral, a no ser por lo de las empresas que lo controlan, que son todas yanquis, imperialistas, pero eso se refiere al sistema de propiedad, no a la cocina. Su respuesta rápida: La comida basura forma parte de un mundo basura, no puede separarse de él. Elegir una fruta en sazón y saborearla es un homenaje que se le rinde al mundo, una forma de respeto, que tiene su trasunto en otros actos. Yo: Pero ¿y si a alguien le gusta la comida basura? Él: Entonces te hablo de valores nutritivos y todo eso. Yo: ¿En qué quedamos?, ¿hablamos de la cocina como necesidad o como placer? Si a mí me gusta el sabor de ceniza y me puedo conseguir por otros medios las proteínas o lo que sea que se pierda al quemar el filete, ¿por qué no voy a permitirme llenarme la boca de cenizas? Él: Cualquier principio, por abstracto que sea, debe resolverse en acción; si no, resulta inútil, o sea, inmoral, y yo creo que hay unos principios éticos de los que nada está exento. Principios culinarios hay, me burlaba yo, saber lo que se necesita para ligar una salsa, o la cantidad de mantequilla que lleva un buen croissant, ésos son los principios culinarios. Luego, tenemos otros principios, claro que tenemos otros principios, uno quiere la revolución, eso es un principio, es evidente que la quiere, que sigue queriéndola, yo mismo -aunque te extrañe- sigo queriéndola, me parece que el mundo está mal distribuido, pero no quiero la rusa, ni la china, ni la camboyana, ni siquiera la cubana, lo cual no quiere decir que no quiera la revolución. ¡Están tan lejos la mayoría de las veces los principios y los actos! No todas las ideas que no se resuelven en actos son pura inmoralidad, buena parte de ellas son actos en potencia. También quiere uno a la humanidad, la madre de todos los principios, pero resulta que no soporta a casi nadie…

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200    … Nunca quise que me regalaran nada, le pedí a mi madre que me vendiera, que me cediera terrenos, que me firmara algún aval para solicitar créditos. Tenía que empezar a buscarme la vida con algo. Me habían dado el título, era arquitecto, vale, pero yo quería hacer otra cosa, había nacido para otra cosa, quería controlar el proceso completo, controlar la casa desde los cimientos, y controlar también el suelo en el que se van a poner los cimientos, y vigilar las obras, y hasta conocer al cliente, el que la compra, el que va a vivir en ella y me protestará si las rozas no están bien hechas, si el extractor no funciona, si hay irregularidades en las juntas del piso, o en los baldosines del cuarto de baño; si aparecen humedades en la bajante, o si el aire acondicionado no tiene potencia suficiente, ésa ha sido mi vocación, cada uno tiene la suya, y la mía ha sido la de constructor, la construcción con toda su compleja mecánica; hay quien sabe colgar los dos pies en un columpio, y dar volteretas, y es trapecista. Yo soy constructor. Me gusta esa jerga de forjados, planchés, encofrados, puntales, varillas, mallazos, solados y tochanas. Siempre he creído que estaba dotado para este oficio. Cada uno tiene habilidad para algo. Es así la vida. Qué se le va a hacer, le decía a Matías, que no acababa de entender que, a pesar de lo que digan los libros, un constructor es siempre más que un arquitecto: el dinero siempre vale más que las ideas, porque puede ponerlas a su servicio. Le decía bromeando: Como constructor soy el dueño de mí mismo, propietario de mi otro yo, del arquitecto. El arquitecto es un empleado del constructor. Procuro controlarlo, que no se me desmande, imponerle la disciplina de empresa al arquitecto, el rigor de los presupuestos, el cumplimiento de plazos y de los pliegos de condiciones. Le digo: Eso quiero, ese presupuesto tienes, tú házmelo, y él, mi otro yo, va y me lo hace. Me controlo a mí mismo, me vigilo. Me pongo un principio de realidad. Pero ella no había aceptado venderme ni un palmo de terreno. Había preferido deshacerse por otros medios de sus propiedades, y eso que se trataba de terrenos privilegiados, de terrenos de los que otros habían acabado por obtener beneficios fabulosos, parcelas que eran peritas en dulce, caramelos, y que se vendieron, es verdad que cuando a mí ya no me hacían falta, pero que en su momento me la hicieron, me hubieran evitado muchos rodeos en el camino; además, cuando se vendieron, fue sólo para convertirlas en humo…

Denia

Denia, provincia de Alicante. ¿Misent?

213   … Para Matías, en aquellos tiempos difíciles (los primeros sesenta), sólo los mezquinos estaban condenados a sobrevivir. Él decía los filisteos, copiando la terminología de Marx; los cobardes, los tacaños, los trepas, las urracas. En su particular viva la muerte, había que quemarlo todo en una hoguera. Hijo de Mao y de Nerón, más que del apacible Rubén Bertomeu sénior. Salir a la calle empuñando el libro rojo y que arda Roma por los cuatro costados, el Esquilino, el Aventino, el Quirinal, las siete colinas prendidas, y llameantes las cenagosas llanuras y las riberas del Tíber con sus cañaverales (desde mi palacio oigo el estallido de las cañas que brotan en las orillas del río esta noche lamidas por el fuego, hasta aquí llega el ruido, la explosión de los tallos secos, como si fuera una traca, un espectáculo pirotécnico mil años antes de que Marco Polo traiga la pólvora a Europa). Me burlaba de él. Le decía: Fumo, bebo, no me privo de nada, pero no tengo por qué hacer ese canto a la velocidad que más que comunista me parece fascista, como de Marinetti, o D'Annunzio, algo así. La vida es una inversión muy cara para convertirla tan deprisa en cenizas: pañales, potitos, guarderías, escuelas, universidades. Cuesta un dineral que un niño llegue a adulto: toneladas de merluzas, platijas, cazones, lentejas, arroz, garbanzos, y todas esas aportaciones de la astucia humana para convertir en apetecible la carne más o menos dudosa: filetes rusos, albóndigas, mortadelas, salamis, supuestas cabezas de jabalí. Como marxista, no puede parecerte honesto tirarlo todo así, a la buena de Dios. Quiebra cualquier sentido de la economía. Habrá que intentar sacarle algo de provecho a lo que tanto ha costado de criar. Quieres levantar el asfalto para ver lo que hay debajo. Una carísima locura. Debajo sólo hay la pestilencia que han dejado decenios de aguas mal filtradas, corruptas. Todos los hijos de papá que quieren romper amarras enferman con ese síndrome. Quememos los museos. Todos quieren quedarse como herederos exclusivos de la historia. Los emperadores incas mataban a los cronistas del predecesor, y, así, cada nuevo emperador escribía la historia desde cero, a su entera conveniencia. Ese afán destructivo no es revolucionario, sino egoísta. Ser el último ojo que contempló el museo. A futuristas y surrealistas, igual de hijos de papá los unos que los otros, les fastidiaba que los museos hubieran puesto el arte al alcance de la clase media. Qué no pensarían ahora con todas esas ruidosas colas de hijos de obreros apelotonándose a sus puertas. De eso discutíamos Matías y yo…

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220  … cuando estoy en el mar, cuando estoy bajo la pérgola, o cuando, durante la vendimia, huelo ese aroma meloso del moscatel; me los da ahora, que acabo de darme un paseo por todos estos naranjos en flor, el olor que te embriaga, que te NaranjoEnFlormarea, y la luz dorándolo todo, y el cielo limpio con que nos obsequian las tardes de fines del invierno aquí, a orillas del Mediterráneo, en el paralelo perfecto, la luz de aquí no es ni la luz de fotografía quemada que encuentras al sur, luz más bien africana; ni esa excesivamente fría, europea, que hay del Ebro para arriba. Algún poeta ha escrito unas líneas sobre eso. No lo busques fuera: el paraíso lo tienes aquí. Aunque para reconocerlo seguramente tengas que irte fuera. Ya volverás. Cuando, a cientos de kilómetros, de noche te desveles y pienses en las tardes de invierno de Misent, en esta luz, acuérdate de nosotros, de mí, de tu amigo Rubén, ¿no, hijo mío? Que se acuerde de nosotros (se acordó de mí no demasiado benevolentemente en su novela La voluntad errática). Me ha dicho Rubén que has hecho unos versos, que escribes cuentos. Un día me los tienes que traer. Brouard se los trajo, y él los leyó: Escribes muy bien, no te abandones. El don no es nada; o lo es todo, si tienes cuidado de añadirle la disciplina. Se necesita voluntad, capacidad de resistencia...

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227   … El verdugo, al afeitar las nucas que iba a sajar la cuchilla, demostraba que son idénticos los cuellos de los nobles que los de los miserables. Los norteamericanos han derramado sangre para conseguir su constitución y su poder y su bienestar. Siguen derramándola, dentro y fuera de sus fronteras, para seguir siendo un pueblo orgulloso y rico. ¿Y quién le niega el derecho al proletariado a derramar sangre para liberarse, para aspirar a su parcela de felicidad? ¿Con qué autoridad lo hace esa burguesía que lo ha enviado a matar y a morir por todo el mundo? El proletariado ha derramado sangre en Alemania, en Francia, en Rusia, en todos los desiertos de África, en las selvas de Asia y América Latina. Ha derramado sangre cuando la burguesía lo ha enviado a cualquier parte del mundo a trabajar a la vez como carnicero y como buey que muge atado al pilón en el que el matarife va a descabellarlo, la ha derramado en Vietnam, en Bolivia, en Angola, en Nicaragua. Le han dado un petate, un fusil; a veces hasta una máscara antigás, y en el mejor de los casos unas botas, y lo han enviado a matar y a morir. Pero cuando los proletarios piden derramar sangre en su propio interés, se les niega el derecho. ¿Con qué autoridad se les niega el derecho a seguir haciendo el trabajo para el que se los preparó? Luego me enteré de que, en ese panfleto, citabas casi al pie de la letra los discursos de Malcolm X cuando les decía a los negros: Vuestros padres no llegaron a Estados Unidos a bordo del Mayflower, los traían metidos en jaulas, como traían los pollos y los cerdos. Habías dejado el pecé, estabas militando en un grupúsculo de acción directa, en el que todos los militantes tenían veinte años menos que tú…

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270    … La vida le había puesto eso que él llama realismo, esa actitud que no admite las exageradas muestras de dolor ni de alegría, porque el dolor se lo espera uno, da por supuesto que ha de venir, y la alegría ya sabemos que durará poco. Pragmatismo. Silvia está convencida de que ese realismo que lo tira todo a ras de suelo arraiga en la vieja miseria de la comarca, en los restos nunca suficientemente lavados del franquismo. Aceptación, aceptar el destino, fatalismo, el mundo es como es y yo no soy quién para cambiarlo. De los cataclismos del mundo, de la sociedad, somos sólo espectadores. Los contemplamos con la misma impotencia con que los científicos de un observatorio meteorológico siguen el avance de un destructivo huracán. Cierra los ojos y recuerda la frase del libro de cuentos que le regaló Matías, ahora para negarla: Acogedores y leves. Matías, los barcos de los comerciantes chinos no han sido nunca así. Sonríe. La mujer madura sabe que aquellos barcos estaban repletos de ratas, y que, en sus camarotes, reinaba un olor infecto. El principio de realidad, que tanto le gusta a su padre: La vida no es lo que tú llevas en la cabeza, es lo que las cosas son, hija mía, le decía cuando sentía que debía aportar algo a su educación, aunque no fuera más que ayudarla a apearse de lo que él llamaba sus fantasías. Lo de la cabeza no puede estar ahí antes, tiene que venir después, decía. La cabeza se llena con lo que te vas encontrando fuera, con material del exterior. Aunque, para él, sobre todo desde que se murió su mujer, la realidad es, cada vez más, un barrizal en el que todo el mundo hoza queriéndose llevar su parte, se pelea por su parte; y en el que tú debes hacerte con la tuya procurando pelear lo menos posible…

   RioCitarum  ChinaShipping

A ella no le hace falta tocar ese fondo turbio para saber que los barcos de los que hablaba el libro nunca existieron, que los barcos de los comerciantes chinos de entonces seguramente eran estercoleros flotantes, como los ríos de la China de hoy son enormes cloacas que arrastran hasta el mar residuos industriales. Quedan los nombres de las cosas, como ideas a las que aspiramos. Los nombres sirven para ambientar novelas de aventuras, para sacar -y ahí le da la razón a Matías— cosas que llevamos dentro y no sabemos cómo expresar, nombres de personajes, de lugares, de ciudades (cada vez menos: las buenas comunicaciones, la mundialización, lo ponen todo al alcance de la mano, lo igualan todo, le quitan a todo la fascinación, ¿cómo va a fascinarte un sitio al que llegas en unas cuantas horas, un sitio en el que puedes pasarte un fin de semana y luego volverte?). Gouanzhou -la vieja Cantón-, Pekín, Shanghai, nombres sonoros, de resonancias misteriosas, pero que son como cualquier otro sitio: en esos puertos atracan los mismos barcos que fondean en el cercano puerto de Valencia, los construyen los mismos armadores, los consignan las mismas navieras, Hanjin, MSN, Maersk, China Shipping... Los nombres son lo único novelesco que les queda a esas ciudades, lo único que aún nos hace indagar en nosotros en busca de lo inaprensible. Eso sí que funciona aún, aunque seguro que no por mucho tiempo. De hecho, hoy por hoy, la industria turística sigue moviéndose gracias a la fascinación que los nombres de los lugares ejercen sobre nosotros. Pero ya no hay mundos distintos, todos están empañados por la misma rebaba…

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En fin, divagaciones. Apaga el cigarrillo que acaba de fumarse, mientras piensa que la vida se empeña en darle la razón a su padre: Siempre aciertas cuando te pones en su lugar, se dice, cuando te dices que, en efecto, los barcos del libro eran vertederos flotantes, y que esos nombres de ciudades asiáticas no quieren decir nada, o quieren decir Pudongcontaminación química, contaminación orgánica, miseria, o despilfarro de un capitalismo recién descubierto, que ejerce una violencia implacable que podríamos llamar mandarinesca, o imperial. Los periódicos cuentan que Pudong, el viejo barrio obrero que ha acabado convirtiéndose en el símbolo de la modernidad de Shanghai, se está hundiendo, no metafórica, ni comercial ni socialmente, nada de eso, sino físicamente: se hunde de verdad, bajo el peso de los gigantescos rascacielos construidos sobre los sedimentos, sobre el fango del río. Los jardines de Souzou, la Venecia china, considerados los más hermosos del milenario imperio, están regados por canales que recogen todos los vertidos de las empresas textiles, metalúrgicas, químicas. En el Everest, según cuentan los montañeros en las entrevistas que les hacen, no puedes poner un pie en el suelo sin tropezarte con una lata de conservas o una botella de coca-cola: el mundo como un gran vertedero, un concepto muy de nuestro tiempo, muy del gusto de Rubén Bertomeu: aceptar que viajamos entre escombros…

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Matías decía: Puedes librarte de todo cuando ya lo llevas dentro. Te falla la religión, el más allá, la eternidad y todas esas monsergas, y entonces te queda la política, que es la búsqueda de la felicidad aquí, el bien común, el banquete universal; y cuando la política también se te viene abajo, y tienes la impresión de que te has quedado sin nada, cuando alcanzas ese nihilismo, es cuando te das cuenta de que por primera vez estás pisando el suelo; empiezas a apreciar de verdad las cosas, extraes fuerzas de esa nada, porque es una nada productiva, eres tú contigo mismo, te quedas tú solo, con los restos de todo lo que quemaste en la vida; con la ceniza que el cura te pone en la frente al empezar la cuaresma. Te queda saber que eres sólo parte de la naturaleza, y entonces deseas confundirte con la naturaleza, volver a eso que antes se llamaba la madre tierra, identificarte con el polvo, saber que en el polvo se guardan vidas anteriores (de eso sólo algunos monjes, algunos ascetas y místicos, se han dado cuenta); hacer ejercicios de convivencia con él, empezar a acostumbrarte a él, sentirlo, barro originario, dejarte envolver por él, hundirte poco a poco en él…

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334  … Cuando Matías bromeaba con él, y le decía: Si odias tanto la literatura, ¿para qué escribes?, él le respondía con aquello que Charlot le decía a Claire Boom -creí que odiaba usted el teatro- en Candilejas: También odio la sangre, pero me corre por las venas. No busques más explicación. Eso que tanto odiamos es lo que hay dentro. Esos elementos son nuestra vida y, sin embargo, los odiamos. Cómo nos gusta un cuerpo, nos parece algo milagroso, sagrado, pero rompes el paquete intestinal, y el suelo se llena de sangre y de los restos de cereales que el tipo se acaba de comer, las legumbres a medio masticar, los garbanzos, las lentejas, una masa espesa y maloliente. Las guerras no son más que eso, romperles el saco a los demás y descubrir su composición. Un hedor asqueroso impregna el aire de los campos de batalla. Lo cuentan todos los autores de novelas Les-bienveillantesbélicas. Léete a Littell, el que acaba de ganar el Goncourt; a Ledig, ese alemán que, después de hacer tres novelas extraordinarias, ya no volvió a escribir literatura durante cuarenta años, seguramente porque se había vaciado de todo lo podrido que llevaba dentro y no quería consolar a nadie. Léete Imán, de nuestro Sender. Todos los grandes novelistas que nos han contado la guerra escriben de ese mal olor permanente, nos hablan del hombre como de un saco podrido que no conviene abrir. El ser humano. De esa porquería se ha nutrido la Iglesia católica, de saber eso, que sólo somos eso que odiamos; de nuestra capacidad para pudrirnos en vida. Francisco de Borja acompaña el cadáver de Isabel de Portugal en el viaje hacia su mausoleo, y cuando tiene que reconocer el cadáver, y ve lo que contiene aquel ataúd después de haber cruzado el desierto de Castilla, cae de rodillas y exclama: No serviré más a señor que se me muera. En ese punto aparece la religión. O la literatura: servir a un espíritu incoloro, inodoro, insípido, apartarse de esa pulsión genética del caníbal originario, que te lleva a morder, a morder pezones, carne, órganos, a chupar y morder. La literatura te permite amar a fantasmas a los que nadie puede tirotear y agujerearles la bolsa de las legumbres. Elevarse sobre esa pulsión caníbal, enamorarse de espíritus que parecen cuerpos, enamorarse de casas, calles y paisajes que no son más que palabras…

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343  ... Dice: Tengo que ir acostumbrándome a estar quieto, sin moverme (se echa a reír). No me queda más remedio. Entrenarme para lo que se acerca. Me cuenta que ya casi no lee más que versos, y dice que es por un problema de economía: cosas de mucho rendimiento con poco esfuerzo, dice. La poesía es como esos aparatitos que venden a través de los anuncios nocturnos de la tele, cacharros con pilas y cables que te los pones en cualquier lugar del cuerpo y ellos solos te sacan músculos, te quitan arrugas, o tripa, sin que tú tengas que mover ni un dedo. Si lees poesía puedes pasarte una buena media hora sin tener que cambiar ni siquiera de página. Los poemas producen en literatura el mismo efecto que las maquetas en arquitectura: ves el edificio entero desde el aire, el paisaje entero con sólo una ojeada, incluso puedes retirar los tejados y ver el interior de las habitaciones. Ahora, desde que se ha generalizado el uso del ordenador y ya no hace falta pasarlas a máquina cuarenta veces antes de tener la versión definitiva, las novelas son cada vez más largas: novelas de ochocientas, de novecientas, de mil páginas. Un aburrimiento. Por culpa del ordenador. Como ahora no cuesta nada corregir, reescribir, cortar, cambiar, pegar, si eres un poco hábil puedes trabajar deprisa. Mientras lo oigo hablar pienso en la fundación, en que últimamente habla y habla con esa voz que es cada vez más oscura respiración, menos vibración. Se emborracha a escondidas y me usa como pantalla sobre la que rebotan sus palabras. Luego se pasa días en los que no me coge el teléfono, o me da largas para la próxima entrevista, y cuando vengo a verlo, no responde más que con monosílabos que apestan a whisky…

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362   … Un hermanito tuyo, ¿no te hace ilusión, Silvia, que no se pierda el apellido en nuestra casa?, ¿que no se lo quede en exclusiva ese presumido hijo de Matías? Mónica piensa: Sufre un poco, Silvia, ponte a ras de los otros. No todo es arte, mi amor. No todo es limpiarles las coronas a los santos y sacar el oro de veinticuatro quilates que hay debajo de la mugre. Además, en el fondo, qué es lo que te duele, ¿que tú ya no puedes?, ¿es eso lo que te duele? ¿Que a ti ya te limpiaron por dentro, te ahuecaron, te dejaron una habitación vacía en la que no volverá a pernoctar nadie? Mónica no cree que sea eso lo que vaya a dolerle; si a Silvia ni se le había ocurrido pensar en otro embarazo, si Yaplacaltiene la parejita ya criada. Le dolerá otra cosa, le dolerá que le diga: Tu papá y yo también querríamos tener la parejita; después del niño, vamos por ella, por la nenita, ¿qué te parece? Papá con su parejita, y no me digas que te duele por el viejo; que te duele que Rubén vuelva a ser padre y, como aquel que dice, por la edad, padre y bisabuelo a la vez. No, no es eso, es otra cosa la que te duele, es que de repente esto va a empezar a llenarse de herederos, más bien eso es lo que te duele, más las ausencias que las presencias, la ausencia de esa parte de poder que te daba ser la encargada de mantener la descendencia, y, claro, ahora, con esa parte de poder que pierdes, hay una parte de dinero que se evapora. Sonríe Mónica pensando que a Silvia le dolerá la mutilación, la amputación: saber que antes tenía esto, sus hijos tenían esto y aquello, y ahora tiene que repartir, tener sólo una parte de esto y una parte de aquello; regatear como todo el mundo (las verduleras, las pescaderas en el mercado regatean; regatean las gitanas que venden piezas de ropa barata en los mercadillos, la gente zafia). Ser una más, pues claro que será eso lo que le duela, propiedad, dinero, la seguridad de no ser ya la única propietaria, qué otra cosa iba a ser; la culpa de todo la tienen siempre la propiedad, el dinero. Mónica, con ese pensamiento, sigue al pie de la letra lo que le recomienda Rubén: Cuando no entiendas algo, cuando se te escape algo que no sepas por qué ocurre, qué es lo que está pasando, piensa en el dinero, o, mejor aún, en la falta de dinero, en algo que la falta de dinero te impide a ti hacer, y que la otra persona, la que te preocupa, o por lo general irrita, hace porque lo tiene, porque tiene dinero. Lo que ocurre es que a Silvia y a Juan, su marido, de eso no les gusta hablar. Ella lo sabe, lo ha observado, no hacía falta que se lo dijera Rubén. Lo llaman con todos los nombres menos con el suyo…

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366  Toda la gran mierda, me decía Silvia, hay que estar loco para comprarse esos bungalows que estás construyendo; pero si, en cuanto caigan cuatro gotas, eso se tiene que inundar; si eso ha sido marjal toda la vida, una charca. Me gustaba burlarme de ella: A mí, desde luego, no se me ocurriría comprarme una casa ahí. Pero es que yo tengo ya la mía. Tengo mi casa. Me la compré en el sitio que me gustaba y la he hecho a mi estilo. No construyo casas para quedármelas. Ahora tampoco le gustan las cosas de lujo que hago, pero no desprecia las participaciones en bolsa que pongo a nombre de ellos, las acciones, el aguinaldo de Navidad, todo lo que a ellos les permite vivir muy por encima de lo que puede obtenerse de un sueldo de catedrático y otro de restauradora procede de ahí, los talones que media docena de veces al año pasan a sus manos con cualquier excusa, los ingresos en las cuentas de los niños. Por lo demás, hija mía, siempre han crecido las ciudades a golpe de corrupción, eso sí que se lo digo, frutos de la especulación. Hoy, como en tiempos de Haussmann ¿a quién no le gusta el París que nació de la corrupción?, ¿quién se acuerda del París de callejones estrechos y casas de vigas de madera con los tejados en punta?, hoy sería un precioso parque temático medieval), o en tiempos de Augusto. Sí, responde Silvia, pero Augusto pudo decirles a sus paisanos: Me RomaImperialencontré una Roma miserable, construida en ladrillo, y os la dejo de mármol, grandiosa, y no creo que vosotros podáis decirle a nadie lo mismo. Le repito: El mármol era el pan del sándwich, dentro estaba el cemento; o el ladrillo, ese material que merece tanto respeto. También Nueva York ha hecho filigranas con el ladrillo (mira la cúpula del edificio de la RCA, en Lexington, qué belleza. Tiene algo de trabajo mudéjar, ¿verdad?), la ciudad que te gusta se levantó sobre una ciudad arrasada: en las viejas fotos, se parece Nueva York, con sus puntiagudas torres de iglesia, al Londres del año de la peste, a Hamburgo, o a Brujas. Qué fue de aquellos palacios neoyorkinos fin de siglo, la mansión de los Vanderbilt, qué se hizo, Silvia. Todos aquellos palacetes estilo Tudor o Segundo Imperio. Ella ha elegido cuidar el pasado, como si el pasado que ella cuida no se hubiera hecho a costa de destruir el pasado anterior. Saca con pinzas el arte fuera de la historia; por no hacer nada nuevo, ni siquiera ha elegido pintar, sino restaurar, que es, además, una forma -por así decirlo- descomprometida de ser artista, un ser y no ser a la vez artista, un ser y no ser artesano, un tener orgullo y no tenerlo, porque la obra, al fin y al cabo, es de otro. No te atreves a apostar por el futuro, le he dicho en alguna ocasión. Yo soy el padre, tú eres la hija y, sin embargo, el pasado lo representas tú. Te empeñas en que hacer el bien consiste en dejarlo todo como está, o, aún más, como estuvo hace cuatrocientos años. Crees que la perfección está detrás y no delante. Ni siquiera que estuvo en un momento, en una edad dorada. No. Crees indiscriminadamente que todo lo que es de otra época, incluso de la más oscura, es digno de respeto y no hay que tocarlo; además de ser algo absurdo, eso que piensas no puede ser bueno, ni siquiera saludable: no aspirar a ir un paso más allá de donde otros han ido. No hacer: eso es el quietismo, la clausura. Nada nuevo: lo tuyo es hablar del arte que han hecho otros, saber lo que otros han dicho de éste o de aquél, citar bibliografías, apuntar atribuciones, decir este retablo es de éste y éste es de este otro. Peor aún, meter las manos en el arte de otros con la excusa de que reparas los desacatos del tiempo, sus injurias, tarea se supone que generosa.

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  378   … esa gente no ha querido saber nunca de dónde les han venido las cosas. Todos salimos de un magma originario, nos cocimos en una misma caldera y con agua parecida, sólo que luego la vida fue encauzándonos sin que seguramente nosotros mismos tuviéramos gran cosa que ver. Nosotros hacemos cosas, pero hay algo, una maquinaria, que es más fuerte que las cosas que podemos hacer. Se lo dije en su momento a Matías, se lo he dicho a mi hija: Cuando las ideas no te dejan Krematoriumver la realidad, no son ideas, son mentiras. Decirle a Silvia simplemente: Hay mecanismos que han estado ahí desde la eternidad. Los jóvenes se empeñan siempre en que los mayores participen de su estupor, su gran novedad: han empezado a descubrir el mundo. Pero el mundo hace ya tiempo que ha sido descubierto. Los viejos lo saben, lo sabemos. Y tú ya eres mayor, has cumplido cuarenta años, deberías saberlo a estas horas, déjame que sea tu hija la que me hable así. Tú ya no puedes hablarme así. No debes. No le quites el sitio a ella. Es su hora, la tuya ha pasado. Déjale sitio; si no, no sabrá dónde meterse, qué carta jugar. Tienes más de cuarenta años y sabes que en las tiendas ONG, esas del precio justo, se compran las chucherías, pero que en lo que importa, en lo serio, las buenas conservas, el buen café, el té, los electrodomésticos y el coche, en todo eso, grande y pequeño, en lo que te juegas el bienestar, la vida, eliges la marca. Los collares los compras en la Place Vendóme, en Van Cleef, en Rezas (que creo que es del hijo del antiguo sha de Persia), en Chaumet, en el mismo sitio que yo se los compro a Mónica. Y el reloj, a ser posible, lo adquieres en Ginebra, en Zurich. Y te hospedas en el Hotel Beau-Rivage, en el Hotel de Genève, a orillas del lago, en alguno de esos hoteles donde se hospedaba Sissi, en ése (¿es el Beau-Rivage?) en cuyo hall aún guardan la ropita manchada de sangre, el pañuelo ensangrentado, la camisita que llevaba cuando aquel anarquista loco le clavó un estilete tan jodidamente fino que la pobre ni siquiera se dio cuenta de que acababa de matarla…

AsesinatoSissi

383   … Eso es jugar, y perdona el chiste, a la ruleta rusa, le avisé en diversas ocasiones. Collado no tiene en la cabeza una empresa, tiene una mortaja cada vez más tupida, mejor tejida, de la que va a resultarle difícil escapar, zafarse. Arrastrándose, pidiendo favores, incapaz de mantener a un solo trabajador fijo en su empresa volátil, cuyos únicos valores materiales son tres o cuatro furgonetas con el logotipo, unas cuantas tarjetas con su nombre, y los anuncios que pone de vez en cuando en las revistas inmobiliarias de la comarca. Beber hasta que miras el fondo del vaso y volver a llenar para volver a beber y mirar otra vez el fondo: así no hay remisión, Collado. Así estás perdido. El fondo del vaso es final de camino. Eres una rata apresada. ¿Sabes? En Marruecos la gente pone una botella de cristal en el agujero de esos retretes que se llaman tazas turcas, para impedir que salgan ratas. Desde el fondo de la mierda, la rata intenta morder, cavar el vidrio con sus uñas, para abrirse camino al exterior. Ese eres tú, con tus uñas rascando en el fondo del vaso, impotente, apresado en ese brillo de vidrio y ginebra. Sin poder salir al exterior, sin librarte de la mierda que te rodea. Hemos hecho algunas cosas para poder hacer otras, no porque estuviéramos locos. Tú no puedes dejar que se te contagie el furor absurdo que produce salirte fuera de la pista, ir a tu bola, hacer trekking y puenting, cross, o como coño se diga el deporte de riesgo que está de moda ahora. El atajo no era un excitante juego de riesgo. Nos hemos salido fuera de la pista para atarnos los cordones de las zapatillas y volver a correr en ella. Eso es todo. Correr por donde corre todo el mundo, pero con las zapatillas bien ajustadas, los cordones bien enlazados, el calzado curvándose en torno al pie, envolviéndolo como un guante envuelve la mano. Para eso nos hemos salido de la pista, para volver a ella. No lo entendió Collado, más cuerpo que cabeza, como siempre. No es nada frecuente que la naturaleza te dé toda esa cantidad de fuerza y, además, la inteligencia para dirigirla, a lo mejor porque la mezcla de esas dos energías -fuerza e inteligencia- resultaría explosiva, supongamos que es una cuestión de equilibrio natural; al fin y al cabo, por qué no seguir confiando en la sabiduría de la naturaleza. Traian, el ruso, se ve que se olió enseguida que es carne de cañón…

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389    … La verdad de las cosas. En Misent, uno no sabe por cuánto tiempo, pero la vida es así. En realidad, la economía, que tan visible nos parece, tan escandalosa, es sólo el decorado, el telón de boca que tapa el escenario por el que se mueve un animal sigiloso, invisible, tan inaprensible que ni siquiera tiene nombre, porque no es el poder, aunque participe de él; no es el dinero, aunque se nutra de él; ni es el OttoEMezzoprestigio, aunque tenga su incorporeidad. Es el eje en torno al cual gira la gran rueda. Es, si quieres que lo diga así, el hálito, el vapor que hace hervir la caldera, eso que no se ve, que nadie ve, porque es nada más que energía. Algo que a nadie le interesa. La gente acude al teatro a ver el espectáculo, la representación, no a espiar el trabajo de iluminadores y tramoyistas. Se embarca en el crucero para jugar al tenis en las pistas de cubierta, para darse un chapuzón en la piscina, para sentarse en un taburete y pedirse un gin-tónic en el bar, para cenar vestido de gala en el restaurante, no para entretenerse con los fogoneros. Eso, que los pasajeros bajen a cantar arias de ópera a la sala de calderas mientras los fogoneros en camiseta palean carbón, sólo pasa en las películas de Fellini, y es muy hermoso, conmovedor, la verdad, pero irreal…

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