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Fragmentos de libros. MISERICORDIA de Benito Pérez Galdos Fragmentos II:

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... Por otro estilo, y con organismo totalmente distinto del de su hermano, la niña daba también mucha guerra. Desde los doce años se desarrolló en ella el neurosismo en un grado tal, que las dos madres no sabían cómo templar aquella gaita. Si la trataban con rigor, malo; si con mimos, peor. Ya mujer, pasaba sin transición de las inquietudes epilépticas a una languidez mortecina. Sus melancolías intensas aburrían a las pobres mujeres tanto como sus excitaciones, determinantes de una gran actividad muscular y mental. La alimentación de Obdulia llegó a ser el problema capital de la casa, y entre las desganas y los caprichos famélicos de la niña, las madres perdían su tiempo, y la paciencia que Dios les había concedido al por mayor...

  _  

… Pasado algún tiempo sin conseguir apartar a la descarriada Obdulia del trato amoroso con el chico de la funebridad, consintiéndoselo a veces por vía de transacción con la epilepsia, y por evitar mayores males, Dios quiso que el conflicto se resolviera de un modo repentino y fácil; y la verdad, con tal solución se ahorraban unas y otros muchos quebraderos de cabeza, porque también la familia fúnebre andaba a mojicones con el chico para apartarle del abismo en que arrojarse quería. Pues sucedió que una mañanita la niña supo burlar la vigilancia de sus dos madres y se escapó de la casa; el mancebo hizo lo propio. Juntáronse en la calle, con propósito firme de ir a algún poético lugar donde pudieran quitarse la miserable vida, bien abrazaditos, expirando al mismo tiempo, sin que el uno pudiera sobrevivir al otro. Así lo determinaron en los primeros momentos, y echaron a correr pensando simultáneamente en cuál sería la mejor manera de matarse, de golpe y porrazo, sin sufrimiento alguno, CalleDelAlmedroy pasando en un tris a la región pura de las almas libres. Lejos de la calle del Almendro, se modificaron repentinamente sus ideas, y con perfecta concordancia pensaron cosas muy distintas de la muerte. Por fortuna, el chico tenía dinero, pues había cobrado la tarde anterior una factura de féretro doble de zinc y otra de un servicio completo de cama imperial y conducción con seis caballos, etc... La posesión del dinero realizó el prodigio de cambiar las ideas de suicidio en ideas de prolongación de la existencia; y variando de rumbo se fueron a almorzar a un café, y después a una casa cercana, de la cual, ya tarde, pasaron a otra donde escribieron a sus respectivas familias, notificándoles que ya estaban casados.

Como casados, propiamente hablando, no lo estaban aún; pero el trámite que faltaba tenía que venir necesariamente. El padre del chico se personó en casa de doña Paca, y allí se convino, llorando ella y pateando él, que no había más remedio que reconocer y acatar los hechos consumados. Y puesto que doña Francisca no podía dar a su niña dinero o efectos, ni aun en mínima cantidad para ayuda de un catre, él daría a Luquitas alojamiento en lo alto del depósito de ataúdes, y un sueldecillo en la sección de Propaganda. Con esto, y el corretaje que pudiera corresponderle por trabajar el género en las casas mortuorias, colocación de artículos de lujo, o por agencia de embalsamamientos, podría vivir el flamante matrimonio con honrada modestia.

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Del Capítulo IX

No se había consolado aún la desventurada señora de la pena que el desatino de su hija le causara, y se pasaba las horas lamentándose de su suerte, cuando entró en quintas Antoñito. La pobre señora no sabía si sentirlo o alegrarse. Triste cosa era verle soldado, con el chopo a cuestas: al fin era señorito, y se le despegaba la vida de los cuarteles. Pero también pensaba que la disciplina militar le vendría muy bien para corregir sus malas mañas. Por fortuna o por desgracia del joven, sacó un número muy alto, y quedó de reserva. Pasado algún tiempo, y después de una ausencia de cuatro días, presentose a su madre y le dijo que se casaba, que quería casarse, y que si no le daba su consentimiento él se lo tomaría.

«Hijo mío, sí, sí -dijo la madre prorrumpiendo en llanto-. Vete con Dios, y solitas Benina y yo, viviremos con alguna tranquilidad. Puesto que has encontrado quien cargue contigo, y tienes ya quien te cuide y te aguante, allá te las hayas. Yo no puedo más».

A la pregunta de cajón sobre el nombre, linaje y condiciones de la novia, replicó el silbante que la conceptuaba muy rica, y tan buena que no había más que pedir. Pronto se supo que era hija de una sastra, que pespuntaba con primor, y que no tenía más dote que su dedal.

«Bien, niño, bien -le dijo una tarde doña Paca-. Me he lucido con mis hijos. Al menos Obdulia, viviendo entre ataúdes, tiene sobre qué caerse muerta... Pero tú, ¿de qué vas a vivir? ¿Del dedal y las puntadas de ese prodigio? Verdad que como eres tan trabajador y tan económico, aumentarás las ganancias de ella con tu arreglo. ¡Dios mío, qué maldición ha caído sobre mí y sobre los míos! Que me muera pronto para no ver los horrores que han de sobrevenir»…

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Del Capítulo XI

… A la hora fijada por el señor de Moreno Trujillo, ni minuto más ni minuto menos, llamaba Benina a la puerta del principal de la calle de Atocha, y una criada la introdujo en el despacho, que era muy elegante, todos los muebles igualitos en color y hechura. Mesa de CaratulaBeninaministro ocupaba el centro, y en ella había muchos libros y fajos de papeles. Los libros no eran de leer, sino de cuentas, todo muy limpio y ordenadito. La pared del centro ostentaba el retrato de doña Pura, cubierto con una gasa negra, en marco que parecía de oro puro. Otros retratos de fotografía, que debían de ser de las hijas, yernos y nietecillos de don Carlos, veíanse en diversas partes de la estancia. Junto al cuadro grande, y pegadas a él, como las ofrendas o exvotos en el altar, pendían multitud de coronas de trapo con figuradas rosas, violetas y narcisos, y luengas cintas negras con letras de oro. Eran las coronas que había llevado la señora en su entierro, y que don Carlos quiso conservar en casa, porque no se estropeasen en la intemperie del camposanto. Sobre la chimenea, nunca encendida, había un reloj de bronce con figuras, que no andaba, y no lejos de allí un almanaque americano, en la fecha del día anterior.

Al medio minuto de espera entró don Carlos, arrastrando los pies, con gorro de terciopelo calado hasta las orejas, y la capa de andar por casa, bastante más vieja que la que usaba para salir. El uso continuo de esta prenda, aun más allá del cuarenta de mayo, se explica por su aborrecimiento de estufas y braseros que, según él, son la causa de tanta mortandad. Como no estaba embozado, pudo Benina observar que traía cuellos y puños limpios, y gruesa cadena de reloj, galas que sin duda respondían a la etiqueta del aniversario. Con un inconmensurable pañuelo de cuadros se limpiaba la continua destilación de ojos y narices; después se sonó con estrépito dos o tres veces, y viendo a Benina en pie, la mandó sentar con un gesto, y él ocupó gravemente su sitio en el sillón, compañero de la mesa, el cual era de respaldo alto y tallado, al modo de sitial de coro. Benina descansó en el filo de una silla, como todo lo demás, de roble con blando asiento de terciopelo verde.

- Pues la he llamado a usted para decirle...

Pausa. La cabeza de don Carlos hallábase afectada de un crónico temblor nervioso, movimiento lateral como el que usamos para la denegación. Este tic se acentuaba o era casi imperceptible, según los grados de excitación del individuo.

- Para decirle...

Otra pausa, motivada por un golpe de destilación. don Carlos se limpió los ojos ribeteados de rojo, y se frotó la recortada barba, la cual no tenía más razón de ser que la pereza de afeitarse. Desde la muerte de su esposa, el buen señor, que sólo por ella y para ella se rapaba la cara, quiso añadir a tantas demostraciones de duelo el luto de su rostro, dejándolo cubrir, como de una gasa, de pelos blancos, negros y amarillos.

- Pues para decirle a usted que lo que le pasa a la Francisca, y el encontrarse ahora en condición tan baja, es por no haber querido llevar cuentas. Sin buen arreglo, no hay riqueza que no venga a parar en la mendicidad. Con orden, los pobres se hacen ricos. Sin orden, los ricos...

BeninaBajoArco- Paran en pobres, sí, señor, -dijo humildemente Benina, que, aunque ya sabía todo aquello, quiso recibir la máxima como si fuera descubrimiento reciente de don Carlos.

- Francisca ha sido siempre una mala cabeza. Bien se lo decíamos mi señora y yo: «Francisca, que te pierdes, que te vas a ver en la miseria», y ella... tan tranquila. Nunca pudimos conseguir que apuntara sus gastos y sus ingresos. ¿Hacer ella un número? Antes la mataran. Y el que no hace números, está perdido. ¡Con decirle a usted que no supo jamás lo que debía, ni en qué fecha vencían los pagarés!

- Verdad, señor, mucha verdad -dijo Benina suspirando, en expectativa de lo que don Carlos le daría después de aquel sermón...

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… Y cogió un libro, y después otro, y los fue mostrando a la Benina, que se acercó para ver tanta maravilla numérica.

- Fíjese usted. Aquí apunto el gasto de la casa, sin que se me pase nada, ni aun los cinco céntimos de una caja de fósforos; los cuartos del cartero, todo, todo... En este otro chiquitín, las limosnas que hago y lo que empleo en sufragios. Limosnas diarias, tanto. Limosnas mensuales, cuánto. Después lo paso todo al Mayor, donde se puede saber, día por día, lo que gasto, y hacer el balance... Usted calcule: si Francisca hubiera hecho balance, no estaría como está.

- Cierto, señor, muy cierto. Y yo le digo a la señora que haga balance, que lleve todo por apuntación, lo que entra como lo que sale. Mas ella, como ya no es niña, no puede apencar por la buena costumbre. Pero es un ángel, señor, y no hay que reparar en si apunta o no apunta para socorrerla.

- Nunca es tarde para entrar por el aro, como quien dice. Yo le aseguro a usted que si hubiera visto en Francisca siquiera intenciones o deseos de llevar sus cuentas en regla, le hubiera prestado... prestar no, le hubiera facilitado medios de llegar a la nivelación. Pero es una cabeza destornillada; convenga usted conmigo en que es una cabeza destornillada.

- Sí, señor, convengo en ello.

- Y se me ha ocurrido... para eso la he llamado a usted... se me ha ocurrido que el mejor donativo que puedo hacer a esa desgraciada es este.

Diciéndolo, don Carlos cogió un libro largo y estrecho, nuevecito, y lo puso delante de sí para que Benina lo cogiera. Era una agenda.

- Vea usted -dijo el buen señor hojeando el libro-: aquí están todos los días de la semana. Fíjese bien: a un lado, la columna del Debe; a otro, la del Haber. Vea cómo en los gastos se marcan los artículos: carbón, aceite, leña, etc... Pues ¿qué trabajo cuesta ir poniendo aquí lo que se gasta, y en esta otra parte lo que ingresa?

- Pero si a la señora no le ingresa nada.

- ¡Caramelos! -exclamó Trujillo dando una palmada sobre el libro-. Algo habrá, porque su poco de consumo hacen ustedes, y para ese consumo alguna cantidad, corta o larga, chica o grande, han de tener. Y lo que usted saca de las limosnas, ¿por qué no ha de anotarse? Vamos a ver, ¿por qué no ha de anotarse?.

Benina le miró entre colérica y compadecida. Pero más pudo la ira que la lástima, y hubo un momento, un segundo no más, en que le faltó poco para coger el libro y estampárselo en la cabeza al señor don Carlos. Conteniendo su furor, y para que el monomaníaco de la contabilidad no se lo conociera, le dijo con forzada sonrisa:

- De modo que el señor apunta las perras que nos da a los pobres de San Sebastián.

- Día por día -replicó el anciano con orgullo, moviendo más la cabeza-. Y puedo decirle a usted, si quiere saberlo, lo que he dado en tres meses, en seis, en un año.

Pencil-sharpener- No, no se moleste, señor -indicó Benina, sintiendo otra vez ganas de darle un papirotazo-. Llevaré el libro, si usted quiere. La señora se lo agradece mucho, y yo también. Pero no tenemos pluma ni lápiz para un remedio.

- Todo sea por Dios. ¿En qué casa, por pobre que esté, no hay recado de escribir? Se ofrece echar una firma, tomar una cuenta, apuntar un nombre o señas de casa para que no se olviden... Tome usted este lápiz, que ya está afilado, y lléveselo también, y cuando se le gaste la punta, se la saca usted con el cuchillo de la cocina...

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Del Capítulo XII

«El demontre del viejo -se decía la señá Benina, metiéndose a buen andar por la calle de las Urosas-, no puede hacer más que lo que le manda su natural. Válgate Dios: si cosas muy raras cría Nuestro Señor en el aquel de plantas y animales, más raras las hace en el aquel de personas. No acaba una de ver verdades que parecen mentiras... En fin, otros son peores que este don Carlos, que al cabo da algo, aunque sea por cuenta y apuntación... Peores los hay, y tan peores... que ni apuntan ni dan... El cuento es que con estos dos duros no se me arregla el día, porque quiero devolverle a Almudena el suyo, que bueno es tener con él palabra. Vendrán días malos, y él me servirá... Me quedan veinte reales,  de los cuales habré de dar parte a la niña, que está pereciendo, y lo demás para comer hoy, y... Tendré que decirle a la señora que su pariente no me ha dado más que el libro de cuentas, con el cual y el lápiz pondremos un puchero que será muy rico... caldo de números y substancia de imprenta...

Dirigiose allá, y en la calle de la Encomienda se encontraron: «Hijo, en tu busca iba -le dijo la Benina cogiéndole por el brazo-. Aquí tienes tu duro. Ya ves que sé cumplir.

- Amri, no tener priesa.

- No te debo nada... Y hasta otra, Almudenilla, que días vendrán en que yo carezca y tú me sirvas, como te serviré yo viceversa... ¿Vienes del café?

- Sí, y golvier si querer tú migo. Convidar tigo.

Asintió Benina al convite, y un rato después hallábanse los dos sentaditos en el café económico, tomándose sendos vasos de a diez céntimos. El local era una taberna retocada, con ridículas elegancias entre pueblo y señorío; dorados…

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… charlaron extensamente, corriéndose luego a considerar, verbigracia, el sinnúmero de pobres que podrían ser felices con toda aquellaguita, que a don Carlos le venía tan ancha, pues descontando una parte para sus hijos, quede natural debían poseerlo, con lo demás se apañarían tantos y tantos que andan por estas calles de Dios ladrando de hambre. Pero como ellos no habían de arreglarlo a su gusto, más cuenta les tenía no pensar en tal cosa, y buscarse cada cual su mendrugo de pan como pudiera, hasta que viniese la muerte y después Dios a dar a cada uno su merecido. Por fin, con extraordinaria gravedad  y tono de convicción profunda, Almudena dijo a su amiga que todos los dinerales de don Carlos podían ser de ella, si quisiera.

. ¿Míos? ¿Has dicho que todo lo de don Carlos puede ser mío? Tú estás loco, Almudenilla.

- Tudo tuya... por la bendita luz. Si no creer mí, priebar tú y ver.

- Vuélvemelo a decir: que todo el dinero de don Carlos puede ser mío, ¿cuándo?

- Cuando querer ti.

- Lo creeré, si me explicas cómo ha de ser ese milagro.

- Mí sabier cómo...Dicir ti secreto.

- Y si tú puedes hacer que todo el caudal de ese viejo loco, un suponer, pase a ser de otra persona, ¿por qué te conformas con la miseria, por qué no lo coges para ti?.

AlmudenaYBeninaTeatroReplicó a esto Almudena que la persona que hiciera el milagro, cuyo secreto él poseía, había de tener vista. Y el milagro era seguro, por la bendita luz; y si ella dudaba, no tenía más que probarlo, haciendo puntualmente todo cuanto él le dijera.

Siempre fue Benina algo supersticiosa, y solía dar crédito a cuantas historias sobrenaturales oía contar; además, la miseria despertaba en ella el respeto de las cosas inverosímiles y maravillosas, y aunque no había visto ningún milagro, esperaba verlo el mejor día. Un poco  de superstición, un mucho de ansia de fenómenos estupendos y nunca vistos, y otro tanto de curiosidad, la impulsaron a pedir al marroquí explicaciones concretas de su ciencia o arte de magia, pues esto había de ser seguramente. Díjole el ciego que todo consistía en saber el arte y modo de pedir lo que se quisiera a un ser llamado Samdai.

- ¿Y quién es ese caballero?

- El Rey de baixo terra.

- ¿Cómo? ¿Un Rey que está debajo de la tierra? Pues el diablo será.

- Diablo no: Rey bunito.

- ¿Eso es cosa de tu religión? ¿Tú qué religión tienes?

- Ser eibrío.

- Vaya por Dios -dijo Benina, que no había entendido el término-. ¿Y a ese Rey le llamas tú, y viene?

- Y dar ti tuda que pedir él.

- ¿Me da todo lo que le pida?

- Siguro.

La convicción profunda que Almudena mostraba hizo efecto en la infeliz mujer, quien, después de una pausa en que interrogaba los ojos muertos de su amigo y su frente amarilla lustrosa, rodeada de negros cabellos, saltó diciendo:

- ¿Y qué se hace para llamarlo?

Yo diciendo ti.

- ¿Y no me pasa nada por hacerlo?

- Naida.

- ¿No me condeno, ni me pongo mala, ni me cogen los demonios?

- No.

- Pues ve diciendo; pero no engañes, no engañes, te digo.

- N'gañar no ti...

- ¿Podemos hacerlo ahora?

- No: hacirlo a las doce del noche.

- ¿Tiene que ser a esa hora?

- Sigurosiguro...

-¿Y cómo salgo yo de casa a media noche?... Amos, déjame a mí de pamplinas. Verdad que podría decir, un suponer, que se ha puesto malo don Romualdo y tengo que velarlo... Bueno: ¿qué hay que hacer?

CandilDeBarro- N'cesitas cosas mochas. Comprar tú cosas. Lo primiero candil de barro. Pero comprarlo has tú sin hablar paliabra.

- Me vuelvo muda.

- Muda tú... Comprar cosa... y si hablar no valer.

- Válgate Dios... Pues bueno: compro mi candil de barro sin chistar, y luego...».

Almudena ordenó después que había de buscar una olla de barro con siete agujeros, con siete nada más, todo sin hablar, porque si hablaba no valía. ¿Pero dónde demontres estaban esas ollas con siete agujeros? A esto replicó el ciego que en su tierra las había, y que aquí podían suplirse con los tostadores que usan las castañeras, buscando el que tuviese sietebujeros, ni uno más ni uno menos.

- ¿Y ello ha de comprarse también sin hablar?

- Sin hablando naida».

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Luego era forzoso procurarse un palo de carrash, madera de África, que aquí llaman laurel. Un vendedor de garrotes, en el primer tinglado cabe las Américas, lo tenía. Había que comprárselo sin pronunciar palabra. Bueno: pues reunidas estas cosas, se pondría el palo al fuego hasta que se prendiera bien... Esto había de ser el viernes a las cinco en punto. Si no, no valía. Y el palo estaría ardiendo hasta el sábado, y el sábado a las cinco en punto se le metía en el agua siete veces, ni una más ni una menos.

- ¿Todo callandito?

- Hablar naidanaida.

Luego se vestía el palo con ropas de mujer, como una muñeca, y bien vestidito se le arrimaba a la pared, poniéndole derecho, amos, en pie. Delante se colocaba el candil de barro, encendido con aceite, y se le tapaba con la olla, de modo que no se viese más luz que la que saldría por los siete bujeros, y a corta distancia se  ponía la cazuela con lumbre para echar los sahumerios, y se empezaba a decir la oración una y otra vez con el pensamiento, porque hablada no valía. Y así se estaba la persona, sin distraerse, sin descuidarse, viendo subir el humo del benjuí, y mirando la luz de los siete agujeros, hasta que a las doce...

- ¡A las doce! -repitió  sobresaltada-. ¡Y al dar las doce campanadas viene... sale, se me aparece!...

- El Rey debaixo terra: pedir tú lo quequierer, y darlo ti él.

- Almudena, ¿tú crees eso? ¿Cómo es posible quee se señor, sin más que las cirimoniasq ue has contado, me dé a mí lo que ahora es de don Carlos Trujillo?

- Verlo tú, si queriendo.

- Pero con tanto requesito, si una se descuida un poco, o se equivoca en una sola palabra del rezo mental...

- Tener tú cuidado mocha.

- ¿Y la oración?

- Mi enseñarla ti; dicir tú: Semá Israel Adonai Elohino Adonai Ishat...

- Calla, calla: en la vida digo yo eso sin equivocarme. Como no sea castellano neto yo no atino... Y también te aseguro que tengo mieditis de esas suertes de brujería... quita, quita... Pero ¡ah! ¡si fuera verdad, qué gusto, cogerle  a ese zorroloco de don Carlos todo su dinero... amos, la mitad que fuera, para repartirlo entre tantos pobrecitos que perecen de hambre!... Si se pudiera hacer la prueba, comprando los cacharros y el palitroque sin hablar, y luego...

 
Galdos1000Ptas

Del Capítulo XVI

- ¿Pero tú ves algo, Almudena? -le preguntó Cuarto e kilo.

-Ver mí burtos ellos».

Explicó que distinguía las masas de obscuridad en medio de la luz: esto por lo tocante a las cosas del mundo de acá. Pero en lo de los mundos misteriosos que se extienden encima y debajo, delante y detrás, fuera y dentro del  nuestro, sus ojos veían claro, cuando veían,mismo como vosotras ver migo. Bueno: pues se le aparecieron dos ángeles, y como no era cosa de aparecérsele para no decir nada, dijéronle que venían de parte del Rey de baixo terra con una embajada para él. El señor Samdai tenía que hablarle, para lo cual era preciso que se fuese mi hombre al Matadero por la noche, que estuviese allí quemando ilcienso, y rezando en medio de los despojos de reses y charcos de sangre, hasta las doce en punto, hora invariable de la entrevista. No hay que añadir que los ángeles se marcharon con viento fresco en cuanto dieron conocimiento de su mensaje a Mordejai, y este cogió sus trebejos de sahumar, la pipa, la ración de cáñamo en un papel, y se fue caminito del Matadero: el largo plantón que le esperaba, se le haría menos aburrido fumando.

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Allí se estuvo, sentado en cuclillas, aspirando los vahos olorosos del sahumerio, y fumando pipa tras pipa, hasta que llegó la hora, y lo primerito que vio fue un par de perros, más grandes que el cameiobrancos, con ojos de fuego. Él, Mordejaimocha medo, un medo que le quitaba el respirar. Vino después un arregimiento de jinetes con mucho cantorio, galas mochas; luego empezó a caer lluvia espesísima de arena y piedras, tanto, tanto, que se vio  enterrado hasta el pescuezo... y no respiraba. Cada vez más medo... Por encima de toda aquella escoria pasó velocísimo otro escuadrón de jinetes, dando al viento los blancos alquiceles, y sin cesar disparando tiros. Siguió un diluvio de culebras y alcranes, que caían silbando y enroscándose. El pobre ciego se moría demedo, sintiéndose envuelto en la horrorosa nube de inmundos animales... Pero luego vinieron hombres y mujeres a pie, en pausada procesión, todos con blancas vestiduras, llevando en la mano canastillas y bateas de oro, y pisando sobre flores, pues en rosas y azucenas se habían convertido mágicamente las serpientes y alacranes, y en olorosas ramas de menta y laurel todo aquel material llovido de arena cálida y puntiagudos guijarros.

BeninaYAlmudenaPara no cansar, apareció por fin el Rey, hermoso, con humana y divina hermosura, barba larga y negra, aretes en las orejas, corona de oro que parecía tener por pedrería el sol, la luna y las estrellas. Verde era su traje, que por lo fino debía de ser obra de unas arañas muy pulidas que en los profundos senos de la tierra tejen con hebras de fuego. El séquito de Samdai era tan vistoso y brillante que deslumbraba. Como le preguntara la Petra si no venía también Su Majestad la Reina, quedose un momento parado el narrador, recordando, y al fin dio cuenta de que vido también a la señora del Rey, pero con la cara muy tapada, como la luna entre nubes, y por esta razón Mordejai no pudo distinguirla bien. La Soberana vestía de amarillo, de un color así como nuestros pensamientos cuando estamos entre alegres y tristes. Expresaba esto el ciego con dificultad, supliendo las torpezas de su lenguaje con el juego fisonómico de la convicción, y los mohines y gestos elocuentes.

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Total: que a una orden del Rey le fueron poniendo delante todas aquellas bateas y canastos de oro que traían las mujeres de blanco vestidas. ¿Qué era?Pieldrasde diversas clases, mochasmochas, que pronto formaron montones que no cabrían en ninguna casa: rubiles como garbanzos, perlas del tamaño de huevos de paloma, tudastudas grandes, diamanta fina en tal cantidad, que había para llenar de ellos sacos mochas, y con los sacos un carro de mudanzas; esmeraldas como nueces y trompacios como poño mío...

Oían esto las tres mujeres embobadas, mudas, fijos los ojos en la cara del ciego, entreabiertas las bocas. Al comienzo de la relación, no se hallaban dispuestas a creer, y acabaron creyendo, por estímulo de sus almas, ávidas de cosas gratas y placenteras, como compensación de la miseria bochornosa en que  vivían. Almudena ponía toda su alma en su voz, y con la lengua hablaban todos los pliegues movibles de su cara, y hasta los pelos de su barba negra. Todo era signos, jeroglífico descifrable, oriental escritura que los oyentes entendían sin saber por qué. El fin de la espléndida visión fue que el Rey le dijo al bueno de Mordejai que de las dos cosas que deseaba, riquezas y mujer, no podía darle más que una; que optase entre las pedrerías de gran valor que delante miraba, y con las cuales gozaría de una fortuna superior a la de todos los soberanos de la tierra, y una mujer buena, bella y laboriosa, joya sin duda tan rara que no se podía encontrar sino revolviendo toda la tierra. Mordejai no vaciló un momento en la elección, y dijo a Su Majestad de baixo terra, que para nada quería tanta pedrería por fanegas, si no le daban muquier... «Querer mi ella... gustar mí muquier, y sin muquier migo, no querer pieldras finas, ni diniero nin aida».

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Señalole entonces el Rey una hembra que bien envuelta en un manto que la tapaba toda, el rostro inclusive, iba por el camino, y le dijo que aquella era la suya, y que la siguiese hasta cogerla o más bien cazarla, pues a paso muy ligero iba la condenada. Y dicho esto por el Rey, se dignó Su Majestad desaparecerse, y con él se fueron todos los de su comitiva, y los  arregimientos y las señoras de blanco, y tudo,tudo, no quedando más que un olor penetrante del ilcienso, y los ladridos de los dos perrazos que se iban perdiendo en las lontananzas de la noche fría, cual si despavoridos huyeran hacia los montes. Tres meses estuvo enfermo Mordejai después de este singular suceso, y no comía más que agua y harina de cebada sin sal. Quedose tan flaco que se contaba al tacto todos los huesos, sin que se le escapara uno en la cuenta. Por fin, arrastrándose como pudo, emprendió su camino por toda la grandeza del mundo en busca de la mujer que, según dicho del divino Samdai, era suya.

Y no la encontraste hasta tantismos años de correr, y se llamaba Nicolasa -dijo la Petra, queriendo ayudar al biógrafo de sí mismo.

-¿Tú qué saber? No ser Nicolasa.

-Entonces será la señora-apuntó la Diega, señalando no sin cierta impertinencia a la pobre Benina, que no chistaba.

-¿Yo?... ¡Jesús me valga! Yo no soy ninguna tarascona que anda por los caminos»…

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Del Capítulo XV

El largo descanso en el café le permitió recorrer como una exhalación la distancia entre el Rastro y la calle de la Cabeza, donde vivía la señorita Obdulia, a quien deseaba visitar y socorrer antes de irse a casa, pues era indudable que a la niña correspondía la mitad, perra más o menos, de uno de los duros de don Carlos. A las  doce menos cuarto entraba en el portal, que por lo siniestro y húmedo parecía la puerta de una cárcel. En lo bajo había un establecimiento de burras de leche, con borriquitas pintadas en la muestra, y dentro vivían, sin aire ni luz, las pacíficas nodrizas de tísicos, encanijados y catarrosos. En la portería daban asilo a un conocido de Benina, el ciego Pulido, que era también punto fijo en San Sebastián. Con él y con el burrero charló un rato antes de subir, y ambos le dieron dos noticias muy malas: que iba a subir el pan y que había bajado mucho la Bolsa, señal lo primero de que no llovía, y lo segundo de que estaba al caer una revolución gorda, todo porque los artistas pedían las ocho horas y los amos no querían darlas. Anunció el burrero con profética gravedad que pronto se quitaría todo el dinero metálico y no quedaría más que papel, hasta para las pesetas, y que echarían nuevas contribuciones,inclusive, por rascarse y por darse de quién a quién los buenos días. Con estas malas impresiones subió Benina la escalera, tan descansada como lóbrega, con los peldaños en panza, las paredes desconchadas, sin que faltaran los letreros de carbón o lápiz garabateados junto a las puertas de cuarterones, por cuyo quicio inferior asomaba el pedazo de estera, ni los faroles sucios que de día semejaban urnas de santos. En el primer piso, bajando del cielo, con vecindad de gatos y vistas magníficas a las tejas y buhardillones, vivía la señorita Obdulia; su casa, por la anchura de las habitaciones destartaladas y frías, hubiera parecido convento, a no ser por la poca elevación de los techos, que casi se cogían con la mano. Esteras y alfombras allí eran tan desconocidas, como en el Congo las levitas y chisteras; sólo en lo que llamaban gabinete había un pedazo de fieltro raído, rameado de azul y rojo, como de dos varas en cuadro. Los muebles de baratillo declaraban con sus chapas rotas, sus patas inválidas, sus posturas claudicantes, el desastre de sus infinitas peregrinaciones en los carros de mudanza…

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ZeusamalteaPoussin… Gracias a esta divina facultad, se daba el caso de que ni siquiera advirtiesen, en muchas ocasiones, sus enormes desdichas, pues cuando se veían privados absolutamente de los bienes positivos, sacaban de la imaginación el cuerno de Amaltea, y lo agitaban para ver salir de él los bienes ideales. Lo extraño era que el señor de Ponte Delgado, con tener tres veces lo menos la edad de Obdulia, casi la superaba en poder imaginativo, pues en la declinación de la vida, se renovaban en él los aleteos de la infancia.

Don Frasquito era lo que vulgarmente se llama un alma de Dios. Su edad no se sabía, ni en parte alguna constaba, pues se había quemado el archivo de la iglesia de Algeciras donde le bautizaron. Poseía el raro privilegio físico de una conservación que pudiera competir con la de las momias de Egipto, y que no alteraban contratiempos ni privaciones. Su cabello se conservaba negro y abundante; la barba, no; pero con un poco de betún casi armonizaban una con otro. Gastaba melenas, no de las románticas,  desgreñadas y foscas, sino de las que se usaron hacia el 50, lustrosas, con raya lateral, los mechones bien ahuecaditos sobre las orejas. El movimiento de la mano para ahuecar los dos mechones y modelarlos en su sitio, era uno de esos resabios fisiológicos, de segunda naturaleza, que llegan a ser parte integrante de la primera. Pues con su melenita de cocas y su barba pringosa y retinta, el rostro de Frasquito Ponte era de los que llaman aniñados, por no sé qué expresión de ingenuidad y confianza que veríais en su nariz chica, y en sus ojos que fueron vivaces y ya eran mortecinos. Miraban siempre con ternura, lanzando sus rayos de ocaso melancólico en medio de un celaje de lagrimales pitañosos, de pestañas ralas, de párpados rugosos, de extensas patas de gallo. Dos presunciones descollaban entre las muchas que constituían el orgullo de Ponte Delgado, a saber: la melena y el pie pequeño. Para las mayores desdichas, para las abstinencias más crueles y mortificantes, tenía resignación; para llevar zapatos muy viejos o que desvirtuaran la estructura perfecta y las lindas proporciones de sus piececitos, no la tenía, no.

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Del Capítulo XXI

En el momento de entrar Benina, acababan un juego, y antes de echar otra mano, el hijo de Doña Paca tiró sobre la mesa los asquerosos naipes, que en mugre competían con las manos de los jugadores; se levantó tambaleándose, y con media lengua y finura desconcertada, de la que suelen emplear los borrachos, ofreció a la criada de su suegra un vaso de vino.

- Quite allá, señorito, yo ya he bebido... Se agradece...- -dijo la anciana, rechazando el vaso.

Pero tan pesado se puso el señorito, y con tal insistencia le coreaban los demás pidiendo que bebiese la señora, que esta tuvo miedo, y tomó la mitad del contenido del vaso pegajoso. No quería ponerse a mal con aquella gentuza, por lo que pudiera tronar, y sin perder tiempo ni meterse en dimes y diretes con el vicioso Luquitas, por el abandono en que a su mujer tenía, se fue derecha a su objeto:

LaPitusa-  ¿Y no está por aquí la Pitusa?

- A quí está para servirla -dijo una mujer escuálida, saliendo por estrecha puertecilla, bien disimulada entre los estantes llenos de botellas y garrafas que había detrás del mostrador. Como grieta que da paso al escondrijo de una anguila, así era la puerta, y la mujer el ejemplar más flaco, desmedrado y escurridizo que pudiera encontrarse en la fauna a que tales hembras pertenecen. Tan flaco era su rostro, que al verlo de perfil podría tenérsele por construido de chapa, como las figuras de las veletas. En su cuello no cabían más costurones, y en una de sus orejas el agujero del pendiente era tan grande, que por él se podría meter con toda holgura un dedo. Los dientes mellados y negros, las cejas calvas, las pestañas pitañosas, los ojos tiernos, de mirada de lince, completaban su fisonomía. Del cuerpo no he de decir sino que difícilmente se encontrarían formas más exactamente comparables a las de un palo de escoba vestido, o, si se quiere, cubierto de trapos de fregar suelos; de los brazos y manos, que al gesticular parecía que azotaban, como los tirajos de un zorro que quisiera limpiar el polvo a la cara del interlocutor; de su habla y acento, que sonaban como si estuviera haciendo gárgaras, y aunque parezca extraño, diré también, para dar completa idea de la persona, que de todas estas exterioridades desapacibles se desprendía un cierto airecillo de afabilidad, un moral atractivo, por lo que termino asegurando que la Pitusa no era antipática ni mucho menos…

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Del Capítulo XXII

… -Pero dígame: ¿es soñado lo que me cuenta o es verdad?

- Espérate, mujer. Venían esos dos señores, don Francisco y don José María, médico el uno, el otro secretario del Ayuntamiento... pues venían a decirme que el García de los Antrines, tío carnal de mi Antonio, les había nombrado testamentarios...

-Ya...

- Y que... la cosa es clara... como no tenía el tal sucesión directa, nombraba herederos...

- ¿A quién?

- Ten calma, mujer... Pues dejaba la mitad de sus bienes a mis hijos Obdulia y Antoñito, y la otra mitad a Frasquito Ponte. ¿Qué te parece?

- Que a ese bendito señor debían de hacerle santo.

- Dijéronme don Francisco y don José María que hace días andaban buscándome para darme conocimiento de la herencia, y que preguntando aquí y acullá, al fin averiguaron las señas de esta casa... ¿por quién dirás? por el sacerdote don Romualdo, propuesto ya para obispo, el cual les dijo también que yo había recogido al señor de Ponte... «De modo -me dijeron echándose a reír-, que al venir a ofrecer a usted nuestros respetos, señora mía, matamos dos pájaros de un tiro

MiserIngles- Pero vamos a cuentas: todo eso es, como quien dice, soñado.

-Claro: ¿no has oído que me quedé dormida en el sillón?... Como que esos dos señores que estuvieron a visitarme, se murieron hace treinta años, cuando yo era novia de Antonio... figúrate... y García de los Antrines era muy viejo entonces. No he vuelto a saber de él... Pues sí, todo ha sido obra de un sueño; pero tan a lo vivo que aún me parece que les estoy mirando... Te lo cuento para que te rías... no, no es cosa de risa, que los sueños...

- Los sueños, los sueños, digan lo que quieran -manifestó Nina-, son también de Dios; ¿y quién va a saber lo que es verdad y lo que es mentira?

- Cabal... ¿Quién te dice a ti que detrás, o debajo, o encima de este mundo que vemos, no hay otro mundo donde viven los que se han muerto?... ¿Y quién te dice que el morirse no es otra manera y forma de vivir?...

- Debajo, debajo está todo eso -afirmó la otra meditabunda-. Yo hago caso de los sueños, porque bien podría suceder, una comparanza, que los que andan por allá vinieran aquí y nos trajeran el remedio de nuestros males. Debajo de tierra hay otro mundo, y el toque está en saber cómo y cuándo podemos hablar con los vivientes soterranos. Ellos han de saber lo mal que estamos por acá, y nosotros soñando vemos lo bien que por allá lo pasan... No sé si me explico... digo que no hay justicia, y para que la haiga, soñaremos todo lo que nos dé la gana, y soñando, un suponer, traeremos acá la justicia.

Contestó doña Paca con una sarta de suspiros sacados de lo más hondo de su pecho, y Benina se lanzó, con fiebre y tenacidad de idea fija, a pensar nuevamente en el maravilloso conjuro. Trasteando sin sosiego en la cocina, con los ojos del alma, no veía más que el cazuelo de los siete bujeros, el palo de laurel, vestido, y la oración... ¡demontres de oración! ¡Esto sí que era difícil!

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Del Capítulo XXIII

… Sentáronse los dos. Almudena, dando resoplidos, se limpió el copioso sudor de su frente. Benina no le quitaba los ojos, atenta a sus movimientos, pues no las tenía todas consigo, viéndose sola con el enojado marroquí en lugar tan solitario. «A ver... amos... a ver por qué soy tan mala y tan engañadora. ¿Por qué?

Poique ti n'gañarmí. Yo quiriendo ti, tú quirier otro... Sí, sí... Señor bunitocabaiero galán... ti queriendo él... Enfermo él casa Comadreja... tú llevar casa tuya él... quirido tuyo... quirido... rico él,  señorito él...

-¿Quién te ha contado esas papas, Almudena? -dijo la buena mujer echándose a reír con toda su alma.

-No negar tú cosa... Tu n'fadar mí; riyendo tú mí...».

Al expresarse de este modo, poseído de súbito furor, se puso en pie, y antes de que Benina pudiera darse cuenta del peligro que la amenazaba, descargó sobre ella el palo con toda su fuerza. Gracias que pudo la infeliz salvar la cabeza apartándola vivamente; pero la paletilla, no. Quiso ella arrebatarle el palo; pero antes de que lo intentara recibió otro estacazo en el hombro,   y un tercero en la cadera... La mejor defensa era la fuga. En un abrir y cerrar de ojos, se puso la anciana a diez pasos del ciego. Este trató de seguirla; ella le buscaba las vueltas; se ponía en lugar seguro, y él descargaba sus furibundos garrotazos en el aire y en el suelo. En una de estas cayó boca abajo, y allí se quedó cual si fuera la víctima, mordiendo la tierra, mientras la señora de sus pensamientos le decía:

«Almudena, Almudenilla, si te cojo, verás... ¡tontaina, borricote!...».

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      Del capítulo XXVIII

DibujoMisericordia… Díjole después el pobre viejo que se moría de hambre; que no había entrado en su boca, en tres días, más que un pedazo de bacalao crudo que le dieron en una tienda, y algunos corruscos de pan, que mojaba en la fuente para reblandecerlos, porque ya no tenía hueso en la boca. Desde el día de San José que quitaron la sopa en el Sagrado Corazón, no había ya remedio para él; en parte alguna encontraba amparo; el cielo no le quería, ni la tierra tampoco. Con ochenta y dos años cumplidos el 3 de Febrero, San Blas bendito, un día después de la Candelaria, ¿para qué quería vivir más ni qué se le había perdido por acá? Un hombre que sirvió al Rey doce años; que durante cuarenta y cinco había picado miles de miles de toneladas de piedra en esas carreteras de Dios, y que siempre fue bien mirado y puntoso, nada tenía que hacer ya, más que encomendarse al sepulturero para que le pusiera mucha tierra, mucha tierra encima, y apisonara bien. En cuantito que colocara a las dos criaturas, se acostaría para no levantarse hasta el día del Juicio por la tarde... ¡y se levantaría el último! Traspasada de pena Benina al oír la referencia de tanto infortunio, cuya sinceridad no podía poner en duda, dijo al anciano que la llevara a donde estaba la niña enferma, y pronto fue conducida a un cuarto lóbrego, en la planta baja de la casa grande de corredor, donde juntos vivían, por el pago de tres pesetas al mes, media docena de pordioseros con sus respectivas proles. La mayor parte de estos hallábanse a la sazón en , buscando la santa perra. Sólo vio Benina una vieja, petiseca y dormilona, que parecía alcoholizada, y una mujer panzuda, tumefacta, de piel vinosa y tirante, como la de un corambre repleto, con la cara erisipelada, mal envuelta en trapos de distintos colores. En el suelo, sobre un colchón flaco, cubierto de pedazos de bayeta amarilla y de jirones de mantas morellanas, yacía la niña enferma, como de seis años, el rostro lívido, los puños cerrados en la boca.

- Lo que tiene esta criatura es hambre -dijo Benina, que habiéndola tocado en la frente y manos, la encontró fría como el mármol…

- Puede que así sea, porque cosa caliente no ha entrado en nuestros cuerpos desde ayer.

No necesitó más la bondadosa anciana, para que se le desbordase la piedad, que caudalosa inundaba su alma; y llevando a la realidad sus intenciones con la presteza que era en ella característica, fue al instante a la tienda de comestibles...

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Del capítulo XXIX

MadridEnGaldósEs cosa averiguada que en aquella tercera excursión le salió al encuentro el anciano del  día anterior, que dijo llamarse Silverio, y con él iban, formados como en línea de batalla, otros míseros habitantes de aquellos humildes caseríos, llevando de intérprete al hombre despernado, que se expresaba con soltura, como si con esta facultad le compensara la Naturaleza por la horrible mutilación de su cuerpo. Y fue y dijo, en nombre del gremio de pordioseros allí presente, que la señora debía distribuir sus beneficios entre todos sin distinción, pues todos eran igualmente acreedores a los frutos de su inmensa caridad. Respondióles Benina con ingenua sencillez que ella no tenía frutos ni cosa alguna que repartir, y que era tan pobre como ellos. Acogidas estas expresiones con absoluta incredulidad, y no sabiendo el lisiado qué oponer a ellas, pues toda su oratoria se le había consumido en el primer discurso, tomó la palabra el viejo Silverio, y dijo que ellos no se habían caído de ningún nido, y que bien a la vista estaba que la señora no era lo que parecía, sino una dama disfrazada que, con trazas y pingajos de mendiga de punto, se iba por aquellos sitios para desaminar la verdadera pobreza y remediarla. Tocante a esto del disfraz no había duda, porque ellos la conocían de años atrás. ¡Ah! y cuando vino, la otra vez, la señora disfrazada, a todos les había socorrido igualmente. Bien se acordaban él y otros de la cara y modos de la tal, y podían atestiguar que era la misma, la misma que en aquel momento estaban viendo con sus ojos y palpando con sus manos.

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Confirmaron todos a una voz lo dicho por el octogenario Silverio, el cual hubo de añadir que por santa fue tenida la señora de antes, y por santísima tendrían a la presente, respetando su disfraz, y poniéndose todos de rodillas ante ella para adorarla. Contestó Benina con gracejo que tan santa era ella como su abuela, y que miraran lo que decían y volvieran de su grave error. En efecto: había existido años atrás una señora muy linajuda, llamada doña Guillermina Pacheco, corazón hermoso, espíritu grande, la cual andaba por el mundo repartiendo los dones de la caridad, y vestía humilde traje, sin faltar a la decencia, revelando en su modestia soberana la clase a que pertenecía. Aquella dignísima señora ya no vivía. Por ser demasiado buena para el mundo, Dios se la llevó al Cielo cuando más falta nos hacía por acá. Y aunque viviera, amos, ¿cómo podía ser confundida con ella, con la infeliz Benina? A cien leguas se conocía en esta a una mujer de pueblo, criada de servir. Si por su traje pobrísimo, lleno de remiendos y zurcidos, por sus alpargatas rotas, no comprendían ellos la diferencia entre una cocinera jubilada y una señora nacida de marqueses, pues bien pudiera esta vestirse de máscara, en otras cosas no cabía engaño ni equivocación: por ejemplo, en el habla. Los que oyeron la palabra de doña Guillermina, que se expresaba al igual de los mismos ángeles, ¿cómo podían confundirla con quien decía las cosas en lenguaje ordinario? Había nacido ella en un pueblo de , de padres labradores, viniendo a servir a Madrid cuando sólo contaba veinte años. Leía con dificultad, y de escritura estaba tan mal, que apenas ponía su nombre: Benina de Casia. Por este apellido, algunos guasones de su pueblo se burlaban de ella diciendo que venía de Santa Rita. Total: que ella no era santa, sino muy pecadora, y no tenía nada que ver con la doña Guillermina de marras, que ya gozaba de Dios. Era una pobre como ellos, que vivía de limosna, y se las gobernaba como podía para mantener a los suyos. Habíala hecho Dios generosa, eso sí; y si algo poseía, y encontraba personas más necesitadas que ella, le faltaba tiempo para desprenderse de todo... y tan contenta.

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No se dieron por convencidos los miserables, dejados de la mano de Dios, y alargando las suyas escuálidas, con afligidas voces pedían a Benina de Casia que les socorriese. Andrajosos y escuálidos niños se unieron al coro, y agarrándose   a la falda de la infeliz alcarreña, le pedían pan, pan. Compadecida de tantas desdichas, fue la anciana a la tienda, compró una docena de panes altos, y dividiéndolos en dos, los repartió entre la miserable cuadrilla. La operación se dificultó en extremo, porque todos se abalanzaban a ella con furia, cada uno quería recibir su parte antes que los demás, y alguien intentó apandar dos raciones. Diríase que se duplicaban las manos en el momento de mayor barullo, o que salían otras de debajo de la tierra. Sofocada, la buena mujer tuvo que comprar más libretas, porque dos o tres viejas a quienes no tocó nada, ponían el grito en el cielo, y alborotaban el barrio con sus discordes y lastimeros chillidos.

PtaToledoXIXYa se creía libre de tales moscones, cuando la llamó con roncas voces una mujer que llevaba en brazos a un niño cabezudo, monstruoso. Al punto en ella reconoció a la que había visto con la Burlada días antes, camino de la Puerta de Toledo. Pretendía la tal que Benina subiese con ella a un cuarto alto de la casa de corredor, donde le mostraría el más lastimoso cuadro que podría imaginarse. Prestose Benina a subir, porque más podía en ella siempre la piedad que la conveniencia, y por la escalera le explicaba la otra la situación de su desdichada familia. No era casada; pero por lo civil había tenido dos niños que se le habían muerto de garrotillo, uno tras otro, con diferencia de seis días. Aquel que llevaba, de cabeza deforme, no era suyo, sino de una compañera que andaba con un ciego de violín, borracha ella, y si a mano venía, tomadora. La que contaba estas tristezas llamábase Basilisa; tenía a su padre baldadito, de andar en el río cogiendo anguilas, con el agua hasta los corvejones; a su hermana Cesárea bizmada, de los golpes que le dio su querido, un silbante, un golfo, un rata, «a quien tiene usted toda la noche jugando al mus en cas del Comadreja, Mediodía Chica. ¿Conoce la señora ese establecimiento?

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Subieron, y en uno de los cuartos más estrechos del corredor alto, vio Benina el tremendo infortunio de aquella familia. El viejo reumático parecía loco; en la desesperación que le causaban  sus dolores, vociferaba, blasfemando, y Cesárea, de la inanición que la consumía, estaba como idiota, y no hacía más que dar azotes en las nalgas a un chico mocoso, lloricón, y que ponía los ojos en blanco de la fuerza de sus berridos y contorsiones…

No hizo caso la buena mujer, y siguió su camino; pero en la calle, o como quiera que se llame aquel espacio entre casas, se vio importunada por sinnúmero de ciegos, mancos y paralíticos, que le pedían con tenaz insistencia pan, o perras con qué comprarlo. Trató de sacudirse el molesto enjambre; pero la seguían, la acosaban, no la dejaban andar. No tuvo más remedio que gastarse en pan otra peseta y repartirlo presurosa. Por fin, apretando el paso, logró ponerse a distancia de la enfadosa pobretería, y se encaminó al vertedero donde esperaba encontrar al buen Mordejai. En el propio sitio del día anterior estaba mi hombre aguardándola ansioso; y no bien se juntaron, sacó ella de la cesta los víveres que llevaba, y se pusieron a comer. Mas no quería Dios que aquella mañana le saliesen las cosas a Benina conforme a su buen corazón y caritativas intenciones, porque no hacía diez minutos que estaban comiendo, cuando observó que en el camino, debajito del vertedero, se reunían gitanillos maleantes, alguno que otro lisiado de mala estampa, y dos o tres viejas desarrapadas y furibundas. Mirando al grupo idílico que en la escombrera formaban la anciana y el ciego, toda aquella gentuza empezó a vociferar. ¿Qué decían? No era fácil entenderlo desde arriba. Palabras sueltas llegaban... que si era santa de pega; que si era una ladrona que se fingía beata para robar mejor... que si era una lame-cirios y chupa-lámparas... En fin, aquello se iba poniendo malo, y no tardó en demostrarlo una piedra, ¡pim! lanzada por mano vigorosa, y que Benina recibió en la paletilla... Al poco rato, ¡pim, pam! otra y otras. Levantáronse ambos despavoridos, y recogiendo en la cesta la comida, pensaron en ponerse en salvo. La dama cogió por el brazo a su caballero y le dijo: «Vámonos, que nos matan».

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Del capítulo XXX

…  Mala tarde y peor noche pasaron, pensando en las dificultades y aprietos que de nuevo se les ofrecían, y a la siguiente mañana la infeliz mujer ocupaba su puesto en San Sebastián, pues no había otra manera de defenderse de tantas y tan complejas adversidades. Cada día mermaba su crédito, y las obligaciones contraídas en la calle de la Ruda, o en las tiendas de la calle Imperial, la abrumaban. Viose en la necesidad de salir también al pordioseo de tarde, y un ratito por la noche, pretextando tener que llevar un recado a la niña. En la breve campaña nocturna, sacaba escondido un velo negro, viejísimo, de doña Paca, para entapujarse la cara; y con esto y unos espejuelos verdes que para el caso guardaba, hacía divinamente el tipo de señora ciega vergonzante, arrimadita a la esquina de la calle de Barrionuevo, atacando con quejumbroso reclamo a media voz a todo cristiano que pasaba. Con tal sistema, y trabajando tres veces por día, lograba reunir algunos cuartos; mas no todo lo necesario para sus atenciones, que no eran pocas, porque Almudena se había puesto mal, y seguía en la caseta de las Pulgas. PlcioArzobispalNada cobraba el guarda-agujas por hospedaje del infeliz moro; pero había que llevar a este la comida. Obdulia no entraba en caja: era forzoso asistirla de medicamentos y caldos, pues los suegros se llamaban Andana, y no era cosa de mandarla al Hospital. Tenía, pues, sobre sí la heroica mujer carga demasiado fuerte; pero la soportaba, y seguía con tantas cruces a cuestas por la empinada senda, ansiosa de llegar, si no a la cumbre, a donde pudiera. Si se quedaba en mitad del camino, tendría la satisfacción de haber cumplido con lo que su conciencia le dictaba.

Por la tarde, pretextando compras, pedía en la puerta de San Justo, o junto al Palacio arzobispal; pero no podía entretenerse mucho, porque su tardanza no inquietara demasiado a la señora…

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Del capítulo XXXI

Quedose atónita la buena mujer, y no supo qué contestar. Por decir algo, expresó su agradecimiento al Sr. de Mayoral, que así nombraban al clérigo erudito, y añadió que ya había reconocido en el otro señor sacerdote al benéfico don Romualdo.

 - Ya le he dicho también -agregó Mayoral-, que es usted criada de una señora que vive en la calle Imperial, y prometió informarse de su comportamiento antes de recomendarla...».

Poco más dijo, y Benina llegó al mayor grado de confusión y vértigo de su mente, pues el sacerdote alto y guapetón que poco antes viera, concordaba con el que ella, a fuerza de mencionarlo y describirlo en un mentir sistemático, tenía fijo en su caletre. Ganas sintió de correr por la Cava Baja, a ver si le encontraba, para decirle: «Señor don Romualdo, perdóneme si le he inventado. Yo creí que no había mal en esto. Lo hice porque la señora no me descubriera que salgo todos los días a pedir limosna para mantenerla. Y si esto de aparecerse usted ahora con cuerpo y vida de persona es castigo mío, perdóneme Dios, que no lo volveré a hacer. ¿O es usted otro don Romualdo? Para que yo salga de esta duda que me atormenta, hágame el favor de decirme si tiene una sobrina bizca, y una hermana que se llama doña Josefa, y si le han propuesto para obispo, como se merece, y ojalá fuera verdad. Dígame si es usted el mío, mi don Romualdo, u otro, que yo no sé de dónde puede haber salido, y dígame también qué demontres tiene que hablar con la señora, y si va a darle las quejas porque yo he tenido el atrevimiento de inventarle»…

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…  Si lloraba la pobre postulante, no lloraba menos el cielo, concordando con ella en sombría tristeza, pues la llovizna que a caer empezó en el momento de la recogida, fue creciendo hasta ser copiosa lluvia, que la puso perdida de pies a cabeza. Las ropas de uno y otro mendigo chorreaban; el sombrero hongo de Almudena parecía la pieza superior de la fuente de los Tritones: poco le faltaba ya para tener verdín. El calzado ligero de Benina, destrozado por el mucho andar de aquellos días, se iba quedando a pedazos en los charcos y barrizales en que se metía. Cuando llegaron a , pensaba la anciana que mejor estaría descalza. «Amri -le dijo Almudena cuando traspasaban la triste puerta del Asilo Municipal-, no yorar ti... Aquí bien tigo migo... No yorar ti... contentado mí... Dar sopa, dar pan nosotras...».

CaratulaAlianzaEn su desolación, no quiso Benina contestarle. De buena gana le habría dado un palo. ¿Cómo había de hacerse cargo aquel vagabundo de la razón con que la infeliz mujer se quejaba de su suerte? ¿Quién, sino ella, comprendería el desamparo de su señora, de su amiga, de su hermana, y la noche de ansiedad que pasaría, ignorante de lo que pasaba? Y si le hacían el favor de soltarla al día siguiente, ¿con qué razones, con qué mentiras explicaría su larga ausencia, su desaparición súbita? ¿Qué podía decir, ni qué invento sacar de su fecunda imaginación? Nada, nada: lo mejor sería desechar todo embuste, revelando el secreto de su mendicidad, nada vergonzosa por cierto. Pero bien podía suceder que doña Francisca no lo creyese, y que se quebrantara el lazo de amistad que desde tan antiguo las unía; y si la señora se enojaba de veras, arrojándola de su lado, Nina se moriría de pena, porque no podía vivir sin doña Paca, a quien amaba por sus buenas cualidades y casi casi por sus defectos. En fin, después de pensar en todo esto, y cuando la metieron en una gran sala, ahogada y fétida, donde había ya como un medio centenar de ancianos de ambos sexos, concluyó por echarse en los brazos amorosos de la resignación, diciéndose: «Sea lo que Dios quiera. Cuando vuelva a casa diré la verdad; y si la señora está viva para cuando yo llegue y no quiere creerme, que no me crea; y si se enfada, que se enfade; y si me despide, que me despida; y si me muero, que me muera».

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Del capítulo XXXIV

Gracias a los cuidados de doña Paca, asistida de las chicas de la cordonera, pronto se repuso Ponte de aquella nueva manifestación de su mal,  y al anochecer, conversando con la dama rondeña, convinieron ambos en que don Romualdo Cedrón era un ser efectivo, y la herencia una verdad incuestionable. No obstante, entre la vida y la muerte estuvieron hasta el siguiente día, en que se les apareció por segunda vez la imagen del benéfico sacerdote, acompañado de un notario, que resultó antiguo conocimiento de doña Francisca Juárez de Zapata. Arreglado el asunto, previo examen de papeles, en lo que no hubo dificultad, recibieron los herederos de Rafaelito Antrines, a cuenta de su pensión, cantidad de billetes de Banco que a entrambos pareció fabulosa, por causa, sin duda, de la absoluta limpieza de sus respectivas arcas. La posesión del dinero, acontecimiento inaudito en aquellos tristes años de su vida, produjo en doña Paca un efecto psicológico muy extraño: se le anubló la inteligencia; perdió hasta la noción del tiempo; no encontraba palabras con qué expresar las ideas, y estas zumbaban en su cabeza como las moscas cuando se estrellan contra un cristal, queriendo atravesarlo para pasar de la obscuridad a la luz. Quiso hablar de su Nina, y dijo mil disparates. Como se oye un rumor de lejanas disputas, de las cuales sólo se perciben sílabas y voces sueltas, oía que Frasquito y los otros dos señores hablaban del asunto; creyó entender que la fugitiva parecería,   que ya se había encontrado el rastro, pero nada más... Los tres hombres estaban en pie, el notario junto a Cedrón. Chiquitín y con perfil de cotorra, parecía un perico que se dispone a encaramarse por el tronco de un árbol.

PlacaGaldós

Despidiéronse al fin los amables señores con ofrecimientos y cortesanías afectuosas, y solos la rondeña y el de Algeciras, se entretuvieron, durante mediano rato, en dar vueltas de una parte a otra de la casa, entrando sin objeto ni fin alguno, ya en la cocina, ya en el comedor, para salir al instante, cambiando alguna frase nerviosa cuando uno con otro se tropezaban. doña Paca, la verdad sea dicha, sentía que se le aguaba la felicidad por no poder hacer partícipe de ella a su compañera y sostén en tantos años de penuria. ¡Ah! Si Nina entrara en aquel momento, ¡qué gusto tendría su ama en darle la gran sorpresa, mostrándose primero muy afligida por la falta de cuartos, y enseñándole después el puñado de billetes! ¡Qué cara pondría! ¡Cómo se le alargarían los dientes! ¡Y qué cosas haría con aquel montón de metálico! Vamos, que Dios, digan lo que dijeren, no hace nunca las cosas completas. Así en lo malo como en lo bueno, siempre se deja un rabillo, para que lo desuelle el destino. En las mayores calamidades, permite siempre un suspiro; en las dichas que su misericordia concede, se le olvida siempre algún detalle, cuya falta lo echa todo a perder...

...

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