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 NANO, UN PERRO. EJERCICIO EN SEGUNDA PERSONA

 Autor:   Guillermo Arnal Dilla.

 Madrid. España.

 Publicado el 2 de Enero de 2014

 

 

           Tú Nano, acuático y azul y blanco del mar donde naciste, o donde viviste aquella exigua y hambrienta libertad de arena, sol y terrazas al viento. Libertad que late continuamente en tu corazón diminuto y vibrante allá donde te lleven esos seres extraños y amenazantes, esos bípedos mandones, lentos,  inconsecuentes, NanoCulleracaprichosos que poco entienden de tus instintos y de tus miedos; que nada entienden que llegues nervioso a esa terraza ya conocida pero llena de amenazas y espejismos. La amenaza de la tierra extranjera donde mora un rey blanco, enorme, peludo, aparentemente sedoso, pero fiero defensor de su territorio y hosco al extraño. Los espejismos de un horizonte en miniatura que invita a correr, ladrar, revolcarte en la tierra y sin embargo, nada es posible, acotado, como está, por muros insalvables y opacos; espejismos de verde y flor atrapados en vasos de arcilla y en jardineras donde no pueden enterrarse huesos y que hoy, además, se concentran en el centro como barreras de coral. Incapaces de entender que dudes y te alertes cuando al franquear la cristalera de esa terraza, lo primero tienes que enfrentar, Nano, es con un enorme bípedo que remueve un fuego y que te mira y que te nombra. Le conoces, es él, un figurante que a veces huele a hembra negra y otras a peligrosos caramelos envenenados con los que te quiere engatusar, atraerte. Y a veces no huele a nada cercano, ni cálido, olores y gestos que no terminan de vencer tu reparo inexpresable. A veces, sí, sientes su caricia, pero es una caricia posesiva, tendida desde demasiado alto, cargada con la dinamita con la que un día te rompieron las costillas. Nano, recuerda que cuando algo extraño cruza el aire, le ladras desde el centro de tu especie y ello, entonces, significa que no hay remedio posible.

 

 

Luego, Nano, buscas inquieto al morador blanco de aquella terraza, seguramente acechando en la sombra, y no le ves y tu sangre veloz de cazador valiente te lleva a marcar lo que no es tuyo, pero que tomarás prestado aquella tarde. Dejas tres marcas en triángulo. La primera, en una maceta grande y pintada, en la entrada, como advertencia para los intrusos; otra, al otro lado de la diagonal, sobre un rosal escueto y la tercera en la base de la L de la terraza, en unas plantas mustias a donde sí llega tu pata alzada para lograr mojar la arena.

 

 

Serpenteas, Nano, en zigzag, a saltitos, a velocidades distintas entre la insólita disposición, esa tarde, de la terraza, madera y tierra a la altura de tu nariz húmeda que no puede parar de vibrar buscando olores penetrantes, nuevos, de crisálidas y tierra removida, de raíces cortadas. Nano, pero no es tu mundo y rompes, en tu revoloteo indeterminado de mariposa color café, un canalón de riego, culebra negra que comienza a manar. Y lo que es, para ti, Nano, excepcional y divertido se convierte en incertidumbre cuando el bípedo macho que, a veces, sin motivo, por juego, te hace temblar y arrastrarte sumiso a sus pies, con un solo dedo, comienza a gritar, a intimidar y aunque no lo sientas dirigido a ti, sino que sea tu ama la diana de sus quejas, te duele lo mismo, porque ella es la única que comprende tus impulsos, tus deseos naturales, el mar que llevas dentro, Nano.

 

 

Ella, sí, ella, es la única que percibe como pierdes todos los demás sentidos abducido por los aromas fuertes, picantes, dulces, intolerables de la carne que ellos se reparten, gulosos, lejos de tu alcance, sobre la mesa inaccesible. Si, ella, la que te mira y se compadece de tus giros, retrocesos, avances, buscando una fisura en el círculo de la mesa que te permita romperlo y compartir con ellos, aunque fuese alzado sobre una silla diseñada para ellos, esa carne solo presentida por el olfato, pero cierta. La única que te permite que te atrevas, nublado ya por el deseo irresistible, a posar tus patas en el borde, ya también tú, Nano, bípedo como ellos, y suplicar con tu mirada hambrienta, lisonjera, un pedazo por favor, aunque siempre, llamada arcana, sin desechar utilizar tu milenaria capacidad de hurtar, al descuido, una presa.

 

 

Si, Nano, sabes que tu esfuerzo y persistencia casi siempre encuentra recompensa en ella. Cuando es así, a veces, inevitablemente humanizado, te sorprende un lejano sentimiento de gratitud y ¿es posible que, también, un atisbo extrañísimo de culpa? ¿Puede sentir eso un perro como tú? Quizás no. Pero lo podría parecer al verte cómo, ya en la noche, con Gatuchi aparecido ronroneando permisivo bajo otra silla, entrecierras los ojos, relajado a los pies del bípedo de voz tonante, y que adormecido por las sombras y la caída suave de la tarde, casi pareces entender, Nano, que esos bípedos no son tan distintos a ti y que también ellos dan vueltas, como tú antes, alrededor de un círculo, sí, y te duermes mientras ellos giran, giran y giran.

 

 

 

 

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