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Fragmentos de libros.   ARENAS MOVEDIZAS de Henning Mankell   Comienzo II

Acceso/Volver al COMIENZO I de este libro: Volver comienzo. Arenas movedizas
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

... Mi directora teatral de Maputo estaba de visita en Suecia. Manuela Soeiro, con la que llevaba treinta años trabajando. En realidad, era la primera reunión digna de tal nombre que celebrábamos en torno a la producción de otoño del año siguiente. Manuela se alojaba en casa de Eyvind, que iba a dirigir la versión de Hamlet a la que yo había estado dando vueltas prácticamente todos los años que llevaba trabajando en el Teatro Avenida

TeatroAvenidaMaputoHacía mucho tiempo que se me había ocurrido la idea de que en Hamlet había algo muy obvio como de cuento de reyes africanos. Shakespeare tenía algo «negro» que podíamos destacar. Lo cierto es que existe una historia casi idéntica que se desarrolla en el sur de África a lo largo del siglo XIX. Mi idea era que, al final, cuando todos están muertos y Fortimbrás entra en escena, es el hombre blanco, que aterriza para empezar a colonizar África en serio. De ahí que para mí fuera lógico que Fortimbrás concluyera la obra con el monólogo «ser o no ser».

Para montar Hamlet hay que contar con un actor que sea capaz de representar el papel tal y como uno aspira a que se represente. Ahora lo teníamos. Jorgihno lo conseguiría. Había madurado muchísimo en los últimos años y, además, era uno de los mejores de la compañía en lo que a tratamiento lingüístico se refería. Era algo así como ahora o nunca.

Mientras cruzaba la región de Halland, me alegraba pensando en el día que tenía por delante. Iba lleno de expectativas.

Aunque había una densa capa de nubes, las carreteras rumbo al sur estaban secas. Yo no circulaba a mucha velocidad, como suelo hacer. Pero había anunciado la hora de mi llegada y no quería anticiparme.

Henning Mankell Retrovisor
Imagen de Henning Mankell en un espejo retrovisor. Publiée le 2015-10-11 19:33:19 par marina53; www.babelio.com

Lo que sucedió fue muy rápido. Justo al norte de Laholm me paso al carril izquierdo para adelantar a un camión que va muy lento. En algún punto de la carretera hay un charco, quizá de aceite. El coche da un patinazo que soy incapaz de controlar. Me estrello contra la mediana. Es un choque frontal, salta el airbag. Pierdo el conocimiento unos segundos.

Y allí me quedo, en silencio. ¿Qué ha pasado? Compruebo que estoy bien. No tengo ninguna lesión, no sangro. Luego salgo del coche. Varios vehículos han parado y la gente se me acerca corriendo. Les digo que no pasa nada, que estoy bien.

Me voy al arcén y llamo a Eva. Cuando responde, procuro parecer tranquilo.

- Me oyes, ¿verdad? Y ves que estoy bien, ¿no?

- ¿Qué ha pasado? -me pregunta enseguida.

Le cuento el accidente. Le resto importancia a lo del coche contra la mediana. No hay ningún problema. Todavía no sé lo que va a pasar. Pero estoy bien. Tampoco sé si Eva me cree.

Luego llamo a Vallåkra.

-No puedo ir -digo-. He chocado contra la mediana cerca de Laholm. No estoy herido, pero me vuelvo a casa. El coche ha quedado siniestro total.

Llega la policía. Me piden que sople y ven que estoy sobrio. Les cuento cómo ha sido el accidente. Entre tanto, los bomberos se llevan el coche, que, seguramente, está para la chatarra. El conductor de la ambulancia me pregunta si no debería ir al hospital de todos modos, para que me hagan una revisión. Le doy las gracias pero le digo que no, puesto que no me duele nada.

La policía me lleva a la estación de ferrocarril de Laholm. Media hora después voy en un tren de vuelta a Gotemburgo. Así que no llegué a hacer aquel viaje a Vallåkra.

Tampoco fui a Vallåkra después. Ni firmé los libros al día siguiente.

Aunque no puedo decir con exactitud por qué, ésa es la fecha que le pongo yo a mi cáncer, el 16 de diciembre de 2013. Desde luego, no tiene ninguna lógica. Los tumores y las metástasis deben de haber estado creciendo durante un periodo de tiempo prolongado. Tampoco noté ningún síntoma ni otras señales ese día precisamente. Fue más bien una especie de advertencia. Algo estaba pasando.

HM Y Eva Marina53 20151005Una semana después, justo para Navidad, Eva y yo nos fuimos al pisito que tenemos en Antibes. La mañana de Navidad me desperté con rigidez y dolor en el cuello. Pensé que, tonto de mí, había adoptado una mala postura y que sería tortícolis.

Pero el dolor no cedía. Además, se extendió rápidamente por el brazo derecho. Perdí la sensibilidad del pulgar de la mano derecha. Y me dolía. Al final, llamé a un ortopeda de Estocolmo al que conseguí localizar a pesar de las fechas. Volví a Suecia y me examinó el 28 de diciembre. Según él, podía tratarse de una hernia de disco cervical, pero que, como es lógico, no se podía determinar con exactitud sin una radiografía. Y quedamos en que me la harían después de las fiestas.

Y así llegó el 8 de enero. Hacía una mañana fría y nevaba un poco. Yo pensaba que era cuestión de confirmar la hernia. Seguía doliéndome la nuca y los analgésicos, por fuertes que fueran, apenas servían. Tenían que tratarme las cervicales.

Aquella mañana, muy temprano, me hicieron dos radiografías. Al cabo de dos horas, el dolor de cuello se transformó en un terrible diagnóstico de cáncer. En una pantalla pude ver un tumor cancerígeno de tres centímetros de longitud, alojado en el pulmón izquierdo. En la nuca tenía una metástasis. Ésa era la causa del dolor.

El resultado que me comunicaron era clarísimo. Aquello era grave, quizá incurable. Abatido, pregunté si lo único que podía hacer era ir a casa y esperar el final.

- En otro tiempo, así era -dijo el médico-. Pero hoy tenemos tratamiento.

HM Dravot 20141901Eva estaba conmigo en el hospital Sophiahemmet, donde recibí la noticia. Después, mientras esperábamos un taxi en la fría mañana invernal, no hablamos mucho. Yo creo que no dijimos nada.

Pero vi a una niña que daba saltos en un montículo de nieve, saltaba llena de energía y de felicidad. Me vi a mí mismo de niño, saltando en la nieve. Ahora tenía sesenta y cinco años y un cáncer. Ya no saltaba.

Fue como si Eva me hubiera leído el pensamiento. Me agarró fuerte del brazo.

Cuando nos alejamos de allí en el taxi, la niña seguía saltando en el montículo.

Hoy, 18 de junio, mientras escribo estas líneas, puedo describir el tiempo transcurrido como mucho y poco a la vez. No puedo poner ningún punto final, ni con un resultado mortal ni con uno de mejoría. Estoy en pleno proceso. No hay ninguna respuesta definitiva.

Pero esto es lo que he pasado y lo que he vivido. El relato carece de final. Aún está en proceso.

Y de eso, precisamente, trata este libro. De mi vida. De lo que ha sido y de lo que es.

    

2
Seres humanos que se adentran en las sombras sin querer

Dos días después del accidente, hice una visita a la iglesia de Släp, que se encuentra cerca de donde vivo, a orillas del mar, al norte de Kungsbacka. Sentí de pronto la necesidad de ver un cuadro que ya había contemplado muchas veces antes. Un cuadro que no se parece a ningún otro.

Es un retrato de familia. Cien años antes de que naciera el arte de la fotografía, quienes tenían medios económicos encargaban un retrato al óleo. El cuadro representa al pastor Gustaf Fredrik Hjortberg y a su mujer, Anna Helena, así como a sus quince hijos. El retrato es de principios de la década de 1770, cuando Gustaf Hjortberg rondaba los cincuenta. Varios años después, en 1776, falleció. 

Es posible que fuera él quien de verdad introdujo el cultivo de la patata en Suecia

LevenNachLutherRetrato del pastor y erudito Gustaf Fredrik Hjortberg con su familia, Jonas Dürchs, alrededor de 1770 © Iglesia sueca en Vallda o Släp, Foto: Boel Ferm (www.theologiestudierende.de)
 

Lo sobrecogedor y lo extraño del cuadro, y quizá también lo aterrador, es que no sólo representa a aquellos que están vivos cuando el artista, Jonas Durch, emprende la ejecución de su tarea. En el cuadro figuran también los niños que ya están muertos en ese momento. Su breve visita a este mundo ya ha terminado. Pero en el retrato de familia tienen que aparecer.

El cuadro está compuesto según se estilaba entonces. Los niños, tanto los vivos como los muertos, están reunidos alrededor del padre, a la izquierda del retrato, en tanto que las niñas se hallan en torno a la madre, en el lado contrario.

Los vivos dirigen la mirada al espectador. Hay varios que sonríen con reserva, quizá con timidez. Pero los niños muertos están retratados con la vista apartada a medias, o con la cara parcialmente oculta tras la espalda de los vivos. De uno de los niños muertos sólo vemos el pelo y un ojo. Es como si se esforzara desesperadamente por estar con los demás.

En una cuna, al lado de la madre, hay un niño pequeño medio oculto. Al fondo se ven unas niñas. En total podemos contar hasta seis niños muertos. 

Es como si el tiempo se hubiera detenido en el cuadro. Exactamente igual que en una fotografía. Gustaf Hjortberg fue uno de los discípulos de Lineo, aunque no puede decirse que se contara entre los más relevantes. Hizo al menos tres viajes a China, con la Compañía de las Indias Orientales, como pastor de a bordo. En el cuadro hay un globo terráqueo y un lémur. Hjortberg sostiene en la mano un documento con un texto escrito. Estamos ante una familia de eruditos. Gustaf Hjortberg vivió y murió con los ideales de la Ilustración. Además, era muy célebre por sus conocimientos de medicina. La gente peregrinaba hasta Släp para pedirle consejo y remedio. 

Hace aproximadamente doscientos cincuenta años que esas personas vivieron y murieron. Ocho o nueve generaciones, no más. En más de un sentido, son contemporáneos nuestros. Y, sobre todo, pertenecen a la misma civilización que nosotros, que observamos el cuadro.

Pero lo que uno recuerda de ese cuadro es, naturalmente, los niños que miran a otro lado o que tienen la cara oculta. Los muertos. Aparecen como si estuvieran en movimiento, lejos del espectador, en el mundo de las sombras.

Lo que tanto impacto nos causa es cómo los niños muertos se resisten a desaparecer.

Creo que no conozco ninguna imagen más potente de la tozudez maravillosa de la vida.

Y quisiera que ese cuadro, precisamente, sobreviviera como un mensaje de nuestra civilización. En un futuro tan lejano que no puedo ni imaginármelo. Ese cuadro aúna la fe en la razón y, al mismo tiempo, la condición trágica inherente al ser humano.

Lo encierra todo.

   

3
El gran descubrimiento

 

 DetalPortadaEn el caos emocional en que me encontré inmerso de repente después de que la tortícolis se convirtiera en cáncer, me di cuenta de que la memoria me llevaba no pocas veces a la niñez.

 Sin embargo, tardé en darme cuenta de que la memoria me ayudaría a comprender, a crear un punto de partida para encontrar el modo de enfrentarme a la catástrofe que me había sobrevenido. 

En algún punto tenía que empezar, simplemente. Tenía que elegir. Y me convencí cada vez más de que el punto de partida se hallaba en los primeros años de mi vida.

Por fin, elijo una noche de invierno de 1957. Cuando abro los ojos aquella mañana, lo hago sin saber que ese día me desvelará un gran secreto.

Muy temprano, voy surcando la oscuridad camino del colegio. Tengo nueve años. Precisamente aquella mañana Bosse, mi mejor amigo, está enfermo. Yo siempre paso a recogerlo por la casa que se encuentra a unos minutos de la casa del juzgado, donde vivo yo. Su hermano Göran me abre la puerta y me dice que a Bosse le duele la garganta y que no va a ir al colegio. Así que esa mañana tengo que recorrer el camino yo solo.

Sveg fjellfotografen seSveg es un pueblo pequeño. No hay distancias largas. A pesar de que han transcurrido cincuenta y siete años, recuerdo hasta el menor detalle de aquel día de invierno. Las escasas farolas, que se mecen despacio al viento, racheado pero no intenso. El farol que hay en la fachada de la tienda de pintura, cuya pantalla se ha quebrado. Ayer no estaba rota. Es decir, ha ocurrido durante la noche. 

Debe de haber nevado por la noche, mientras yo dormía. Delante de la tienda de muebles han retirado ya la nieve. El padre de Inga-Britt, seguramente. Él es el propietario de la tienda de muebles. Inga-Britt también está en mi curso. Pero ella es niña, nunca vamos juntos al colegio. Aunque es muy rápida corriendo. Nadie le gana.

Recuerdo incluso lo que soñé aquella noche: estoy en un témpano de hielo en el río Ljusnan, que discurre entre meandros justo a los pies de la casa donde vivo. El témpano va hacia el sur en su deriva, en pleno deshielo. Es primavera. Encontrarse solo encima de un témpano debería ser una experiencia aterradora, puesto que es muy peligroso. Tan sólo unos meses atrás, un chico unos años mayor que yo se ahogó al abrirse en el hielo un agujero inesperado y traicionero en un lago cercano al pueblo. El agua lo absorbió y todavía no lo han encontrado, a pesar de que los bomberos han estado dragando las aguas. En su pupitre del colegio, la maestra ha pintado una cruz. Todavía sigue allí. Todos los niños de la clase tienen miedo de los agujeros en el hielo, y de los accidentes y los fantasmas. Todos tienen miedo de esa cosa incomprensible que se llama Muerte. La cruz que hay en el pupitre es un horror.

Pero en el sueño, el témpano es seguro. Sé que no me voy a caer. 

Desde la tienda de muebles cruzo la calle y me paro delante de la Casa del Pueblo. Allí hay dos postes con paneles acristalados. Varias veces a la semana, cambian la película en el cine. Llegan en cajas de cartón marrón que reciben en el almacén de mercancías del ferrocarril. O bien llegan en el tren de Orsa, que viene del sur, o las trae el ferrobús de Östersund. El transporte desde la estación todavía corre a cargo de un coche tirado por un caballo. Engman, que es el conserje de la Casa del Pueblo, coge una de las cajas. Yo lo intenté una vez y no lo conseguí. Pesaban demasiado para un niño de nueve años. Las cajas contienen una película del Oeste de las malas, que veo más tarde. Una de esas películas B o C, en las que la gente habla sin parar y luego, al final, se bate en un duelo que apenas dura nada. Y poco más. Y todo ello en colores muy raros. La gente tiene la cara de color chillón y el cielo parece más verde que azul.

NilsPoppeAhora veo que Engman va a poner El sheriff valiente, que no parece muy atractiva, y también una película sueca de Nils Poppe. La única ventaja de esa película es que también es para niños. No tengo que colarme por la ventana del sótano en la que Bosse y yo hemos hecho una trampilla secreta para poder pasar por ella cuando ponen películas para mayores. 

Y estando allí esa fría mañana de hace cincuenta y siete años, vivo uno de esos instantes decisivos que marcarán mi vida para siempre. Recuerdo la situación con una claridad casi excesiva. Es como si tuviera el recuerdo grabado a fuego en la memoria. De repente me sobreviene una certeza inesperada. Como una descarga eléctrica. Las palabras se organizan solas en la cabeza.

«Yo soy yo y ningún otro. Yo soy yo».

En ese instante adquiero mi identidad. Antes, mis pensamientos eran tan infantiles como cabía esperar. Ahora se materializaba un estado totalmente distinto. La identidad presupone conciencia.

Yo soy yo y ningún otro. No pueden sustituirme por nadie. La vida se torna de pronto una cuestión seria.

Ignoro cuánto tiempo me quedé así, en medio de aquel frío y aquella oscuridad, con aquella certeza tan desconcertante. Lo único que recuerdo es que llegué tarde. La maestra, Rut Prestjan, ya estaba tocando el armonio cuando abrí la puerta del colegio. Dejé el abrigo en el perchero y esperé. Estaba terminantemente prohibido entrar si llegabas tarde y ya habían empezado el salmo y la oración matutina.

Por fin se terminó, oí el arrastrar de bancos y llamé a la puerta. Dado que rara vez llegaba tarde, la señorita Prestjan me miró con curiosidad y me indicó que entrara. Si hubiera sospechado que llegaba tarde por pereza o por vagancia, no me habría permitido entrar.

- Bosse está enfermo -dije-. Le duele la garganta y tiene fiebre, hoy no vendrá a clase.

Luego me senté en mi pupitre. Miré alrededor. Nadie había descubierto el gran secreto que yo llevaba tan dentro desde aquella mañana de 1957.

   

4
Arenas movedizas

CaraArenasMovedizas

De repente fue como si la vida se estrechara. Aquella mañana, recién estrenado el año 2014, cuando me dieron el diagnóstico de cáncer, fue como si la vida se encogiera. Escaseaban las ideas, una especie de paisaje desértico se me extendía por dentro, en la cabeza.

Puede que no me atreviera a pensar en el futuro. Era territorio incierto, minado. Así que volvía continuamente a la infancia.

Cuando tenía ocho o nueve años, me pasé una temporada pensando en qué muerte me asustaba más. No era nada extraordinario, son ideas normales a esa edad. La vida y la muerte empiezan a convertirse en cuestiones decisivas ante las que adoptar una postura. Los niños son seres muy serios. Y sobre todo a esa edad, a la que empiezan a dar el paso hacia la condición de ser humano consciente. Consciente de que tenemos una identidad que no se puede sustituir. El aspecto que uno tiene ante el espejo cambiará a lo largo de la vida, pero detrás se esconde siempre quien tú eres. 

La identidad se va formando cuando nos atrevemos a adoptar una postura determinada ante cuestiones complejas. Eso lo sabe todo aquel que no ha olvidado su infancia por completo.

Lo que a mí más me asustaba era pisar el hielo en un lago o en el río, que se hiciera un agujero y que me engulleran las aguas debajo del hielo sin que pudiera salir de allí nunca más. Ahogarme debajo de la capa de hielo mientras los rayos del sol la atravesaban. El ahogamiento en el frío de aquellas aguas. El pánico del que nadie te podía liberar. El grito que nadie iba a oír. El grito que se congelaba hasta convertirse en hielo y muerte. 

HarligaHärjedalen fotosidan se PADNo era raro ese tipo de miedo. Yo me crié en Härjedalen, donde los inviernos eran largos y crudísimos. 

También ocurrió por aquella época, cuando yo tenía ocho o nueve años, que una niña de mi edad se ahogó al colarse por la fina capa de hielo del lago de Sandtjärn. Yo estuve presente cuando la sacaron. El rumor cundió rápidamente por Sveg. Todos acudieron corriendo. Era un domingo. Sus padres estaban a la orilla del lago cubierto de hielo, cuya blancura interrumpía la oscuridad del agujero. Cuando los bomberos voluntarios capturaron el cadáver de la niña con un rezón, los padres no se comportaron como se ve en las películas o como leemos en los libros. No lloraban a gritos. Se quedaron mudos. Otros sí lloraban. La maestra, lo recuerdo bien. El pastor y las mejores amigas de la niña. 

Alguien vomitó en la nieve. Reinaba un gran silencio. Delante de la boca de todos los presentes se formaba una nube blanca de vaho, como señales de humo inexplicables. 

La niña ahogada no había pasado mucho tiempo debajo del agua. Pero estaba totalmente rígida. La ropa de lana que llevaba crujía y empezó a resquebrajarse cuando la tumbaron en la nieve. Tenía la cara blanquísima, como si la hubieran maquillado. Y la melena rubia, que asomaba debajo del gorro rojo, parecía un puñado de carámbanos amarillos. 

RekordmagasinetPadPero también había otra muerte que me asustaba. Había leído al respecto en algún sitio. Después he intentado recordar dónde. Puede que en la revista Rekordmagasinet, que mezclaba relatos deportivos con otros de misterio y aventuras. O quizá en alguno de los relatos de viajes por África o por los países árabes. No conseguí dar con el cuento. 

Trataba de arenas movedizas. De cómo un hombre, vestido con un uniforme de color caqui y con un rifle al hombro, equipado para una expedición, pisa por casualidad un banco de esas arenas traicioneras, que lo atrapan en el acto. Al final, la arena empieza a taparle la boca y la nariz. El hombre está condenado. Se ahoga y el pelo que le cubre la cabeza desaparece finalmente sumergido en la arena. 

Las arenas movedizas estaban vivas. Los granos se convertían en tentáculos espeluznantes que engullían a un ser humano. Un agujero de arena que comía carne.

Los hielos traicioneros sí podía evitarlos. Cerca de los lagos y del río Ljusnan no abundaban las playas de arena. Pero mucho después, cuando paseaba por las dunas de Skagen o, después incluso, por las playas africanas, el recuerdo de aquellas terribles arenas movedizas me venía a la memoria. 

SkagenCuando supe que tenía cáncer, ese miedo volvió. Me afectó igual que la primera vez, ahora lo comprendo. La sensación que experimenté fue precisamente ésa, el pavor que me causaban las arenas movedizas. Me resistía a que tiraran de mí y me tragaran. La certeza paralizante de que sufría una enfermedad grave e incurable. Me llevó diez días con sus noches, con muy pocas horas de sueño, mantenerme en pie y no quedar paralizado por el miedo que amenazaba con destruir toda mi capacidad de resistencia.

Ni una sola vez, que yo recuerde, me vi tan desesperado como para echarme a llorar. Tampoco grité de angustia en ningún momento. Fue una lucha silenciosa por sobrevivir a las arenas movedizas.

Y no me vi arrastrado al fondo. Al final logré trepar como pude para salir de la arena y empecé a enfrentarme a lo ocurrido. La idea de tumbarme a esperar la muerte ya no existía. Recibiría el tratamiento que tenemos a nuestro alcance. Aunque no pudiera volver a estar del todo sano, existía la posibilidad de que viviera mucho tiempo.

Sufrir un cáncer es una catástrofe en la vida. Sólo después de transcurrido el tiempo sabemos si hemos sido capaces de enfrentarnos a él, de ofrecer resistencia. Lo que pensé y viví aquellos diez días posteriores a tan devastador diagnóstico es algo que todavía no tengo del todo claro. Puede que nunca lo comprenda. Aquellos diez días de enero de 2014, después de la fiesta de la Epifanía, son como sombras, tan oscuros como los breves días del invierno sueco. En el plano físico, sufría a veces escalofríos que hoy me recuerdan a las ocasiones en que he padecido malaria. Me pasaba la mayor parte del tiempo en la cama, tapado con el edredón hasta la barbilla.

HM Marina53 20151005Lo único de lo que ahora estoy totalmente seguro es de haber sentido que el tiempo se había detenido. Como en un universo compacto y condensado, todo se había convertido en un punto en el que no existía ningún «entonces» ni tampoco ningún «después», sólo aquel «ahora». Un ser humano que se aferraba a la orilla de un banco de arena mortal que quería tragárselo.

Cuando por fin superé el impulso de rendirme, de dejarme engullir por el abismo, me puse a leer libros sobre qué son en realidad las arenas movedizas. Y descubrí que el relato sobre esas masas de arena capaces de arrastrar consigo a un hombre y matarlo es un mito. Todas las historias que se cuentan y que lo describen son una invención. Entre otras instituciones, lo ha investigado con experimentos prácticos una universidad de Holanda.

Pero la comparación con las arenas movedizas es, a pesar de todo, aquélla a la que aún hoy me gusta recurrir.

Así fueron aquellos diez días que cambiaron por completo las premisas de mi vida. Las arenas movedizas eran el agujero infernal del que, a la postre, conseguí librarme...

...

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Los fragmentos: ArenasMovedizas 

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