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... El frente del Pacífico no se parecía a los demás. Las distancias eran enormes. Durante días y días no había nada más que el vacío del mar y sitios con nombres extraños separados por miles de kilómetros. Fue una guerra de muchas islas arrebatadas una tras otra a los japoneses. Guadalcanal, que se convirtió en una leyenda. Las Salomón y su ranura, el estrecho de Nueva Georgia. Tarawa, donde las lanchas de desembarco encallaban en arrecifes alejados de la costa y los hombres caían abatidos por un fuego tan denso como un enjambre de abejas; el horror de las playas, cuerpos hinchados meciéndose entre la espuma de las olas batientes, los hijos de la nación, algunos de ellos hermosos.

ImperialismoJaponAl principio, con una rapidez aterradora, los japoneses lo habían conquistado todo: las Indias Orientales Holandesas, la península malaya, las Filipinas. Grandes bastiones, fortalezas que se creían inexpugnables, fueron barridos en cuestión de días. Sólo hubo un contraataque, la primera gran batalla aeronaval en el Pacífico, cerca de Midway, donde cuatro portaaviones japoneses, buques indispensables, fueron hundidos con todos sus aparatos y sus veteranas tripulaciones. Fue un golpe demoledor, pero los japoneses no cedieron en su brutal empeño. La mano de hierro con la que dominaban el Pacífico sólo podía quebrarse dedo a dedo.

Las batallas en el corazón de la tórrida jungla eran interminables y despiadadas. Después, cerca de la orilla, las palmeras quedaban desnudas como estacas: los disparos arrancaban de cuajo hasta la última hoja. Nuestros enemigos eran guerreros salvajes, las extrañas pagodas de sus navíos, su incomprensible lengua sibilante, sus cuerpos robustos y feroces. Nunca se rendían, luchaban hasta la muerte. Ejecutaban a los prisioneros con espadas como cuchillas, espadas para dos manos que blandían por encima de las cabezas. En la victoria eran inmisericordes, los brazos unánimes siempre alzados en señal de triunfo.

SaipanWiki2En 1944 empezaron las últimas fases de la contienda. El objetivo era lograr que el territorio japonés quedase al alcance de los bombarderos pesados. Saipán fue la clave. Era una isla grande y muy bien defendida. Dejando aparte algunos destacamentos enviados a lugares como Nueva Guinea o las islas Gilbert, la infantería de Japón nunca había sido derrotada en el campo de batalla a lo largo de trescientos cincuenta años. En Saipán había veinticinco mil soldados con la orden de no rendirse jamás, de no ceder ni un palmo de tierra. En la escala de los asuntos terrenales, la defensa de Saipán se consideró una cuestión de vida o muerte.

La invasión empezó en junio. Los japoneses tenían desplegada en la región una temible fuerza naval, cruceros y acorazados. Desembarcaron dos divisiones de marines seguidas por otra de infantería.

Para los japoneses se convirtió en el desastre de Saipán. Veinte días más tarde, casi todos habían muerto. Tanto su general como el almirante Nagumo, comandante de la flota en Midway, se suicidaron; cientos de civiles, hombres y mujeres espantados ante el anuncio de una masacre, incluso madres con sus bebés en brazos, se arrojaron desde abruptos acantilados para hallar la muerte sobre afiladas rocas.

AlmiranteNagumoFue el principio del fin. Ya era posible bombardear las islas principales de Japón, y en la incursión más devastadora, el ataque con bombas incendiarias sobre Tokio, más de ochenta mil personas murieron en una sola noche de gigantesco infierno.

Después cayó Iwo Jima. Los japoneses hicieron su último juramento: antes que rendirse, morirían cien millones, el país entero.

A mitad de camino estaba Okinawa.

Rayaba el día, una pálida aurora del Pacífico sin verdadero horizonte y con la luz reunida sobre las nubes tempranas. El mar estaba desierto. El sol apareció despacio e inundó el agua tiñéndola de blanco. Un alférez llamado Bowman había subido a cubierta y estaba de pie junto a la borda, mirando. Su compañero de camarote, Kimmel, se acercó con sigilo. Era un día que Bowman nunca podría olvidar. Ninguno de ellos podría.

—¿Algo a la vista?

—Nada.

—Tampoco se ve mucho —dijo Kimmel.

Bowman miró hacia proa, luego hacia popa.

—Hay demasiada calma —dijo.

Bowman era segundo oficial y, según le habían indicado dos días antes, también oficial de guardia.

—Señor —había preguntado—, ¿qué supone eso?

 —Aquí tiene el manual —le contestó el segundo de a bordo—. Léalo.

Empezó aquella misma noche, doblando una esquina de algunas páginas mientras leía.

—¿Qué haces? —le preguntó Kimmel.

—No me molestes ahora.

—¿Qué estás estudiando?

—Un manual.

—¡Dios santo! ¡Estamos en aguas enemigas y tú te sientas a leer un manual! No hay tiempo para eso. Ya deberías saber lo que tienes que hacer.

Message to GarciaBowman no le prestó atención. Habían estado juntos desde el principio, desde la Academia Naval, donde el comandante, un capitán cuya carrera se fue al traste cuando encalló su destructor, había hecho colocar en la cada litera un ejemplar de Mensaje para García, un texto edificante ambientado en la guerra de Cuba. El capitán McCreary no tenía futuro, pero seguía observando los códigos del pasado. Todas las noches bebía hasta el sopor, pero a la mañana siguiente siempre estaba fresco y bien afeitado. Se sabía de memoria el reglamento marítimo y había comprado los ejemplares de Mensaje para García con su propio dinero. Bowman leyó el libro con atención, y años después aún podía recitar algunos pasajes «García se hallaba en algún punto de la áspera inmensidad dubana, nadie sabía dónde...». El propósito era muy simple: cumple con tu deber a rajatable, sin excusas o preguntas innecesarias. A Kimmel se le escaba la risa mientras lo leía.

-A la orden, señor. ¡Todos a sus puestos!

Kimmel era flaco, de pelo oscuro y tenía unos andares desgarbados que le alargaban las piernas. Su uniforme siempre tenía el aspecto de que hubiera dormido con él. Su enjuto pescuezo le bailaba en el cuello de la camisa. Los marineros, entre ellos, le llamaban «el CanadianClubcamello», pero tenía el aplomo de un crápula y gustaba mucho a las mujeres. En San Diego se había liado con un chican muy vivaracha llamada Vicky cuyo padre poseía un concesionario de coches, Palmetto Ford. Era rubia, con el pelo peinado hacia atrás, y un poco atrevida. Se sintió atraída por Kimmel, por su encanto indolente, nada más verlo. Estaban bebiendo Canadian Club con coca-cola en la habitación del hotel que él alquilaba con otros oficiales y donde, según dijo, no oirían el ruido el bar.

—¿Cómo ha podido ocurrir? —preguntó Kimmel.

—¿Cómo ha podido ocurrir qué?

—Que haya conocido a alguien como tú.

—Desde luego, no te lo merecías —dijo ella.

Kimmel rió.

—Fue el destino —dijo.

Ella tomó un sorbo de su bebida.

—El destino. Entonces, ¿voy a casarme contigo?

—Dios mío, ¿ya hemos llegado a eso? No tengo edad para casarme.

—Seguramente sólo me engañarías unas diez veces el primer año —dijo ella.

—Nunca te engañaría.

—Ja,ja,ja. 

Ella sabía muy bien cómo era Kimmel, pero ya se ocuparía de enmendarlo. Le gustaba su risa. Antes tendría que conocer a su padre, señaló.

—Me encantaría conocer a tu padre —contestó Kimmel con fingida gravedad—. ¿Le has hablado de nosotros?

—¿Crees que estoy loca? Me mataría.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué lo haría?

—Por quedarme embarazada.

—¿Estás embarazada? —preguntó Kimmel alarmado.

—Quién sabe.

Vicky Hollins con su vestido de seda, las miradas se clavaban en ella cuando pasaba. Con tacones no parecía tan baja. Le gustaba referirse a sí misma por el apellido. «Aquí Hollins», anunciaba por teléfono.

Las tropas estaban zarpando, y eso lo hacía todo real o creaba una forma de realidad.

—Quién sabe si volveremos —dijo Kimmel distraídamente.

Desem Mc Leyte Real Las cartas de Vicky llegaron en las dos sacas de correo que Bowman había traído desde Leyte. El segundo comandante lo envió allí para que intentara localizar el correo del barco en la Oficina Postal de la Flota (no habían recibido ni una sola carta en diez días) y Bowman regresó triunfante en un avión torpedero. Desem McArthur LeyteKimmel leyó en voz alta fragmentos de algunas cartas, sobre todo en beneficio de Brownell, el tercer ocupante de su camarote. Brownell era un hombre estricto de gran rigor e integridad moral con unas mandíbulas nudosas, con marcas de acné. A Kimmel le gustaba tomarle el pelo. Olisqueó una de las hojas. Sí, ése era el perfume de Vicky, dijo, podría reconocerlo en cualquier parte.

—Y tal vez otra cosa —conjeturó—. Me pregunto si se la habrá restregado contra… Toma —dijo tendiéndole la carta a Brownell—, dime qué opinas.

—No estoy en condiciones de saberlo —dijo Brownell con incomodidad; se le marcaban los bultos de la quijada.
       —Un viejo huelecoños como tú sin duda lo sabrá.
       —No intentes implicarme en tu lascivia —repuso Brownell.
     TheProphet—No es lascivia. Esa chica me escribe porque estamos enamorados. Es algo puro y bello.
      —¿Cómo puedes estar tan seguro?
    Brownell estaba leyendo El profeta.
    — El profeta. ¿Qué es eso? —preguntó Kimmel—. Déjame ver. ¿Qué cuenta este libro, lo que nos va a suceder a todos?
    Brownell no contestó.

Las cartas eran mucho menos emocionantes de lo que prometían unos papeles llenos de escritura femenina. Vicky era una conversadora, y sus cartas, un recuento detallado y más bien repetitivo de su vida diaria, que en parte consistía en visitar de nuevo todos los lugares a los que había ido con Kimmel, casi siempre en compañía de Susu, su mejor amiga, pero también acompañada por otros jóvenes oficiales de la Armada, aunque nunca dejaba de pensar en Kimmel. El camarero se acordaba de ellos, decía, una pareja estupenda. Los colofones eran siempre versos tomados de canciones populares. «No tenía intención de hacerlo», había escrito.

Bowman no tenía novia, ni fiel ni de ninguna otra clase. No había experimentado el amor, pero era reacio a admitirlo. Cuando salían a relucir las mujeres, se desentendía del asunto y actuaba como si el deslumbrante idilio de Kimmel fuera un terreno relativamente conocido para él. Su vida era el barco y las tareas que debía realizar a bordo. Quería ser leal a la nave y a una tradición que respetaba, y sentía cierto orgullo cuando el capitán o el segundo de a bordo lo requerían, «¡Señor Bowman!». Le gustaba la confianza que depositaban en él aunque ésta se expresara de aquel modo desabrido.

Ulithi AbastecimientoEra un marino diligente. Tenía los ojos azules y el pelo castaño, peinado hacia atrás. En la escuela había sido un alumno aplicado. La señorita Crowley lo llamó un día después de clase y le dijo que tenía cualidades para ser un buen latinista, pero si pudiera verlo ahora, con su uniforme y sus insignias empañadas por el agua del mar, se habría sentido muy impresionada. Pensaba que había cumplido sus obligaciones desde que él y Kimmel se incorporaron al barco en Ulithi.

Cómo iba a comportarse en combate era algo que su mente calibraba aquella mañana mientras ambos contemplaban un océano misterioso y ajeno, y luego el cielo, que ya empezaba a iluminarse. Tu coraje, tu miedo y tu conducta bajo el fuego enemigo no eran asuntos de los que se hablara. Confiabas en que, llegado el momento, serías capaz de actuar como se esperaba de ti. Bowman tenía fe en sí mismo, aunque no ilimitada, y también en sus mandos, los curtidos oficiales que comandaban la escuadra. Una vez había visto en la distancia, pequeño y veloz, el buque insignia camuflado, el New Jersey , con Halsey a bordo. Fue como ver desde lejos al emperador en Ratisbona. Sintió una especie de orgullo, incluso satisfacción. Era suficiente. 

SellosMongoliaBEl peligro real iba a llegar desde el cielo: los ataques suicidas, los kamikazes. La palabra significa «viento divino», la tormenta celestial que siglos antes había salvado a Japón de la armada invasora de Kublai Kan. Era la misma intervención desde las alturas, pero esta vez en forma de aviones cargados de bombas que se estrellaban contra los buques enemigos dando muerte en el acto a sus pilotos.

El primero de esos ataques había tenido lugar en Filipinas pocos meses antes. Un avión se lanzó en picado sobre un crucero y la explosión acabó con la vida del capitán y muchos otros. Desde entonces se habían multiplicado. Los japoneses aparecían de súbito en formaciones irregulares. Los hombres los contemplaban con pavor y una fascinación casi hipnótica cuando se precipitaban directamente hacia ellos entre un nutrido fuego antiaéreo o volaban a baja altura casi rozando el agua. Para defender Okinawa, los japoneses habían planeado la mayor ofensiva de kamikazes nunca vista. La pérdida de navíos resultaría tan enorme que la invasión sería repelida y anulada. Se trataba de algo más que una quimera. El resultado de las grandes batallas depende a menudo de la determinación.

Yamato5Cazas y torpederos, más de cien a la vez, emergieron de las nubes. El Yamato había sido construido para ser invulnerable a un ataque aéreo. Todas sus baterías abrieron fuego a la vez cuando impactaron las primeras bombas. Un destructor de escolta se ladeó de pronto mortalmente herido y se hundió mostrando el rojo bermellón de su panza. Cruzando el agua, los torpedos afluían en avalancha hacia el Yamato dejando estelas de cinta blanca. La inexpugnable cubierta con sus cuarenta centímetros de acero se abrió desgarrada, los hombres morían aplastados o cercenados. «¡Ni un paso atrás!», gritaba el capitán. Los oficiales se habían atado a sus puestos de mando en el puente mientras las bombas estallaban. Algunas caían muy cerca levantando grandes columnas de agua, cataratas que barrían la cubierta con la fuerza de las rocas. No era una batalla, era un ritual: la muerte de una bestia gigante abatida golpe tras golpe.

Transcurrió una hora y seguían llegando aviones, primero una cuarta oleada, luego la quinta y la sexta. Los estragos eran inimaginables. El timón había sido alcanzado y el barco giraba indefenso. Se estaba escorando, el mar se deslizaba por la cubierta. «Mi vida ha sido el regalo de tu amor», habían escrito los hombres a sus madres. Los libros de las claves secretas tenían fundas de plomo para sumergirse con el barco y su tinta era de un battleship yamatotipo que se disolvía en el agua. Al final de la segunda hora, con una escora de más de ochenta grados, con cientos de hombres muertos y muchos más heridos, cegados o inútiles, el colosal navío empezó a hundirse. Las olas se lo tragaron y los hombres que se aferraban a la cubierta fueron arrastrados por el mar en todas direcciones. Al sumergirse formó una tremenda vorágine donde nadie habría podido sobrevivir, un torrente feroz que se llevaba los cuerpos como si éstos cayeran por el aire. Luego, un desastre aún peor. En los depósitos de municiones, los grandes proyectiles, toneladas y toneladas de bombas, se soltaron de sus anclajes y chocaron contra las paredes de las torretas. Todo el arsenal estalló. Desde el fondo del mar ascendió una inmensa explosión y un resplandor de tal magnitud que pudo verse desde lugares tan lejanos como Kyushu. Una columna de llamas se elevó a un kilómetro de altura, una columna bíblica. Fragmentos de metal incandescente llovían del cielo. Y poco después, como un eco, llegó desde el mismo fondo un segundo estallido, la erupción culminante que vomitó una espesa humareda.

Los marineros que no habían sido engullidos por el remolino todavía nadaban. Estaban tiznados de gasóleo y se ahogaban entre las olas. Unos pocos cantaban.

Fueron los únicos supervivientes. Ni el capitán ni el almirante se salvaron. El resto de los tres mil hombres quedaron atrapados en el cuerpo sin vida de aquella nave que ya se había posado allá abajo, en el profundo lecho marino.

La noticia del hundimiento se difundió con rapidez. Fue el final de la guerra en el mar.

Yokohama gettyimages FPG

Una vista de la ciudad japonesa de Yokohama después de la "Gran Incursión Aérea de Yokohama" del 29 de mayo de 1945. Un tercio de la ciudad fue destruida cuando los bombarderos estadounidenses B.29 Superfortress atacaron la ciudad con bombas incendiarias, matando un total entre siete a ocho mil personas. (Fotografía de Ben Heller/FPG/Hulton Archive/Getty Images.)

El barco de Bowman fue uno de los muchos que anclaron en la bahía de Tokio cuando terminó la guerra. Después zarpó rumbo a Okinawa para recoger tropas que regresaban a casa, pero Bowman tuvo la oportunidad de bajar a tierra en Yokohama y dar un paseo por lo que quedaba de la ciudad. Recorrió manzanas y manzanas de cimientos arrasados. En el aire flotaba el olor acre y fúnebre de los escombros calcinados. Entre las pocas cosas no destruidas estaban las enormes cámaras acorazadas de los bancos, aunque los edificios que las albergaban habían desaparecido. En los sumideros se acumulaban trocitos de papel carbonizado, papel moneda, todo lo que quedaba del sueño imperial...

...

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