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Fragmentos de libros. ANTE TODO NO HAGAS DAÑO de Henry Marsh   Final II:

Acceso/Volver al FINAL I de este libro: Arriba FraLib
Continúa, Cap 25 (último)...    (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

     ... Al cabo de un mes de baja, pude ir otra vez en bicicleta al trabajo, luciendo con orgullo mi bota de soldado imperial ante el tráfico que me adelantaba. Aquel primer día en el hospital era un jueves, mi día de pacientes externos, de modo que, después de la reunión de la mañana, estaría en la consulta. 

    Una vez más, los internos en prácticas que asistieron a la reunión eran todos nuevos y no reconocí a ninguno. Uno de ellos presentó el primer caso.

    Estaba despatarrado en la silla, dándonos la espalda, y trataba de aparentar aplomo, pero sólo parecía un adolescente torpe.

  —¡Jamás digas eso! —exclamé—. ¿Tú quién eres, por cierto? Y ¿qué quieres ser de mayor? 

     Esta última era la clásica pregunta que les hacía a todos los médicos nuevos.

   —Cirujano ortopeda —contestó.
   —Siéntate bien y míranos a la cara cuando hables —solté.
    do no harm2Añadí que el progreso de su carrera en la medicina iba a depender en gran medida de la imagen que ofreciera y de lo bien que presentara los casos en reuniones como la nuestra.

   Me volví hacia los residentes y les pregunté si estaban de acuerdo. Todos rieron educadamente para demostrar que sí lo estaban. Sólo entonces le dije al médico en prácticas al que acababa de regañar que nos hablara sobre el paciente que había ingresado durante la noche.

    Se volvió hacia nosotros, un poco avergonzado. 

    —Se trata de una mujer de setenta y dos años que sufrió un síncope estando en sucasa.Mientras hablaba, iba toqueteando el teclado que tenía delante, y en la pared empezó a proyectarse un escáner cerebral. 

    —¡Espera! —exclamé—. Conozcamos unos cuantos datos más antes de ver el escáner. ¿Sabemos algo de su historia clínica anterior? ¿Estaba en forma? ¿Se valía por sí misma a su edad? ¿Qué quieres decir con que sufrió un síncope? 

    —Por lo visto vivía sola, se autoabastecía y tenía capacidad automotora.

   —¿Se autoalimentaba también? —dije con ironía—. ¿Y se autolimpiaba, como un horno moderno? ¿Se lavaba el trasero ella sola? Venga ya, habla en nuestra lengua, no como un gerente. ¿Tratas de decirnos que puede cuidar de sí misma y caminar sin ayuda?
    —Sí —contestó el joven.

    —Vale, y ¿qué pasó?

   —Su hija la encontró en el suelo cuando fue a visitarla. No se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo llevaba allí.

    —Bueno, ¿y cuál es el diagnóstico diferencial cuando una persona mayor sufre un colapso?

    El joven médico en prácticas recitó de un tirón una larga lista de causas y condiciones.
    EscalaGomaGlasgow—¿Y en qué punto estaba en la Escala de Coma de Glasgow?
    —En el cinco.
    —¡No utilices cifras! No sirven para nada. ¿Qué era capaz de hacer, exactamente?
    —No abría los ojos como reacción al dolor, no emitía sonidos ni flexionaba los músculos.
    —Eso está mejor —dije con tono de aprobación—. Ahora sí que entiendo cómo estaba. ¿Tenía un déficit neurológico cuando la viste anoche al ingresar?

    El joven pareció avergonzado.
    —No lo comprobé.
    —¿Cómo sabes entonces el grado de coma?
    —Fue lo que dijeron los médicos del hospital de su zona… —Se interrumpió, abochornado.

   —Deberías haberla examinado tú mismo. —Entonces, sintiendo la necesidad de ponerle una zanahoria al palo, añadí—: Pero estás aquí para aprender.

   Me volví hacia los residentes especialistas, que estaban disfrutando con aquel ritual de enseñanza mediante el sistema de tomarle el pelo a un interno.

   —¿Quién estaba de guardia anoche?

   David, uno de los especialistas que casi había completado sus seis años de residencia, declaró que era él quien había estado de guardia para Urgencias

   —Tenía una hemiplejía derecha —añadió—. Y el cuello un poco rígido, además.

   —¿Qué otros posibles indicios advertiríamos en un examen si hubiese tenido una hemorragia subaracnoidea?

   —Pueden tener una hemorragia subhialoidea en los ojos.
   —¿La tenía ella?

   —No lo comprobé. El oftalmoscopio de la sala se perdió hace siglos…

   El escáner cerebral de la mujer apareció ante nuestros ojos.

   —¡Mierda! —solté al verlo—. Pero ¿por qué la aceptaste? Eso es una hemorragia masiva en el hemisferio dominante, tiene setenta y dos años, está en coma… No vamos a tratarla ni en broma, ¿no? 

   HM2—Bueno, doctor Marsh —respondió David con un leve tono de disculpa—, según el hospital que la enviaba tiene sesenta y dos años. Había sido profesora de universidad. Una mujer muy lista, por lo que comentó la hija.

   —Vaya, pues no va a volver a ser lista nunca más —intervino el colega sentado a mi lado. 

   —En cualquier caso —prosiguió David—, teníamos varias camas vacías, y los gestores de camas trataban de poner en ellas a pacientes que no eran de neuro…

    Pregunté si había habido algún otro ingreso.
    —Los oncólogos nos enviaron a una mujer con melanoma —contestó Tim, otro residente, mientras se dirigía a la primera fila para sustituir al interno en prácticas. 

    Proyectó otro escáner cerebral en la pared que había ante nosotros. Mostraba dos grandes tumores irregulares, claramente inoperables. Los tumores múltiples son casi siempre metástasis de cánceres primarios de otros órganos, como la mama, el pulmón o, como en aquel caso, la piel. Su presencia significa el principio del fin, aunque el tratamiento puede prolongar la vida alrededor de un año en algunos casos.

     —El informe de remisión dice que la paciente bebe ciento cuarenta unidades de alcohol por semana —nos contó Tim.
Vi a una interna en prácticas de la primera fila hacer mentalmente rápidos cálculos aritméticos.
    —¡Eso son dos botellas de vodka al día! —dijo con cierto asombro.
   —Hace dieciocho meses le sacaron un tumor metastásico en otro hospital —dijo Tim—. Y luego hizo radioterapia. Los oncólogos querían una biopsia. 

    Le pregunté qué les había dicho.
   —Pues que eran inoperables y que no hacía ninguna falta una biopsia. Es obvio que son metástasis del melanoma. Para eso ya más vale que hagan el diagnóstico post mórtem.

    —Me encanta esa actitud tan positiva —comentó el colega sentado a mi lado—.

    Bueno, y ¿cuál sería el mensaje para los oncólogos? 

    —¡Que siga bebiendo! —exclamó alguien alegremente desde el fondo de la habitación.
No había más casos que debatir, de modo que salimos en fila de la sala de radiología para iniciar la jornada de trabajo. 

     Me detuve en mi despacho a coger la grabadora de dictado.
    —¡No olvides quitarte la corbata! —gritó Gail desde su oficina.

    StGeorgesHospitalEl nuevo director general de la fundación hospitalaria, el séptimo desde que me había convertido en especialista, se tomaba especialmente en serio las veintidós páginas de normas de indumentaria de la institución, y a mis colegas y a mí nos habían amenazado hacía poco con tomar medidas disciplinarias contra nosotros por llevar corbata y reloj. No hay pruebas científicas de que los especialistas con corbata y reloj contribuyan a incrementar las infecciones hospitalarias, pero el director general se tomaba tan en serio el asunto que había empezado a disfrazarse de enfermero y a seguirnos en nuestras rondas por las salas, negándose a dirigirnos la palabra y garabateando montones de notas. Sin embargo, sí llevaba su distintivo de director general, supongo que para evitar que alguien lo obligara a vaciar una cuña.

     —¡Y el reloj! —añadió Gail muerta de la risa cuando yo salía con decisión a ver a mis pacientes.

  _  

     Los pacientes externos esperan en una sala grande y sin ventanas en la planta baja. Suele haber muchos, sentados en hileras en obediente silencio, porque en el nuevo departamento centralizado de Externos hay muchas consultas funcionando al mismo tiempo. El sitio tiene todo el encanto de una oficina del paro, aunque con el detalle añadido de un portarrevistas con folletos sobre cómo vivir con párkinson, prostatismo, síndrome del colon irritable, miastenia gravis, bolsas de colostomía y otras afecciones desagradables. También hay dos grandes cuadros abstractos, uno en morado y otro en verde lima, que hizo colgar en las paredes la responsable de arte y decoración del hospital —una mujer entusiasta que siempre lleva pantalones de cuero negro—, con ocasión de la visita de un miembro de la familia real para la inauguración oficial del nuevo edificio, unos años atrás.

     Reginald1Los pacientes que esperaban me observaron cuando pasé ante ellos hacia mi consulta. Lo primero que vi al entrar en ella fue una torre de Babel de carpetas multicolores que contenían las historias clínicas de los pacientes, llenas a reventar de fajos de páginas con las esquinas dobladas, en las que los resultados relevantes más recientes rara vez se han archivado, y, si se ha hecho, ha sido de forma que suele costar muchísimo encontrarlos. Puedo enterarme —normalmente sin orden ni concierto— de las circunstancias del parto de mis pacientes, y quizá de sus afecciones ginecológicas, dermatológicas o cardiológicas, pero rara vez encuentro información sobre la fecha en que los operé o el análisis del tumor que les extraje.

  _  

     Con el tiempo, he aprendido que suele ser mucho más rápido preguntarles esas cosas a ellos mismos. La fundación tiene que dedicar cantidades cada vez mayores de personal y recursos a la búsqueda, localización y transporte de historias clínicas. La mayor parte de ellas, debo precisar, consisten en gráficas de enfermería en las que se registra la excreción de secreciones corporales del paciente durante ingresos previos, y que ya no tienen ningún interés o importancia. Todos los días deben de circular verdaderas toneladas de esas historias clínicas por los hospitales públicos, en un extraño frenesí archivador —que le hace pensar a uno en los escarabajos peloteros— dedicado casi exclusivamente a la historia de las excreciones de los pacientes.

     Mi consulta para pacientes externos es una curiosa combinación entre lo trivial y lo mortalmente serio. Es ahí donde visito a mis pacientes semanas o meses después de haberlos operado, a los nuevos que me envían de otros sitios o a los que hago un seguimiento a largo plazo. Van vestidos con su propia ropa, por supuesto, y los recibo como a iguales. Todavía no se han convertido en pacientes hospitalizados, esos que tienen que someterse a unos rituales que los despersonalizan, consistentes en que los ingresen, los etiqueten como pájaros o criminales cautivos y los metan en la cama como si fueran críos, con esas batas de hospital. 

      HM1Siempre me he negado a que haya más gente en la consulta: ni estudiantes, ni residentes, ni enfermeros; sólo los pacientes y sus familias. Muchos de ellos tienen tumores cerebrales de crecimiento lento, demasiado profundos para operarlos, pero que no se desarrollan lo bastante deprisa como para justificar tratamientos paliativos contra el cáncer, como la radioterapia o la quimioterapia. Vienen a verme una vez al año para que les haga un escáner de seguimiento y compruebe si su tumor ha sufrido cambios o no. Sé que estarán aguardando en el exterior de la consulta, en la oscura y deprimente sala de espera, muertos de angustia, a que les dé mi veredicto. Unas veces puedo tranquilizarlos diciéndoles que nada ha cambiado; otras, el escáner muestra que el tumor ha crecido. La muerte está acechándolos, y yo trato de esconder a esa figura oscura que se acerca lentamente hacia ellos, o al menos de disfrazarla. Tengo que elegir mis palabras con muchísima cautela.

  _  

     Puesto que la neurocirugía se ocupa de lesiones y enfermedades de la columna vertebral, además de las del cerebro, una parte de cualquier consulta de la especialidad se dedica a hablar con pacientes que tienen problemas de espalda, pocos de los cuales precisan cirugía. Cuando se trata de un paciente con un tumor cerebral, procuraré explicarle con delicadeza que su vida quizá está llegando a su fin, o que requiere una operación aterradora en la cabeza, mientras que si se trata de un caso de columna lo que le diré, intentando parecer comprensivo y nada crítico, es que su dolor de espalda quizá no sea un problema tan terrible como cree, y que es posible que la vida merezca vivirse a pesar de él. Las conversaciones que mantengo en la consulta son unas veces alegres, otras absurdas, y, en ocasiones, desgarradoras. Lo que nunca son, desde luego, es aburridas.

      Tras haber examinado con cierta desesperanza el montón de historias clínicas, me senté y encendí el ordenador. Volví al mostrador de recepción para echar un vistazo a la lista de pacientes del consultorio y averiguar cuáles habían llegado, pero lo único que vi fue unas hojas de papel en blanco. Le pregunté al recepcionista dónde estaba mi lista. Pareció un poco avergonzado cuando levantó una de las páginas en blanco y reveló otra hoja debajo con los pacientes que acudirían a verme ese día. 

      —La dirección corporativa de pacientes no hospitalizados ha dicho que debemos mantener siempre tapados sus nombres para garantizar la confidencialidad. Es uno de esos objetivos que se han fijado. Nos han dicho que lo hagamos.

     CompendioNeuroCirujLlamé al primer paciente por su nombre, en voz bien alta y pasando la vista por las personas reunidas que esperaban para verme. Un joven y una pareja mayor se levantaron a toda prisa de sus sillas, con la actitud un poco angustiada y deferente que mostramos todos cuando vamos a ver a un médico. 

    —Lo que acabo de hacer no ha sido muy confidencial que digamos, ¿no? —murmuré con ironía, dirigiéndome al desventurado recepcionista—. Quizá habría queidentificar a los pacientes sólo con números, como en las clínicas que tratan enfermedades venéreas, ¿no crees?
       Me di la vuelta y me alejé del mostrador.
     —Soy Henry Marsh —le dije al joven que se me acercaba, dejando de ser una víctima impotente y enojada de los objetivos gubernamentales para convertirme en un amable y educado cirujano—. Por favor, síganme.

      Fuimos hasta la consulta, con sus ancianos padres cerrando la marcha. 

     Era un policía que, unas semanas atrás, había sufrido de repente, de la forma más inesperada, un ataque epiléptico que había cambiado su vida para siempre. Lo llevaron al departamento de Urgencias de su hospital, donde un escáner cerebral reveló la existencia de un tumor. Se había recuperado de la crisis epiléptica, y, como se trataba de un tumor pequeño, lo mandaron a casa y se puso en marcha el proceso para derivarlo al centro de neurocirugía regional. El volante médico en cuestión tardó lo suyo en llegar a mis manos, de modo que había tenido que esperar dos semanas a que yo pudiera visitarlo por fin. Dos semanas esperando, de hecho, para que le dijeran si iba a morir o no, pues ninguno de los médicos de su centro habría tenido los conocimientos suficientes sobre tumores cerebrales para interpretar su escáner de forma fiable. 

   —Por favor, siéntense —dije solícito, indicando las tres sillas ante mi escritorio, con su torre de carpetas y su lento ordenador. 

    Repasé brevemente el episodio epiléptico con él y su familia. Como suele ocurrir con esas crisis, había sido más aterradora para su madre, que la había presenciado, que para él mismo. 

    —Creí que iba a morirse —contó la mujer—. Dejó de respirar y se le puso la cara azul, aunque ya había mejorado un poco para cuando llegó la ambulancia. 

    —Sólo recuerdo que me desperté en el hospital —dijo el joven policía—. Y luego me hicieron ese escáner. Llevo desde entonces temiéndome lo peor.

     Su expresión desesperada traslucía la esperanza de que yo pudiera salvarlo y el temor de que no fuera así.

     —Echémosle un vistazo al escáner —dije.

     Lo había visto dos días antes, pero veo tantos cada día que, cuando visito a un paciente, he de tener su escáner delante para no cometer errores. 

    —Esto puede tardar un ratito —añadí—. Las imágenes están en la red informática de su hospital, que está conectada con nuestro sistema… 

     HM GlobosMientras hablaba, pulsaba una tecla tras otra para dar con el icono de la red radiológica de su hospital. Lo encontré y se abrió una ventanita para introducir la contraseña. Ahora necesito tantas contraseñas para poder hacer mi trabajo diario que he perdido la cuenta. Me pasé cinco minutos intentando entrar en el sistema, pero no lo conseguí. Era dolorosamente consciente de la angustia del paciente y su familia, que no me quitaban ojo y esperaban para saber si iba a leerle o no su sentencia de muerte.

     —En el pasado, todo esto era mucho más fácil… —dije a modo de disculpa, señalando el negatoscopio, ahora superfluo, que había frente a mi escritorio—. Sólo hacían falta treinta segundos para poner ahí una radiografía. He probado con todas las contraseñas que recuerdo, maldita sea… 

    Podría haber añadido que la semana anterior había tenido que mandar a casa a cuatro de los doce pacientes de la consulta sin haber podido ver sus escáneres, con lo que sus visitas no habían servido para nada y ellos habían acabado más angustiados y descontentos si cabe. 

     —En la policía pasa lo mismo —comentó el paciente—. Todo está informatizado y no paran de decirnos lo que debemos hacer, pero nada funciona tan bien como antes…

    Llamé a Gail, que tampoco pudo resolver el problema. Me dio el número del departamento de Radiología, pero cuando llamé, me encontré con un contestador automático. 

    —Disculpen —dije—. Voy al piso de arriba a ver si consigo que una secretaria de Radiología me eche una mano. 

     DptoRadiologíaCrucé a toda prisa la sala de espera del sótano, llena de pacientes, y subí corriendo dos tramos de escaleras hasta el departamento de Radiología; así se llega más deprisa que con los ascensores y te ahorras la voz que te dice con tono paternalista que te laves las manos.

  —¿Dónde está Caroline? —exclamé al llegar ante el mostrador de recepción, un poco jadeante.
   —Ah, pues andará por alguna parte —fue la respuesta. 

    Así que me dediqué a buscarla por el departamento y, cuando por fin la encontré, le expliqué el problema.

    —¿Has probado con tu contraseña?
    —¡Claro que he probado con mi contraseña!
    —Bueno, pues prueba con la de Johnston. Suele funcionar. Es «A tomar por culo 45». Detesta los ordenadores.
     —¿A qué viene el cuarenta y cinco? 

   —Es el número de meses que han pasado desde que adoptamos ese sistema informático hospitalario, y hay que cambiar la contraseña cada mes —explicó Caroline. Así que eché a correr pasillo abajo, bajé de nuevo por la escalera y volví a cruzar ante todos los pacientes hasta la consulta.

    —Por lo visto, la mejor contraseña es «A tomar por culo 45» —les dije al paciente y a sus padres, que aún esperaban para oír su posible sentencia de muerte y soltaron unas risitas nerviosas. 

    Culo45Tecleé obedientemente «A tomar por culo 45», pero, tras pensárselo un poco y decirme que estaba «comprobando mis datos de usuario», el ordenador me dijo que esa contraseña no era correcta. Probé a teclear «A tomar por culo 45» de muchas formas distintas: con mayúsculas, con minúsculas, con espacios, sin espacios. Introduje «A tomar por culo 44» y «A tomar por culo 46», pero todo fue en vano. Salí a la carrera hacia el piso de arriba por segunda vez, seguido por las miradas curiosas y angustiadas de los pacientes de la sala de espera. La consulta iba ahora con retraso, y el número de pacientes que esperaban aumentaba más y más.

     Volví al departamento de Radiología y encontré a Caroline sentada ante su escritorio. Le dije que «A tomar por culo 45» no funcionaba.

    —Vaya… —contestó con un suspiro—. Será mejor que baje contigo y eche un vistazo. A lo mejor te has equivocado y has puesto «A tomar por el culo».

   Bajamos juntos y fuimos hasta la consulta.
   —Ahora que lo pienso —dijo Caroline—, igual ya se ha cambiado a «A tomar por culo 47». 

     Tecleó esto último, y el ordenador, tras haber quedado satisfecho con la comprobación de mis datos de usuario —aunque eran en realidad los del señor Johnston—, descargó por fin el menú del  del hospital del paciente.

    —¡Lo siento! —exclamó Caroline con una carcajada cuando salía de la habitación.

    —¡Debería habérseme ocurrido a mí! —respondí sintiéndome muy estúpido.

   Descargué entonces las imágenes del cerebro de mi paciente. Sin duda me había llevado un buen rato tener el escáner en la pantalla de mi ordenador, pero no tardé mucho en interpretarlo. Mostraba una anomalía, una especie de pelotita blanca que comprimía el hemisferio izquierdo del cerebro. 

    NeuroCirujía1—Bueno —dije por fin, consciente de la angustia que habría sufrido el paciente las dos semanas anteriores, y muy especialmente los últimos cincuenta minutos—, no parece que sea cáncer… creo que todo va a salir bien. 

    Al oírme decir eso, los tres se echaron un poco hacia atrás en sus asientos. La madre tendió una mano para asir la de su hijo, y se sonrieron mutuamente. Yo también sentía un alivio considerable. A menudo me veo obligado a hacer llorar a la gente que se sienta frente a mí en la consulta para pacientes externos. 

     Les dije que tenía casi la certeza de que era un tumor benigno y que haría falta operar para extraerlo. Luego añadí, con cierto tono de disculpa, que la intervención tenía sus riesgos, y graves. No quería alarmarlos y, procurando ser lo más delicado posible, les expliqué que el riesgo de dejarle el lado derecho del cuerpo paralizado, como si hubiera sufrido una embolia, y quizá sin la capacidad de hablar, «no pasaba del cinco por ciento». Sonaba muy distinto que si le hubiese dicho que el riesgo «era nada menos que del cinco por ciento», con el tono desalentador correspondiente. 

     —Todas las operaciones tienen sus riesgos —dijo su padre, como hacen casi todos en ese punto de la conversación.

   Estuve de acuerdo, pero señalé que había riesgos más graves que otros, y que el problema de la cirugía del cerebro era que, aunque sólo salieran mal pequeños detalles, las consecuencias podían ser desastrosas. Cuando la operación va mal, el índice de desastre para el paciente es del cien por cien, pero para mí sigue siendo del cinco por ciento. 

     Asintieron en silencio. Pasé a contarles entonces que los riesgos de la operación eran mucho menores que los de no hacer nada y dejar que el tumor aumentara de tamaño, pues estaba demostrado que, con el tiempo, incluso los tumores benignos pueden resultar mortales si crecen lo suficiente, ya que el cráneo es una caja sellada y sólo hay un espacio limitado en la cabeza.

     Hablamos un poco más sobre los aspectos prácticos de la operación, y luego los acompañé al despacho de Gail.

  _  

     El siguiente paciente era una madre soltera con dolor de espalda, que se había sometido en el sector privado a dos operaciones absolutamente desaconsejables.

    Existe un término bien conocido, el de «síndrome de espalda fallida», para referirse a la gente con dolor de espalda que se ha sometido a cirugía vertebral que no ha funcionado (y que en muchos casos parece haber empeorado el dolor). Se trataba de una mujer delgada, con la expresión angustiada de alguien que sufre un dolor constante y una profunda desesperación. En la consulta para pacientes externos, hace mucho que aprendí a no hacer distinciones —como siguen haciendo algunos médicos que se creen superiores— entre el dolor «real» y el «psicológico».

     Neurplasticidad2Todos se producen en el cerebro y lo único que los distingue, aparte de su intensidad, es qué tratamiento puede conseguir los mejores resultados o, más especialmente, cuando se trata de mi consulta, si van a mejorar o no con la cirugía. Sospecho que a muchos pacientes míos les iría mejor con alguna clase de tratamiento psicológico, pero no es algo que yo esté en posición de ofrecer en una ajetreada consulta quirúrgica, aunque sí me encuentro a menudo teniendo que dedicar más tiempo a los pacientes con dolor de espalda que a los que tienen tumores cerebrales.

      La mujer se echó a llorar mientras hablaba. 

    —Tengo más dolor que nunca, doctor —aseguró, y su anciana madre, sentada a su lado, asintió con gesto ansioso—. No puedo seguir así. 

     Le hice las preguntas habituales sobre el dolor, una lista de ellas que uno aprende pronto como estudiante de Medicina: cuándo había empezado, si se extendía a las piernas, qué tipo de dolor era, etcétera. Cuando uno tiene experiencia, a menudo puede predecir las respuestas con sólo mirar al paciente, y en cuanto vi el rostro lloroso y enojado de aquella mujer cuando me siguió cojeando con dramatismo por el pasillo hasta la consulta, supe que no iba a poder ayudarla. Observé el escáner de su columna, que revelaba espacio de sobra para los nervios, pero también las excavaciones y el burdo andamiaje metálico que le había insertado mi colega cirujano de otro hospital.

     Le expliqué que, cuando una operación falla, pueden sacarse dos conclusiones diametralmente opuestas: la primera es que no se ha hecho bien y hace falta repetirla, y la segunda, que ya de entrada la cirugía no iba a ser la solución. Le dije que no me parecía que una intervención más fuera a ayudarla. 

    —Pero no puedo seguir así —respondió con indignación—. No puedo hacer la compra, no puedo cuidar de los niños.

Las lágrimas empezaron a surcar de nuevo sus mejillas.

    —Eso lo tengo que hacer yo —intervino la madre.

    Con pacientes así, cuando sé que me es imposible ayudarlos, lo único que puedo hacer es quedarme ahí sentado tratando de evitar que se me vayan los ojos hacia la ventana para ver, más allá del aparcamiento y la carretera que rodea el recinto hospitalario, el cementerio que hay al otro lado. Me limito a esperar a que viertan toda su desdicha ante mí y a que terminen. Entonces tengo que encontrar palabras que expresen compasión de algún modo para dar por terminada aquella conversación imposible, y sugerir al paciente que su médico de cabecera lo derive a la clínica del dolor, aunque con pocas esperanzas de que su trastorno tenga cura. 

     —En la situación en que se encuentra su espalda no hay nada peligroso —le dije.

    Me guardé muy mucho de decirle que el escáner era normal, algo que pasa con frecuencia. Luego pronuncié un pequeño discurso sobre los beneficios del ejercicio y, en muchos casos, de la pérdida de peso, aunque este último consejo rara vez es bien recibido. No trato de juzgar a esas personas infelices, como sí hacía cuando era más joven; ahora sólo experimento cierta sensación de fracaso y a menudo también una absoluta desaprobación hacia los cirujanos que han operado a pacientes así, en especial cuando se ha hecho, como ocurre a menudo, por dinero y en el sector privado.

  _  

     La siguiente paciente era una mujer de cincuenta y tantos, a quien un colega retirado ya hacía mucho le había extirpado veinte años atrás un gran tumor cerebral benigno. Le habían salvado la vida, pero la habían dejado con un dolor facial crónico.

     Todas las formas posibles de tratamiento habían fallado. El dolor se había producido porque se había cercenado el nervio sensorial de un lado de la cara al realizar la resección del tumor, un problema a veces inevitable para el que los cirujanos utilizan el término «sacrificio». Eso deja al paciente con un grave entumecimiento en ese lado de la cara, un fenómeno desagradable, aunque la mayoría de gente llega a aceptarlo.  

    No obstante, algunos pacientes no lo hacen, y el entumecimiento llega a ser tan doloroso que resulta insoportable. El término latino para eso, anaesthesia dolorosa, expresa la naturaleza paradójica del problema.

     Aquella paciente también habló por los codos: describió los muchos tratamientos y fármacos fallidos con los que había experimentado a lo largo de los años, así como la inutilidad de los médicos.

    —Tiene que cortarme ese nervio, doctor —dijo—. No puedo seguir así. 

    Traté de explicarle que el problema había surgido precisamente porque le habían cortado el nervio, y le hablé del dolor fantasma en un miembro, un dolor muy intenso que quienes han sufrido amputaciones experimentan en un brazo o una pierna que ya no existen en el mundo exterior, pero sí todavía como pauta de impulsos nerviosos en el cerebro. Traté de explicarle que el dolor estaba en su cerebro y no en su cara, pero no lo entendió en absoluto y, a juzgar por su expresión, probablemente pensó que yo le quitaba importancia a su dolor porque eran «imaginaciones» suyas. Salió de la consulta tan enfadada e insatisfecha como había entrado.

Vasalius1543   

     Uno de los varios pacientes a quienes hacía visitas regulares de seguimiento era Philip, un hombre de cuarenta y tantos al que había operado doce años antes. Le había extraído la mayor parte del tumor, pero ahora estaba volviendo a crecer. Poco tiempo antes se había sometido a quimioterapia, que puede retrasar el índice de recurrencia, pero ambos sabíamos que el tumor acabaría matándolo. Habíamos hablado sobre el asunto en ocasiones anteriores, y no se ganaría gran cosa con una nueva intervención. Como yo llevaba muchos años tratándolo, habíamos llegado a conocernos bien.

      —¿Cómo está tu mujer? —fue lo primero que me dijo cuando entró en la consulta.

     Recordé que, cuando nos habíamos visto un año antes, la policía me había llamado en plena conversación para decirme que mi segunda esposa, Kate, a quien había conocido un año después de que se rompiera mi primer matrimonio, acababa de ingresar en mi propio hospital tras una crisis epiléptica. «No hay de qué preocuparse», había añadido el policía tratando de ser amable.

     Concluí a toda prisa la consulta con Philip y salí pitando hacia el departamento de Urgencias de mi hospital, donde me encontré con una Kate casi irreconocible, con la cara cubierta de sangre seca. Había tenido la crisis epiléptica en el centro comercial de Wimbledon, y se había mordido el labio inferior hasta atravesarlo con los dientes.

    Por suerte, no había sufrido lesiones graves, y un colega de cirugía plástica le cosió la herida. Luego le concerté una visita con un neurólogo del hospital.

  _  

     Fue una época complicada. Muchos tumores cerebrales delatan su presencia mediante crisis epilépticas, como yo sabía demasiado bien, y por la experiencia vivida con mi hijo también era consciente de que el hecho de ser médico no nos volvía inmunes —ni a mí ni a las personas que quería— a las enfermedades que padecían mis pacientes. No compartí esos pensamientos con Kate y le dije que el escáner era una mera formalidad, confiando así en ahorrarle un poco de ansiedad.

     Kate es antropóloga y escritora de éxito, sin formación médica, pero yo había subestimado su capacidad de observación. Más adelante, me contó que había llegado a tener los conocimientos de neurocirugía suficientes para saber que los tumores cerebrales a menudo hacen su «entrada en escena» con una crisis epiléptica. Hubo que esperar una semana para que le hicieran un escáner, durante la cual tuvimos buen cuidado de ocultarnos mutuamente nuestros temores. El escáner salió bien: no había ningún tumor. No me siento nada cómodo al pensar que tantos de mis pacientes tengan que pasar por el mismo infierno que pasamos Kate y yo cuando esperábamos los resultados de aquel escáner, y la mayoría de ellos tienen que esperar mucho más de una semana.

  _  

    Me emocionó que Philip se hubiera acordado de aquello, y le contesté que Kate se encontraba bien y que su epilepsia estaba bajo control. Me contó que él continuaba teniendo crisis de poca importancia varias veces por semana, y que su negocio estaba en quiebra porque se había quedado sin carnet de conducir.

     —Eso sí, con la quimio he perdido un montón de kilos —añadió riendo—. Tengo mucha mejor pinta ahora, ¿a que sí? Me hacía vomitar bastante. Pero estoy vivo. Y me alegro de estar vivo. Eso es lo único que importa, aunque necesito que vuelvan a darme el carnet de conducir. Sólo saco un beneficio de sesenta y cinco libras por semana. Vivir con eso no es precisamente fácil.  

     Accedí a pedirle a su médico de cabecera que lo enviara a un especialista en epilepsia. Pensé, y no por primera vez, en lo triviales que eran los problemas que yo pudiese tener en comparación con los de mis pacientes, y me sentí avergonzado y un poco decepcionado conmigo mismo porque aun así siguieran preocupándome. Cabría esperar que ser testigo de tanto dolor y tanto sufrimiento lo ayudaría a uno a ver sus propias dificultades con perspectiva, pero, por desgracia, no es así.

   _  

     TrigeminoEl último paciente era una mujer de treinta y tantos con una neuralgia del trigémino grave. La había operado el año anterior, y creía recordar que había vuelto unos meses después con dolor recurrente —la cirugía falla algunas veces—, pero no conseguía acordarme de lo que había pasado después. Hojeé la historia clínica y no conseguí encontrar nada que me fuera de ayuda. Preparé un discurso de disculpa, esperando que el dolor y la decepción la hicieran tener un aspecto lamentable. Sin embargo, cuando la vi, la encontré muy distinta. Me sorprendí de la buena cara que tenía.

     —Desde la operación he estado perfectamente —declaró. 
    —Pero… ¡yo creía que el dolor había vuelto! —exclamé.
    —¡Por eso volvió a operarme!
    —¿De verdad? Ay, tendrá que disculparme… Veo a tantos pacientes que a veces uno olvida dónde y con quién está…

    Cogí su historia clínica del montón y me pasé varios minutos tratando de encontrar algún dato sobre esa segunda intervención, pero fue en vano. Del fajo de papeles de varios centímetros de grosor sobresalía una etiqueta marrón… de uno de los pocos documentos que la fundación hospitalaria ha diseñado de forma que se encuentren con facilidad.

    —¡Ah! —exclamé—. Mire esto. Es posible que no sea capaz de encontrar el informe quirúrgico, pero sí puedo decirle que el veintitrés de abril excretó usted un zurullo tipo cuatro…

     EscalaBristolLe mostré la elaborada tabla de deposiciones del hospital, coloreada con un marrón oscuro muy apropiado, en la que cada página venía con una pequeña guía ilustrada de forma muy gráfica con los siete tipos diferentes de excrementos, según la clasificación de heces realizada, según la propia guía, por un tal doctor Heaton de Bristol

     La paciente miró el documento con cara de incredulidad, y acto seguido se echó a reír. 

    Le señalé que al día siguiente había excretado heces de tipo 5 —«pequeños terrones, como nueces», según el tal doctor Heaton— y le mostré la ilustración correspondiente. Le dije que, como cirujano, me importaban una mierda sus evacuaciones, aunque estaba claro que la dirección de la fundación hospitalaria las consideraba una cuestión de gran importancia. 

     Nos reímos juntos durante un buen rato. Cuando la había conocido, sus ojos habían perdido el brillo debido a los muchos calmantes que se veía obligada a tomar, y, cuando intentaba hablar, el dolor atroz que sentía le contraía toda la cara. Pensé que ahora se veía radiante y guapísima. Se levantó para marcharse y fue hacia la puerta, pero entonces dio media vuelta y me dio un beso.

     —Confío en no volver a verlo nunca más —dijo.
     —Lo comprendo muy bien —contesté.

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