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Fragmentos de libros. NADA de Carmen Laforet   Comienzo II

Acceso/Volver al COMIENZO I de este libro: HaciaArriba
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... Mi equipaje era un maletón muy pesado -porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación.

Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.

ElMozoYLaNovelaDebía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo abrigo que, a impulsos de la brisa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos «camàlics».

Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.

Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero.

Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.

El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida.

Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vivido de la respiración de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil.

- Aquí es -dijo el cochero.

UniversidadDesdeC AribauUniversidad desde la calle Aribau, mediados del siglo XX (www.labarcelonadeantes.com)

Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante y cuando él cerró el portal detrás de mí, con gran temblor de hierro y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.

Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.

Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:

«¡Ya va! ¡Ya va!»

Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorriendo cerrojos. Luego me pareció todo una pesadilla.

Lo que estaba delante de mí era un recibidor alumbrado por la única y débil bombilla que quedaba sujeta a uno de los brazos de la lámpara, magnífica y sucia de telarañas, que colgaba del techo. Un fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros como en las mudanzas. Y en primer término la mancha blanquinegra de una viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los hombros. Quise pensar que me había equivocado de piso, pero aquella infeliz viejecilla conservaba una sonrisa de bondad tan dulce, que tuve la seguridad de que era mi abuela.

- ¿Eres tú, Gloria? -dijo cuchicheando.

Yo negué con la cabeza, incapaz de hablar, pero ella no podía verme en la sombra.

NadaNeville Fot2- Pasa, pasa, hija mía. ¿Qué haces ahí? ¡Por Dios! ¡Que no se dé cuenta Angustias de que vuelves a estas horas!

Intrigada, arrastré la maleta y cerré la puerta detrás de mí. Entonces la pobre vieja empezó a balbucear algo, desconcertada.

- ¿No me conoces, abuela? Soy Andrea.

- ¿Andrea?

Vacilaba. Hacía esfuerzos por recordar. Aquello era lastimoso.

- Sí, querida, tu nieta... no pude llegar esta mañana como había escrito.

La anciana seguía sin comprender gran cosa, cuando de una de las puertas del recibidor salió en pijama un tipo descarnado y alto que se hizo cargo de la situación. Era uno de mis tíos, Juan. Tenía la cara llena de concavidades, como una calavera a la luz de la única bombilla de la lámpara.

En cuanto él me dio unos golpecitos en el hombro y me llamó sobrina, la abuelita me echó los brazos al cuello con los ojos claros llenos de lágrimas y dijo «pobrecita» muchas veces.

En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso un calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido. Al levantar los ojos vi que habían aparecido varias mujeres fantasmales. Casi sentí erizarse mi piel al vislumbrar a una de ellas, vestida con un traje negro que tenía trazas de camisón de dormir. Todo en aquella mujer parecía horrible y desastrado, hasta la verdosa dentadura que me sonreía. La seguía un perro, que bostezaba ruidosamente, negro también el animal, como una prolongación de su luto. Luego me dijeron que era la criada, pero nunca otra criatura me ha producido impresión más desagradable.

Detrás de tío Juan había aparecido otra mujer flaca y joven con los cabellos revueltos, rojizos, sobre la aguda cara blanca y una languidez de sábanas colgada, que aumentaba la penosa sensación del conjunto.

Yo estaba aún, sintiendo la cabeza de la abuela sobre mi hombro, apretada por su abrazo y todas aquellas figuras me parecían igualmente alargadas y sombrías. Alargadas, quietas y tristes, como luces de un velatorio de pueblo.

- Bueno, ya está bien, mamá, ya está bien -dijo una voz seca y como resentida.

Entonces supe que aún había otra mujer a mi espalda. Sentí una mano sobre mi hombro y otra en mi barbilla. Yo soy alta, pero mi tía Angustias lo era más y me obligó a mirarla así. Ella manifestó cierto desprecio en su gesto. Tenía los cabellos entrecanos que le bajaban a los hombros y cierta belleza en su cara oscura y estrecha.

NadaNeville Fot3- ¡Vaya un plantón que me hiciste dar esta mañana, hija!... ¿Cómo me podía yo imaginar que ibas a llegar de madrugada?

Había soltado mi barbilla y estaba delante de mí con toda la altura de su camisón blanco y de su bata azul.

- Señor, Señor, ¡qué trastorno! Una criatura así, sola...

Oí gruñir a Juan.

- ¡Ya está la bruja de Angustias estropeándolo todo!

Angustias aparentó no oírlo.

- Bueno, tú estarás cansada. Antonia -ahora se dirigía a la mujer enfundada de negro-, tiene usted que preparar una cama para la señorita.

Yo estaba cansada y, además, en aquel momento, me sentía espantosamente sucia. Aquellas gentes moviéndose o mirándome en un ambiente que la aglomeración de cosas ensombrecía, parecían haberme cargado con todo el calor y el hollín del viaje, del que antes me había olvidado. Además, deseaba angustiosamente respirar un soplo de aire puro.

Observé que la mujer desgreñada me miraba sonriendo, abobada por el sueño, y miraba también mi maleta con la misma sonrisa. Me obligó a volver la vista en aquella dirección y mi compañera de viaje me pareció un poco conmovedora en su desamparo de pueblerina. Pardusca, amarrada con cuerdas, siendo, a mi lado, el centro de aquella extraña reunión.

Juan se acercó a mí:

- ¿No conoces a mi mujer, Andrea?

Y empujó por los hombros a la mujer despeinada.

- Me llamo Gloria -dijo ella.

Vi que la abuelita nos estaba mirando con una ansiosa sonrisa.

-¡Bah, bah!... ¿Qué es eso de daros la mano? Abrazaos, niñas..., ¡así, así!

Gloria me susurró al oído:

- ¿Tienes miedo?

Y entonces casi lo sentí, porque vi la cara de Juan que hacía muecas nerviosas mordiéndose las mejillas. Era que trataba de sonreír.

Volvió tía Angustias autoritaria.

- ¡Vamos!, a dormir, que es tarde.

- Quisiera lavarme un poco -dije.

- ¿Cómo? ¡Habla más fuerte! ¿Lavarte?

Los ojos se abrían asombrados sobre mí. Los ojos de Angustias y de todos los demás.

- Aquí no hay agua caliente -dijo al fin Angustias.

- No importa...

- ¿Te atreverás a tomar una ducha a estas horas?

- Sí -dije-, sí.

HNYTO 4¡Qué alivio el agua helada sobre mi cuerpo! ¡Qué alivio estar fuera de las miradas de aquellos seres originales! Pensé que allí, el cuarto de baño no se debía utilizar nunca. En el manchado espejo del lavabo -¡qué luces macilentas, verdosas, había en toda la casa!- se reflejaba el bajo techo cargado de telas de arañas, y mi propio cuerpo entre los hilos brillantes del agua, procurando no tocar aquellas paredes sucias, de puntillas sobre la roñosa bañera de porcelana.

Parecía una casa de brujas aquel cuarto de baño. Las paredes tiznadas conservaban la huella de manos ganchudas, de gritos de desesperanza. Por todas partes los desconchados abrían sus bocas desdentadas rezumantes de humedad. Sobre el espejo, porque no cabía en otro sitio, habían colocado un bodegón macabro de besugos pálidos y cebollas sobre fondo negro. La locura sonreía en los grifos torcidos.

Empecé a ver cosas extrañas como los que están borrachos. Bruscamente cerré la ducha, el cristalino y protector hechizo, y quedé sola entre la suciedad de las cosas.

No sé cómo pude llegar a dormir aquella noche. En la habitación que me habían destinado se veía un gran piano con las teclas al descubierto. Numerosas cornucopias -algunas de gran valor- en las paredes. Un escritorio chino, cuadros, muebles abigarrados. Parecía la buhardilla de un palacio abandonado, y era, según supe, el salón de la casa.

En el centro, como un túmulo funerario rodeado por dolientes seres -aquella doble fila de sillones destripados-, una cama turca, cubierta por una manta negra, donde yo debía dormir. Sobre el piano habían colocado una vela, porque la gran lámpara del techo no tenía bombillas.

Angustias se despidió de mí haciendo en mi frente la señal de la cruz, y la abuela me abrazó con ternura. Sentí palpitar su corazón como un animalillo contra mi pecho.

- Si te despiertas asustada, llámame, hija mía -dijo con su vocecilla temblona.

Y luego, en un misterioso susurro a mi oído:

- Yo nunca duermo, hijita, siempre estoy haciendo algo en la casa por las noches. Nunca, nunca duermo.

laforetNada2Al fin se fueron dejándome con la sombra de los muebles que la luz de la vela hinchaba llenando de palpitaciones y profunda vida. El hedor que se advertía en toda la casa llegó en una ráfaga más fuerte. Era un olor a porquería de gato. Sentí que me ahogaba y trepé en peligroso alpinismo sobre el respaldo de un sillón para abrir una puerta que aparecía entre cortinas de terciopelo y polvo. Pude lograr mi intento en la medida que los muebles lo permitían y vi que comunicaba con una de esas galerías abiertas que dan tanta luz a las casas barcelonesas. Tres estrellas temblaban en la suave negrura de arriba y al verlas tuve unas ganas súbitas de llorar, como si viera amigos antiguos, bruscamente recobrados.

Aquel iluminado palpitar de las estrellas me trajo en un tropel toda mi ilusión a través de Barcelona, hasta el momento de entrar en este ambiente de gentes y de muebles endiablados. Tenía miedo de meterme en aquella cama parecida a un ataúd. Creo que estuve temblando de indefinibles terrores cuando apagué la vela.

    

2

 Al amanecer, las ropas de la cama, revueltas, estaban en el suelo. Tuve frío y las atraje sobre mi cuerpo.

TranviaBarnaPosguerra

Los primeros tranvías empezaban a cruzar la ciudad, y amortiguado por la casa cerrada, llegó hasta mí el tintineo de uno de ellos, como en aquel verano de mis siete años, cuando mi última visita a los abuelos. Inmediatamente tuve una percepción nebulosa, pero tan vivida y fresca como si me la trajera el olor de una fruta recién cogida, de lo que era Barcelona en mi recuerdo: este ruido de los primeros tranvías, cuando tía Angustias cruzaba ante mi camita improvisada para cerrar las persianas que dejaban pasar ya demasiada luz. O por las noches, cuando el calor no me dejaba dormir y el traqueteo subía la cuesta de la calle de Aribau, mientras la brisa traía olor a las ramas de los plátanos, verdes y polvorientos, bajo el balcón abierto. Barcelona era también unas aceras anchas, húmedas de riego, y mucha gente bebiendo refrescos en un café... Todo lo demás, las grandes tiendas iluminadas, los autos, el bullicio, y hasta el mismo paseo del día anterior desde la estación, que yo añadía a mi idea de la ciudad, era algo pálido y falso, construido artificialmente como lo que demasiado trabajado y manoseado pierde su frescura original.

Sin abrir los ojos sentí otra vez una oleada venturosa y cálida. Estaba en Barcelona. Había amontonado demasiados sueños sobre este hecho concreto para no parecerme un milagro aquel primer rumor de la ciudad diciéndome tan claro que era una realidad verdadera como mi cuerpo, como el roce áspero de la manta sobre mi mejilla. Me parecía haber soñado cosas malas, pero ahora descansaba en esta alegría.

Carmen-Laforet Nada-RomanCuando abrí los ojos vi a mi abuela mirándome. No a la viejecita de la noche anterior, pequeña y consumida, sino a una mujer de cara ovalada bajo el velillo de tul de un sombrero a la moda del siglo pasado. Sonreía muy suavemente, y la seda azul de su traje tenía una tierna palpitación. Junto a ella, en la sombra, mi abuelo, muy guapo, con la espesa barba castaña y los ojos azules bajo las cejas rectas.

Nunca les había visto juntos en aquella época de su vida, y tuve curiosidad por conocer el nombre del artista que firmaba los cuadros. Así eran los dos cuando vinieron a Barcelona hacía cincuenta años. Había una larga y difícil historia de sus amores -no recordaba ya bien qué..., quizás algo relacionado con la pérdida de una fortuna-. Pero en aquel tiempo el mundo era optimista y ellos se querían mucho. Estrenaron este piso de la calle de Aribau, que entonces empezaba a formarse. Había muchos solares aún, y quizás el olor a tierra trajera a mi abuela reminiscencias de algún jardín de otros sitios. Me la imaginé con ese mismo traje azul, con el mismo gracioso sombrero, entrando por primera vez en el piso vacío, que olía aún a pintura. «Me gustará vivir aquí -pensaría al ver a través de los cristales el descampado-, es casi en las afueras, ¡tan tranquilo!, y esta casa es tan limpia, tan nueva...» Porque ellos vinieron a Barcelona con una ilusión opuesta a la que a mí me trajo: el descanso, en un trabajo seguro y metódico. Fue su puerto de refugio la ciudad que a mí se me antojaba como palanca de mi vida.

Aquel piso de ocho balcones se llenó de cortinas -encajes, terciopelos, lazos-; los baúles volcaron su contenido de fruslerías, algunas valiosas. Relojes historiados dieron a la casa su latido vital. Un piano -¿cómo podía faltar?-, sus lánguidos aires cubanos en el atardecer.

CalleAribau36 JAbascalEdificio de la calle Aribau 36. (img:Jaime Abascal)

Aunque no eran muy jóvenes tuvieron muchos niños, como en los cuentos... Mientras tanto, la calle de Aribau crecía. Casas tan altas como aquélla y más altas aún formaron las espesas y anchas manzanas. Los árboles estiraron sus ramas y vino el primer tranvía eléctrico para darle su peculiaridad. La casa fue envejeciendo, se le hicieron reformas, cambió de dueños y de porteros varias veces, y ellos siguieron como una institución inmutable en aquel primer piso.

Cuando yo era la única nieta pasé allí las temporadas más excitantes de mi vida infantil. La casa ya no era tranquila. Se había quedado encerrada en el corazón de la ciudad. Luces, ruidos, el oleaje entero de la vida rompía contra aquellos balcones con cortinas de terciopelo. Dentro también desbordaba; había demasiada gente. Para mí aquel bullicio era encantador. Todos los tíos me compraban golosinas y me premiaban las picardías que hacía a los otros. Los abuelos tenían ya el pelo blanco, pero eran aún fuertes y reían todas mis gracias. ¿Todo esto podía estar tan lejano?...

Tenía una sensación de inseguridad frente a todo lo que allí había cambiado, y esta sensación se agudizó mucho cuando tuve que pensar en enfrentarme con los personajes que había entrevisto la noche antes. «¿Cómo serán?», pensaba yo. Y estaba, allí, en la cama, vacilando, sin atreverme a afrontarlos.

La habitación con la luz del día había perdido su horror, pero no su desarreglo espantoso, su absoluto abandono. Los retratos de los abuelos colgaban torcidos y sin marco de una pared empapelada de oscuro con manchas de humedad, y un rayo de sol subía hasta ellos.

Me complací en pensar en que los dos estaban muertos hacía años. Me complací en pensar que nada tenía que ver la joven del velo de tul con la pequeña momia irreconocible que me había abierto la puerta. La verdad era, sin embargo, que ella vivía, aunque fuera lamentable, entre la cargazón de trastos inútiles que con el tiempo se habían ido acumulando en su casa.

AribauPlacaPlaca conmemorativa en el edificio de la calle Aribau, 36, en el que nació la autora y fuente de inspiración de "Nada"

Tres años hacía que, al morir el abuelo, la familia había decidido quedarse sólo con la mitad del piso. Las viejas chucherías y los muebles sobrantes fueron una verdadera avalancha, que los trabajadores encargados de tapiar la puerta de comunicación amontonaron sin método unos sobre otros. Y ya se quedó la casa en el desorden provisional que ellos dejaron.

Vi, sobre el sillón al que yo me había subido la noche antes, un gato despeluzado que lamía sus patas al sol. El bicho parecía ruinoso, como todo lo que le rodeaba. Me miró con sus grandes ojos al parecer dotados de individualidad propia; algo así como si fueran unos lentes verdes y brillantes colocados sobre el hociquillo y sobre los bigotes canosos. Me restregué los párpados y volví a mirarle. Él enarcó el lomo y se le marcó el espinazo en su flaquísimo cuerpo. No pude menos de pensar que tenía un singular aire de familia con los demás personajes de la casa; como ellos, presentaba un aspecto excéntrico y resultaba espiritualizado, como consumido por ayunos largos, por la falta de luz y quizá por las cavilaciones. Le sonreí y empecé a vestirme.

NadaCirculoLectAl abrir la puerta de mi cuarto me encontré en el sombrío y cargado recibidor hacia el que convergían casi todas las habitaciones de la casa. Enfrente aparecía el comedor, con un balcón abierto al sol. Tropecé, en mi camino hacia allí, con un hueso, pelado seguramente por el perro. No había nadie en aquella habitación, a excepción de un loro que rumiaba cosas suyas, casi riendo. Yo siempre creí que aquel animal estaba loco. En los momentos menos oportunos chillaba de un modo espeluznante. Había una mesa grande con un azucarero vacío abandonado encima. Sobre una silla, un muñeco de goma desteñido.

Yo tenía hambre, pero no había nada comestible que no estuviera pintado en los abundantes bodegones que llenaban las paredes, y los estaba mirando, cuando me llamó tía Angustias. El cuarto de mi tía comunicaba con el comedor y tenía un balcón a la calle. Ella estaba de espaldas, sentada frente al pequeño escritorio. Me paré, asombrada, a mirar la habitación porque aparecía limpia y en orden como si fuera un mundo aparte en aquella casa. Había un armario de luna y un gran crucifijo tapiando otra puerta que comunicaba con el recibidor; al lado de la cabecera de la cama, un teléfono.

La tía volvía la cabeza para mirar mi asombro con cierta complacencia.

Estuvimos un rato calladas y yo inicié desde la puerta una sonrisa amistosa.

- Ven, Andrea -me dijo ella-. Siéntate.

Observé que con la luz del día Angustias parecía haberse hinchado, adquiriendo bultos y formas bajo su guardapolvo verde, y me sonreí pensando que mi imaginación me jugaba malas pasadas en las primeras impresiones.

- Hija mía, no sé cómo te han educado...

(Desde los primeros momentos, Angustias estaba empezando a hablar como si se preparase para hacer un discurso.)

Yo abrí la boca para contestarle, pero me interrumpió con un gesto de su dedo.

Nada dibujo- Ya sé que has hecho parte de tu bachillerato en un colegio de monjas y que has permanecido allí durante casi toda la guerra. Eso, para mí, es una garantía. Pero... esos dos años junto a tu prima -la familia de tu padre ha sido siempre muy rara-, en el ambiente de un pueblo pequeño, ¿cómo habrán sido? No te negaré, Andrea, que he pasado la noche preocupada por ti, pensando... Es muy difícil la tarea que se me ha venido a las manos. La tarea de cuidar de ti, de moldearte en la obediencia... ¿Lo conseguiré? Creo que sí. De ti depende facilitármelo.

No me dejaba decir nada y yo tragaba sus palabras por sorpresa, sin comprenderlas bien.

- La ciudad, hija mía, es un infierno. Y en toda España no hay una ciudad que se parezca más al infierno que Barcelona... Estoy preocupada con que anoche vinieras sola desde la estación. Te podía haber pasado algo. Aquí vive la gente aglomerada, en acecho unos contra otros. Toda prudencia en la conducta es poca, pues el diablo reviste tentadoras formas... Una joven en Barcelona debe ser como una fortaleza. ¿Me entiendes?

- No, tía.

Angustias me miró.

- No eres muy inteligente, nenita.

Otra vez nos quedamos calladas. Te lo diré de otra forma: eres mi sobrina; por lo tanto, una niña de buena familia, modosa, cristiana e inocente. Si yo no me ocupara de ti para todo, tú en Barcelona encontrarías multitud de peligros. Por lo tanto, quiero decirte que no te dejaré dar un paso sin mi permiso. ¿Entiendes ahora?

- Sí.

- Bueno, pues pasemos a otra cuestión. ¿Por qué has venido?

Yo contesté rápidamente:

- Para estudiar.

(Por dentro, todo mi ser estaba agitado con la pregunta.)

- Para estudiar letras, ¿eh?... Sí, ya he recibido una carta de tu prima Isabel. Bueno, yo no me opongo, pero siempre que sepas que todo nos lo deberás a nosotros, los parientes de tu madre. Y que gracias a nuestra caridad lograrás tus aspiraciones.

- Yo no sé si tú sabes...

CIncoPtas 1945- Sí; tienes una pensión de doscientas pesetas al mes, que en esta época no alcanzará ni para la mitad de tu manutención... ¿No has merecido una beca para la universidad?

- No, pero tengo matrículas gratuitas.

- Eso no es mérito tuyo, sino de tu orfandad.

Otra vez estaba ya confusa, cuando Angustias reanudó la conversación de un modo insospechado.

- Tengo que advertirte algunas cosas. Si no me doliera hablar mal de mis hermanos te diría que después de la guerra han quedado un poco mal de los nervios... Sufrieron mucho los dos, hija mía, y con ellos sufrió mi corazón... Me lo pagan con ingratitudes, pero yo les perdono y rezo a Dios por ellos. Sin embargo, tengo que ponerte en guardia...

Bajó la voz hasta terminar en un susurro casi tierno:

- Tu tío Juan se ha casado con una mujer nada conveniente. Una mujer que está estropeando su vida... Andrea; si yo algún día supiera que tú eras amiga de ella, cuenta con que me darías un gran disgusto, con que yo me quedaría muy apenada...

Yo estaba sentada frente a Angustias en una silla dura que se me iba clavando en los muslos bajo la falda. Estaba además desesperada porque me había dicho que no podría moverme sin su voluntad. Y la juzgaba, sin ninguna compasión, corta de luces y autoritaria. He hecho tantos juicios equivocados en mi vida, que aún no sé si éste era verdadero. Lo cierto es que cuando se puso blanda al hablarme mal de Gloria, mi tía me fue muy antipática. Creo que pensé que tal vez no me iba a resultar desagradable disgustarla un poco, y la empecé a observar de reojo. Vi que sus facciones, en conjunto, no eran feas y sus manos tenían, incluso, una gran belleza de líneas. Yo le buscaba un detalle repugnante mientras ella continuaba su monólogo de órdenes y consejos, y al fin, cuando ya me dejaba marchar, vi sus dientes de color sucio...

- Dame un beso, Andrea -me pedía ella en ese momento. Rocé su pelo con mis labios y corrí al comedor antes de que pudiera atraparme y besarme a su vez.

En el comedor había gente ya. Inmediatamente vi a Gloria que, envuelta en un quimono viejo, daba a cucharadas un plato de papilla espesa a un niño pequeño. Al verme, me saludó sonriente.

wwwdeutschlandfunknovaYo me sentía oprimida como bajo un cielo pesado de tormenta, pero al parecer no era la única que sentía en la garganta el sabor a polvo que da la tensión nerviosa.

Un hombre con el pelo rizado y la cara agradable e inteligente se ocupaba de engrasar una pistola al otro lado de la mesa. Yo sabía que era otro de mis tíos: Román. Vino enseguida a abrazarme con mucho cariño. El perro negro que yo había visto la noche anterior, detrás de la criada, le seguía a cada paso. Me explicó que se llamaba Trueno y que era suyo; los animales parecían tener por él un afecto instintivo. Yo misma me sentí alcanzada por una ola de agrado ante su exuberancia afectuosa. En honor mío, él sacó el loro de la jaula y le hizo hacer algunas gracias. El animalejo seguía murmurando algo como para sí; entonces me di cuenta de que eran palabrotas. Román se reía con expresión feliz.

- Está muy acostumbrado a oírlas el pobre bicho.

Gloria, mientras tanto, nos miraba embobada, olvidando la papilla de su hijo. Román tuvo un cambio brusco que me desconcertó.

- Pero ¿has visto qué estúpida esa mujer? -me dijo casi gritando y sin mirarla a ella para nada-. ¿Has visto cómo me mira ésa?

Yo estaba asombrada. Gloria, nerviosa, gritó:

- No te miro para nada, chico.

- ¿Te fijas? -siguió diciéndome Román-. Ahora tiene la desvergüenza de hablarme esa basura...

Creí que mi tío se había vuelto loco y miré, aterrada, hacia la puerta. Juan había venido al oír las voces.

- ¡Me estás provocando, Román! -gritó.

-¡Tú, a sujetarte los pantalones y a callar! -dijo Román, volviéndose hacia él.

Juan se acercó con la cara contraída y se quedaron los dos en actitud, al mismo tiempo ridícula y siniestra, de gallos de pelea.

- ¡Pégame, hombre, si te atreves! -dijo Román-. ¡Me gustaría que te atrevieras!

- ¿Pegarte? ¡Matarte!... Te debería haber matado hace mucho tiempo... Juan estaba fuera de sí, con las venas de la frente hinchadas, pero no avanzaba un paso. Tenía los puños cerrados.

Román le miraba con tranquilidad y empezó a sonreírse.

- Aquí tienes mi pistola -le dijo.

- No me provoques. ¡Canalla!... No me provoques o...

- ¡Juan! -chilló Gloria-. ¡Ven aquí!

El loro empezó a gritar encima de ella, y la vi excitada bajo sus despeinados cabellos rojos. Nadie le hizo caso. Juan la miró unos segundos.

- ¡Aquí tienes mi pistola!

Decía Román, y el otro apretaba más los puños. Gloria volvió a chillar:

- ¡Juan! Juan!

- ¡Cállate, maldita!

- ¡Ven aquí, chico! ¡Ven!

- ¡Cállate! La rabia de Juan se desvió en un instante hacia la mujer y la empezó a insultar. Ella gritaba también y al final lloró.

Román les miraba, divertido; luego se volvió hacia mí y dijo para tranquilizarme:

- No te asustes, pequeña. Esto pasa aquí todos los días.

Guardó el arma en el bolsillo. Yo la miré relucir en sus manos, negra, cuidadosamente engrasada. Román me sonreía y me acarició las mejillas; luego se fue tranquilamente, mientras la discusión entre Gloria y Juan se hacía violentísima. En la puerta tropezó Román con la abuelita, que volvía de su misa diaria, y la acarició al pasar. Ella apareció en el comedor, en el instante en que tía Angustias se asomaba, enfadada también, para pedir silencio. Juan cogió el plato de papilla del pequeño y se lo tiró a la cabeza.

Tuvo mala puntería y el plato se estrelló contra la puerta que tía Angustias había cerrado rápidamente. El niño lloraba, babeando.

Juan entonces empezó a calmarse. La abuelita se quitó el manto negro que cubría su cabeza, suspirando.

Y entró la criada a poner la mesa para el desayuno. Como la noche anterior, esta mujer se llevó detrás toda mi atención. En su fea cara tenía una mueca desafiante, como de triunfo, y canturreaba provocativa mientras extendía el estropeado mantel y empezaba a colocar las tazas, como si cerrara ella, de esta manera, la discusión...

...

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