CucharaSaturada

Lo último en Fragmentosdelibros.com

NUEVAS INCORPORACIONES

Enlaces directos en las imágenes

Fragmentos de La campana de cristal.
Sylvia Plath
Acceso directo a los fragmentos de La campana de cristal. Sylvia Plath

Fragmentos de Oriente, oriente.
T. Coraghessan Boyle
Oriente, oriente de T. Coraghessan Boyle. Fragmentos.

Fragmentos de Cerca del corazón salvaje.
Clarice Lispector
Fragmentos de Cerca del corazón salvaje. Clarice Lispector

Fragmentos de Tres pisadas de hombre.
Antonio Prieto
Acceso directo a los fragmentos de Tres pisadas de hombre. Antonio Prieto

 

 

NUEVAS PORTADAS
Fragmentos de La balada del café triste
Carson McCullers
Fragmentos de La balada del café triste de Carson McCullers

Final de Tiempo de silencio
Luis Martín Santos
Final de Tiempo de silencio de Luis Martín Santos

Comienzo de El árbol de la ciencia
Pío Baroja
Fragmentos de El árbol de la ciencia de Pío Baroja

Fragmentos de El Jardín de la pólvora
Andrés Trapiello
Fragmentos de El Jardín de la pólvora de Andrés Trapiello

DedoIndice

 

Fragmentos de libros. WERTHER de Johann W. von Goethe Final II:

Acceso/Volver al FINAL I de este libro: HaciaArriba
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

   ... Víctimas ambos de una terrible agitación, veían su propia desdicha en la suerte de los héroes de Ossian y juntos lloraban. Sus lágrimas se confundieron. Los ardientes labios de Werther tocaron el brazo de Carlota; ella se estremeció y quiso retirarse; pero el dolor y la compasión la tenían atada a su silla como si un plomo pesara sobre su cabeza. Ahogándose y queriendo dominarse, suplicó con sollozos a Werther que siguiera la lectura; su voz rogaba con un acento del cielo.

  _  

   Werther, cuyo corazón latía con la violencia de querer salir del pecho, temblaba como un azogado. Tomó el libro y leyó inseguro:

   TonyJohannot“¿Por qué me despiertas, soplo embalsamado de primavera? Tú me acaricias y me dices: ‘traigo conmigo el rocío del cielo; pero pronto estaré marchito, porque pronto vendrá la tempestad, arrancará mis hojas. Mañana llegará el viajero; vendrá el que me ha conocido en todo mi esplendor; su vista me buscará a su alrededor y no me hallará”.

   Estas palabras causaron a Werther un gran abatimiento. Se arrojó a los pies de Carlota con una desesperación completa y espantosa, y tomándole las manos las oprimió contra sus ojos, contra la frente.

   Carlota sintió el vago presentimiento de un siniestro propósito. Trastornado su juicio, tomó también las manos de Werther y las colocó sobre su corazón. Se inclinó con ternura hacia él y sus mejillas se tocaron. El mundo desapareció para los dos; la estrechó entre sus brazos, la apretó contra el pecho y cubrió con besos los temblorosos labios de su amada, de los que salían palabras entrecortadas.

   -¡Werther! -murmuraba con voz ahogada y desviándose-. ¡Werther!, insistía, y con suave movimiento trataba de retirarse.

   -¡Werther! -dijo por tercera vez-, ahora con acento digno e imponente.

   Él se sintió dominado; la soltó y se tiró al suelo como un loco. Carlota se levantó y en un trastorno total, confundida entre el amor y la ira, dijo:

   AnuncioLecturas- Es la última vez, Werther; no volverás a verme.

   Y entregándole una mirada llena de amor a aquel desdichado, corrió a la habitación contigua y ahí se encerró.

   Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En el suelo y con la cabeza en el sofá, permaneció más de una hora sin dar señales de vida.

   Al cabo de ese tiempo oyó ruido y despertó. Era la criada que venía a poner la mesa. Se levantó y se puso a caminar por el cuarto. Cuando volvió a quedarse solo, se acercó a la puerta por donde había entrado Carlota y dijo en voz baja:

   -¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra al menos, un adiós siquiera…

   Ella guardó silencio. Esperó, suplicó, esperó una vez más... Por último se alejó de la puerta gritando:

   -¡Adiós, Carlota… adiós para siempre!

  _  

   Llegó a las puertas de la ciudad; los guardias, que acostumbraban verlo, lo dejaron pasar. Caían menudos copos de nieve; él, no obstante, no volvió a la población sino una hora antes de la medianoche.

   EnElPeñascoCuando llegó a su casa, el criado observó que no traía su sombrero, pero no se aventuró a decirle nada. Le ayudó a desvestirse: toda la ropa estaba calada. Más tarde, encontraron el sombrero en un peñasco que destacaba sobre todos los de la montaña y que parece desgajarse sobre el valle. No se sabe cómo en una noche lluviosa y oscura pudo llegar a ese punto sin caer. Se acostó y durmió mucho tiempo; cuando el criado entró al cuarto al día siguiente para despertarlo, lo encontró escribiendo. Werther le pidió café, mismo que enseguida la sirvió.

   Werther entonces agregó estos párrafos a la carta que había iniciado para Carlota:

   “Esta vez es la última que abro los ojos; la última, ¡ay de mí! Ya no volverán a ver la luz del día. Estarán cubiertos por una niebla densa y oscura. ¡Sí, viste de luto, naturaleza! Tu hijo, tu amigo, tu amante se acerca a su término. ¡Ah, Carlota!, es una cosa que no se parece a nada y que sólo puede compararse con las percepciones confusas de un sueño, el decirse; ‘¡Esta mañana es la última!’ Carlota, apenas puedo entender el sentido de estas palabras: "¡La última!" Yo, que ahora tengo la plenitud de mis fuerzas, mañana rígido e inerte estaré sobre la tierra. ¡Morir! ¿Qué es eso? Ya lo ves: los hombres soñamos siempre que hablamos de la muerte. He visto morir a mucha gente; pero somos tan pobres de mente que no sabemos nada del principio ni del fin de la vida. En este momento todavía soy mío... todavía soy tuyo, sí, tuyo, querida mía; y dentro de poco... ¡separados, aislados, quizá para siempre! ¡No, Carlota, no! ¿Cómo puedo dejar de ser? Existimos, sí. ¡Dejar de ser! ¿Qué significa esto? Es una frase más, HansGreorgSchedeun ruido que mi corazón no entiende. ¡Muerto, Carlota! ¡Cubierto en la tierra fría, en un rincón angosto y oscuro! Tuve yo cuando adolescente una amiga que era apoyo y consuelo de mi abandonada juventud. Murió y estuve con ella hasta la fosa, donde vi cuando bajaron el ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando las soltaron y cuando las recogieron. Luego arrojaron la primera palada y la fúnebre caja hizo un ruido sordo; después, más sordo; y después, aún más, hasta que quedó cubierta de tierra por completo. Caí al lado de la fosa, delirante, oprimido y con las entrañas despedazadas. Pero no supe nada de lo que me sucedió, de lo que me sucederá. ¡Muerte! ¡Tumba! No entiendo estos conceptos.

   “¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer… aquel debió ser el último momento de mi vida. ¡Oh, ángel! Fue la primera vez, sí, que una alegría pura e infinita llenó mi ser.

   “Me ama, me ama… Aún quema mis labios el fuego sagrado que emanaba de los suyos; todavía colman mi corazón estas delicias abrasadoras. ¡Perdóname, perdóname! Sabía que me amabas; lo sabía desde tus primeras miradas, aquellas miradas llenas de ti; lo sabía desde la primera vez que me diste la mano. Y, sin embargo, cuando me separaba de ti o veía a Alberto contigo, me atacaban las dudas.

  _  

   “¿Recuerdas de las flores que me enviaste el día de esa enojosa reunión en que ni pudiste darme la mano ni decirme palabra alguna? Pasé de rodillas media noche frente a las flores, porque eran para mí el sello de tu amor; pero ¡ay!, estas impresiones se borraron como se borra paso a paso en el corazón del creyente el sentimiento de la gracia de que Dios le prodiga por medio de símbolos visibles. Todo perece, todo: pero Guerterni la misma eternidad puede acabar con la candente vida que ayer tomé de tus labios y que siento en mi interior. ¡Me ama! Mis brazos la han estrechado; mi boca ha temblado, ha murmurado palabras de amor sobre la suya. ¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota; mía para siempre. ¿Qué importa que Alberto sea tu esposo? No lo es más que para el mundo; para ese mundo que dice que amarte y querer arrancarte de los brazos de tu marido para cobijarte en los míos es pecado. ¡Pecado!, sea. Si lo es, ya lo expío. He saboreado ese pecado en sus delicias, en su éxtasis inconmensurable. He aspirado el bálsamo de la vida y con él he fortalecido mi alma. Desde este Opera GorrYLance Vertmomento eres mía, ¡mía, Carlota! Voy delante de ti; voy a reunirme con mi padre, que también lo es de ti, Carlota; me quejaré y me consolará hasta que tú aparezcas. Entonces volaré a tu encuentro, te recibiré en mis brazos y nos uniremos en presencia del eterno, con un abrazo que no tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del sepulcro brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a estar juntos! ¡Veremos a tu madre y le diremos todas las penas de mi corazón! ¡Tu madre! ¡Imagen tuya perfecta!”

   A las 11 llamó Werther a su criado y le preguntó si había regresado Alberto; el criado dijo haberlo visto pasar en su caballo. Entonces le mandó una carta abierta que sólo contenía estas palabras:

   “¿Me harías el favor de prestarme tu pistola: para un viaje que he planeado? Que estés bien. Adiós”.

  _  

   La pobre Carlota apenas había dormido la noche anterior. Su sangre pura, que hasta entonces había corrido por su venas en calma, se agitaba febril. Mil sensaciones distintas conmovían su noble corazón. ¿Era que le consumía el corazón el calor de las caricias de Werther o que estaba indignada de su atrevimiento? ¿Era que le mortificaba el comparar su situación con su vida pasada, con sus días de inocencia, sosiego y confianza? ¿Cómo presentarse ante su esposo? ¿Cómo confesarle una escena que ella misma no quería aceptar, por más que no tuviera nada de qué avergonzarse? Mucho tiempo hacía que marido y mujer no hablaban de Werther y justo ella debía romper el silencio para hacerle una confesión igual de penosa como inesperada. Temía que el solo anuncio de la visita de Werther fuera para Alberto motivo de mortificación. ¿Qué sucedería al saber todo lo ocurrido? ¿Podría esperar que juzgara las cosas sin pasión y las viera tal como se habían presentado? ¿Podría desear que leyera claramente en el fondo de su alma? Y, por otra parte, ¿cómo disimular ante un hombre para quien su pecho había sido siempre un transparente cristal y a quien ni había ocultado ni quería ocultar nunca el menor pensamiento? Estas reflexiones la abrumaban y la ponían en una cruel incertidumbre; siempre su pensamiento se dirigía a Werther, que la adoraba; hacia Werther, a quien no podía abandonar y a quien necesario era dejar. ¡Ah! ¡Qué vacío para ella!

   WertherEpubAunque la agitación de su espíritu no le permitiera ver con claridad la verdad de las cosas, comprendió que pesaba sobre ella la fatal desavenencia que apartaba a su marido y a Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes que, iniciando por ligeras divergencias de sentimientos, había llegado a una mutua reserva y a una indiferencia glacial. Cada uno se encerraba en el círculo de su propio derecho y de los errores del otro. La tensión había aumentado por ambas partes, llegando a ser tal la situación que ya no podía resolverse sin violencia. Si una dichosa confianza los hubiera unido más en los primeros momentos; si la amistad y la indulgencia hubieran abierto sus almas a dulces expansiones, quizá se hubiera podido salvar el desgraciado joven. Una circunstancia particular aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther, como leemos en sus cartas, no ocultó nunca su deseo de dejar el mundo. Alberto había combatido la idea muchas veces y a menudo había platicado sobre ella con su mujer. Impulsado por una instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto había dado a entender a menudo, con una especie de ligereza de carácter, y hasta se había permitido una que otra burla sobre el asunto, haciendo así que su incredulidad se reflejara un tanto en Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuando en su ser aparecían siniestras imágenes; pero de la misma forma le impedía manifestar sus temores a su marido.

   OsSofrimentosNo tardó Alberto en llegar y ella salió a recibirlo con una solicitud no libre de vergüenza. Alberto parecía disgustado. No había podido terminar sus negocios por algunos problemas, relacionadas con el carácter intratable y minucioso del funcionario. El mal estado de los caminos había acabado de ponerle de mal humor. Preguntó lo que había sucedido en su ausencia y su mujer se apresuró a decirle que Werther había estado ahí la tarde del día anterior. Informado después de que en su cuarto tenía algunas cartas y paquetes que habían llevado para él, dejó sola a Carlota. La presencia del hombre por quien sentía tanto cariño y tanto respeto hizo una nueva revolución en su espíritu. El recuerdo de su generosidad, de su amor y de sus bondades, le regresó la calma. Sintió un secreto deseo de seguirle y con decisión hizo lo que muchas veces: ir a buscarlo a su cuarto. Le encontró abriendo y leyendo cartas; algunas parecían llenas de noticias desagradables. Le hizo varias preguntas al respecto y él contestó con excesiva brevedad, para después empezar a escribir. Durante una hora estuvieron callados, uno frente al otro. El humor de Carlota se oscurecía por momentos. Comprendía que aunque su marido estuviera del mejor ánimo, iba a verse apurada para explicar lo que sentía su corazón y cayó en un abatimiento que se profundizaba a medida que se esforzaba por ocultar y devorar sus lágrimas.

   La llegado del criado de Werther aumentó su preocupación. Aquél entregó la carta de su amo y Alberto, después de leerla, se dio la vuelta, indiferente, hacia su mujer, diciéndole:

   PistolasDueloXIX-Dale las pistolas.

   Luego hacia el criado agregó:

   -Di a tu amo que le deseo buen viaje.

   Estas palabras tuvieron en Carlota el efecto de un rayo. Apenas pudo levantarse. Se dirigió lento a la pared, descolgó las armas y las limpió temblorosa. Estaba indecisa y hubiera tardado mucho en entregarlas al criado, si Alberto, con mirada inquisidora, no la hubiera forzado a obedecer.

   Carlota entregó las pistolas sin poder decir una sola palabra. Cuando éste se retiró, Carlota volvió a tomar su labor y se fue a su habitación, presa de una gran turbación y con el corazón agitado por los presentimientos.

   Tan pronto quería ir y arrojarse a los pies de su esposo y confesarle lo sucedido, la turbación de su conciencia y sus terribles temores, como desistía de hacerlo, preguntándose de qué serviría el acto. ¿Podía esperar que su marido, en atención a sus súplicas, corriera de inmediato a casa de Werther?

  _  

   La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga de Carlota que sin otra cosa que la intención de verla y con temor a importunar, decidió retirarse. Carlota la hizo quedarse. Esto dio pie a una conversación que animó la comida y aunque esforzándose, se habló y se dio todo al olvido.

   El criado de Werther llegó a casa con las pistolas y se las dios a su amo, quien las tomó con un tipo de placer cuando supo que venían de las manos de Carlota.

   Ordenó que le llevaran pan y vino, y después de decir a su criado que fuera a comer, se puso a escribir:

   EdHúngara“Han pasado por tus manos; tú misma las has desempolvado; tú las has tocado… y yo las beso ahora una y mil veces. ¡Ángel del cielo, tú apoyas mi decisión! Tú, Carlota, eres quien me entregas esta arma destructora; así recibiré la muerte de quien quería recibirla yo. Me he enterado por el criado de los pormenores! Temblabas al darle estas pistolas…, pero ni un ‘adiós’ me haces llegar. ¡Ay de mí!, ni un "adiós". ¿Quizá el odio me ha cerrado tu corazón por aquel instante de embriaguez que me unió a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el transcurso de los siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te ha idolatrado”.

   Después de comer envió al criado que acabara de empacar todo. Rompió muchos papeles. Salió a pagar algunas cuentas pendientes y regresó a casa. Más tarde, a pesar de la lluvia, salió de nuevo y fue al jardín del difunto conde de M., fuera del pueblo. Paseó mucho tiempo por los alrededores y regresó a su casa al anochecer. Entonces escribió:

   “Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y los bosques. También a ti doy el último adiós. Tú, madre, perdóname. Consuélala, Guillermo. Que Dios los llene de bendiciones. Todos mis asuntos quedan saldados. Adiós; nos volveremos a ver y entonces seremos más felices.

   “Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé que me perdonas. He turbado la paz de tu hogar; he introducido la desconfianza entre ustedes… Adiós, quiera el cielo que mi muerte te devuelva la felicidad. ¡Alberto!, haz feliz a ese ángel, para que la bendición de Dios descienda sobre ti”.

  _  

   Por la noche estuvo revolviendo sus papeles; rompió muchos, que lanzó al fuego, y cerró algunos pliegos dirigidos a Guillermo. El contenido de estos se reducía a breves disertaciones y pensamientos inconexos, de los cuales no conozco más que una parte. A eso de las 10 ordenó echar más leña al fuego y que le llevaran una botella de vino; después mandó a dormir a su criado. El cuarto de éste, como los de todos los que vivían en la casa, estaba muy lejos del de Werther.

   El criado se acostó vestido para estar listo muy temprano, pues su amo le había dicho que los caballos de posta llegarían antes de las seis de la mañana.

SturmUnDrang

El Sturm und Drang (en español 'tormenta e ímpetu') fue un movimiento literario, que también tuvo sus manifestaciones en la música y las artes visuales, desarrollado en Alemania durante la segunda mitad del siglo XVIII. En él se les concedió a los artistas la libertad de expresión, a la subjetividad individual y, en particular, a los extremos de la emoción en contraposición a las limitaciones impuestas por el racionalismo de la Ilustración y los movimientos asociados a la estética. Así pues, se opuso a la Ilustración alemana o Aufklärung y se constituyó en precursor del romanticismo alemán. El nombre de este movimiento proviene de la pieza teatral homónima, escrita por Friedrich Maximilian Klinger en 1776. (De Wikipedia) 
   

Después de las 11

 

   “Todo duerme a mi alrededor y mi alma está tranquila. Te doy las gracias, Dios, por haberme concedido en momento tan supremo resignación tan mayúscula. Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Ustedes no desaparecerán, astros inmortales! El eterno los lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía siempre enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces! ¡Cuántas veces he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba! ¡Oh, Carlota! ¿Qué hay en el mundo que no traiga tu recuerdo a mi mente? ¿No estás en todo lo que me rodea? ¿No te he robado, con la codicia de un niño, mil objetos sin importancia que habías santificado con tu toque?

  _  

    “Tu retrato, muy querido para mí, te lo doy con la súplica de que lo conserves. He impreso en él mil millones de besos y lo he saludado mil veces al entrar en mi habitación y al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre, en la que ruego proteja mi cadáver. Al final del cementerio, en la parte que da al campo, hay dos tilos, en cuya sombra deseo descansar. Esto puede hacer tu padre por su amigo y tengo la seguridad de que lo hará. Pídeselo tú también, Carlota. No pretendo que los piadosos cristianos dejen depositar el cuerpo de un desgraciado cerca de los suyos. Quisiera que mi sepultura estuviera a orillas de un camino o en un valle solitario, para que cuando JonasKaufmannMassenetel sacerdote o el levita pasen junto a ella, elevaran sus brazos al cielo, con una bendición, y para que el samaritano la regara con sus lágrimas. Carlota: no tiemblo al tomar el cáliz terrible y frío que me dará la embriaguez de la muerte. Me lo has entregado y no dudo. Así van a cumplirse todas las esperanzas y todos los deseos de mi vida, todos, sí, todos.

    “Sereno y tranquilo tocaré la puerta de bronce del sepulcro. ¡Ah! ¡Si hubiera tenido la suerte de morir como sacrificio por ti! Con alegría y entusiasmo hubiera dejado este mundo, seguro de que mi muerte afianzaba tu descanso y la felicidad de toda tu vida. Pero, ¡ay!, sólo algunos seres con privilegios logran dar su vida por los que aman y ofrecerse en holocausto para centuplicar los goces de sus existencias amadas. Carlota: deseo que me entierren con el vestido que tengo puesto, pues tu lo has bendecido al tocarlo. La misma petición hago a tu padre. Mi alma se cierne sobre el féretro. Prohíbo que me registren los bolsillos. Llevo en uno aquel lazo de cinta rosa que tenías en el pecho el primer día que te vi, rodeada por tus niños… ¡Oh!, abrázalos mil veces y cuéntales la desgracia de su amigo. ¡Cómo los quiero! Aún los veo agitarse a mi alrededor. ¡Ay! ¡Cuánto te he amado, desde el momento primero de verte! Desde ese momento comprendí que llenarías vida… Haz que entierren el lazo conmigo... Me lo diste el día de mi cumpleaños y lo he guardado como una reliquia santa. ¡Ah! Nunca sospeché que aquel principio llevaría a este final. Ten calma, te lo suplico, no desesperes... Están cargadas… Oigo las 12… ¡Que sea lo que tenga que ser! CarlotaCarlota… ¡Adiós! ¡Adiós!

  _  

   Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero, como todo permaneció en calma, no averiguó qué había sucedido.

ExposiciónGoetheRomaA las seis de la mañana del siguiente día entró el criado en la alcoba con una luz y vio a su amo tendido, bañado en sangre y con una pistola. Le llamó y no consiguió respuesta. Quiso levantarle y vio que todavía respiraba. Corrió a avisar al médico y a Alberto. Cuando Carlota oyó la puerta, un temblor convulsivo se apoderó de su cuerpo. Despertó a su marido y se levantaron. El criado, entre llantos y sollozos, les dio la fatal noticia; Carlota cayó desmayada a los pies de su esposo.

   Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, lo encontró en el suelo y sin salvación posible. El pulso latía, pero todas sus partes estaban paralizadas. La bala había entrado por arriba del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un brazo; la sangre corrió. Todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en el respaldo de su silla demostraban que consumó el acto sentado frente a la mesa en que escribía y que en las convulsiones de la agonía había caído al suelo. Se encontraba boca arriba, cerca de la ventana, vestido y con zapatos, con frac azul y chaleco amarillo.

   La gente de la casa de la vecindad y poco después todo el pueblo se movieron. Llegó Alberto. Habían colocado a Werther en su lecho, con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se movía, pero sus pulmones funcionaban aún de un modo espantoso. Unas veces, casi de forma imperceptible; otras, con ruidosa violencia. Se esperaba que en cualquier momento exhalara el último suspiro.

EmiliaGalotti   No había bebido más que un vaso de vino de la botella sobre la mesa. El libro de Emilia Galotti estaba abierto sobre el pupitre. La consternación de Alberto y la desesperación de Carlota eran inefables.

   El anciano administrador llegó, alterado y conmovido. Abrazó al moribundo, bañándole el rostro con su llanto. Sus hijos mayores no tardaron en unírsele y se arrodillaron junto al lecho, besando las manos y la boca del herido y demostrando estar poseídos del más intenso dolor. El de más edad, que había sido siempre el favorito de Werther, se colgó del cuello de su amigo y permaneció abrazado hasta que expiró. Hubo que quitarlo a la fuerza. A las 12 del día Werther falleció.

   La presencia del administrador y las medidas que tomó evitaron todo desorden. Hizo enterrar el cadáver por la noche, a las 11, en el sitio que había pedido Werther. El anciano y sus hijos fueron formando parte del cortejo fúnebre; Alberto no tuvo tanto valor.

   Durante algún tiempo se temió por la vida de Carlota. Los jornaleros condujeron a Werther al lugar de su sepultura; no le acompañó sacerdote alguno.

***

Comparta, si lo considera de interés, gracias:    

Fragmentos de libros. VIAJE AL FIN DE LA NOCHE de Ferdinand Céline Final II:

Acceso/Volver al FINAL I de este libro: Arriba FraLib
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

 ... Ya sólo te quedan cosas útiles para la vida de todos los días, la vida de la comodidad, la vida propia sólo, la cabronada. Has perdido la confianza por el camino. Has expulsado, ahu­yentado, la piedad que te quedaba, con cuidado, hasta el fondo del cuerpo, como una píldora asquerosa. La has empujado hasta el extremo del intestino, la piedad, con la mierda. Ahí está bien, te dices.

Y yo seguía, delante de Léon, para compadecerme, y nunca me había sentido tan violento. No lo conseguía... Él me encontraba... Las pasaba putas... Él debía de buscar a otro Ferdinand, mucho mayor que yo, desde luego, para morir, para ayudarlo a morir más bien, más despa­cio. Hacía esfuerzos para darse cuenta de si por casuali­dad no habría hecho progresos el mundo. Hacía el inven­tario, el pobre desgraciado, en su conciencia... Si no OtraEdhasahabrían cambiado un poco los hombres, para mejor, mientras él había vivido, si no habría sido alguna vez in­justo con ellos sin quererlo... Pero sólo estaba yo, yo y sólo yo, junto a él, un Ferdinand muy real al que faltaba lo que haría a un hombre más grande que su simple vida, el amor por la vida de los demás. De eso no tenía yo, o tan poco, la verdad, que no valía la pena enseñarlo. Yo no era grande como la muerte. Era mucho más pequeño. Carecía de la gran idea humana. Habría sentido incluso, creo, pena con mayor facilidad de un perro estirando la pata que de él, Robinson, porque un perro no es listillo, mientras que él era un poco listillo, de todos modos, Léon. También yo era un listillo, éramos unos listillos... Todo lo demás había desaparecido por el camino y hasta esas muecas que pueden aún servir junto a los agonizan­tes las había perdido, había perdido todo, estaba visto, por el camino, no encontraba nada de lo que se necesita para diñarla, sólo malicias. Mi sentimiento era como una casa adonde sólo se va de vacaciones. Es casi inhabitable. Y, además, es que es exigente, un agonizante moribundo. Agonizar no basta. Hay que gozar al tiempo que se cas­ca, con los últimos estertores hay que gozar aún, en el punto más bajo de la vida, con las arterias llenas de urea.

Lloriquean aún, los agonizantes, porque no gozan bas­tante... Reclaman... Protestan. Es la comedia de la desgra­cia, que intenta pasar de la vida a la propia muerte.

Recuperó un poco el sentido, cuando Parapinele hubo puesto la inyección de morfina. Nos contó incluso cosas entonces sobre lo que acababa de ocurrir. «Es mejor que esto acabe así... -dijo y añadió-: No duele tanto como yo hubiera creído...» Cuando Parapinele preguntó en qué punto le dolía exactamente, se veía ya bien que estaba un poco ido, pero también que VoyageAuBout1aún quería, pese a todo, de­cirnos cosas... Le faltaba la fuerza y también los medios. Lloraba, se asfixiaba y se reía un instante después. No era como un enfermo corriente, no sabíamos qué actitud adoptar ante él.

Era como si intentara ayudarnos a vivir ahora a noso­tros. Como si nos buscase, a nosotros, placeres para perma­necer. Nos tenía cogidos de la mano. Una a cada uno. Lo besé. Eso es ya lo único que se puede hacer sin equivocarse en esos casos. Esperamos. Ya no dijo nada más. Un poco después, una hora tal vez, no más, se decidió la hemorragia, pero entonces abundante, interna, masiva. Se lo llevó.

Su corazón se puso a latir cada vez más deprisa y des­pués como un loco. Corría, su corazón, tras su sangre, agotado, ahí, minúsculo ya, al final de las arterias, tem­blando en la punta de los dedos. La palidez le subió desde el cuello y le inundó toda la cara. Acabó asfixiándose. Se marchó de golpe, como si hubiera tomado carrerilla, apre­tándose contra nosotros dos, con los dos brazos.

Y después volvió, ante nosotros, casi al instante, cris­pado, adquiriendo ya todo su peso de muerto.

folioFranNos levantamos, nosotros, nos desprendimos de sus manos. Se le quedaron en el aire, las manos, muy rígidas, alzadas, bien amarillas y azules bajo la lámpara.

En la habitación parecía un extranjero ahora, Robinson, que viniera de un país atroz y al que no nos atrevié­semos ya a hablar.

Parapine conservaba la presencia de ánimo. Encontró el medio de enviar a un hombre a la comisaría. Precisamen­te era Gustave, nuestro Gustave, quien estaba de plantón, después de volver de su trabajo con el tráfico.

 «¡Vaya, otra desgracia!», dijo Gustave, en cuanto entró en la habitación y vio.

Y después se sentó al lado para cobrar aliento y echar un trago también en la mesa de los enfermeros, que aún no habían recogido. «Como es un crimen, lo mejor sería llevarlo a la comisaría -propuso y después comentó tam­bién-: Era un buen chico, Robinson, incapaz de hacer daño a una mosca. Me pregunto por qué lo habrá mata­do...» Y volvió a echar un trago. No debería haberlo he­cho. Toleraba mal la bebida. Pero le gustaba la botella. Era su debilidad.

ReiseAns2Fuimos a buscar una camilla arriba, con él, en el alma­cén. Era ya muy tarde para molestar al personal, decidi­mos transportar el cuerpo hasta la comisaría nosotros mismos. La comisaría quedaba lejos, en el otro extremo del pueblo, después del paso a nivel, la última casa.

Conque nos pusimos en marcha. Parapinesujetaba la camilla por delante. Gustave Mandamourpor el otro ex­tremo. Solo, que no iban demasiado derechos ni uno ni otro. Sophie tuvo incluso que guiarlos un poco para bajar la escalerita. En aquel momento observé que no parecía demasiado emocionada, Sophie. Y, sin embargo, había sucedido a su lado y tan cerca incluso, que habría podido muy bien recibir una de las balas, mientras la otra loca disparaba. Pero Sophie, ya lo había yo notado en otras circunstancias, necesitaba tiempo para ponerse a tono con las emociones. No es que fuera fría, ya que le venía más bien como una tormenta, pero necesitaba tiempo.

Yo quería seguirlos aún un poco con el cuerpo para asegurarme de que todo había acabado. Pero, en lugar de seguirlos con su camilla, como debería haber hecho, deambulé más bien de derecha a izquierda a lo largo de la carretera y después, al final, una vez pasada la gran escue­la que está junto al paso a nivel, me metí por un caminito que baja entre los setos primero y después a pique hacia el Sena.

FCelinePor encima de las verjas los vi alejarse con su camilla, iban como a asfixiarse entre las fajas de niebla, que se rehacían despacio detrás de ellos. A orillas del río el agua chocaba con fuerza contra las gabarras, bien apretadas contra la crecida. De la llanura de Gennevilliersllegaba aún un frío que pelaba a bocanadas sobre los remolinos del río y lo hacía relucir entre los arcos del puente.

Allí, muy a lo lejos, estaba el mar. Pero yo ya no podía imaginar nada sobre el mar. Tenía otras cosas que hacer. De nada me servía intentar perderme para no volver a en­contrarme ante mi vida, por todos lados me la encontra­ba, sencillamente. Volví sobre mí mismo. Mi trajinar es­taba acabado y bien acabado. ¡Que otros siguieran!... ¡El mundo se había vuelto a cerrar! ¡Al final habíamos llega­do, nosotros!... ¡Como en la verbena!... Sentir pena no basta, habría que poder reanudar la música, ir a buscar más pena... Pero, ¡que otros lo hiciesen!... Es juventud lo que pedimos de nuevo, así, como quien no quiere la cosa... ¡Y desenvueltos!... Para empezar, ¡ya no estaba dispuesto a soportar más tampoco!... Y, sin embargo, ¡ni siquiera había llegado tan lejos como Robinson, yo, en la vida!... No había triunfado, en definitiva. No había lo­grado hacerme una sola idea de ella bien sólida, como la que se le había ocurrido a él para que le dieran para el pelo. Una idea más grande aún que mi gruesa cabeza, más grande que todo el miedo que llevaba dentro, una idea hermosa, magnífica y muy cómoda para morir... ¿Cuántas vidas me harían falta a mí para hacerme una idea así más fuerte que todo en el mundoFolioPlusClassiques ¡Imposible de­cirlo! ¡Era un fracaso! Mis ideas vagabundeaban más bien en mi cabeza con mucho espacio entre medias, eran como humildes velitas trémulas que se pasaban la vida encendiéndose y apagándose en medio de un invierno abominable y muy horrible...

Las cosas iban tal vez un poco mejor que veinte años antes, no se podía decir que no hubiese empezado a hacer progresos, pero, en fin, no era de prever que llegara nun­ca yo, como Robinson, a llenarme la cabeza con una sola idea, pero es que una idea soberbia, claramente más po­derosa que la muerte, y que consiguiera, con mi simple idea, soltar por todos lados placer, despreocupación y va­lor. Un héroe fardón.

La tira de valor tendría yo entonces. Chorrearía inclu­so por todos lados valor y vida y la propia vida ya no sería sino una completa idea de valor, que lo movería todo, a los hombres y las cosas desde la Tierra hasta el Cielo. Amor habría tanto, al mismo tiempo, que la Muerte quedaría encerrada dentro con la ternura y tan a gusto en su interior, tan caliente, que gozaría al fin, la muy puta, que acabaría divirtiéndose con amor también ella, con todo el mundo. ¡Eso sí que sería hermoso! ¡Sería un éxito! Me reía solo a la orilla del río pensando en to­dos los trucos que debería hacer para llegar a hincharme así con resoluciones infinitas... ¡Un auténtico sapo de ideal! La fiebre, al fin y al cabo.

ReiseAns¡Hacía una hora por lo menos que los compañeros me buscaban! Sobre todo porque habían advertido sin duda alguna que, al separarme de ellos, no estaba animado pre­cisamente... Fue Gustave Mandamourquien me divisó el primero bajo el farol de gas. «¡Eh, doctor! -me llamó. Tenía, la verdad, una voz de la hostia, Mandamour-. ¡Por aquí! ¡Lo llaman en la comisaría! ¡Para la declaración!...» «Oiga, doctor... -añadió, pero entonces al oído-, ¡tiene usted muy mal aspecto!» Me acompañó. Me sostuvo in­cluso para andar. Me quería mucho, Gustave. Yo no le hacía nunca reproches sobre la bebida. Comprendía todo, yo. Mientras que Parapine, ése era un poco severo. Le avergonzaba de vez en cuando por lo de la bebida. Habría hecho muchas cosas por mí, Gustave. Me admira­ba incluso. Me lo dijo. No sabía por qué. Yo tampoco. Pero me admiraba. Era el único. 

Recorrimos dos o tres calles juntos hasta divisar el fa­rol de la comisaría. Ya no podíamos perdernos. El infor­me que debía hacer era lo que le preocupaba, a Gustave. No se atrevía a PhilippeSireuildecírmelo. Ya había hecho firmar a todo el mundo, al pie del informe, pero, aun así, le faltaban to­davía muchas cosas a su informe.

Tenía una cabeza enorme, Gustave, por el estilo de la mía, y hasta podía yo ponerme su quepis, con eso está di­cho todo, pero olvidaba con facilidad los detalles. Las ideas no acudían solícitas, hacía esfuerzos para expresarse y mu­chos más aún para escribir. Parapine lo habría ayudado con gusto a redactar, pero no sabía nada de las circunstancias del drama, Parapine. Habría tenido que inventar y el comi­sario no quería que se inventaran los informes, quería la verdad y nada más que la verdad, como él decía.

    Al subir por la escalerita de la comisaría, iba yo tiritan­do. Tampoco yo podía contarle gran cosa al comisario, no me encontraba bien, la verdad.

VoyagePocheHabían colocado el cuerpo de Robinsonahí, delante de las filas de enormes archivadores de la comisaría.

 Impresos por todos lados en torno a los bancos y a las colillas viejas. Inscripciones de «Muerte a la bofia» no del todo borradas.

«¿Se ha perdido usted, doctor?», me preguntó el secre­tario, muy cordial, por cierto, cuando por fin llegué. Es­tábamos todos tan cansados, que farfullamos todos, unos tras otros, un poco.

Por fin, llegamos a un acuerdo sobre los términos y las trayectorias de las balas, una incluso que estaba aún alo­jada en la columna vertebral. No la encontrábamos. Lo enterrarían con ella. Buscaban las otras. Clavadas en el taxi estaban, las otras. Era un revólver potente.

Sophie vino a reunirse con nosotros, había ido a bus­car mi abrigo. Me besaba y me apretaba contra sí, como si yo fuera a morir, a mi vez, o a salir volando. «Pero, ¡si no me voy! -no me cansaba de repetirle-. Pero, bueno, Sophie, ¡que no me voy!» Pero no era posible tranquili­zarla.

JourneyTo PenguinNos pusimos a hablar en torno a la camilla con el se­cretario de la comisaría, que estaba curado de espanto, como él decía, en cuanto a crímenes y no crímenes y ca­tástrofes también e incluso quería contarnos todas sus experiencias a la vez. Ya no nos atrevíamos a irnos para no ofenderlo. Era demasiado amable. Le daba gusto ha­blar por una vez con gente instruida, no con golfos. Con­que, para no desairarlo, nos entretuvimos mucho en la comisaría.

Parapine no llevaba impermeable. Gustave, de oírnos, sentía acunada su inteligencia. Se quedaba con la boca abierta y su gruesa nuca tensa, como si tirara de un carro. Yo no había oído a Parapine pronunciar tantas palabras desde hacía muchos años, desde mi época de estudiante, a decir verdad. Todo lo que acababa de ocurrir aquel día lo embriagaba. Nos decidimos, de todos modos, a regresar a casa.

  _  

Nos llevamos con nosotros a Mandamoury también a Sophie, que todavía me daba apretones de vez en cuan­do, con el cuerpo lleno de las fuerzas de inquietud y de ternura, hermosa, y el corazón también. Yo estaba hen­chido de su fuerza. Eso me molestaba, no era la mía y la mía era la que yo necesitaba para ir a diñarla magnífica­mente un día, como Léon. No tenía tiempo que perder en muecas. ¡Manos a la obra!, me decía yo. Pero no me venía.

JourneyTo4Ni siquiera quiso Sophie que me volviera a mirarlo por última vez, el cadáver. Conque me fui sin volverme. «Cierren la puerta», decía un cartel. Parapine tenía sed aún. De hablar, seguramente. Demasiado hablar, para él. Al pasar por delante del quiosco de bebidas del canal, lla­mamos en el cierre un buen rato. Eso me recordaba la ca­rretera de Noirceurdurante la guerra. La misma línea de luz encima de la puerta y dispuesta a apagarse. Por fin, llegó el patrón, en persona, para abrirnos. No estaba en­terado. Se lo contamos todo nosotros y la noticia del dra­ma también. «Un drama pasional», como lo llamaba Gustave.

La tasca del canal abría justo antes del amanecer para los barqueros. La esclusa empieza a girar sobre su eje despacio hacia el final de la noche. Y después todo el pai­saje se reanima y se pone a trabajar. Las planchas se sepa­ran del río muy despacio, se alzan, se elevan a ambos la­dos del agua. El currelo emerge de la sombra. Se empieza a ver todo de nuevo, sencillo, duro. Los tornos aquí, las empalizadas de las obras allá y lejos, por encima de la ca­rretera, ahí vuelven de más lejos los hombres. Se infiltran en el sucio día en grupitos transidos. El día les inunda la cara para empezar, al pasar delante de la aurora. Van más lejos. Sólo se les ve bien la cara pálida y sencilla; el resto está aún en la noche. También ellos tendrán que diñarla un día. ¿Cómo harán?

  _  

Suben hacia el puente. Después desaparecen poco a poco en la llanura y llegan otros hombres más, más páli­dos aún, a medida que el día se alza por todas partes. ¿En qué piensan?

El patrón de la tasca quería enterarse de todo lo relati­vo al drama, las circunstancias, que le contáramos todo.

 JourneyTo AudioVaudescal se llamaba, el patrón, un muchacho del nor­te muy limpio.

Gustave le contó entonces todo y más.

Nos repetía, machacón, las circunstancias, Gustave, y, sin embargo, no era eso lo importante; nos perdíamos ya en las palabras. Y, además, como estaba borracho, volvía a empezar. Sólo, que entonces ya no tenía nada más que decir, la verdad, nada. Yo lo habría escuchado con gusto un poco más, bajito, como un sueño, pero entonces los otros se pusieron a protestar y eso le irritó.

De rabia, fue a dar un patadón a la estufita. Todo se derrumbó, se volcó: el tubo, la rejilla y los carbones en llamas. Era un cachas, Mandamour, como cuatro.

Además, ¡quiso enseñarnos la auténtica Danza del Fuego! Quitarse los zapatos y saltar de lleno en los ti­zones.

El patrón y él habían hecho un negocio con una «má­quina tragaperras» no registrada... Era muy falso, Vau­descal; no había que fiarse de él, con sus camisas siempre demasiado limpias como para ser del todo honrado. Un rencoroso y un chivato. Hay la tira de ésos por los muelles.

JacquesTardi

Parapine sospechó que iba por Mandamour, para que lo expulsaran del cuerpo, aprovechando que había be­bido demasiado.

Le impidió hacerla, su Danza del Fuego, y le avergon­zó. Empujamos a Mandamourhasta el extremo de la mesa. Se desplomó ahí, por fin, muy modosito, entre sus­piros tremendos y olores. Se quedó dormido.

A lo lejos, pitó el remolcador; su llamada pasó el puen­te, un arco, otro, la esclusa, otro puente, lejos, más lejos... Llamaba hacia sí a todas las gabarras del río, todas, y la ciudad entera y el cielo y el campo y a nosotros, todo se llevaba, el Senatambién, todo, y que no se hablara más de nada.

***

También, de este libro, acceder a:

  Los fragmentos: ViajeAlFinDeLaNoche

 Comparta, si lo considera de interés, gracias:  

Fragmentos de libros. UN MUNDO FELIZ de Aldous Huxley  Final Ii:

Acceso/Volver al FINAL I de este libro: AlcobaEmigNegro177
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

     ...  - Pero, ¿qué es lo que te ocurre... ? Ahora mismo estabas...

- Ya estoy purificado -dijo el salvaje- . Tomé un poco de mostaza con agua caliente.

Los otros dos le miraron, asombrados.

- ¿Quieres decir que... que lo has hecho a propósito? - preguntó Bernard.

- Así es como se purifican los indios.- John se sentó, y, suspirando, se pasó una mano por la frente- . Descansaré unos minutos - dijo- . Estoy muy cansado.

- Claro, no me extraña - dijo Helmholtz. Tras una pausa, agregó en otro tono- : Hemos venido a despedirnos. Nos marchamos mañana por la mañana.

- Sí, salimos mañana - dijo Bemard, en cuyo rostro el salvaje observó una nueva expresión de resignación decidida- . Y, a propósito, John - prosiguió, inclinándose hacia delante y apoyando una mano en la rodilla del salvaje- , quería decirte cuánto siento lo que ocurrió ayer. - Se sonrojó- . Estoy avergonzado - siguió a pesar de la inseguridad de su voz- , realmente avergonzado...

El salvaje le obligó a callar y, cogiéndole la mano, se la estrechó con afecto.

- Helmholtz se ha portado maravillosamente conmigo - siguió Bernard, después de un silencio- . De no haber sido por él, yo no hubiese podido...

- Vamos, vamos - protestó Helmholtz. - Esta mañana he ido a ver al Interventor - dijo el salvaje al fin.

- ¿Para qué?

- Para pedirle que me enviara a las islas con vosotros.

- ¿Y cuál fue su respuesta? - preguntó Hehnholtz.

El salvaje movió la cabeza.

BNW4- No me concede el permiso.

- ¿Por qué no?

- Dijo que quería proseguir el experimento. Pero me niego a seguir siendo objeto de experimentación. No quiero, ni por todos los Interventores del mundo entero. Yo también me marcharé mañana –agregó con súbito furor.

- Pero ¿adónde? - preguntaron a coro sus dos amigos.

El salvaje se encogió de hombros.

- A cualquier sitio, no me importa. Con tal de poder estar solo.

   

Desde Guildford, la línea descendente seguía el valle de Wey hasta Godalming y después, pasando por encima de Mildford y Witley, continuaba hacia Haslemere y Portsmouth a través de Petersfield. Casi paralela a la misma, la línea ascendente pasaba por encima de Worplesdon, Tongham, Puttenham, Elstead y Grayshott. Entre Hog's Back y Hindhead había puntos en que la distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o seis kilómetros, lo que podía resultar peligroso si los pilotos eran poco expertos, sobre todo de noche y en el caso de que hubieses consumido una dosis de soma mayor de la habitual. Se habían producido accidentes, y graves. En consecuencia, se había decidido desplazar la línea ascendente unos pocos kilómetros hacia el oeste. Entre Grayshott y Tongham, cuatro faros de aviación abandonados señalaban el curso de la antigua ruta Portsmouth- Londres.

El salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de la colina entre Puttenham y Elstead. El edificio era de hormigón armado y se hallaba en excelentes condiciones. Demasiado cómodo, había pensado el salvaje cuando había explorado el lugar por primera vez, demasiado lujoso y civilizado. Tranquilizó su conciencia prometiéndose compensar tales inconvenientes con una autodisciplina más férrea, con purificaciones más duras. Pasó su primera noche sin conciliar el sueño, a propósito. Permaneció horas enteras rezando, al cielo al que el culpable Claudio había pedido perdón, o a Awonawilona, en zuñí, a Jesús y Poukong, a su propio animal guardián, el águila. De vez en cuando abría los brazos en cruz, y los mantenía así largo rato, soportando un dolor que aumentaba gradualmente hasta convertirse en una agonía trémula y atormentadora; los mantenía así, en crucifixión voluntaria, mientras con los dientes apretados, y el rostro empapado en sudor, repetía: ¡Oh, perdóname! ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!, una y otra vez, hasta que estaba a punto de desmayarse de dolor.

UnMundoFeliz    Cuando llegó la mañana, el salvaje sintió que se había ganado el derecho a habitar el faro; sí, a pesar de que todavía había cristales en la mayoria de las ventanas, y a pesar de que la vista, desde la plataforma, era preciosa. Porque la misma razón por la cual había elegido el faro se había trocado casi inmediatamente en una razón para marcharse a otra parte. John había decidido vivir allí porque la vista era muy hermosa, porque, desde su punto de observación tan ventajoso, le parecía contemplar la encarnación de un ser divino. Pero ¿quién era él para recrearse con la visión cotidiana y constante, de la belleza? ¿Quién era él para vivir en la visible presencia de Dios? Él merecía vivir en una sucia pocilga, en un sombrío agujero bajo tierra. Con los miembros rígidos y doloridos todavía por la pasada noche de sufrimiento que había pasado y, fortalecido interiormente por esta misma razón, subió a la plataforma de su torre y contempló el brillante mundo del amanecer en el que volvía a habitar por derecho propio, recién reconquistado.

   

En el valle que separaba Hog's Back de la colina arenosa en la cima de la cual se levantaba el faro, se hallaba Puttenham, un modesto edificio de nueve pisos, con silos, una granja avícola, y una pequeña fábrica de Vitamina D. Al otro lado del faro, al sur, el terreno descendía en largas pendientes cubiertas de brezales en dirección a un rosario de lagunas.

TowersMás allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se levantaba la torre de catorce pisos de Elstead. Borrosas, en el brumoso aire inglés, Hindhead y Selborne atraían las miradas hacia la azulada y romántica distancia. Pero el salvaje no se había sentido atraído solo por las vistas que le podía proporcionar el faro, sino también por sus alrededores más inmediatos, igualmente seductores. Los bosques, las extensiones abiertas de brezos y amarilla aliaga, los grupos de pinos silvestres, las lagunas y albercas relucientes, con sus abedules y sauces llorones, sus lirios de agua y sus alfombras de juntos, poseían una intensa belleza y, para unos ojos acostumbrados a la aridez del desierto americano, resultaban asombrosos. Y, además, ¡la soledad! El salvaje pasaba días enteros sin ver a un solo hombre. El faro se hallaba sólo a un cuarto de hora de vuelo de la Torre de Charing- T; pero las colinas de Malpaís apenas eran más deshabitadas que aquel brezal de Surrey. Las multitudes que diariamente salían de Londres, lo hacían sólo para jugar al golf Electromagnético o al tenis.

La mayor parte del dinero que, a su llegada, John había recibido para sus gastos personales había sido empleado en la adquisición del equipo necesario. Antes de salir de Londres el Salvaje se había comprado cuatro mantas de lana de viscosa, cuerdas, alambres, clavos, cola, unas pocas herramientas, cerillas (aunque pensaba construirse en su día algo para hacer fuego), algo de batería de cocina, dos docenas de paquetes de semilla y diez kilos de harina de trigo.

- No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo de harina de desperdicios de algodón - había insistido- . Por muy nutritivos que sean.

DystopieSlovaqueEn cuanto a las galletas panglandulares y el sucedáneo vitaminizado de buey, no había podido resistir a las dotes persuasivas del dependiente. En aquel momento mirando las latas que tenía en su poder, se reprochaba amargamente su debilidad. ¡Odiosos productos de la civilización! Decidió que jamás los comería, aunque se muriera de hambre. «Les daré una lección», pensó vengativamente. Y de paso se la daría a sí mismo.

John contó su dinero. Esperaba que lo poco que le quedaba le bastaría para pasar el invierno. Cuando llegara la primavera, su huerto produciría lo suficiente para permitirle vivir con independencia del mundo exterior. Entretanto, siempre quedaba el recurso de la caza. Había visto muchos conejos, y en las lagunas había aves acuáticas. Inmediatamente se puso a construir un arco con sus correspondientes flechas.

   

Cerca del faro crecían fresnos, y para las varas de las flechas no faltaban avellanos llenos de serpollos rectos y hermosos. Empezó por batir un fresno joven, cortó un trozo de tronco liso, sin ramas, de casi dos metros de longitud, lo despojó de la corteza, y, capa por capa, fue quitándole la madera blanca, tal como le había enseñado a hacer el viejo Mitsima, hasta que obtuvo una vara de su misma altura, rígida y gruesa en el centro, ágil y flexible en los ahusados extremos. Aquel trabajo le produjo un placer muy intenso. Tras aquellas semanas de ocio en Londres, durante las cuales, cuando deseaba algo, le bastaba pulsar un botón o girar una manija, fue para él una delicia hacer algo que exigía habilidad y paciencia.

Casi había terminado de dar forma al arco cuando se dio cuenta, con un sobresalto, de que estaba cantando. ¡Cantando! Fue como si se hubiese descubierto de pronto en flagrante delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y al cabo, no había ido allá para cantar y divertirse, sino para escapar al contagio de la vida civilizada, para purificarse y mejorarse, para enmendarse de una manera activa. Comprendió, decepcionado, que, absorto en la confección de su arco, había olvidado lo que se había jurado a sí mismo recordar siempre: la pobre Linda, su propia asesina violencia para con ella, los odiosos mellizos que pululaban como gusanos alrededor de su lecho de muerte, profanando con su sola presencia no sólo el dolor y el remordimiento del propio John, síno a los mismos dioses. Había jurado recordar, había jurado reparar incesantemente. Y allá estaba, trabajando en su arco, y cantando, así, tal como suena, cantando... Entró en el faro, abrió el bote de mostaza y puso a hervir agua en el fuego.

   

Media hora después, tres campesinos Delta- Menos de uno de los grupos de Bakonovsky de Puttenham se dirigían en camión hacia Elstead, y,. desde lo alto de la colina, se sorprendieron al ver a un joven de pie en el exterior del faro abandonado, desnudo hasta la cintura y azotándose a sí mismo con un látigo de cuerdas de nudos. La espalda del joven estaba cruzada horizontalmente por rayas oscuras, y entre surco y surco discurrían hilillos de sangre. El conductor del camión detuvo el vehículo a un lado de la carretera, y, junto con sus dos compañeros, se quedó mirando boquiabierto aquel espectáculo extraordinario. Uno, dos, tres... Contaron los azotes. Después del octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo, corrió hacia el bosque y allá vomitó violentamente. Luego volvió a coger el látigo y siguió azotándose: nueve, diez, once, doce...

- ¡Ford! - murmuró el conductor.

Y los mellizos fueron de la misma opinión.

 - ¡Reford! - dijeron.

OjoMultiple

Tres días más tarde, como los búhos a la vista de una carroña, llegaron los periodistas.

Secado y endurecido al fuego lento de leña verde, el arco ya estaba listo. El salvaje trabajaba afanosamente en sus flechas. Había cortado y secado treinta varas de avellano, y las había guarnecido en la punta con aguzados clavos firmemente sujetos. Una noche había efectuado una incursión a la granja avícola de Puttenham y ahora tenía plumas suficientes para equipar a todo un ejército. Estaba empeñado en la tarea de acoplar las plumas a las flechas cuando el primer periodista fue a su encuentro. Silenciosamente, calzado con sus zapatos neumáticos, el hombre se le acercó por detrás.

- Buenos días, míster Salvaje - dijo- . Soy el enviado de El Radio Horario.

Como mordido por una serpiente, el salvaje saltó sobre sus pies, desparramando en todas direcciones las plumas, el bote de cola y el pincel.

- Perdón - dijo el periodista, sinceramente compungido- . No tenía intención... - se tocó el sombrero, el sombrero de copa de aluminio en el que llevaba el receptor y el transmisor telegráfico- . Perdone que no me descubra - dijo- . Este sombrero es un poco pesado. Bien, como le decía, me envía El Radio...

- ¿Qué quiere? - preguntó el salvaje, ceñudo.

- Bueno, como es natural, a nuestros lectores les interesaría muchísimo... - Ladeó la cabeza y su sonrisa adquirió un matiz, casi, de coquetería- . Sólo unas pocas palabras de usted, míster Salvaje.

Rápidamente, con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos cables conectados a la batería que llevaba en torno de la cintura; los enchufó simultáneamente a ambos lados de su sombrero de aluminio; tocó un resorte y una antena se disparó en el aire; tocó otro resorte del borde del ala, y, como un muñeco de muelles, saltó un pequeño micrófono que se quedó colgando estremeciéndose, a unos quince centímetros de su nariz; se bajó hasta las orejas un par de auriculares, pulsó un botón situado en el lado izquierdo del sombrero, que produjo un débil zumbido, hizo girar otro botón de la derecha, y el zumbido fue interrumpido por una serie de silbidos y chasquidos estetoscópicos.

- Al habla - dijo, por el micrófono- , al habla, al habla...

Súbitamente sonó un timbre en el interior de su sombrero.

- ¿Eres tú, Edzel? Primo Mellon al habla. Sí, lo he pescado. Ahora míster Salvaje cogerá el micrófono y pronunciará unas palabras. Por favor, míster Salvaje. - Miró a John y le dirigió otra de sus melifluas sonrisas- . Diga solamente a nuestros lectores por qué ha venido aquí. Qué le indujo a marcharse de Londres (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y dígales también algo, naturalmente, del látigo. - El salvaje se sobresaltó. ¿Cómo se habían enterado de lo del látigo? - Todos estamos deseosos de saber algo de ese látigo. Díganos también algo acerca de la civilización. Ya sabe. «Ló que yo opino de la muchacha civilizada». Sólo unas palabras...

El salvaje obedeció con desconcertante exactitud. Sólo pronunció cinco palabras, ni una sola más; cinco palabras, las mismas que habían dicho a Bernard a propósito del archichantre comunal de Canterbury.

- Hánil, sons éso tse- ná!

Y agarrando al periodista por los hombros, le hizo dar media vuelta (el joven se reveló apetitosamente provisto de materia carnosa en el trasero), y, con toda la fuerza y la precisión de un campeón de fútbol, soltó un puntapié prodigioso.

Ocho minutos más tarde, una nueva edición de El Radio Horario aparecía en las calles de Londres. «Un periodista de El Radio Horario recibe de míster Salvaje un puntapié en el coxis», decía el titular de la primera página. «Sensación en Surrey

«Y sensación en Londres, también», pensó el periodista a su vuelta, cuando leyó estas palabras. Y, lo que era peor, una sensación muy dolorosa. Tuvo que tomar asiento con mucha cautela, a la hora de almorzar.

Sin dejarse amedrentar por la contusión preventiva en el coxis de su colega, otros cuatro periodistas, enviados por el Times de Nueva York, El Continuo de Cuatro dimensiones de FrancfortEl Monitor Científico Fordiano y El Espejo Delta visitaron aquella tarde el faro y fueron recibidos con progresiva violencia.

Desde una distancia prudencial, y frotándose todavía las doloridas nalgas, el periodista de El Monitor Científico Fordiano gritó:

- ¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no toma un poco de soma?

- ¡Fuera de aquí! - contestó el salvaje.

El otro se alejó unos pasos, y se volvió.

- El mal se convierte en algo irreal con un solo par de gramos.

- Kohakwa iyathtokyai!

- El dolor es una ilusión.

- ¿Ah, sí? - dijo el salvaje.

Y agarrando una gruesa vara avanzó un paso.

El enviado de El Monitor Científico Fordiano echó a correr hacia su helicóptero.

   

A partir de aquel momento el salvaje gozó de paz por un tiempo. Llegaron unos cuantos helicópteros que volaron por encima de la torre, inquisitivamente. John disparó una flecha contra el que más se había acercado. La flecha traspasó el suelo de aluminio de la cabina; se oyó un agudo gemido, y el aparato ascendió como un cohete con toda la rapidez que el motor logró imprimirle. Los demás, desde aquel momento, mantuvieron respetuosamente las distancias. Sin hacer caso de su molesto zumbido, el salvaje, que se veía a sí mismo como uno de los pretendientes de la doncella de Mátsaki, tenaz y resistente entre los alados insectos, trabajaba en su futuro huerto. Al cabo de un tiempo los insectos, por lo visto, se cansaron, y se alejaron volando; durante unas horas, el cielo, sobre su cabeza, permaneció desierto, y, excepto por las alondras, silencioso.

LeninaAquel día hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se había pasado la mañana cavando y ahora descansaba tendido en el suelo. De pronto, el recuerdo de Lenina se transformó en una presencia real, desnuda y tangible, que le decía: ¡Cariño! y ¡Abrázame!, con sólo las medias y los zapatos puestos, perfumada... ¡Impúdica zorra! Pero... iOh, oh ... ! Sus brazos en torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios... «La eternidad estaba en nuestros labios y en nuestros ojos. » Lenina... ¡No, no, no, no! El salvaje saltó sobre sus pies, y, desnudo como iba, salió corriendo de la casa. Junto al límite donde empezaban los brezales crecían unas matas de enebro espinoso. John se arrojó a las matas, y estrechó, en lugar del sedoso cuerpo de sus deseos, una brazada de espinas verdes. Agudas, con un millar de agujas, lo pincharon cruelmente. John se esforzó por pensar en la pobre Linda, sin palabra ni aliento, estrujándose las manos, y en el terror indecible que aparecía en sus ojos. La pobre Linda, a la que había jurado no olvidar. Pero la presencia de Lenina seguía acosándole, aun en medio de las heridas y los pinchazos de las espinas de los enebros. «Cariño, cariño... si también tú me deseabas, ¿por qué no lo decías?»

El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta, siempre a mano ante la posible llegada de periodistas. En un acceso de furor, el salvaje volvió corriendo a la casa, lo cogió y lo levantó en el aire. Las cuerdas de nudos mordieron su carne.

- ¡Zorra! ¡Zorra! - gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina (¡y con qué frecuencia, aun sin saberlo, deseaba que lo fuera!), blanca, cálida, perfumada, infame, a quien así azotaba- . ¡Zorra! - Y después: ¡Oh, Linda, perdóname! ¡Perdóname, Dios mío! Soy malo. Soy pérfido. Soy... ¡No, no, zorra, zorra!

sensorama2Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a trescientos metros de distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza mayor más experto de la Sociedad Productora de Filmes para los sensoramas, había observado todos los movimientos del salvaje. La paciencia y la habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte se había pasado tres días sentado en el interior del tronco de un roble artificial, tres noches reptando sobre el vientre a través de los brezos, ocultando micrófonos en las matas de aliaga, enterrando cables en la blanda arena gris. Setenta y dos horas de suprema incomodidad. Pero ahora había llegado el gran momento, el más grande desde que había tomado las espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda de unos gorilas. «Espléndido - se dijo, cuando el salvaje empezó su número- . ¡Espléndido!»

Mantuvo sus cámaras telescópicas cuidadosamente enfocadas, como pegadas con cola a su móvil objetivo; le aplicó un telescopio más potente para captar un primer plano del rostro frenético y contorsionado (¡admirable!); filmó unos instantes a cámara lenta (un efecto cómico exquisito, se prometió a sí mismo)- , y, entretanto, escuchó con deleite los golpes, los gruñidos y las palabras furiosas que iban grabándose en la cinta sonora del film; probó el efecto de una ligera amplificación (así, decididamente, resultaba mejor); le encantó oír, en un breve momento de pausa, el agudo canto de una alondra; deseó que el salvaje se volviera para poder tomar un buen primer plano de la sangre en su espalda... y casi inmediatamente (¡vaya suerte!) el complaciente muchacho se volvió, y el fotógrafo pudo tomar a la perfección la vista que deseaba.

   

«¡Bueno, ha sido estupendo! - se dijo, cuando todo hubo acabado- . ¡De primera calidad!» Se secó el rostro empapado en sudor. Cuando en los estudios le hubiesen añadido los efectos táctiles, resultaría una película perfecta. Casi tan buena, pensó Darwin Bonaparte, como La vida amorosa del cachalote. ¡Lo que, por Ford, no era poco decir!

Doce días más tarde, El Salvaje de Surrey se había estrenado ya y podía verse, oírse y palparse en todos los palacios de sensorama de primera categoría de la Europa occidental.

El efecto del film de Darwin Bonaparte fue inmediato y sorprendente. La tarde que siguió a la noche del estreno, la rústica soledad de John fue interrumpida bruscamente por la llegada de un vasto enjambre de helicópteros.

AineCassidy 002John estaba cavando en su huerto; y cavando también en su propia mente, revolviendo la sustancia de sus pensamientos. La muerte... E hincaba su azada una y otra vez... «Y todos nuestros días pasados han iluminado a los necios el camino hacia la polvorienta muerte». Un trueno convincente rugía a través de estas palabras. John levantó una palada de tierra. ¿Por qué había muerto Linda? ¿Por qué le había dejado perder progresivamente su condición humana, y al fin ... ? El salvaje sintió un escalofrío... Y al fin se había convertido en... «una buena carroña para besar... ». Apoyó el pie en el borde de la pala y la hincó profundamente en el suelo. «Somos para los dioses como moscas en manos de chiquillos caprichosos; nos matan como en un juego». Otro trueno; palabras que por sí mismas se proclamaban verdaderas; más verdaderas, en cierto modo, que la misma verdad. Y, sin embargo, el mismo Gloucester los había llamado «dioses eternamente amables». Además, «el mejor de los descansos es el sueño; y tú a menudo lo buscas; sin embargo, temes torpemente la muerte, que es la misma cosa».

AineCassidy 001Lo que había sido un zumbido por encima de su cabeza se transformó en un rugido; y, de pronto, John advirtió que algo se había interpuesto entre el sol y él. Sobresaltado, levantó la mirada como deslumbrado, con la mente vagando todavía por aquel otro mundo de palabras más verdaderas que la misma verdad, concentrada todavía en las inmensidades de la muerte y la divinidad; entonces vio, encima de él, muy cerca, el enjambre de aparatos voladores. Llegaron como una plaga de langostas, permanecieron suspendidos en el aire y, al fin, se posaron sobre los brezales, a su alrededor. De los vientres de aquellas langostas gigantescas surgían hombres con pantalones blancos de franela de viscosa, y mujeres en uniformes de acetato, o pantalones cortos y blusas sin mangas, muy escotadas... Una pareja de cada aparato. En pocos minutos había docenas de ellos, de pie, formando un espacioso círculo alrededor del faro mirando, riendo, disparando sus cámaras fotográficas, arrojándole como a un mono, cacahuetes, paquetes de goma de mascar de hormona sexual, galletitas panglandulares. Y constantemente, porque la corriente de tráfico fluía incesante por encima de Hog's Back, su número iba en aumento. Como en una pesadilla, las docenas se convirtieron en veintenas, y las veintenas en centenares.

El salvaje se había retirado buscando cobijo, y, en la actitud de un animal acorralado, permanecía de pie, de espaldas al muro del faro, mirando aquellas caras con expresión de mudo horror como un hombre que hubiese perdido el juicio.

El impacto en su mejilla de un paquete de chiclé bien dirigido lo sacó de su estupor para devolverle a la realidad. Un dolor agudo, y despertó del todo, en una explosión de ira.

- ¡Fuera! - gritó.

El mono había hablado; estallaron risas. - ¡Viva el buen salvaje! ¡Viva! ¡Viva!

Y entre aquella babel de gritos, John oyó:

- ¡El látigo, el látigo, el látigo!

Obedeciendo a la sugestión de la palabra, John descolgó el atajo de cuerdas de nudos de su clavo, detrás de la puerta, y lo agitó, como amenazando a sus verdugos.

De entre la multitud brotó un clamor de irónico entusiasmo.

John avanzó amenazadoramente hacia ellos. Una mujer chilló asustada. La línea de mirones osciló unos segundos, pero recobró la rigidez y aguantó firme. El hecho de saber que contaban con la superioridad numérica prestaba a aquellos mirones un valor que el salvaje no se había supuesto.

- ¿Por qué no me dejáis en paz?

En su ira había un leve matiz quejumbroso.

- ¿Quieres unas almendras saladas al magnesio? - dijo el hombre que, caso de que el salvaje siguiera avanzando, había de ser el primero en ser atacado. Y agitó una bolsita- . Son estupendas, ¿sabes? - agregó, con una sonrisa propiciatoria y algo nerviosa- . Y las sales de magnesio te mantendrán joven.

Soma Quote- ¿Qué queréis de mí? - preguntó, volviéndose de un rostro sonriente a otro- . ¿Qué queréis de mí?

- ¡El látigo! - contestó un centenar de voces, confusamente- . Haz el número del látigo. Queremos ver el número del látigo.

Entonces un grupo situado a un extremo de la línea empezó a gritar al unísono y rítmicamente:

- ¡El lá- ti- go! ¡El lá- ti- go! ¡El lá- ti- go!

- ¡El lá- ti- go! ¡El lá- ti- go!

Gritaban todos a la vez; y, embriagados por el ruido, por la sensación de comunión rítmica, daban la impresión de que hubiesen podido seguir gritando así durante horas enteras, casi indefinidamente. Pero a la vigésimo quinta repetición se produjo una súbita interrupción. Otro helicóptero procedente de la dirección de Hog's Back, permaneció unos segundos inmóvil sobre la multitud y luego aterrizó a pocos metros de donde se encontraba de pie el salvaje, en el espacio abierto entre la hilera de mirones y el faro. El rugido de las hélices ahogó momentáneamente el griterío; después, cuando el aparato tocó tierra y los motores enmudecieron, los gritos de: ¡El látigo! ¡El látigo! se reanudaron, fuertes, insistentes, monótonos.

La puerta del helicóptero se abrió, y de él se apearon un joven rubio, de rostro bronceado, y después una muchacha que llevaba pantalones cortos de pana verde, blusa blanca y gorrito de jockey.

Al ver a la muchacha, el salvaje se sobresaltó, retrocedió, y su rostro se cubrió de súbita palidez.

La muchacha se quedó mirándole, sonriéndole con una sonrisa incierta, implorante. Pasaron unos segundos. Los labios de la muchacha se movieron; debía de decir algo; pero el sonido de su voz era ahogado por los gritos rítmicos de los curiosos, que seguían vociferando su estribillo.

- ¡El lá- ti- go! ¡El lá- ti- go!

DIbujoLa muchacha se llevó ambas manos al costado izquierdo, y en su rostro de muñeca, aterciopelado como un melocotón, apareció una extraña expresión de dolor y ansiedad. Sus ojos azules parecieron aumentar de tamaño y brillar más intensamente; y, de pronto, dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Volvió a hablar, inaudiblemente; después, con un gesto rápido y apasionado, tendió los brazos hacia el salvaje y avanzó un paso.

- ¡El lá- ti- go! ¡El Látigo!

Y, de pronto, los curiosos consiguieron lo que tanto deseaban.

- ¡Ramera!

El salvaje había corrido al encuentro de la muchacha como un loco. ¡Zorra!, había gritado, como un loco, y empezó a azotarla con su látigo de cuerdas de nudos.

Aterrorizada, la joven se había vuelto, disponiéndose a huir, pero había tropezado y caído al suelo.

- ¡Henry, Henry! - gritó.

Pero su atezado compañero se había ocultado detrás del helicóptero, poniéndose a salvo.

Con un rugido de excitación y delicia, la línea se quebró y se produjo una carrera convergente hacia el centro magnético de atracción. El dolor es un horror que fascina.

- ¡Quema, lujuria, quema!

- ¡Oh, la carne!

El salvaje rechinó los dientes. Esta vez el látigo cayó sobre sus propios hombros.

- ¡Muera! ¡ Muera!

Arrastrados por la fascinación del horror que produce el espectáculo del dolor, e impelidos íntimamente por el hábito de cooperación, por el deseo de unanimidad y comunión que su condicionamiento había hecho arraigar en ellos, los curiosos empezaron a imitar el frenesí de los gestos del salvaje, golpeándose unos a otros cada vez que éste azotaba su propia carne rebelde o aquella regordeta encarnación de la torpeza carnal que se retorcía sobre la maleza, a sus pies.

- ¡ Muera, muera, muera! - seguía gritando el salvaje.

Después, de pronto, alguien empezó a cantar: «Orgía- Porfía», y al cabo de un instante todos repetían el estribillo y bailaban. «Orgía- Porfía», vueltas y más vueltas, pegándose unos a otros al compás de seis por ocho. «Orgía- Porfía...»

Era más de medianoche cuando el último helicóptero despegó. Obnubilado por elsoma,y agotado por el prolongado frenesí de sensualidad, el salvaje yacía durmiendo sobre los brezos. El sol estaba muy alto cuando despertó. Permaneció echado un momento, parpadeando a la luz, como un mochuelo, sin comprender; después, de pronto, lo recordó todo.

Se cubrió los ojos con una mano.

Brave-New-World

Aquella tarde el enjambre de helicópteros que llegó zumbando a través de Hog's Back formaba una densa nube de diez kilómetros de longitud.

- ¡Salvaje! - llamaron los primeros en llegar- . ¡Míster Salvajel

No hubo respuesta.

La puerta del faro estaba abierta. La empujaron y penetraron en el interior. A través de un arco que se abría en el otro extremo de la estancia podían ver el arranque de la escalera que conducía a las plantas superiores. Exactamente bajo la clave del arco , vieron unos pies que se balanceaban.

- ¡Míster Salvaje!

Lentamente, muy lentamente, como dos agujas de brújula, los pies giraban hacia la derecha: norte, nordeste, este, sudeste, sur, sudsudoeste; después se detuvieron, y, al cabo de pocos segundos, giraron, con idéntica calma, hacia la izquierda: sudsudoeste, sur, sudeste, este...

 ****

Comparta, si lo considera de interés, gracias:   

Fragmentos de libros. UNA PUERTA QUE NUNCA ENCONTRÉ de Thomas Wolfe  Final II:

Acceso/Volver al FINAL I de este libro: Erny CuevaRetiro177
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

    ... En una vieja casa, al atardecer, había un hombre sentado junto a la ventana. Sin violencia, casi sin calor, los últimos rayos del sol caían sobre los ladrillos de la casa pintándolos con una luz triste y sobrenatural. Aquel hombre siempre estaba allí, mirando por la ventana. No hablaba nunca. La mirada, imperturbable y fija. Su rostro no era el rostro del hombre de la ventana de enfrente, ni rostro alguno que hubiera visto antes. Se limitaba a mirarme en silencio, y el exilio inmutable de un espíritu prisionero se podía leer en su expresión. Era el rostro más sereno y más triste que había visto en mi vida.

LaFlor

  Aprecié la imagen con sencillez, y en su totalidad, como algo que hubiera vivido y, por tanto, me perteneciera. Y el rostro de aquel hombre se convirtió para mí en el rostro de la oscuridad y el tiempo. Quedó clavado en mi recuerdo de esa primavera como otro juez de mi destino, como un testito melancólico e impasible de la furia y angustia que hay en las vidas de los hombres.

  Nunca me dijo una sola palabra, su boca estaba cerrada, no se podía hablar su lengua. Pero lo que me decía me resultaba más claro e inevitable que cualquier palabra jamás pronunciada. Era una voz que parecía contener la tierra entera y resumir en ella todo el susurrante y eterno sonido del tiempo, ese sonido que, día u noche, se eleva inmutable sobre la tierra y las calles salvajes, siempre constante e indiferente a los hombres que viven o mueren.

 _ 

    Era la voz de la noche y las tinieblas, en ella confluían todas las lenguas de todos los hombres que han sobrevivido a la furia y al calor del día y que al atardecer se asoman por la ventana en silencio. En aquella voz se hallaba el silencio y la extenuación que parecía cubrir la ciudad entera a la hora del crepúsculo, cuando el caos salvaje y ciego del día llega a sus fin y cuando todos, calles, edificios y millones de hombre y mujeres, encuentra la calma y suspiran con tristeza y alivio, cuando todos los sonidos, toda la violencia y la agitación de la ciudad se apagan con esa misma luz de tristeza, paz y resignación.

  ElVientoTodo el saber de sus millones de lenguas se hallaba en aquella única voz inefable: el conocimiento que un hombre acumula a lo largo de toda una vida de trabajo, rabia y desesperación me hablaba al atardecer y permanecía dentro de mí durante toda la angustia de la noche. Y lo que esta imagen inefable me decía era esto: «Hijo, ten paciencia y fe, porque la vida es larga y todo este dolor y esta locura que vives ahora pasará pronto. Has caído en la furia, te has llenado de odio y de angustia y de todas las oscuras confusiones del alma. Tu sed y tu hambre eran tan grandes que creíste que podrías tragar la tierra entera, pero es así como les ha ocurrido a todos los hombres, vivos o muertos, durante su juventud. Sin embargo, no volverás a caer en la oscuridad, no volveremos a caer en la oscuridad; no escucharemos los relojes del tiempo marcando la hora en tierra extranjera, no despertaremos por la mañana en algún lugar extraño para añorar el hogar, ni oiremos ese ruido de cascos y ruedas, en la pequeña ciudad de la infancia, recorriendo las calles de la memoria una vez más.

 _ 

     »Algunas cosas nunca cambiarán. Pega tu oído a la superficie de la tierra y recuerda que hay cosas que duran para siempre. Presta atención: porque nos hallamos en el deslumbrante cruce de tantas ideas, porque hemos visto tantas cosas que van y vienen, tantas palabras olvidadas, tantas famas que ardieron antes de desvanecerse; porque nuestros cerebros estaban doblegados y enfermos y enloquecidos por la prisa y el estrépito, por la multitudinaria agitación; porque éramos una mota de polvo, una célula, un átomo agonizantes, un minúsculo planeta en medio del horror de monstruosas y gigantescas arquitecturas, un viajero cuyos pasos no lograron apartarlo hamás del millón de calles salvajes; porque éramos un amasijo de nervios y de sangre apabullado por el peso de los deseos imposibles de satisfacer; porque estábamos carcomidos por un hambre insaciable; y porque nuestras canciones más entusiastas quedaron ahogadas en el bullido de mil voces. Aturdida, nuestra visión quedó aplastada bajo los edificios, y veíamos a los hombres como mera argamasa. Por eso perdimos la esperanza.

ElPuñal»Pero sabemos que los niños desaparecidos, los ancianos desaparecidos, nuestros padres, nuestros hermanos, los llevados a toda prisa al cementerio para ser rápidamente enterrados, permanecerán aquí cuando este mundo hecho de cemento o de hormigón no sea más que ruinas. Sabemos que el polvo de los amantes enterrados durará más que el polvo de las ciudades.

  »Aviva, por tanto, el fuego de tu corazón mientras contemplas esas orgullosas torres: has de saber que son mucho menos que el puñal y la hoja, pues el puñal y la hoja durarán siempre.

  »Algunas cosas nunca cambiarán. Algunas cosas serán siempre iguales. La tarántula, la víbora y el águila siempre serán iguales.  El sonido de los cascos en las calles será siempre el mismo, el brillo del sol sobre el agua estancada será siempre el mismo y la hoja que se agita con el viento en las ramas será siempre la misma.

 _ 

  »¡Abril otra vez! Retazos de verdor repentino, esa contradicción: consistencia borrosa, ramas que retoñan, y un algo que viene y va pero nunca podremos capturar. Todo esto también será siempre igual.

»La voz de los arroyos del bosque nocturno, la risa de una mujer en la oscuridad, el hambre y el dolor, la muerte. Todo esto nunca cambiará.

   »Ni el cascabeleo de la gravilla barrida por el viento, ni el canto afilado de los grillos en el mediodía de los campos ardiente, ni el trajín de las gallinas en el corral, ni el olor del mar en los muelles y la delicada telaraña de las voces infantiles en el aire luminoso.

LaHoja   »Todas las cosas que pertenecen a la tierra serán siempre iguales: la hoja, el puñal, la flor, el viento que aúlla y duerme y se despierta de nuevo, los árboles cuyas ramas rígidas se agitan y ofrecen sus chasquidos. Todas las cosas que proceden de la tierra y que mudan con las estaciones, todas las cosas que duran y cambian y vuelven a ser como eran en la tierra, esas cosas siempre serán iguales, pues vienen de la tierra, que nunca cambia, y vuelven a la tierra.

   »Bajo las pulsaciones del pavimento, bajo los edificios que se estremecen como en un llanto, bajo los restos del tiempo, donde el casco de la bestia se junta con los huesos rotos de las ciudades, algo está creciendo como una flor, siempre brotando de la tierra, siempre inmortal y obstinado, algo que vuelve a la vida una vez más, como abril».

***

También, de este libro, acceder a:

UnaPuertaQueNuncaEncontreLos fragmentos

 Comparta, si lo considera de interés, gracias:  

Fragmentos de libros. VELÁZQUEZ PÁJARO SOLITARIO de Ramón Gaya  Final II:

Acceso/Volver al FINAL I de este libro: Arriba FraLib
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

ElBufónDonJAustria… el bufón don Juan de Austria pedirnos permiso y desaparecer.No es que las figuras de Velázquez finjan, con una cierta mímica, estar en movimiento, en agitación, como las de Rubens, pues no hay nada tan pasivo como sus pasmados personajes, sino que todos estos seres, apareciendo precisamente en calma, los sabemos movibles, cambiantes, inseguros. Están aquí, delante de nosotros, pero podrían estar en otro sitio y de otra manera. En un lienzo de Tintoretto, la gesticulación desorbitada, exagerada, teatral, de sus figuras, no descompone nunca la composición, la preconcebida composición, sino al contrario, muchos de esos gestos extravagantes, innaturales, han sido llevados hasta el delirio precisamente para poder hacerlos coincidir con ella, con sus leyes; tendremos entonces delante de los ojos una imagen parada del movimiento, o sea, un movimiento eternizado y una ley de la composición cumplida.

A Velázquez no le pueden importar ninguna de esas mojigangas estéticas; él viene a muy otra cosa, él parece venir no para intentar conquistar la realidad, ni para expresarla, ni para reflejarla, ni para adularla, pues ahora resulta que ni siquiera es la realidad lo que le interesa, sino la vida; él parece venir a toparse con la vida, a encontrarse con ella, a cruzarse con ella, pero no egoístamente para vivir más, ni siquiera mejor, pues nadie como él ha tenido una conciencia tan clara, tan sabia, tan conformada de nuestra condición de pasantes, de transitantes. Su estar de paso -sin asomo de patetismo ni de resignación- no le produce ningún desasosiego, ni tampoco ese escepticismo vividor, frescachón, campante, en que suelen caer tantos (a veces, pueblos enteros) cuando descubren, de pronto, que son mortales. Velázquez se diría en posesión, más aún que de un secreto vital, de un secreto... central, centro de un todo que fuese mucho mayor que la vida, un todo que abarcase desde antes de HomVelazquez VIIla vida hasta más allá de ella; dueño absoluto de algo muy sencillo pero dificilísimo de obtener, que no hay que obtener, sino tener de antemano. Es como si, desde siempre, y con una certidumbre casi animal, Velázquez hubiese sentido y pensado que la vida no es, como vanidosamente suele sentirse y pensarse, algo para nosotros, para nuestro uso, para nuestro particular disfrute o aprovechamiento, sino más bien al revés, que nosotros somos algo para ella, destinados a ella. Y no es tanto que la vida nos necesite, que necesite de nuestro apoyo, pues ella puede muy bien mantenerse en pie, vivir por sí misma, aunque parece aceptar, acaso desear, más que una participación nuestra, activa y útil, algo como un... homenaje. Para ser, sin duda se basta ella, pero le gustaría ser reconocida, valorada, cantada. Velázquez ha escuchado, quizá mejor que nadie, más claramente que nadie, ese deseo, la voz apagada y entrecortada de ese deseo. La realidad, por más que lo enamore, no logra retenerlo, entretenerlo demasiado, porque, en definitiva, ella no es más que una hermosa corteza exterior, y lo que él ha escuchado es más bien una jugosa savia interna. Para Hom VenusEspejoVelázquez, la realidad, el cuerpo de la realidad, es algo imprescindible, pero también sin mucha importancia, o sea, es algo que, siendo absolutamente imprescindible, no es decisivo; lo decisivo estará dentro, encerrado dentro, transparentándose. Velázquez pinta esa transparencia, no quiere pintar más que esa transparencia; de ahí que la realidad que termina por presentarnos -tan veraz- no sea propiamente realista, es decir, corpórea, pesada, abultada, sino imprecisa, indecisa, insegura, movible, casi precaria, me atreveré a decir. La realidad en los lienzos de Velázquez es como una realidad de humo, humosa, neblinosa, delgadísima. Velázquez ya hemos visto que no quiere pintar cuadros, pero aunque quisiera, con esa realidad casi fantasmal que tiene entre las manos, no podría formar cuadro alguno, porque los cuadros se forman, precisamente, con cuerpos materiales, con presencias de bulto, con relieves evidenciados por el claroscuro pictórico. Su pintura, o lo que irremediablemente queda de pintura en su obra -ésta también irremediable-, no es nunca un canto adulador, exaltador de la realidad, sino el claro, calmo, alto homenaje a un vívido centro misterioso que la realidad lleva en sí pero que no es ella.

ElPieVaroElZamboEntierroSardinaGoyaUn adulador de la realidad sería, por ejemplo, Ribera; y un exaltador, Goya. Pues el gran baturro, que antes habíamos tomado por un visionario, por un imaginativo, por un inventivo, ahora nos resulta mucho más atado a lo real que Velázquez; bucea, revuelve con furia, se embarulla gustoso en la realidad, la destaca, la contrasta, mientras que Velázquez se mantiene siempre limpio, desentendido de ella. Goya, el intenso, terco Goya, será decididamente un apasionado realista, que parece esperar muchísimo,  quizá todo, de la realidad. Velázquez, en cambio, no espera de ella apenas nada. Velázquez sabe que la realidad está ahí, figurando la vida, dándole figura a la vida, pero también desfigurándola, enmascarándola. La realidad es verdad, pero es como una verdad... lastimosa, digna de lástima; Velázquez ha sentido en seguida la pobreza, la indigencia de esa realidad en pena, en pecado, atribulada. Esa pobre, lastimosa realidad, Velázquez la contempla lleno de amor, pero no enamorado, apasionado, sino lleno de un piadoso amor impersonal, como ha sido siempre el amor de los grandes redentores. Velázquez no puede caer en el amor, en el avariento amor a la realidad ni en el mezquino amor al arte, ya que el suyo no es un amor de amar, sino de rescatar. De aquí que su obra termine por ser una especie de purgatorio, entre doliente y apacible, expiante, purificante. Toda la realidad, la más hermosa como la más horrorosa, sin distingos, será bien acogida en ese santo terreno de su pintura, y no es que confundiendo unas cosas con otras le parezca igual o le dé igual todo, sino que todo eso que él percibe en sus diferencias como nadie -ya que está dotado de una mirada y una comprensión excepcionales-, todo eso tan rico y tan vario, viene a estar igualmente en pena, en penitencia. Para Velázquez, belleza y DeLasMeninasfealdad no son lo mismo, pero están en pecado lo mismo y valen, pues, lo mismo. La deforme figura de Maribárbola ha sido acogida por Velázquez en su gran lienzo de Las Meninas, no para contrastarla caricaturescamente con las demás, ni como un elemento característico, pintoresco -como habría hecho el genio de Goya montando en seguida su barracón de feria para la desalmada explotación de monstruos-, sino casi como una flor, como una flor un tanto desproporcionada (a la manera, por ejemplo, de los girasoles), fuera de escala, contrahecha, pero viva, con la legitimidad de la vida y recibiendo muy confiadamente en el rostro la luz tierna, igualatoria, del día velazqueño. Porque la luz de Velázquez no es, como suele ser la de otros muchos pintores, una luz... pictórica, es decir, ocupada en modelar, en resaltar las formas, las bellas formas del mundo; no es una luz estética, sino ética, buena; es, en fin, una luz que luce para todos, aunque es cierto también que de esta luz de Velázquez no se puede decir nunca que luzca, que brille, que actúe; es, y nada más, con eso le basta; no es una luz intensa y afanosa, que quiera con ahínco apoderarse de esto o de aquello -como le sucede a la luz de Rembrandt-, sino una sosegada luz reparadora, consoladora. Es una luz que sólo quiere claridad, simple claridad, poner armoniosamente en claro todo.

HomVelazquez1948"IXº Homenaje a Velázquez" de Ramón Gaya, 1948. Gouache sobre papel. Col. particular.   

Pero esta luz igualatoria, que parecía en efecto lucir igual para todos y aclararlo todo, tropezará un buen día con una extraña criatura, El niño de Vallecas, y quedará prendada de su rostro, de la divina bobería de su rostro, de su divino rostro; la luz entonces alterará, por esta vez, su natural y modosa condición, convirtiéndose en otra luz, en una luz más alta, más elevada. Es como si la luz, la simple luz del día, al tropezarse con ese rostro lo encontrara ya iluminado, ocupado por una luz anterior, interior, y no tuviera más remedio, de no pasar de largo, que fundirse con ella, que añadirse a ella. Es una faz, diríase, naciente, como una luna naciente, dolorosamente luminosa, y también dichosa, plena como una hostia alzada y redentora. El niño de Vallecas es todo él como una elevación, como una ascensión. Todos los retratos velazqueños vienen a ser como altares, pero El niño de Vallecas es el altar mayor de su obra, el escalón supremo de su obra desde donde poder saltar, pasar al otro lado de todo, más allá de todo. En ese rostro tierno, manso, santo, animado por una sutil mueca agridulce, es donde con más limpieza parece producirse el sacrificio de la realidad, y también el sacrificio del arte. En los demás retratos de bufones Velázquez aún conserva una actitud de hombre particular y bueno, amparador de unas figuras humanas lamentables, pero en El niño de ElNiñodeVallecasVallecas todo eso ha desaparecido; aquí, pintura y realidad -sin ser alteradas ni evitadas- parecen trocarse, de pronto, en otra cosa, en algo como un cántico, no un cántico artístico, sino un cántico sagrado, es decir, en una especie de misa cantada, en ¡Gloria! A Don Antonio el Inglés y al Calabacillas -por lo demás, como también hace con Felipe IV o con el Príncipe Baltasar Carlos- Velázquez los había observado compasivamente, sin complacencia ni crueldad caracterizadora, pero sí fijándolos en su mísera condición; había sentido por ellos misericordia, pero eso no podía salvarlos, sino dejarlos más perdidamente en la tierra, hundidos en la tierra. Ante El niño de Vallecas Velázquez no actúa en absoluto, no se compadece, no se lamenta, no sufre ni se complace, no se burla o ensaña, ya que ha logrado, por fin, su más perfecta pasividad creadora; a El niño de Vallecas Velázquez lo deja, intacto, vivir, venir a vivir, a estarse entero y verdadero en su gloria de ser vivo, dueño en redondo de su ser central. ¿Qué importa, pues, que por fuera, accidentalmente, resulte ser un enano, o un bufón, o un bobo, o un loco? Y por otra parte, ¿qué puede importar que esto sea un lienzo, unos trazos, unas pinceladas, unos colores, unas formas, si todo eso que constituye la pintura, la hermosa tarea de la pintura, ha sido sobrepasado, vencido por completo? Lo uno y lo otro, es decir, todas esas «circunstancias» juntas, pertenecen a la realidad, a la simple realidad, y ya vimos que Velázquez se había desinteresado, distanciado de ella. Ahora, ante esa extraña criatura de Dios, Velázquez permanecerá, completamente inmóvil, tenso, sin decir nada, y dejará que hable la criatura misma, o mejor, su ser desnudo, su ser solo, libre, liberado, salvado de sí. Pero El niño de Vallecas no articula palabras: nos mira, nos mira entre arrobado y desdeñoso, melodiosamente lastimero, dolido, sonreído; al mismo tiempo que inclina, dulce, la cabeza hacia un lado, parece levantarla en un gesto altanero de autoridad redentora; parece que intentase dar a entender algo muy difícil, excesivo para nosotros; que nos llamara y arrastrara hacia su extraña orilla, acaso lleno de pena y vergüenza de saberse en la verdad, mientras nosotros seguimos aquí, en la realidad únicamente. 

Algunos cuadros de Ramón Gaya de homenaje a otros pintores.
GayaRembrandtHomCarpaccioHomTiziano VI
1) Fragmento de Rembrandt (Betsabé), Ramón Gaya,1953. Pastel sobre papel. Col. particular.
                                                  2) Homenaje a Carpaccio, Ramón Gaya,1951. Gouache sobre papel. Museo Ramón Gaya.
                                                                                      3)  VIº Homenaje a Tiziano, Ramón Gaya,1951. Gouache sobre papel. Col. particular 
Hom Rubens
Las tres gracias (de Rubens), Ramón Gaya,1948. Acuarela sobre papel. Col. particular.
 

Pero todo esto no tiene ya nada que ver con el arte, con el gran juego del arte, con las grandes artesanías del espíritu. Si logramos seguir a este despectivo señor de la pintura en su milagrosa y simple ascensión, nos encontraremos, de repente, en un lugar... silencioso, casi vacío, limpio, sin rastro apenas del turbio y ajetreado quehacer estético. No es un lugar de jolgorio, de fiesta, de acalorado carnaval, como viene a ser aquel otro donde se producen las artes, pero es un sitio claro, despejado, placentero, incluso alegre, de una especial alegría tranquila y vigorosa; es un sitio sin apenas nadie ni nada -pues muy pocos y muy pocas cosas resisten este vívido y austero aire sano-, pero, sobre todo, no encontraremos en ese lugar a los artistas, a los afanosos cultivadores del arte, ni pueden estar, en consecuencia, todos aquellos que pululan siempre en torno: estetas, amateurs, gustadores, historiadores, juzgadores, teóricos, críticos. Si no hay producto, obra que trajinar, estudiar, manosear, ¿qué podrían hacer aquí todas esas pintorescas personas? Éste no es un lugar de trabajo, sino de vida. El arte, la industriosidad del arte, ha quedado allá lejos, como una pasión pueril, juvenil, petulante, vanidosa, tonta.

También de "Velázquez, pájaro solitario",

acceso a: El Comienzo:    Los fragmentos:

VelazquezPSolitarioElQuijote

Y pudiera interesarle:
    Museo Ramón Gaya
    Universidad de Barcelona. Artículo sobre Gaya y sus homenajes a pintores
    Blog dedicado a la obra, vida y pensamiento del pintor Ramón Gaya
    https://www.ramongaya.com/

(estos enlaces funcionaban y dirigían a los sitios debidos. Su no funcionamiento es posterior y nos es ajena la causa)

 Comparta, si lo considera de interés, gracias:      

          Contáct@ con

 fragmentosdelibros.com 

     FormContacto

         

             El Buda lógico

ElBudaLogico Servi

         

                      Usted

UstedModulo

         

© 2020 fragmentosdelibros.com. Todos los derechos reservados. Director Luis Caamaño Jiménez

Please publish modules in offcanvas position.